EL CASTIGO DEL TRAIDOR
El Strangways es un curso de agua cuyo nacimiento se desconoce y que sólo ha sido visitado por unos pocos exploradores, pero se cree que se halla por el paralelo 16. Este río es afluente del Roper, importante curso de agua que va a desembocar al golfo de Carpentaria, después de describir una amplia curva y de recibir por el oeste un importante afluente: el Elsen.
Aun cuando no había empezado la época de las lluvias, el Strangways llevaba todavía un poco de agua, a pesar de la estación ardiente y de los vientos cálidos que soplan de noviembre a marzo y que secan por completo casi todos los ríos del interior.
Aquel poco de agua fue la salvación de los fugitivos. Si el río hubiese estado seco como casi todos, no hubiesen podido llegar hasta el Elsen y habrían terminado sus días en aquel lugar.
Si había agua, no debía de faltar caza, de modo que los dos marineros, que habían sido nombrados proveedores de la pequeña caravana, se dedicaron a inspeccionar las riberas del río. Su búsqueda no resultó infructuosa, pues descubrieron un canguro gigante al que enviaron dos balas.
Aquella enorme pieza bastaría para unos cuantos días. Cocinaron una parte y el resto lo cortaron en finas lonjas, poniéndolo a secar al sol para que se conservase.
La parada a orillas del río duró dos días, y al tercero, después de cargar con las provisiones y de llenar de agua los recipientes de piel de canguro cosidos por Diego, que en sus catorce bolsillos tenía una infinidad de objetos indispensables para todo explorador, reanudaron la marcha camino del río Sterculia, que desemboca casi enfrente de las islas Eduard Pellew.
La región que debían atravesar era completamente desconocida. El mapa, que el doctor había podido salvar de la rapacidad de los australianos, no daba ninguna indicación, clara señal de que hasta entonces ningún europeo se había aventurado por las inmensas llanuras que se extienden hacia oriente, en dirección del golfo de Carpentaria.
Pero los cuatro hombres no se arredraron. Sabiendo que sólo los separaban del océano unas ciento setenta millas, se pusieron animosamente en marcha, esperando llegar antes que el traidor, en el caso de que éste hubiese conseguido conducir a sus huestes hasta aquel lugar.
Como carecían de los instrumentos necesarios para fijar la posición, los cuales les habían sido robados por los australianos en el dray, Diego tuvo que hacer de guía con la pequeña brújula que siempre llevaba colgada de la cadena del reloj.
Parecía como si toda aquella parte del continente fuese una inmensa llanura, pues en ninguna dirección se veía la mínima altura. Era una especie de desierto, lleno de arenas y piedra, raramente interrumpido por alguna mata de hierba, sin cursos de agua, sin animales de pelo y sin apenas volátiles. Se diría que la región estaba maldita.
Los fugitivos seguían avanzando. Cuando las piernas se negaban a sostenerlos, descansaban unas horas, y luego reemprendían el camino. Temían consumir las pocas provisiones que llevaban antes de llegar a la costa y, sobre todo, temían caer para no levantarse más en aquella llanura desierta y calcinada por el sol.
Durante seis días el pelotón avanzó, o mejor dicho, se arrastró sobre la arena, pero al séptimo se vieron obligados a detenerse. Hacía doce horas que habían liquidado el último bocado, y el día anterior habían bebido la última gota de agua.
—¡Dios santo! —dijo Diego con voz melancólica—. Está escrito que en este país los hombres deben estar en lucha siempre con el hambre. Con otro mes de estancia en este maldito continente, regresaré al Paraguay más seco que una galleta y más delgado que un arenque salado. Si yo fuese australiano se lo dejaría a los canguros y a los papagayos. ¿Qué dices tú, hijo mío?
—Que daría mi fusil por una jarra de cerveza.
—Y yo mi barba por un cubo de agua helada. ¡En qué situación nos tenemos que ver!
—Nuestras miserias terminarán en cuanto lleguemos al Sterculia —dijo el doctor—. Allí encontraremos agua y caza abundante.
—¡Por todos los diablos! ¿Dónde se encuentra ese río? Hace cuatro días que marchamos hacia el este y todavía no se le ve. Y sin embargo, doctor, al menos hemos hecho treinta millas por día.
—Entonces, nos habremos desviado.
—No, doctor, hemos ido siempre en línea recta, hacia el este; mi brújula va bien.
—Si hubiésemos ido en línea recta, deberíamos encontrarnos a orillas del golfo o a poca distancia, mientras que ni siquiera hemos dado con el río Kanguro ni con el Sterculia.
—Y sin embargo, doctor, mi brújula funciona; lo dice un viejo marinero. Ayer noche la punta de la lanceta coincidía exactamente con la cruz polar.
—No sé qué decirte, Diego. Lo único que sé es que estamos perdidos en estas llanuras, sin fuerzas, sin víveres y sin agua, y sin posibilidad de reponer de nada.
—El panorama no es atrayente.
—Eso creo yo, Diego. Y no sé cómo saldremos de esta situación.
—Si al menos encontrase una serpiente —murmuró Diego—. Creo que la comería sin repugnancia.
—No desesperemos —dijo Cardozo—. Tal vez el río no esté lejos; he visto hacia allí un punto negro que volaba hacia el este, tal vez se trate de un pájaro que va a beber.
—Pero los pájaros tienen alas, mientras que nosotros tenemos las piernas destrozadas —dijo Diego.
En aquel momento se oyó en lontananza una detonación sorda, que parecía producida por el estallido de una mina o por un disparo de una pieza de artillería.
A pesar de su gran debilidad, los cuatro hombres se pusieron rápidamente en pie.
La cosa era tan extraña que se miraron unos a otros, creyendo haber soñado.
—¡Una detonación! —exclamó Herrera, que había palidecido por la emoción—. ¡Una detonación aquí, en este desierto…!
—Tal vez la ametralladora —exclamó el doctor.
—¡No! —Exclamó Diego con voz ahogada—. La ametralladora la he inutilizado, quité el obturador… Ese disparo… es un cañonazo, doctor. ¡Doctor! ¡Señor Herrera! ¡Cardozo! ¡El mar está ahí! ¡Corramos!
Reforzados por la esperanza, aquellos hombres, que poco antes no se sostenían sobre sus piernas, recuperaron las fuerzas. Se lanzaron los cuatro hacia el este, empujándose unos a otros, sosteniéndose, animándose mutuamente con palabras entrecortadas y con gestos.
Ya no sentían ni el hambre, ni la sed, ni el cansancio y no paraban de correr, anhelantes, y haciendo esfuerzos sobrehumanos para no caer, porque sabían que, si caían, no se volverían a levantar.
Oyeron dos detonaciones más. Sonaban lejos, pero ¡qué importaba! La salvación estaba allí y, vivos o moribundos, pensaban llegar al mar. ¿Dónde estaban? Lo ignoraban, pero no se preocupaban. ¿Qué barco era aquel que disparaba cañonazos? ¿El yate de sir Hunther o un buque de guerra? No importaba; en cualquier caso los recogerían.
Hacía quince minutos que corrían cuando Cardozo, que precedía a sus compañeros un centenar de pasos, se detuvo gritando:
—¡Un río!
—¡Hurra! —Gritó Diego—. ¡Estamos salvados!
Poco después llegaron los cuatro no a un río, sino a dos cursos de agua que se juntaban formando otro mayor, que se dirigía hacia el este. No había ninguna duda: el que venía del noroeste era el Kanguro y el que venía del sudoeste, el Sterculia.
Faltos de los instrumentos necesarios para determinar la posición exacta, los fugitivos habían ido a parar a aquellos dos ríos sin sospechar su proximidad.
Ahora ya podían considerarse a salvo; el océano, o mejor dicho, el golfo de Carpentaria no podía estar lejos.
Se echaron en el río, atravesaron las dos corrientes y confortados por el baño, se pusieron en camino siguiendo la orilla derecha. Habían avanzado media milla cuando oyeron otro cañonazo, después una nutrida descarga de fusilería y unos gritos agudos que parecían lanzados por muchas personas.
—¡Rayos y truenos! —exclamó Diego palideciendo—. ¿Qué ocurre ahí?
—Son gritos de australianos —dijo Herrera—. Y, si no me equivoco, gritos de guerra.
—Y esas detonaciones son producidas por blancos —dijo el doctor.
—¿Están atacando el yate de sir Hunther? —preguntó Cardozo.
—¡Son los antropófagos de Niro! —Gritó Diego—. El miserable nos esperaba en la costa del golfo.
—E intenta apoderarse del yate —dijo Cardozo—. ¡Corramos!
—¡Adelante! —gritaron todos.
Los cuatro se pusieron a correr hacia el mar, que todavía no se veía, pues el horizonte estaba cerrado por una línea de colinas, pero no debía de distar más de dos millas.
El cañón y los fusiles seguían sonando con furia creciente, y los gritos de los australianos eran cada vez más agudos. No había duda de que los antropófagos intentaban abordar el barco que debía recoger a los cuatro fugitivos.
¿Cómo se encontraban allí? ¿Qué otra traición había urdido Niro?
Empujándose unos a otros, animándose y ayudándose mutuamente, los dos marineros, Herrera y el doctor llegaron a las colinas y las subieron sin detenerse.
Cuando llegaron a la cima se presentó a sus ojos un terrible espectáculo.
Encallado cerca de la costa, se veía un pequeño velero, cuya tripulación se defendía desesperadamente a cañonazos y con los fusiles contra un grupo de salvajes que intentaban escalar los costados del navío.
A popa ondeaba la bandera inglesa y del palo de mesana colgaba un lúgubre trofeo: ¡un hombre ahorcado!
La playa estaba cubierta de muertos y moribundos, pero, a pesar de las tremendas descargas del cañón, que parecía vomitar metralla, y del nutrido fuego de los fusiles, los salvajes no abandonaban la partida y trataban de subir al puente.
—¡Adelante! —rugió Diego.
Los cuatro viajeros descendieron la colina y se lanzaron sobre los asaltantes por la espalda, disparando a quemarropa sobre los más próximos.
Los australianos, que ya comenzaban a ceder, al verse atacados por detrás y temiendo que se tratase de un importante refuerzo, se dispersaron en todas direcciones, saludados por una descarga de metralla que derribó a otros doce o quince.
—¡Hurra! —gritó Diego.
—¡Amigos! —Gritó una voz que salía del yate—. ¡Dios sea alabado!
Herrera y el doctor lanzaron dos gritos:
—¿Usted, sir Hunther?
—En persona.
—¡Rayos! —exclamó Diego, que se había detenido bruscamente con la mirada fija en el hombre colgado.
—¿Qué ocurre, marinero? —preguntó Cardozo.
—Mira al ahorcado.
Cardozo lanzó un grito: aquel hombre que colgaba con una sólida cuerda al cuello… ¡era Niro!
—Ha pagado sus crímenes —dijo Diego.