LAS INMENSAS LLANURAS DEL ESTE
Los australianos, después de haberse precipitado hacia el lago sin intentar oponerse al enemigo, que creían muy numeroso y, después de haberse refugiado en los pantanos, se dieron cuenta de que sólo se trataba de dos hombres y regresaron furiosos al campamento, encabezados por Niro, que había escapado milagrosamente de la descarga de Diego.
Pero, por suerte para los fugitivos, el fuego había rodeado completamente el campamento, alzando una barrera infranqueable entre los antropófagos y los blancos. Las llamas se habían unido y habían destruido el semicírculo de árboles que rodeaba el campamento.
Atravesar descalzos y sin ninguna protección aquel mar de fuego era una locura. De modo que el impulso de los australianos se estrelló contra las primeras llamas.
Pero al ver Niro un espacio libre que conducía a la cabaña de las armas, lanzó a algunos hombres en esa dirección para salvar la ametralladora, que Diego había abandonado después de echarla en tierra. El traidor no quería perder el terrible medio de destrucción, con el que contaba para emprender la conquista del continente y someter a las tribus enemigas, pero unas ramas encendidas habían caído en el interior del arsenal. El fuego alcanzó a las cajas de municiones, que estallaron acabando con los australianos y destrozando las armas. Decididamente, la fortuna protegía a los blancos.
Los australianos que estaban afuera con Niro, temiendo que todo el campamento saltase por los aires, huyeron por segunda vez hacia el lago, permitiendo que los fugitivos ganasen terreno.
El doctor, el explorador y los dos marineros, al oír aquellas explosiones y ver saltar por los aires la cabaña, se detuvieron unos minutos a orillas de un arroyo que iba a desembocar al lago; enseguida prosiguieron su carrera, ocultándose en el bosque que se extendía hacia el norte.
Diego, desesperado por no haber podido matar al traidor Coco, se detenía a cada momento, esperando verle venir por detrás, pero el doctor le obligaba a continuar la carrera. Había que aprovechar el incendio para ganar terreno, pues en cuanto cesase, los salvajes se lanzarían sobre sus huellas para vengarse de la derrota, quitarles las armas y ponerlos en el asador. Niro no los iba a dejar tranquilos.
A la una de la madrugada, después de una carrera de casi dos horas se detuvieron en la orilla de un extenso lago, cubierto de cañas y rodeado por un bosque.
—¿Dónde estamos? —preguntó Cardozo.
—En los lagos de New-Castle —respondió el doctor.
—Detengámonos —dijo Herrera, que parecía exhausto—. Esos miserables antropófagos me han estropeado las piernas al tenerme encerrado en aquella choza.
—No, amigo —dijo Álvaro—. Estamos demasiado cerca del lago Wood, que es tanto como decir de ese bribón de Niro. Hay que huir, ganar terreno, alejarse de esta región.
—El incendio se va extendiendo, doctor —dijo Cardozo—. Todo el horizonte sur está en llamas. Los salvajes ya no podrán seguimos.
—Lo sé, pero cuando el incendio se apague, seguirán nuestro rastro y son tan buenos caminadores que nos alcanzarían fácilmente.
—¿Cree que durará mucho el incendio?
—Tal vez un día, o dos, o incluso tres; mientras las llamas encuentren árboles que devorar no se apagará, pero los salvajes pueden ganar a nado cualquier punto de la costa, rodear el incendio y ponerse igualmente sobre nuestras huellas.
—¡Cierto! Nuestro australiano ha seguido sus huellas sin equivocarse ni un momento… Pero ¡diablos! ¡Hemos abandonado a nuestro amigo y su familia, Diego!
—¡Bah! No nos habrá esperado, Cardozo —dijo Diego—. Una vez incendiado el bosque se habrá apresurado a largarse para unirse a su tribu.
—¿Teníais un amigo? —preguntó el doctor sorprendido—. Espero que me contaréis vuestras aventuras y que me explicaréis cómo os las habéis arreglado para llegar al campamento de los antropófagos y apoderaros de la ametralladora y los fusiles. Amigos míos, os aseguro que valéis por dos compañías de marineros y que tenéis una audacia y un valor a toda prueba.
—Se lo contaremos todo en la primera parada y ya verá como no hay nada extraordinario —dijo Diego—. ¡Ah, si hubiese atrapado a Coco! Entonces sí que estaría contento, aunque hubiese tenido que dejar en la lucha una oreja, o las dos, pero algo me dice que aún no ha terminado todo entre nosotros y espero enviarlo a hacer compañía a su amigo el brujo.
—Lo encontraremos, Diego —dijo el doctor—. Nos seguirá, estoy seguro, e intentará llegar antes que nosotros a la costa.
—¿Pero sabe adónde vamos? —preguntó Cardozo.
—Sí, sabe que nos dirigimos hacia el golfo de Carpentaria y que allí nos espera el yate de sir Hunther.
—¿Nos está esperando ya el yate? —preguntó Diego.
—Desde hace unos quince o veinte días.
—¿Estamos lejos del golfo?
—Por lo menos, a trescientas o trescientas cincuenta millas —dijo Herrera.
—¡Diablo! ¡Vaya paseo!
—Así, que hemos de deliberar inmediatamente sobre el camino a seguir —dijo el doctor—. ¿Qué dice usted, Herrera?
—Les aconsejaría que primero subiésemos hacia el norte hasta el río Elsen o el Strangways, para evitar las áridas llanuras del este, que luego siguiésemos el paralelo 16 hasta dar con el río Kanguro o el Sterculia, que desembocan en el golfo de Carpentaria, frente a las islas Eduard Pellew, lugar de la cita con el yate.
—Apruebo su plan, Herrera. Creo que es el camino más corto para llegar al golfo de Carpentaria. En marcha, o antes de dos días tendremos encima a la banda de antropófagos.
En efecto, la prudencia aconsejaba alejarse cuanto antes de aquellos lugares. Aunque los bosques continuasen ardiendo, tiñendo el cielo con una luz rojiza, los salvajes de Niro podían haber construido balsas para atravesar el lago y desembarcar en la orilla opuesta del Wood. Es cierto que en este caso tendrían que dar una vuelta enorme, pero siendo grandes andadores tampoco tardarían mucho en alcanzar a los fugitivos.
El pequeño pelotón reanudó la marcha y fue costeando los grandes lagos dirigiéndose hacia los de Hower, que se extienden a ambos lados del paralelo 17, a lo largo de treinta y cinco o cuarenta millas. Durante siete horas, los fugitivos continuaron avanzando hacia el norte, adentrándose por llanuras estériles y arenosas, donde apenas crecían unos cuantos matorrales.
No se veía ninguna pieza de caza en aquella región
quemada por el sol; pero Diego tuvo la fortuna de derribar una pareja de perameles obesula, especie de ardillas blanquecinas, que estaban ocultas entre las ramas de un plátano silvestre, y Herrera encontró tres o cuatro de aquellas raíces bulbosas y suculentas llamadas warrang.
En las costas meridionales de los grandes lagos de Hower hicieron un alto para tomar unas horas de descanso, pues los cuatro estaban agotados y hambrientos. Aquella noche habían recorrido unas cuarenta millas y materialmente ya no podían más.
Para no dejarse sorprender por los australianos, que tal vez habían conseguido rodear el bosque incendiado, se ocultaron entre un espeso cañaveral que cubría una lengua de tierra fangosa y se adentraba en los lagos unos centenares de metros, y allí encendieron fuego y prepararon la comida.
Mientras comían, ningún australiano apareció por las áridas llanuras del sur, ni se oyó ningún grito lejano que anunciase la proximidad de los perseguidores. Diego empezaba a tranquilizarse y a pensar que los salvajes habían renunciado a la venganza; en cambio, el doctor empezaba a inquietarse. Temía al miserable Niro, pues le sabía capaz de todo.
—Nos esperará en algún lugar de la costa —dijo a sus compañeros—. Conoce el lugar de la cita con el yate y temo que nos prepare una sorpresa.
—¿Cree posible que nos adelante para llegar antes que nosotros? —preguntó Cardozo.
—Sí, jovencito —dijo el doctor—. A pesar de nuestros esfuerzos y de la ventaja que llevamos, no podemos competir con esos endiablados australianos.
—Son auténticos caballos —dijo Herrera—. En pocos días recorren distancias increíbles.
—Si Coco espera tendernos una emboscada, tanto mejor —dijo Diego—. No me gustaría abandonar este continente sin haber ajustado cuentas.
Permanecieron tres horas en aquel escondite; después reanudaron la marcha en dirección noreste. Estaban ansiosos por alcanzar las costas del golfo de Carpentaria; su misión estaba cumplida y nada tenían ya que hacer allí.
Por la tarde llegaron a orillas del Daly-Waters, río del que se ignora dónde nace y dónde muere, pero lo encontraron seco.
Diego y Cardozo buscaron entre los matorrales, pero no había nada. A falta de otros animales, se dedicaron a las cacatúas, que abundaban, y llevaron una buena provisión al campamento.
Por la noche hicieron guardia por tumos, pero no ocurrió nada. ¿Habían renunciado los australianos a perseguirlos? ¿O los habían ya adelantado y los esperaban en algún lugar? Esto se preguntaban continuamente el doctor y Herrera, quienes estaban cada vez más preocupados.
A la mañana siguiente reanudaron la marcha hacia el río Strangways, que tal vez llevase algo de agua. El territorio que atravesaron era de una aridez espantosa; parecía la continuación de aquel desierto pedregoso que habían superado a fuerza de fatigas.
Las llanuras sucedían a las llanuras, sin árboles ni arbustos; todo era piedra y arena, y ni un solo animal aprovechable. Aquellas tierras desconocidas, tal vez nunca holladas hasta entonces por el pie del blanco, llegaron a dar miedo a los fugitivos, los cuales, Diego incluido, estaban vivamente impresionados.
Hambrientos y sedientos, pues habían agotado los víveres y el agua, caminaban desfallecidos por las vastas llanuras silenciosas y calcinadas por el sol.
Durante tres días avanzaron hacia el norte, o mejor dicho, se arrastraron, pues sus piernas, debilitadas por las largas marchas y por el hambre se resistían a sostenerlos, y tenían que hacer esfuerzos sobrehumanos para no dejarse caer, pues sabían que en tal caso no volverían a levantarse. Al cuarto día, Cardozo, que precedía a sus compañeros, descubrió las copas de unos árboles.
—¡Un bosque! —gritó—. ¡Allí está el río!
Aquel grito tuvo la virtud de reanimar a todo el mundo. Haciendo un esfuerzo desesperado avanzaron tirando unos de otros, y dos horas después caían sobre la orilla del río Strangways, entre cuyas cañas brillaba todavía un poco de agua.