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LOS MARINEROS ENTRAN EN ACCIÓN

Mientras se desarrollaban estas escenas en el campamento de Niro, Diego y Cardozo no perdían el tiempo.

Los dos bravos marineros, dispuestos a todo y decididos a exponer sus vidas con tal de liberar al doctor y castigar a los dos traidores, avanzaban a marchas forzadas siguiendo las orillas del lago.

El australiano y su familia, que ya habían descubierto las huellas de los raptores, les guiaban sin vacilar lo más mínimo. Aquellos salvajes parecían tener mejor olfato que las más acreditadas razas de perros cazadores e incluso superaban a los pieles rojas de América del Norte.

Un simple hilo de hierba doblado, una piedrecilla movida, una ramita rota bastaban para guiarlos sin temor a equivocarse.

Manteniéndose siempre ocultos en el bosque, durmiendo de día y avanzando de noche para no dejarse sorprender, los dos marineros y sus nuevos amigos llegaron, dos días después, a las orillas del río Ferguson, cerca de su desembocadura.

Después de examinar atentamente el terreno y de encaramarse a un árbol de la goma, el australiano les dio a entender que se hallaban a corta distancia de la aldea de los raptores.

—¡Al fin! —Exclamó Diego—. ¡Por cien mil tiburones! ¡Vamos a arreglar cuentas con esos micos!

—Deliberemos, marinero —dijo Cardozo.

—Me parece muy bien. La cosa será algo difícil, pero estoy decidido a todo, aunque corra el riesgo de ver rota mi cabeza por veinte boomerangs.

—¿Tienes alguna idea?

—Sí, Cardozo. Esperaremos a que anochezca, prenderemos fuego a los bosques que rodean el campamento y aprovecharemos la confusión de los salvajes para liberar al doctor.

—¿Pero tú sabes dónde se encuentra don Álvaro?

—¡Diablos! —Murmuró Diego rascándose la cabeza—. Eso es algo que habríamos de saber para no quemar al prisionero en vez de salvarlo.

—Acerquémonos al campamento y permanezcamos ocultos. Al otro lado del río hay un gran bosque donde no podrán descubrirnos.

—¡Buena idea, hijo mío! Vayamos con nuestro amigo el salvaje.

El australiano se dedicaba a cazar pájaros y había derribado bastantes con su boomerang. Después de oír el plan de los dos blancos, lo aprobó, pero les hizo saber que tenía hambre y que antes quería llenar el vientre.

Sabiendo perfectamente que no habría manera de moverlo si primero no devoraba su ración, decidieron acomodarse a las pretensiones del hambriento; el mismo Cardozo mejoró la colación añadiendo una nidada de pequeños avestruces que había descubierto en el interior de un tronco de árbol. Podían haber abatido también de un disparo a la madre avestruz, que en aquel momento hizo su aparición, pero la detonación hubiese alarmado a los salvajes.

Concluida la comida, el australiano ordenó a su familia que se ocultasen entre unos espesos matorrales y atravesó el río, que estaba seco, junto con los dos marineros. Al llegar a la otra orilla se detuvo un momento y escuchó con profunda atención; luego se echó a tierra y empezó a arrastrarse en dirección al lago, sin producir el más leve ruido.

Diego y Cardozo, empuñando sus armas, lo siguieron en silencio.

A medida que iban avanzando por aquel bosque, formado por grandes árboles de la goma casi secos y grandes arbustos, llegaba a sus oídos un murmullo lejano que parecía producido por un numeroso grupo de gente en movimiento. De cuando en cuando, oían distintamente algún grito humano.

De pronto sonó una detonación, pero tan cerca que Diego y Cardozo se pusieron de pie de un salto y miraron a su alrededor recelosamente.

—¡Un disparo! —exclamó Diego.

—¡Otro! —Dijo Cardozo—. ¡Y otro!

—¿Será el doctor?

—Es imposible, marinero. Son tiros separados y disparados en distintas direcciones.

—Tal vez Coco esté entrenando a sus hombres en el tiro. ¿Dónde está el salvaje?

Cardozo se volvió y vio que el australiano hacía unas hendiduras largas y profundas en el tronco de un eucalipto de más de ciento cincuenta pies de alto. ¿Pretendía tal vez escalarlo?

No se equivocaba. El salvaje, que sabía que el campamento estaba muy cerca y que, de acercarse más, serían descubiertos, se disponía a subir a aquel observatorio, desde el que podía ver todo lo que hacían los enemigos sin correr el riesgo de ser descubierto.

Hecha la primera hendidura, cortó dos bejucos del grosor del dedo pulgar y de treinta metros de largo cada uno; los anudó sólidamente, se los ató a la cintura y empezó a trepar por el enorme tronco, haciendo cortes con su hacha de piedra, a medida que avanzaba, para poder apoyar manos y pies.

Esta difícil maniobra, que requería una agilidad sin igual, una vista extraordinaria y una seguridad a toda prueba, que sólo los australianos pueden conseguir, fue ejecutada en unos instantes. Al llegar a las ramas, el australiano se escondió entre el follaje, y luego dejó caer el bejuco, asegurando una extremidad al tronco del árbol.

—¡Bravo con el salvaje! —Exclamó Cardozo—. Nos echa una escala porque sabe muy bien que nunca conseguiríamos subir como él.

—¡Vaya bribón! —Dijo Diego, frotándose alegremente las manos—. ¡Para que vayas diciendo que los australianos son estúpidos!

—Lo decías tú —dijo Cardozo riendo.

—Pues les hago justicia: son más astutos que nosotros. ¡Arriba!

Se asió al bejuco y empezó a subir. A pesar de su edad, el marinero realizó la maniobra con mucha rapidez, llegando hasta donde estaba el salvaje, que parecía muy contento con aquel encuentro. Al cabo de unos instantes se les unió Cardozo.

Una vez instalados en su observatorio, los dos marineros no pudieron contener un grito de alegría y de sorpresa.

A unos cuatrocientos pasos del árbol, cerca de la orilla del lago se extendía un campamento compuesto por un centenar de chozas, construidas con cortezas del árbol de la goma apoyadas en unas estacas, y tres cabañas más altas y construidas con mayor esmero.

Unos doscientos australianos, entre hombres, mujeres y niños, pululaban por el campamento, unos dedicados a preparar la comida, otros adiestrándose con el boomerang, otros reparando sus míseros tugurios. Más lejos, junto a una de las tres cabañas, un grupo rodeaba a un hombre, cubierto por una camisa roja y con un fusil en la mano. Parecía que les estaba enseñando el mecanismo del arma.

Diego aguzó la vista sobre aquel hombre y lanzó una imprecación.

—¡Él! —Exclamó con odio—. ¡Ah, si cae en mis manos!

—Es Niro —dijo Cardozo—. El miserable está instruyendo a sus hombres.

—Pero ¿dónde estará el doctor?

—Seguramente en una de aquellas dos cabañas que parecen más protegidas. ¡Mira, marinero! Alguien sale de la cabaña.

—¡Rayos y truenos! ¡El brujo!

—Sí, es él.

—Conque está aquí… Es el demonio en persona. ¡Bravo! ¡Te retorceré el pescuezo! ¡Te lo juro!

—El doctor no iba equivocado, Diego.

—No. Y los dos canallas van a pagarlo caro. Mira. Mi proyecto es genial. El bosque rodea tres cuartas partes del perímetro del campamento y está formado por árboles de la goma. ¡Qué magnífico incendio…!

—¿Y luego…?

—Nos deslizaremos hasta las dos cabañas y nos ocultaremos entre aquellos matorrales; mientras, el australiano y su familia prenderán fuego al bosque. Cuando los salvajes, asustados por el incendio, salgan de sus chozas, entraremos en el campamento, dispararemos nuestras armas y nos lanzaremos sobre las tres cabañas. En una de ellas encontraremos al doctor…

Diego se detuvo de repente cuando vio, con ojos que echaban chispas, a Niro y sus compañeros que sacaban fuera de una de las cabañas una cosa pesada y brillante.

—¡La ametralladora! —exclamó con voz ahogada.

—Esa choza será el arsenal de la tribu.

—Cardozo, hijo mío.

—¿Qué ocurre?

—¡Rayos y centellas! ¡Qué sorpresa tan magnífica vamos a prepararles a esos monos!

—Explícate, Diego. Estoy impaciente.

—Nos apoderaremos de la ametralladora.

—¿Cómo?

—La cabaña está adosada al bosque. Esta noche la ocuparemos y, cuando el salvaje prenda fuego a los árboles, les obsequiaremos con una música diabólica.

—¿Y si la cabaña está vigilada?

—Lo comprobaremos. Ahora, silencio; veamos qué hacen esos canallas.

Niro se había puesto a manejar la ametralladora dándoselas de entendido. La cargaba, enseñando a sus asombrados súbditos cómo debían colocarse los cartuchos; luego disparaba contra los árboles del bosque vecino. Pero sus súbditos manifestaban un gran temor a cada descarga y tocaban con la mayor desconfianza aquella máquina de destrucción, cuyos efectos ya habían comprobado en el asalto al dray.

No debía de resultar fácil para el traidor obtener buenos artilleros, pues sus soldados preferían sin duda alguna sus boomerangs y sus lanzas a los fusiles y las ametralladoras.

Al caer la tarde, la terrible arma fue devuelta a la cabaña y los salvajes se dispersaron por el campamento.

Desde lo alto del observatorio, los dos marineros lo vieron todo, pero permanecieron allí hasta que los fuegos del campamento se apagaron, pues de este modo podían asegurar mejor la eficacia del plan. Completamente confiados, los australianos no habían tomado la precaución de poner centinelas en determinados puntos del campamento, ni siquiera en la cabaña de la ametralladora. Sólo junto a las otras dos cabañas había cuatro salvajes tendidos delante de sus entradas.

—Todo va bien —dijo Diego—. Allí está el prisionero. Descendamos y no perdamos tiempo.

Se asieron al bejuco y se deslizaron hasta el suelo. Avanzando siempre con la mayor cautela, salieron del bosque y atravesaron el Fergusson, en cuyas orillas encontraron a los dos niños con la madre. Diego y Cardozo explicaron el plan al australiano y le prometieron un vestido y un revólver si tenía éxito.

El salvaje, que ya conocía el poder de las armas de fuego de los blancos, manifestó una alegría inmensa ante aquella propuesta. Con semejante instrumento de guerra sería invencible y podría aspirar a un alto cargo en su tribu.

Dio a entender que tanto él como su familia estaban dispuestos a ayudarles, pero que exigía la inmediata entrega del arma para poder defenderse en caso de que fuesen atacados durante el incendio. Cardozo, que contaba con reponer su equipaje de armas en el arsenal de la tribu, le dio el revólver y un paquete de cartuchos, y le enseñó cómo manejarlo, enseñanza que el salvaje asimiló en unos minutos.

Hacia las 23 el pequeño pelotón se ponía en marcha. El salvaje, orgulloso de poseer una de aquellas armas que truenan y matan a cincuenta pasos de distancia, señalaba el camino sin vacilar.

Media hora después llegaba al eucalipto que les había servido de observatorio, y a los pocos minutos se detenía a treinta pasos de la cabaña-arsenal de la tribu enemiga.