EL PRISIONERO BLANCO
Impulsado por una curiosidad irresistible, el doctor cruzó el umbral de la miserable choza, pero debido a la oscuridad, al principio no pudo ver nada. Cuando hubo acostumbrado algo la vista, descubrió en un rincón una forma humana, tendida sobre un montón de hojas secas y que parecía dormir.
Se acercó rápidamente y miró al desconocido, que estaba cubierto por unos harapos, que recordaban vagamente la forma de una casaca. Al ver que se trataba de un blanco lanzó un grito de sorpresa.
Tendría unos cuarenta años. Era alto, ancho de espaldas, tenía los brazos musculosos, el rostro ligeramente bronceado, cubierto por una espesa barba, y los rasgos enérgicos.
Dormía tranquilamente como si se encontrase en un cómodo lecho a mil millas de distancia de aquella tribu que tal vez dentro de poco iba a ponerlo en el asador como si se tratase de un cuarto de buey.
—¿Quién será? —Se preguntó el doctor con ansiedad—. ¿Algún desgraciado explorador caído en poder de estos bandidos?
Se acercó un poco más y lo movió con suavidad. El desconocido se frotó los ojos, se incorporó y no pudo contener su asombro al descubrir un nuevo prisionero.
—¿Un compañero de desgracia? —dijo en inglés, clavando en el doctor dos ojos negros y muy vivos.
—Desgraciadamente, señor —respondió Álvaro.
—Ha caído en manos de mala gente, señor —dijo el desconocido—. ¡Caramba! (en español en el original).
—¡Caramba! —Exclamó el doctor—. ¿Es usted español, señor?
—Casi. ¿Y usted?
—Hispanoamericano.
—¡Diablos! —Exclamó el prisionero en el colmo de la sorpresa—. ¿Cómo es que me encuentro aquí, en el interior del continente, a un hispanoamericano? La aventura es extraña, a fe mía.
El doctor no respondió. Miraba atentamente al desconocido como si quisiese leerle los pensamientos. Tuvo una idea, pero era tan absurda que en un primer momento la rechazó.
Sin embargo, no pudo contenerse más y con voz temblorosa por la emoción dijo:
—Pero… ¿Será usted…?
—Benito Herrera, a las órdenes de usted, señor.
El doctor lanzó un grito de alegría y se precipitó sobre el científico con los brazos abiertos; éste lo miró asombrado, preguntándose sin duda el motivo de aquella exclamación.
—¡Usted! —Exclamó el doctor fuera de sí de tanta alegría—. ¿Usted, el científico, el valiente explorador que todo el Paraguay lloraba como muerto?
—¡Oh! —Exclamó el explorador, que iba de sorpresa en sorpresa—. Parece que usted me conoce, señor…
—Álvaro Cristóbal, de Asunción, médico de la Armada del Paraguay.
—¡Un compatriota! —Gritó Herrera abriendo los brazos—. ¡Un abrazo, don Álvaro!
Los dos hombres se abrazaron con efusión, conmovidos por aquel encuentro que podía calificarse de milagroso.
—Por fin le he encontrado —dijo el doctor.
—¡Me ha encontrado! ¿Pero me buscaba?
—Sí, señor Herrera. Hace cuatro meses que ando por el interior del continente en su busca.
—¿Y quién le ha enviado en mi busca?
—Nuestro Gobierno, que estaba muy preocupado por su desaparición.
—¿Sabían que yo estaba prisionero?
—Se sospechaba, pues hacía cinco meses que no se tenían noticias suyas. El gobierno inglés había hecho indagaciones, pero sin ningún resultado; mientras, unos salvajes del interior dijeron haber encontrado un blanco cerca de los montes Davenport y otros, cerca de este lago. Decidí venir en su busca y doy gracias a Dios por haberle encontrado.
—Gracias, mi buen amigo —dijo el explorador, conmovido.
—Cuénteme algo de su viaje, señor Herrera.
—Fue un viaje bastante desgraciado, doctor; una serie ininterrumpida de desgracias, fatigas, privaciones y que terminó en un verdadero desastre. Parecía como si todo se hubiese conjurado en contra mía para no dejarme explorar este continente misterioso. He rechazado media docena de ataques de los salvajes, perdiendo la mitad de mis guías y los birmanos que traje de Asia; y luego me ocurrieron mil desgracias. Perdí los cuatro camellos que llevaba, abandoné uno de mis tres drays debido a la muerte de las bestias que lo tiraban, sufrí hambre y sed en el terrible desierto pedregoso y llegué a la región de este lago después de un viaje de cuatro meses, con tres australianos de mi escolta, un birmano y cuatro bueyes moribundos. Esto ocurrió hace dos meses. Un día fatal se me vino encima un alud de abominables antropófagos. Mataron a los cuatro hombres de la escolta, a las bestias, me aturdieron con un golpe de hacha y me trajeron aquí, después de haber saqueado mis drays y dispersado mis notas y mis preciosas colecciones. Creí que me reservaban para un banquete, pero con gran sorpresa mía me dejaron con vida. Temí entonces que me dejasen engordar para convertirme en un asado más sustancioso, pues me proporcionaban comida abundante, obligándome incluso a comer. Pero ahora parece que la situación ha cambiado. Hace dos días entró en esta choza un, salvaje que no había visto antes, acompañado de un avestruz; después de preguntarme si tenía parientes ricos en algún lugar del globo y si era conocido por las autoridades inglesas de Adelaida y después de haber recibido mis respuestas afirmativas, me dejó muy contento, diciendo: «Usted vale oro. Hay que esperar». ¿Entiende usted qué quiso decir? Yo no, se lo aseguro.
—Entiendo, y muy bien. Ese salvaje era el hechicero.
—¿Qué hechicero? Explíquese amigo mío.
El doctor no se lo hizo repetir y le explicó la trama infernal del miserable Niro y del hechicero.
—¿De modo que se trata de obtener un rescate? —Exclamó Herrera en el colmo de la sorpresa—. ¡Cuánta audacia y cuánta astucia la de ese salvaje! ¡Y luego dicen que los australianos son estúpidos!
—Sí, Herrera, un rescate —dijo el doctor—. Y hace un momento que Niro me ha dicho que si no firmamos dos cheques de cuatro mil libras cada uno hará que nos devoren sus súbditos.
—Son muy capaces, doctor. Se han comido a cuatro hombres de mi escolta.
—Pero, por ahora, nosotros no firmaremos.
—¿Espera alguna ayuda?
—Confío en mis dos marineros. Son hombres resueltos, valientes y hasta temerarios, y estoy seguro de que en estos momentos están haciendo lo imposible para ayudamos.
—Pero sólo son dos y estos negros son trescientos, doctor.
—Vendrán en nuestra ayuda y matarán al miserable Niro.
—Pero ¿dónde se encuentran ahora?
—Lo ignoro. Ayer tarde se hallaban prisioneros en el interior de un árbol hueco, pero no son hombres que se conformen con quedarse así para siempre.
—¿Están bien armados?
—Tienen fusiles, revólveres y hachas.
—Confiemos, amigo mío.
—¡Silencio!
Unos pasos se aproximaban a la choza. El doctor miró por una rendija y vio que se acercaba Niro.
El nuevo jefe de la tribu de abominables antropófagos se había puesto de gran gala. Llevaba una camisa larga de franela roja, encontrada en las cajas de un dray, se había puesto en la cabeza un sombrero del doctor, adornado con dos plumas de águila, y llevaba cuatro revólveres en el cinturón. ¿Pretendía asustar a los dos prisioneros o a sus súbditos con aquel imponente arsenal?
—¡Magnífico ejemplar de mono! —exclamó el doctor.
Niro entró, saludando irónicamente, a su examo y, tomando una actitud que quería ser altiva pero que resultó cómica, preguntó:
—¿La respuesta?
—¿Cuál? —preguntó el doctor.
—¿Consiente su compañero?
—Consentiría con mucho gusto, señor jefe de antropófagos —dijo el explorador—. Desgraciadamente mi firma es desconocida en los bancos australianos y en vez de darle dinero le meterían en la cárcel.
Los labios de Niro dibujaron una sonrisa.
—Si su firma es desconocida en los bancos, seguramente la conocerá su amigo sir Hunther, el famoso millonario de Adelaida.
—¿Quién es sir Hunther? —preguntó Herrera, fingiendo extrañeza, mientras el doctor hacía un esfuerzo para no saltar al cuello del miserable.
—El hombre que puso su yate a disposición de mi examo, que ahora debe cruzar el golfo de Carpentaria y que ha gastado muchas libras en hacerle buscar.
—¡Canalla! —Exclamó Álvaro—. ¿Sabías esto?
—¿Acaso creía que Niro no escuchaba la conversación que tenía con los marineros a orillas del lago Torrens?
—¡Haré que te cuelguen!
—¿Y por quién, mi buen amo?
—Por las autoridades inglesas.
—Están muy lejos.
—Pero Diego y Cardozo todavía están libres.
—Es cierto —dijo el australiano—, pero tarde o temprano caerán en mis manos y ese viejo lobo no saldrá vivo de las manos del hechicero.
—¡Infame!
—Bueno, terminemos de una vez. ¿Se deciden a firmar los cheques y a escribir dos cartas al rico inglés para que los haga efectivos? Necesito armas y tengo prisa por realizar mis grandiosos proyectos.
—¿Para matarnos después? ¿No es así, señor jefe de los antropófagos? —preguntó Herrera irónicamente.
—Niro hará que os lleven al golfo de Carpentaria; contad con su palabra.
—¡La palabra de un ladrón y de un traidor! —exclamó el doctor.
—¿Se niega usted?
—Nos negamos.
Niro lanzó un grito de rabia y sus manos se posaron en las culatas de los revólveres, pero luego, conteniéndose, dijo con acento amenazador:
—¡Está bien! ¡Dentro de tres días os comeremos!