EL ATAQUE AL CAMPAMENTO
El doctor, una vez hubo quedado solo después de la partida de los marineros, se situó en el observatorio construido en la empalizada, y se puso a fumar un cigarro, aunque vigilando atentamente la pequeña pradera.
Intuía que Niro no debía de estar lejos y que volvería para cumplir su traición, pacientemente preparada. De momento, sin embargo, no le preocupaba estar solo, pues sabía que los australianos tienen la costumbre de atacar de noche para evitar con mayor facilidad los tiros de las armas de fuego.
Pasaron cuatro horas y, con gran sorpresa por su parte, no oyó ninguna detonación, ni vio regresar a sus fieles, compañeros, a los que, sin embargo, había recomendado que no se alejasen mucho y que no tardasen demasiado. Ni mucho menos sospechaba que los marineros se encontraban ya aprisionados en el árbol de los sarigas.
El sol se había puesto y las tinieblas habían caído con la rapidez propia de aquellas regiones, y los dos marineros no daban señales de vida. Presa de viva inquietud y acuciado por tristes pensamientos, el valiente doctor abandonó el observatorio y descendió a la pradera, dirigiéndose hacia el bosque vecino con la esperanza de escuchar algunos ruidos que indicasen su regreso, pero bajo los grandes vegetales reinaba el silencio más absoluto.
Disparó su carabina, pero sólo el lúgubre aullido de los dingos respondió a la detonación. Su inquietud entonces no tuvo límites.
—¿Les habrá ocurrido alguna desgracia o se habrán extraviado? —murmuró—. ¿Qué haré ahora? ¿Será prudente que vaya en su busca?
Volvió al dray más triste que nunca y con la frente cubierta de un sudor frío. Le asaltaban pensamientos lúgubres, y no conseguía apartar de su mente la idea de que aquellos dos valientes hubiesen caído en una emboscada.
Volvió a subir al observatorio llevando dos fusiles para poder responder rápidamente a cualquier señal y esperó, tratando de tranquilizarse. Tal vez los dos marineros estaban todavía libres y se habían perdido en el espeso bosque que cubría las riberas del lago.
La luna había salido por detrás de los montes Asaburton, pero era una luna pálida, casi sin brillo, en el cuarto creciente; los otros astros lucían en el fondo oscuro de los espacios celestes, reflejándose en las aguas del lago; se levantó un vientecillo ligero que hacía ondear las rígidas hojas de los colosales eucaliptos. Al otro lado de la pradera, una manada de dingos hambrientos aullaba, disputándose los huesos envenenados de los bueyes y caballos.
Pasaron otras dos horas, cuando el doctor oyó a lo lejos una detonación.
—¡Un disparo de fusil! —Exclamó poniéndose en pie—. Acaso estén ya de regreso.
Escuchó con la mayor atención, con la esperanza de oír otra detonación, pero en vano. Levantó el fusil y disparó al aire, luego escuchó un rato atentamente, pero no hubo respuesta.
Se humedeció el dedo pulgar y levantó el brazo para comprobar la dirección del viento.
—Sopla del norte —dijo—, mientras que hace poco soplaba del sur. ¡Y ahora vuelve a cambiar de dirección! Entonces tienen que oír mis señales.
Iba a disparar con el otro fusil, cuando vio a los dingos que roían las carroñas de los animales huir rápidamente hacia el este, lanzando aullidos prolongados.
El hecho, que hubiese pasado inadvertido para cualquier otra persona, fue observado por el doctor, que conocía los hábitos y la voracidad de aquellos animales. ¿Qué clase de peligro les había asustado hasta el extremo de obligarlos a abandonar la presa?
Con la mirada escudriñó minuciosamente la pradera. No vio nada sospechoso, pero a su nariz llegó un tufo cargado de exhalaciones amoniacales.
—¡Los australianos! —murmuró, palideciendo.
El doctor era valeroso. Acostumbrado a las largas y peligrosas incursiones por el interior del Paraguay, hecho a toda clase de aventuras, no era hombre que se asustase ante cualquier peligro; pero al encontrarse solo en el dray, de noche, rodeándole centenares de asaltantes feroces, tal vez devoradores de carne humana, se estremeció.
No obstante, abandonó precipitadamente el observatorio llevando consigo las armas y se colocó detrás de la ametralladora, decidido a vender cara su piel. La terrible máquina se llevaría por delante a muchos de los atacantes antes de que pudiesen llegar a él. Al poco rato vio el doctor los cuerpos bronceados de los salvajes que avanzaban deslizándose entre la hierba como serpientes. No podía precisar su número exacto, pero debían de ser muchísimos, pues buena parte de la pradera estaba cubierta con sus cuerpos y todavía continuaban saliendo del bosque vecino.
—Ha llegado mi hora —dijo el doctor—. ¿Qué habrá sido de Diego y del valiente Cardozo? Por lo menos intentaré vengarlos.
Los asaltantes se hallaban a menos de sesenta pasos y empezaban a incorporarse sobre las rodillas, empuñando las lanzas, los boomerangs y las hachas de piedra.
De pronto resonó el grito de reunión:
—¡Cooo-mooo-hooo-eee!
Los negros se alzaron como un solo hombre, lanzando gritos salvajes, y se arrojaron sobre la trinchera disparando sus boomerangs y sus lanzas.
El doctor esperaba aquel momento. Se inclinó sobre la ametralladora y, con sus agudas detonaciones, la terrible arma ahogó los gritos de guerra de los salvajes.
Las balas se dispersaban en todas direcciones, atravesando pechos, horadando cráneos, rompiendo brazos y piernas.
Los australianos, que se precipitaron hacia la abertura de la trinchera para saltar sobre el dray, sin intentar demoler o escalar la empalizada, cayeron a docenas, fulminados a quemarropa. El terreno, batido por aquella lluvia de proyectiles, se cubrió de muertos y moribundos que lo empaparon de sangre. Los aullidos de guerra se trocaron en gritos de dolor.
Sorprendidos ante aquella formidable resistencia, asustados por la lluvia de balas que parecía no iba a tener fin, se detuvieron y se dispersaron por la llanura, pero otra horda que entonces salió del bosque se lanzó al asalto del dray, alentándose con terribles gritos.
El doctor lanzó sus proyectiles mortales contra los nuevos asaltantes. Las balas derribaron docenas de hombres, aclarando las filas con rapidez espantosa, creando amplios vacíos, y otros muertos y heridos se amontonaron sobre la trinchera.
Pero de pronto el doctor oyó a sus espaldas gritos de triunfo. La primera horda que se había reunido en el bosque había cambiado de táctica. Comprendiendo que no podía asaltar al dray de frente, por donde estaba defendido por la ametralladora, se arrojó sobre las trincheras posteriores y se abrió paso a golpes de hacha.
El doctor estaba perdido. Solo como se hallaba, no podía hacer frente a los dos atacantes; de haber estado los dos valientes marineros la victoria sería segura, pero en aquel momento estaban lejos e imposibilitados para acudir en su ayuda.
En pocos momentos los negros derribaron la empalizada e irrumpieron en el carro.
Abandonada la ametralladora, el doctor descargó sobre los primeros asaltantes dos disparos con su carabina, luego vació las seis balas de su revólver, pero los atacantes se le echaron encima y lo derribaron e inmovilizaron.
Un boomerang le hirió en la cabeza, aturdiéndolo. Veinte hachas se alzaron contra él, pero una voz gritó:
—¡Este hombre es mío!
Luego perdió el sentido y cayó inerte en el fondo del dray.
Cuando volvió en sí, había amanecido.
Sorprendido por hallarse todavía vivo, lanzó una mirada a su alrededor, maravillado.
Se encontraba en una choza formada por estacas unidas estrechamente y cubierta por un techo de ramaje, que apenas resguardaba de los rayos del sol, y que parecía construida recientemente. Delante de él había un hombre acurrucado, un negro que le miraba silenciosamente, con ojos de fuego. Al descubrirlo, una oleada de sangre subió al rostro del doctor.
—¡Tú, miserable! —exclamó con odio.
—Yo, Niro-Warranga, mi amo —respondió el traidor con voz tranquila—. Estoy contento de verle todavía con vida; temía que mis súbditos le hubiesen lastimado.
—¡Infame!
—Tranquilícese, doctor, o volverá a abrírsele la herida. Nos ha costado bastante curarle.
El doctor se llevó la mano a la frente y sólo entonces se dio cuenta de que estaba vendada. Su estupor llegó al colmo.
—¡Me has curado en vez de matarme! —exclamó.
—He pensado que podría serme útil, mi amo. Y además, no tengo motivos para odiarle. Si se tratase de otro, de Diego por ejemplo, sería otra cosa. Pero aún no he podido atraparle.
—¿Así que no has hecho prisioneros a mis marineros?
—Todavía no.
—¿Dónde están? Tú debes saberlo.
—Mis súbditos los han descubierto en el interior de un árbol hueco, pero los cobardes han tenido miedo y han huido sin apresarlos.
—¡En el interior de un árbol! ¿Pero qué dices?
—Es la verdad, mi amo. No sé por qué circunstancias han ido a parar al fondo de un árbol hueco, pero espero encontrarlos todavía en su prisión.
—¿Esperas? ¡Canalla!
—Hay aquí un hombre que tiene una cuenta pendiente con Diego.
—¿Quién es ese hombre?
—El hechicero.
—Luego, Diego no se había equivocado.
—No, mi amo, el viejo marinero es bastante listo y sus sospechas eran exactas. Fracasado el asalto nocturno a orillas del Finke, el hechicero nos precedió a marchas forzadas por el desierto y llegó hasta aquí para anunciar a mi tribu mi regreso y preparar el segundo asalto.
—¿De modo que nos has guiado hasta aquí para que nos asaltasen?
—Sí, mi amo, quería ser jefe de la tribu a que pertenezco y procurarme vuestras armas terribles para ser poderoso, invencible. Tengo grandes proyectos. Los blancos han despertado en mí la ambición. Quiero convertirme en un gran jefe, someter a todas las tribus del interior y tal vez, un día, bajar al sur y saquear las ricas ciudades de la costa o de la frontera. Odio a vuestra raza. Esta tierra es de los negros y a los negros habrá de volver.
—¿Y qué pensáis hacer conmigo?
—Usted vale dinero, mi amo.
—¿Y qué piensas hacer con mi dinero?
—Comprar armas. Usted me firmará un cheque por cuatro mil libras al portador y yo enviaré al hechicero a Melbourne o a Sidney o a Adelaida, donde mejor le parezca, y le encargaré que regrese con un dray cargado de armas para mis súbditos.
—¡Ah, tú eres el nuevo jefe!
—El hechicero envenenó a mi antecesor y yo ocupo su puesto.
—¡Valientes canallas!
—Se hace lo que se puede.
—¿Y si me negase a firmar el cheque?
—Haría que mis súbditos se lo comiesen junto con el otro.
—¿Qué otro?
—Ahora lo verá. ¡Sígame!
—¿Adónde me llevas?
—Le preparo una sorpresa que le va a gustar mucho.
—Explícate.
—Sígame —dijo Niro con voz imperiosa.
Ayudó al doctor a levantarse, lo introdujo en una empalizada que comunicaba a otra choza semejante, y lo hizo entrar en aquel tugurio.
—Allí está —dijo Niro—. Si usted no le convence para que firme un cheque por cuatro mil libras antes de tres días, mis súbditos les devorarán a los dos. ¿Me ha entendido, mi amo? O firmar o morir. ¡Entre!