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LA DESAPARICIÓN DEL DOCTOR

Amanecía. Hacia oriente una luz indecisa empezaba a alzarse, haciendo palidecer a los astros y disolviendo las tinieblas. El pájaro-campana y el buftalmo empezaban a dormirse, mientras las cacatúas, los papagayos y las espléndidas aves liras se despertaban, y los halcones se cernían en lo alto describiendo círculos concéntricos.

Después de haberse asegurado de que en los alrededores no había ningún australiano y de haber cargado las carabinas y los revólveres, se dejaron deslizar por el bejuco hasta tocar en tierra.

—No se oye nada —dijo Cardozo—. Esos miserables han desaparecido.

—Mejor para nosotros —respondió Diego.

—¿Y adónde vamos, ahora?

—Al campamento. Hay que comprobar lo que ha ocurrido durante nuestra ausencia.

—Sólo encontraremos los restos del carro.

—Pero veremos las huellas de los atacantes y las seguiremos, aunque tuviésemos que atravesar todo el continente.

—¡En marcha, marinero! Estoy dispuesto a todo.

Temerosos de ser descubiertos, avanzaron por el bosque vecino con la mayor cautela. A cada momento se detenían, escuchaban con mucha atención para captar los ruidos más insignificantes y examinaban el terreno aguzando la vista. Pero no oyeron ninguna voz humana, no descubrieron ninguna huella, ni vieron a nadie.

Convencidos de que no eran seguidos ni precedidos, aceleraron el paso y media hora después llegaban a unos centenares de pasos del campamento.

—Despacio, Cardozo —dijo Diego—. Todavía puede haber salvajes ocupados en saquear el dray.

—No oigo ningún ruido, marinero.

—¿Y esos chillidos?

—Son gritos de halcones, marinero; veo grandes bandadas que revolotean sobre el campamento.

—Eso quiere decir que hay cadáveres; la ametralladora debe de haber derribado a muchos atacantes. ¿Ves el dray?

—Veo una masa oscura a través del follaje. Pronto sabremos si es nuestro carro.

—Adelante, pero con prudencia.

Continuaron avanzando entre los árboles gigantescos y los altos matorrales y llegaron al borde del bosque.

La pradera se extendía ante ellos, pero ¡qué espectáculo! En medio, se veía el dray medio volcado, roto por mil partes, reducido a un estado miserable; a su alrededor, unos cuantos palos rotos, quemados y amontonados unos sobre otros; más lejos, otros maderos que debían haber sido bruscamente arrancados para dejar paso a los asaltantes; y acá y allá, dispersados por los contornos y en todas las posturas imaginables, se veían montones de cadáveres acribillados de heridas, con los rostros alterados por el espasmo supremo o por un último acceso de furia bestial.

Un olor acre de sangre, de pólvora y de amoniaco se alzaba sobre aquel campo de muerte, sobre el que caían, ávidas de presa, numerosas bandadas de halcones y águilas.

—¡Qué carnicería! —exclamó Cardozo con un gesto de repulsión.

—¡Rayos! —Rugió Diego—. El doctor debe haberse defendido terriblemente.

—Pero es posible que lo hayan matado, Diego.

—Calla, Cardozo —dijo Diego con voz ahogada por la emoción—. Pronto lo sabremos.

Avanzaron entre los cadáveres y las armas que se amontonaban en el campamento y corrieron hacia el dray. Los australianos lo habían saqueado por completo, y no contentos con llevarse víveres, municiones, cajas y barriles, habían robado también la gran tela blanca que servía de cubierta y todos los hierros de las ruedas y de los parapetos.

—¡Ladrones! —exclamó Diego furioso—. Hasta la ametralladora ha desaparecido.

—Niro debe de haber dirigido el asalto. Es el único que conoce el arma y que puede manejarla. Pero ¿qué habrá sido del doctor?

—No se ve ni rastro de él —respondió Diego.

—¿Lo habrán hecho prisionero?

—Seguramente, Cardozo. Si lo hubiesen matado estaría aquí su cadáver o al menos se verían huellas de sangre en el carro.

—¿Y qué pretenderán hacer con él?

—Eso no lo sé.

—¿Se lo habrán llevado para comérselo?

—¿Crees que serían capaces? Me haces temblar, Cardozo.

—No, Diego, no lo creo; Niro no es un salvaje.

—Entonces…

—¡Mira allí, Diego! —dijo Cardozo, girando rápidamente sobre los talones y empuñando el fusil.

—¡Salvajes! —Exclamó Diego dando un salto—. ¡Rayos y truenos!

Cuatro personas medio desnudas habían aparecido de improviso en el extremo del bosque. Se detuvieron estupefactas, aunque sin demostrar ninguna intención hostil.

Era una familia de australianos formada por un hombre, delgado como un faquir indio y más feo que un chimpancé, de cabeza pequeña cubierta por una larga cabellera, con barba, y el cuerpo cubierto sólo por una piel de canguro; una mujer más pequeña, más fea todavía, esquelética y cubierta de cicatrices y de golpes y cargada con palos y con los sacos que contenían todo lo necesario para la familia, y dos niños completamente desnudos y enseñando las costillas.

—¡Menuda colección de esqueletos vivientes! —exclamó Diego—. ¿Esos son los sucios monos que querían atacarnos?

—No parece que tengan intenciones belicosas —dijo Cardozo—. Más parecen asombrados que animados por el deseo de atacar.

—Veamos qué es lo que quieren.

El australiano se había detenido en el borde del bosque y detrás de él se agrupaba la familia, indecisa entre avanzar o huir. El hombre empuñaba una lanza adornada con plumas de cacatúa y en la cintura llevaba un hacha de piedra, pero no parecía tener intención de utilizar las armas ni cuando vio a los dos blancos avanzar hacia él.

—Buenos días, señor negro —dijo Diego levantándose el sombrero—. Buenos días, señora mona y cachorros. ¿A qué se debe el honor de su aparición en este campo de batalla? ¿Acaso el deseo de darse un banquetazo con los bribones que duerman por ahí, con una onza de plomo en el cráneo?

Probablemente el australiano no comprendió ni jota de este discurso, pero dejó caer la lanza y, después de lanzar un grito gutural, fue a frotar su nariz contra la de Diego.

—Es amable el chico —dijo Diego—. ¿Pertenecerá a otra tribu?

—Eso creo, marinero —dijo Cardozo—. Si fuese uno de los que han asaltado el dray, hubiese ido corriendo a avisar a sus compañeros.

—Tengo una idea, Cardozo.

—¿Cuál?

—Me han dicho que los australianos son expertos en seguir la pista de un hombre, sea blanco o negro.

—Es cierto, marinero. La policía de Vitoria los entrena para seguir las pistas de los bushrangers.

—¿Y si les pusiésemos al corriente de nuestro caso? Podrían ayudarnos a encontrar al doctor.

—¡Mientras puedan entendernos! Yo no sé más de cincuenta palabras australianas.

—Y yo otras tantas, pero tal vez podamos hacerles entender algo. Mientras, podríamos invitarlos a comer. Tienen el aspecto de haber ayunado una semana entera.

—Aprobado, marinero.

Diego hizo señal al salvaje de que le siguiese al bosque junto con su familia, para no ser descubiertos en caso de que volviesen los asaltantes, y les echó a los pies una sariga mientras abría la boca y movía las mandíbulas de una manera muy expresiva. El salvaje entendió perfectamente aquel idioma, pues se lanzó rápidamente sobre la pieza, enseñando unos dientes que harían palidecer de envidia a un tiburón.

Mientras su mujer, que debía de tener un hambre extraordinaria, hacía un hoyo profundo sirviéndose de un bastón de punta afilada y endurecida al fuego y lo llenaba con ramas secas para preparar el horno, el australiano se dedicaba a quitarle las tripas y el pellejo.

Después de haber examinado los alrededores y de haber comprobado que no había ningún salvaje más en el bosque, se tendieron bajo un arbusto en espera del almuerzo. Hubiesen querido ponerse enseguida en busca de los raptores, pero sabían que un australiano no se mueve cuando tiene el vientre vacío y un asado delante de las narices. Habría sido más fácil mover uno de aquellos árboles gigantescos que conseguir que el hambriento dejase la sariga.

Pero la comida estuvo lista en poco tiempo. La deliciosa pieza, magníficamente asada en aquel horno improvisado, fue presentada a los dos marineros junto con unas raíces de warrang.

Después de elegir las partes mejores, abandonaron el resto a la familia, la cual se lanzó con avidez bestial sobre la carne apetitosa y perfumada, tragando, sin masticar, pedazos como puños. Contrariamente a las costumbres egoístas de los australianos, la mujer y los niños habían sido admitidos a la mesa (si es que se puede hablar de mesa), tal vez porque el marido y padre temía ser descortés con los blancos, o tal vez porque no se veía capaz de despacharse solo aquellos doce o catorce kilos de carne.

Cuando el salvaje quedó satisfecho y a punto de reventar, se puso el hueso que le servía de adorno en la nariz, se soltó el cinturón y se dispuso a tenderse para digerir tranquilamente la comida; pero Diego, cuyas intenciones eran otras, lo agarró por una oreja y lo levantó, dándole a entender que quería dar explicaciones y pedir aclaraciones. Comenzaron a hablarle los dos marineros al salvaje, que parecía de buen humor y en el fondo era un pobre diablo, pero la conversación fue muy difícil al principio. Por suerte el australiano conocía algunas palabras inglesas, pues había tenido relaciones con las colonias establecidas en la costa oriental y pudieron entenderse más fácilmente.

El australiano les fue dando a entender que pertenecía a una tribu establecida en las orillas de un río situado hacía donde se levanta el sol, y que había ido al lago vecino en busca de caza, pues su territorio era muy pobre. Mientras andaba por ahí había oído una serie de detonaciones y había acudido al prado empujado por la curiosidad.

Informado de lo que había sucedido, el salvaje manifestó primero cierto temor. La tribu que había atacado al doctor era numerosa y gozaba de pésima fama; se decía, incluso, que se comían a los prisioneros de guerra, y odiaba a su tribu, la cual había sido atacada varias veces. Sabía dónde acampaba y tendría mucho gusto en acompañar a sus amigos blancos hasta aquel lugar, con tal de que se comprometiesen a alimentarle a él y a su familia.

—Haremos que revientes —dijo Diego—. Nunca en tu vida habrás comido tanto asado. ¡Vaya gente, estos salvajes! ¡Sólo piensan en llenar la tripa!

—Partamos —dijo Cardozo—. Estoy impaciente por atrapar al miserable de Niro y liberar al doctor.

—¿Se lo habrán llevado para ponerlo en el asador? —preguntó Diego enfurecido.

—No lo creo, marinero —respondió Cardozo, que sin embargo había palidecido ante la sospecha atroz de su compañero—. Niro no puede odiar al doctor hasta ese extremo.

—Vayamos, pues, y que Dios nos proteja.