20

UNA NOCHE TERRIBLE

Ambos marineros se habían puesto en pie llenos de una angustia indescriptible, con los ojos extraviados y bañados de un sudor frío.

No había duda alguna; aquellos gritos feroces y aquellas detonaciones que continuaban resonando en las tinieblas con regularidad matemática, indicaban que los australianos atacaban el campamento y que el doctor había iniciado la defensa poniendo en marcha la ametralladora. ¿Cuál sería el resultado de aquella lucha? ¿Conseguiría la terrible arma rechazar las hordas asaltantes o sucumbiría el doctor bajo el aplastante número de los enemigos?

Al oír aquellas detonaciones continuadas, Diego y Cardozo se lanzaron como locos contra las paredes de su prisión, intentando trepar por sus fibras tenaces y lisas. Pero todos sus esfuerzos resultaron estériles. En vano trataban de herir el árbol a hachazos; en vano se subía el uno sobre las espaldas del otro con la esperanza de hallar alguna hendidura; en vano echaron una cuerda esperando que se enredase en alguna rama.

—¡Estamos perdidos! —gritó Diego.

—Todo se ha conjurado contra nosotros —dijo Cardozo con voz afligida, retorciéndose las manos desesperadamente.

—Acaso en este momento esos miserables lo están asesinando.

Presa de un furor imposible de describir, los dos marineros no cesaban de dar vueltas en su estrecha prisión como tigres enjaulados.

Mientras tanto, en lontananza, los gritos de los australianos eran cada vez más agudos, cada vez más terribles, y la ametralladora sonaba con furia creciente.

De pronto las detonaciones cesaron. Por unos minutos se oyeron todavía los gritos victoriosos de los asaltantes, los cuales posiblemente habían conseguido apoderarse del dray. Y luego no se oyó nada más.

—¡Todo acabó! —Rugió Diego tirándose de los cabellos—. ¡Y nosotros aquí!

—Los salvajes han vencido.

—Y tal vez lo han matado.

—O hecho prisionero.

—Peor que peor.

—No, Diego, si no lo han matado, nosotros lo salvaremos.

—¿Nosotros? ¿Y quién nos sacará de esta prisión? ¡Ah Cardozo, no espero salir con vida!

—Saldremos, Diego.

—¿Pero cómo? Hemos intentado todos los medios, y ha resultado inútil.

—¡Ya lo tengo!

—¿Qué se te ocurre?

—Tal vez podamos romper esta pared.

—¿Te has vuelto loco, hijo mío?

—No, marinero.

—¡Habla, habla o me vuelvo loco!

—Pero nos expondremos a un grave peligro.

—Estoy dispuesto a exponerme a lo que sea con tal de no morir de hambre o de sed aquí dentro.

—Haremos una mina.

—¿Una mina? ¿Dónde? ¿Y la pólvora?

—¿Acaso no tenemos las cartucheras y los bolsillos llenos de municiones?

—Soy estúpido, Cardozo, no había pensado en eso.

—Haremos un agujero en el tronco, meteremos la pólvora dentro y la haremos estallar.

—¿Y dónde nos meteremos nosotros? Saltaremos junto con el árbol.

—Haremos pequeñas minas que colocaremos lo más alto posible mientras nosotros nos acurrucaremos, cubriéndonos con las sarigas muertas.

—Bien pensado, muchacho. Súbete por mis hombros, toma mi cuchillo e intenta abrir un agujero lo más profundo que puedas. Será un trabajo difícil pues esta madera es casi tan dura como el hierro, pero con un poco de paciencia lo conseguirás.

Cardozo estaba dispuesto a encaramarse sobre los hombros de Diego, cuando se oyeron voces humanas.

—¡Los australianos! —murmuró Diego, mientras en sus ojos brillaba un relámpago de ira.

—Sí —respondió Cardozo— y tal vez se preparan para atacarnos.

—¡Mejor! ¡Tengo unos deseos locos de matar!

—Los mataremos, marinero. ¡Ahora lo entiendo! Seguro que son los mismos de antes, que han ido en busca de ayuda. Pues bien, monos horribles, os desafío a que bajéis.

—Nos asediarán, Cardozo.

—Y nosotros les daremos batalla.

—¡Silencio…! ¿Oyes…?

Resonaron golpes en la parte exterior del árbol y cuchicheos en voz baja. Seguramente eran hombres que subían.

Los dos marineros se apoyaron en las paredes de su prisión, el uno frente al otro, empuñando los fusiles y con los ojos fijos en el orificio. Poco después apareció una cabeza y dejó caer en el interior una rama de banksia encendida. Al ver a los dos marineros, lanzó un grito de triunfo, grito que enseguida se transformó en un aullido de dolor.

Cardozo, rápido como el rayo, se había echado el fusil a la cara y le había enviado una bala. El salvaje desapareció y se oyó la caída de su cuerpo en tierra. Se oyeron entonces gritos espantosos que crecían en intensidad.

—Tenemos que vérnoslas con toda una tribu —dijo Diego—. Por suerte las balas abundan y tenemos para todos.

Sobre la boca de la prisión apareció otra cabeza y un brazo dejó caer un objeto que se hundió profundamente en tierra. Sonó un nuevo disparo y el segundo asaltante cayó en tierra lanzando un terrible aullido.

—¡Van dos! —Dijo Cardozo—. ¡A quién le toca ahora!

—¡Bravo! —Exclamó Diego con su voz de trueno—. ¡Duro con los monos!

Pero parecía que los salvajes tenían bastante con aquellos disparos, pues ninguna cabeza volvió a aparecer sobre el árbol, con gran disgusto de Diego, que esperaba poner fuera de combate a todos los sitiadores.

Algo debían estar haciendo los australianos, pues se les oía hablar animadamente. Seguramente estaban deliberando sobre la manera más adecuada de apoderarse de los dos esforzados defensores.

Pareció que había prevalecido la opinión de derribar el árbol, pues sonaron unos golpes terribles en la corteza externa. Las hachas de piedra trabajaban con furia, pero debían estrellarse contra las fibras interiores, resistentes a las hachas de acero.

—¡Buena diversión! —gritó Diego.

La tormenta de golpes continuó durante media hora, y luego cesó. Los australianos debían de haber quedado convencidos de la inutilidad de sus esfuerzos.

Pero poco después, un objeto largo y rígido entró por la abertura del árbol y fue a caer delante mismo de Cardozo, Era una lanza de punta de piedra bastante aguda. Luego cayó otra, y otra, y otra.

—¡Demonio! —exclamó Diego, que saltaba de un lado para otro para no dejarse alcanzar—. ¿Qué clase de bombardeo es éste? Por suerte podemos ver las lanzas y esquivarlas a tiempo. Si no se os ocurre nada mejor, os aseguro que estáis perdiendo el tiempo y vuestro arsenal.

Durante diez minutos continuó aquella lluvia peligrosa, pero sin ningún resultado, pues los dos marineros, qué estaban atentos, iban esquivando los golpes. Luego, posiblemente por falta de lanzas, cesó el bombardeo.

—Veamos ahora con qué proyectiles nos vienen —dijo Diego.

—Me parece que alguien sube —dijo Cardozo.

—Peor para él. Seguramente creen que nos han matado.

—¿Escuchas?

—Sí, alguien sube. ¿Estás preparado?

—En cuanto lo vea lo tumbo como a un papagayo.

En el borde del orificio apareció una cabeza, que se inclinó mirando hacia el interior del árbol. Confiando en el silencio que reinaba en la oscura cavidad, el salvaje se dejó ver un poco más.

Sonó un disparo.

Alcanzado por la bala infalible de Cardozo, el negro cayó hacia adelante y fue a dar encima de Diego.

—¡Rayos! —exclamó éste—. ¿Hasta los muertos quieren aplastamos?

—¿Estás herido? —preguntó Cardozo.

—No, pero si no fuese porque tengo las espaldas fuertes este mono me habría roto la clavícula.

—¿Está muerto?

—No se mueve; le he clavado una bala en el cerebro. ¿Qué es eso?

—Son piedras —dijo Cardozo.

—¿Nos quieren lapidar ahora?

—No, ya no caen más.

—¿Qué estarán tramando esos micos?

—Nada bueno para nosotros.

—Si pudiese echar una mirada afuera…

—¡Calla!

—¿Qué ocurre?

—Me parece que se oye un ruido extraño.

—Pues yo creo que hay humo.

—¡Diantre!

—Van a tostarnos, marinero.

—¡Y sin poder salir! Si el árbol está seco nos asarán en pocos momentos.

—Pero no, el árbol está vivo y es enorme. No arderá fácilmente.

—Hay que actuar con rapidez, Cardozo.

—¿Qué quieres hacer?

—Poner en práctica tu plan. Toma mi cuchillo y súbete sobre mis hombros.

El joven marinero no se lo hizo repetir. Se encaramó sobre los hombros de Diego, empuñó el cuchillo con mano segura y empezó su trabajo. La madera era dura, pero la punta del arma era aguda y de buen temple. Con un poco de paciencia se podía hacer un agujero.

El peligro aumentaba. Se oía el crepitar de la corteza bajo las llamas; en lo alto, se alzaban nubes de humo y en el interior de la oscura prisión la temperatura se elevaba rápidamente.

Cardozo trabajaba con rabia. En un cuarto de hora había practicado un pequeño agujero de seis centímetros de profundidad y siete u ocho de circunferencia.

—Ya habrá bastante —dijo.

Tomó un cartucho, vació la bala y echó la pólvora en el agujero. Repitió la operación seis veces amontonando la peligrosa materia en aquella especie de nicho.

—¿Y la mecha? —preguntó.

—¡Rayos! —Exclamó Diego—. Vaya aprieto.

—No, espera. Tengo un pedazo de diario en el bolsillo que puede servimos.

—Bravo, muchacho. Primero pon unos cartuchos de revólver en medio de la pólvora: ayudarán a ensanchar el agujero; luego tapa la mina con un pedazo de lanza, dejando solamente un poco de espacio para la mecha.

Cardozo obedeció.

—¡A tierra! —dijo.

—¡Cubrámonos! —añadió Diego.

Se acurrucaron en el ángulo más lejano, colocaron encima el cadáver del australiano y los de las sarigas y aguardaron la explosión con gran ansiedad.

En lo alto, el papel ardía lentamente y los granos de pólvora empezaban a incendiarse. Diego y Cardozo, acurrucados bajo los cadáveres, no respiraban.

De pronto, una espantosa detonación resonó en lo alto y el árbol entero tembló como si fuese a desplomarse. Una densa nube de humo y un olor acre de pólvora llenaron la oscura prisión.

Afuera se oyeron gritos agudos de desesperación, luego una carrera precipitada y finalmente los gritos que se perdían en lontananza.

Diego y Cardozo no habían sufrido ningún daño.

—¡En pie! —gritó Diego.

Se levantó y miró hacia arriba. Las cargas de pólvora habían conseguido un auténtico milagro; las fibras de eucalipto, rotas por la violencia de la explosión, pendían acá y allá, y en el tronco se había abierto un agujero de treinta centímetros.

—¡Bravo! —Exclamó Diego—. Sube sobre mis hombros, Cardozo, y echa un vistazo afuera, pero cuidado con las lanzas y ten preparado el revólver.

En un instante el marinero subió sobre su compañero y se asomó a la abertura. Del suelo se alzaban reflejos rojizos y un humo denso, clara señal de que el árbol había empezado a arder, pero no se veía a nadie.

—¿Se habrán asustado? —se preguntó.

—¿Quiénes? —preguntó Diego.

—Los australianos. Ya no están.

—¿Estás seguro?

—Te digo que no veo a nadie.

—¿Puedes pasar?

—Soy demasiado grueso, pero puedo subir hasta la parte superior del árbol.

—Ni que fueses un mono.

—Déjame hacer.

Asiéndose fuertemente a los bordes de la abertura, el joven se dio un impulso y consiguió introducir un pie.

—Cuidado que no te aplaste, Diego —dijo—. Si fallo el golpe caeré encima tuyo.

Se incorporó bruscamente, apoyando ambos pies en el agujero, y dio un gran salto. Sus manos abiertas se agarraron al borde superior del árbol. Un mono no lo habría hecho mejor.

—¡Bravo, Cardozo! —exclamó Diego, maravillado.

—Estamos salvados, Diego —respondió el joven con voz sofocada.

Se izó sobre el árbol y echó una mirada a su alrededor.

—¿Ves a alguien? —preguntó Diego con gran ansiedad.

—Ni una mosca. Los australianos han desaparecido.

—¿Se quema el árbol? Aquí hace un calor sofocante.

—Una hora más y no lo contábamos.

—¿Y cómo me las arreglaré yo para salir?

—Con el bejuco que nos ha servido para subir en busca de la sariga.

Cardozo arrancó el bejuco y lo echó dentro del árbol.

—Coge una sariga, Diego. Nos servirá de comida.

—Excelente idea.

Diego se ató a la cintura la más gruesa, se agarró al bejuco y subió rápidamente.

—¡Uf! —exclamó, respirando a sus anchas—. ¡Ya era hora! Después, su rostro se turbó de ira, sus ojos se inflamaron y cerrando los puños, dijo:

—¡Ahora nos veremos, Coco!