PRISIONEROS EN EL TRONCO DE UN ÁRBOL
Un animal de piel grisácea, semejante al canguro pero mucho más pequeño de estatura, había atravesado la pequeña llanura saltando sobre sus patas desiguales como movido por un resorte de muelles, se había encaramado por el tronco de un árbol y con la velocidad del rayo había desaparecido entre un grupo de hojas antes de que Cardozo tuviese tiempo de apuntar con el fusil.
—¡Diablo! —Exclamó Diego—. ¡Un canguro que trepa por los árboles!
—Es una sariga —dijo Cardozo.
—Parecía un canguro.
—Pertenece a la misma familia.
—¿Es comestible?
—Dicen que de sabor excelente.
—Entonces es para nosotros. Pero ¿dónde se ha escondido, que no la veo?
—Estará en su madriguera.
—Pero ahora mismo estaba entre las hojas de ese árbol y parece que haya desaparecido como por encanto.
—Dicen que se esconden en el interior de los árboles.
—Entonces, ese eucalipto debe de estar hueco.
—Eso es, marinero.
—Vayamos a ver, Cardozo.
Se acercaron al árbol y lo observaron con curiosidad. Pertenecía a la familia de los eucaliptos, pero parecía muy viejo y casi moribundo. Su tronco era tan grueso que diez hombres no podrían abrazarlo. Seguramente la parte superior había sido dañada por algún rayo o por alguna enfermedad. Diego lo golpeó con el hacha y comprobó que estaba hueco.
—La sariga ha encontrado una madriguera muy escondida y muy cómoda —dijo—, pero la obligaremos a salir junto con toda su familia.
—¿Cómo? —Preguntó Cardozo—. Si piensas cortar el árbol, pierdes el tiempo, pues aunque la corteza superficial es débil, la interior es tan dura que desafía a cualquier hacha,
—Nos subiremos al árbol y la haremos salir echándole teas encendidas.
—¡Subir al árbol! Harían falta tentáculos de pulpo gigante para abarcar ese tronco.
—Imitaremos la maniobra de los australianos.
—No, Diego. Ya tengo escalera. Mira ese bejuco.
—Es una marra —dijo Diego—, y no cederá bajo nuestro peso.
Cardozo se agarró al bejuco, tiró con fuerza, y viendo que no cedía, empezó a subir con la agilidad de un gato hasta la cima del eucalipto; Diego lo siguió, aunque no tan ágilmente, y una vez arriba se sentaron a horcajadas sobre dos gruesas ramas.
Ante ellos había una abertura negra, una especie de pozo que se abría en el tronco del árbol.
—Está hueco —dijo Diego, inclinándose sobre la abertura—. Pero ¿dónde están las sarigas?
—¡Míralas! —dijo Cardozo, que también se había inclinado—. Hay seis, siete, ocho, toda una familia.
—Cuarenta kilos de carne fresca. ¡Buena caza, muchacho! Dispara.
Cardozo se descolgó el arma de la espalda, mientras Diego empuñaba el hacha. Y disparó en el interior del enorme árbol, pero no pudo ver el efecto de la descarga. Ya fuese porque el cartucho tenía demasiada carga o porque el fusil estaba estropeado, el caso es que recibió un golpe tan fuerte en el hombro que perdió el equilibrio.
Intentó asirse a la rama con la mano izquierda, pero no llegó a tiempo y se precipitó en el pozo de madera lanzando un grito. Rápido como una centella, Diego le asió la pierna, pero no resistió el peso, y los dos marineros fueron a parar al interior del árbol, aplastando en su caída a tres o cuatro animales.
—¡Rayos! —exclamó Diego alzándose rápidamente—. Tengo la nariz hecha polvo.
—Pues yo debo de haberme roto las costillas, o poco menos —respondió Cardozo.
—¡Sólo nos faltaba esto!
—¡Mira las sarigas!
—¡Al diablo con las sarigas! ¡Ya tengo bastante conmigo!
Los animales, asustados por la caída de aquellas dos masas, huyeron a toda velocidad trepando por la corteza interior del árbol. En dos segundos habían desaparecido.
—¡Rayos y truenos! —Exclamó Diego—. Por poco me rompo la crisma. ¿Cómo estás tú, muchacho?
—Estoy molido, pero creo que no me he roto ningún hueso —respondió Cardozo riendo—. ¿Sabes que esto es muy cómico, marinero?
—Mientras no se vuelva muy serio…
—¿Temes haberte roto la nariz?
—La nariz no es problema.
—¿Entonces?
—Me pregunto cómo nos las arreglaremos para salir de este pozo; sus paredes son tan lisas que ni con uñas de gato. ¡Malditas sarigas!
—Ha sido culpa del fusil, Diego. Me ha dado un golpe como para derribar a un granadero.
—El asado nos está resultando caro. Intentemos salir.
—Me parece que va a ser bastante difícil.
—Afortunadamente conservo el hacha.
—Rebotará en las duras fibras de este árbol.
—Si pudiésemos subir…
—Aunque me subiese sobre tus hombros no alcanzaría al borde del árbol. Al menos hay ocho metros de altura, y entre los dos medimos tres y medio.
—La cosa es grave —murmuró Diego algo inquieto—. Y el doctor se ha quedado solo.
—Y empieza a anochecer —dijo Cardozo.
—Probemos.
Diego empuñó con fuerza el hacha y dio unos golpes contra el tronco, pero el acero rebotaba como sobre un pedazo de hierro. Las fibras oponían una resistencia formidable.
—¡Henos aquí en un grave aprieto! —exclamó Diego secándose el sudor, más frío que caliente, que le resbalaba por la frente.
—Tengo una idea, marinero.
—Habla, muchacho.
—¿A qué distancia debe estar el doctor?
—A tres o cuatro millas.
—Hagamos fuego a intervalos de un minuto. Al oír estos disparos regulares comprenderá que estamos en algún peligro y acaso acuda en nuestra ayuda.
—Probemos.
Cardozo cargó la carabina e hizo fuego; un minuto después Diego hacía lo mismo, y luego Cardozo, y luego Diego, y así hasta seis disparos. Aguardaron un cuarto de hora, aguzando el oído, pero no oyeron absolutamente nada. Su inquietud ya no tenía límites, un miedo vago empezó a apoderarse de ellos.
—¿Lo habrán matado? —preguntó Diego, que se había quedado pálido—. Es imposible que no haya oído nuestros disparos y que no haya comprendido que esos tiros tan regulares indicaban algo especial.
—¿Y si el viento sopla del sur? —Dijo Cardozo—. En este caso nuestras detonaciones no pueden llegar hasta el campamento.
—No sé qué pensar, hijo mío. Empiezo a tener miedo. ¡Menuda imprudencia la nuestra! Y tal vez, mientras estamos aquí, el doctor va a ser atacado… ¿Qué pensará de nosotros…? Creerá que hemos caído en alguna emboscada… Y no hay manera de advertirle de nuestra situación. ¡Ah, Coco! Si te atrapo, ¡prepárate…!
—No hay que desesperar, marinero —dijo Cardozo, que también empezaba a temer una desgracia—. Esperemos a que se haga de noche. Entonces volveremos a disparar. En este rato el viento puede cambiar de dirección y además, por la noche el sonido se propaga mejor.
—Esperémoslo, hijo mío, pero no te oculto que mi ansiedad crece por momentos.
Se tendieron en el tronco desigual del árbol gigante y esperaron a que avanzase la noche para repetir las señales.
El sol se había puesto hacía unos minutos y las tinieblas caían con rapidez, espesándose en el hueco del árbol.
Por el orificio de aquella especie de pozo sólo se vislumbraba un pedazo de cielo oscuro punteado por unas cuantas estrellas.
Afuera el silencio era absoluto. Los pájaros del bosque, dormidos en sus nidos, ya no cantaban; el murmullo de los insectos había cesado; sólo se oía de vez en cuando el lastimero aullido de algún dingo en busca de presa.
Era inútil que los dos marineros aguzasen los oídos con la esperanza de oír una detonación lejana, un grito, una llamada. A cada aullido de los dingos se estremecían con la falsa impresión de que se trataba de un grito humano; a cada restallido del buftalmo y a cada tintineo del pájaro-campana creían oír los ruidos de un paso o un tiroteo lejano, pero enseguida se daban cuenta de su engaño.
Entonces les asaltaban tristes pensamientos y se veían condenados a morir en el fondo de aquel tronco de árbol, sin salida posible.
Hacia la medianoche les pareció oír unos pasos humanos en las proximidades del árbol.
—¿Has oído, Cardozo? —preguntó Diego.
—Sí —respondió el marinero con voz alterada—. Alguien anda cerca de nosotros.
—Tal vez sea el australiano.
—O el doctor, que nos busca.
—Habría anunciado su presencia con algún disparo.
—Tienes razón, Diego.
—Escucha.
Aplicaron los oídos contra el tronco del árbol y oyeron perfectamente unos pasos que se acercaban.
—Alguien camina cerca de aquí —dijo Cardozo.
—Llamemos.
—¿Y si son los australianos?
—Mejor dejarse coger que quedarse para siempre aquí; además, ¿no tenemos nuestros fusiles y revólveres?
—Es cierto.
Diego se acercó cuanto pudo hacia el orificio del pozo y gritó:
—¡Eh! ¡Socorro!
El ruido de pasos cesó enseguida, pero poco después los dos marineros oyeron un ligero golpe dado contra la corteza exterior del árbol, y luego otro, y hasta cinco.
—Es un australiano —dijo Cardozo.
—Sí —respondió Diego—. Está subiendo por el tronco.
—Prepara el fusil.
Oyeron que las hojas de lo alto se movían y, a la pálida luz de los astros, pudieron distinguir una forma redonda y negra que semejaba una cabeza humana.
—¿Quién eres? —preguntó Diego.
Al oír aquella voz que subía del interior del tronco, la sombra en forma de cabeza se retiró, lanzando un grito.
—Nos habrá tomado por genios malos —dijo Cardozo.
—Me parece que alguien habla ahí afuera.
En efecto, se oía un murmullo muy ligero que subía y bajaba. Poco después se oyeron otros golpes que parecían producidos por un cuerpo pesado, tal vez un hacha de piedra, y en el borde del orificio aparecieron dos cabezas, y luego una tercera.
—Bajad —dijo Diego—. Somos hombres como vosotros.
En vez de descender, los australianos desaparecieron. Cardozo disparó un tiro de revólver, pero obtuvo el efecto contrario, pues se oyeron gritos que parecían de terror y un rumor de pasos apresurados que se perdió en la distancia.
—¡Estúpidos! —exclamó Diego.
—Se han asustado —dijo Cardozo—. Tal vez esos salvajes no conozcan las armas de fuego y he hecho mal en disparar.
—No hubiesen bajado de ningún modo.
—¿Crees que volverán?
—Tal vez mañana, cuando salga el sol, vendrán a ver de qué se trata.
—¡Silencio!
—¿Vienen otra vez?
—¡Escucha, Diego! —exclamó Cardozo apretándole con fuerza el brazo.
En lontananza se oían gritos espantosos, aullidos diabólicos y vociferaciones de furor.
—¡Los salvajes! —exclamó Diego.
—Son gritos de guerra, Diego —dijo Cardozo.
—Tal vez estén atacando el campamento.
—Temo por el doctor, Diego.
En aquel momento se oyó una serie de detonaciones que crecían en intensidad, y que convirtieron aquellos gritos de guerra en gritos de furor y de dolor.
Diego lanzó un verdadero rugido.
—¡La ametralladora! —exclamó.