LAS PRIMERAS HUELLAS DE HERRERA
Diego, milagrosamente ileso gracias a la precipitación del traidor, que había disparado al azar, y Cardozo, sin pensar en los peligros que podían correr en el bosque, se precipitaron tras las huellas del fugitivo.
Fue inútil que el doctor, que temía que cayesen en una emboscada, tratase de retenerlos. Los dos marineros, furiosos por el intento asesino de aquel miserable que se había traicionado finalmente con sus últimas palabras, se lanzaron por el bosque vecino, el uno con el puñal y el otro con la carabina, vomitando un torrente de imprecaciones dedicadas al traidor.
—Si lo alcanzo, lo hago pedazos —gritaba el maestro—. ¡Horrible mono! ¡Traidor! ¡Corre, Cardozo, que quiero atrapar a ese bribón de Coco!
—Mira también si ves al brujo. Nos convendría cazar a los dos.
—Sí, Cardozo, a los dos. ¡Brujo canalla! ¿Quieres vengarte de mi puñetazo? Pues si te cojo, te daré mil, diez mil…
—¡Silencio!
—¿Ves algo?
—No. Pero ya no oigo a Coco huir.
—Se habrá escondido detrás de algún árbol.
—Cuidado, que no descargue encima de nosotros las cuatro balas que le quedan en el revólver.
—Espera.
Se tendió, apoyando un oído en el suelo y escuchó atentamente.
—¿Nada? —preguntó Cardozo.
—Ya no se oye nada.
—Tal vez se haya escondido en algún lugar.
—Eso creo, Cardozo.
—O tal vez ha encontrado al brujo.
—Pero ¿tú le has visto?
—No, pero aquella señal…
—¿Era en realidad una señal…?
—Sí, Diego. Estoy seguro.
—¿Y si esos bribones intentan sorprender al doctor ahora que se ha quedado solo?
—Es muy posible, Diego. Volvamos antes de que el doctor corra algún peligro. Tal vez el brujo ha preparado una emboscada y ha reunido a todos los salvajes.
—Volvamos, muchacho —dijo Diego—. Con esta oscuridad será difícil encontrar a Coco. Lo buscaremos otro rato.
La prudencia aconsejaba la retirada. El bosque podía ocultar una emboscada preparada por el brujo y en cualquier momento podían caer sobre el dray hordas de salvajes. Si Niro había esperado a aquella noche para inmovilizar el carro envenenando a los animales y para dar aquel golpe que por poco le costó la vida al valiente Diego, debía de tener sus razones.
Los dos marineros salieron silenciosamente del bosque y alcanzaron la pradera. Ya podían respirar, pues enseguida vieron al doctor de pie junto al fuego y empuñando la carabina.
—Empezaba a temer por él —dijo Diego—. Apresurémonos, Cardozo.
Llegaron corriendo junto al doctor, que estaba muy inquieto.
—¿Ha visto a alguien? —preguntó Diego.
—No —respondió Álvaro—. Y vosotros, ¿habéis dado con Niro?
—No, el bribón ha desaparecido, pero lo encontraremos, doctor, le juro que lo encontraremos —respondió Diego, plenamente convencido de lo que decía.
—¿Cuáles cree que eran las intenciones de Coco, doctor? —preguntó Cardozo.
—Ya lo entiendo todo, amigos —dijo Álvaro—. Niro se ha puesto de acuerdo con el brujo para robarnos. En realidad, desprecia nuestros víveres y nuestros licores, pero arde en deseos de apoderarse de nuestras armas, con las cuales piensa ser invencible. Con el trato con los blancos este salvaje se ha hecho ambicioso. Es posible que sueñe en convertirse en jefe de su tribu y conquistar las regiones vecinas con el poder de nuestras armas. Sí, amigos, ahora lo entiendo todo. Fue él quien nos mandó las tribus del monte Bagot, él quien intentó robarnos el obturador de la ametralladora para privarnos de nuestra mejor defensa, y él quien ha hecho hacer al brujo la señal de guerra en los árboles para que se reuniese la tribu. Luego nos ha hecho venir aquí para inmovilizarnos envenenando a nuestras bestias, y aquí será donde nos presentará batalla.
—¡Rayos y truenos! —Exclamó Diego dándose una fuerte palmada en la cabeza—. Y pensar que le he dejado escapar sin haberle podido retorcer su cuello de mono… ¿Quién nos había de decir que ese papagayo chillón nos había de engañar de esta manera…? Pero, no te preocupes, Coco, nuestra piel es más dura de lo que crees y siempre me quedará una bala para ti.
—Pero veamos, doctor —dijo Cardozo—, ¿de dónde ha salido ese Niro?
—Del interior del continente. Al igual que muchos de sus compatriotas abandonó su tribu para dirigirse a las ricas ciudades del sur y se estableció en Melbourne. Tomó parte en la expedición del desgraciado Burke junto con el comandante Wright y no dio ningún motivo de queja.
—¿Y usted cree que ha tramado un plan infernal contra nosotros?
—Los hechos así lo demuestran.
—¿Se encuentra su tribu cerca de este lago?
—Eso creo, Cardozo. El brujo debe de haber comunicado nuestra presencia a los compatriotas de Niro, les habrá dicho que llevamos licores y gran cantidad de víveres, y dentro de poco los tendremos aquí.
—Estaremos preparados para recibirlos —dijo Diego.
—¿Qué le parece si abandonásemos el dray, que ya no tiene ningún valor, y prosiguiésemos el camino? —preguntó Cardozo.
—¿Y cómo encontraremos las huellas de Herrera? —Preguntó el doctor—. Yo no dejo este lago hasta haber tenido alguna noticia de su paso y de la dirección que tomó.
—Tiene razón, doctor —respondió Cardozo—. Entonces, fortifiquemos el campo y después vendrán las investigaciones.
—Al trabajo —dijo Diego—. Antes del mediodía nuestro campamento será inexpugnable.
Sin perder tiempo, los tres se pusieron a trabajar febrilmente, pues temían ser atacados en cualquier momento. El dray ofrecía una buena defensa contra las lanzas y los boomerangs de los salvajes, pero como era bajo, no se podía impedir que lo escalasen; era preciso hacerlo inexpugnable, defenderlo por todos sus lados con una empalizada alta y sólida. Diego, que entendía en barricadas y trincheras, proveyó de hachas a sus compañeros y se dirigió al bosque, donde eligió una veintena de árboles jóvenes pero de tallo grueso y resistente.
—A cortar —dijo—. Éstos bastarán para nuestra trinchera.
Los tres se pusieron a derribar árboles, manejando las hachas con fuerza sobrehumana. En dos horas los tuvieron en tierra y les cortaron las ramas.
Una vez terminado lo primero y más difícil del trabajo, llevaron los palos al campamento, los cortaron por la mitad y empezaron a plantarlos alrededor del dray, después de haber practicado profundos agujeros.
Como los australianos no tenían armas de fuego, no era necesario que uniesen cuidadosamente las junturas de las tablas, se limitaron a clavar grandes ramas de trecho en trecho para impedir la entrada de las lanzas.
A las dos de la tarde el baluarte estaba terminado. El dray había quedado totalmente rodeado por una sólida empalizada de cuatro metros de altura, difícil de escalar y fácil de defender.
Delante del carro dejaron una amplia abertura, donde colocaron la ametralladora, la cual podía abarcar fácilmente el terreno de los atacantes, por muchos que fuesen. Pero Diego creyó que también sería conveniente abrir de trecho en trecho algunas rendijas para poder disparar en todas direcciones, y construir una especie de observatorio en el tronco más alto para que la guardia nocturna pudiese descubrir con tiempo la proximidad del enemigo.
—El bribón de Coco quedará muy sorprendido cuando vea este fortín —dijo Diego—. Ahora, doctor, si no le parece mal, Cardozo y yo nos llegaremos hasta la orilla del lago y empezaremos las investigaciones. A la primera señal de peligro, haga un disparo y acudiremos enseguida.
—Sois incansables, amigos míos.
—¡Bah! Estamos acostumbrados, doctor.
—Haced lo que queráis, pero sed prudentes y no os alejéis demasiado.
—Se lo prometemos.
Los dos marineros tomaron sus fusiles, se proveyeron además de un revólver y un hacha cada uno, llenaron sus bolsillos de cartuchos y partieron; mientras, el doctor subía al observatorio a fumar un cigarro sin separarse de su carabina.
Después que hubieron atravesado el bosque, los dos osados marineros se dirigieron hacia el lago y se detuvieron en sus orillas, levantando con su presencia grandes bandadas de bernicle jubate, aves acuáticas del tamaño de las palomas, de aspecto desagradable.
El lago aparecía desierto hasta donde alcanzaba la mirada. Sólo de vez en cuando se divisaban extensos grupos de cañas sobre las que revoloteaban grandes bandadas de aves acuáticas. Diego y Cardozo miraron atentamente por las orillas con la esperanza de descubrir alguna choza o algún fuego, pero fue en vano.
Parecía como si aquellos lugares no hubiesen estado nunca habitados por seres humanos.
—Si aquí acampase alguna tribu, veríamos humo por alguna parte —dijo Cardozo—. Creo que Coco se ha alejado.
—¡Hum! No lo creo, Cardozo —dijo Diego moviendo la cabeza—. Tal vez Coco nos esté espiando y más vale que tengamos bien abiertos los ojos si no queremos recibir un tiro por la espalda.
—¿A dónde vamos, marinero?
—Seguiremos la ribera. Si nuestro científico acampó aquí, encontraremos sus huellas.
—Y cazaremos alguna pieza para la cena, marinero. Aquí los canguros deben ser numerosos, lo mismo que los avestruces.
Se colocaron los fusiles bajo el brazo para tenerlos más al alcance de la mano y se encaminaron hacia el norte. Habían recorrido cerca de dos kilómetros sin encontrar nada, cuando Cardozo se inclinó bruscamente y recogió un objeto.
—¿Qué has encontrado? —preguntó Diego acercándose.
—Un objeto precioso, marinero —respondió el joven visiblemente emocionado.
—¿Una bolsa de oro, tal vez?
—No, un tornillo de hierro.
—¡Un tornillo aquí! ¡En un país salvaje!
—Mira.
Diego cogió el objeto. Era efectivamente un tornillo de hierro cubierto de orín.
—Debe pertenecer a la rueda de un dray —dijo—. ¡Quién sabe si de Herrera!
—Eso creo yo, Diego.
—Mira, ¿qué es eso que se ve entre esas hierbas?
—Una caja rota —respondió Cardozo precipitándose sobre el objeto.
—Y esto es la correa de una cartera —dijo Diego recogiendo un tercer objeto que parecía de gran importancia.
—Esto quiere decir que nuestro compatriota ha pasado por aquí —dijo Cardozo.
—¿Tiene algún nombre la caja?
—Ninguno, Diego. ¿Y la correa?
—Espera, aquí hay una palabra casi borrada…
Frotó vigorosamente la correa primero con la palma de la mano y luego con un poco de arena y aparecieron unas letras.
—B. Weddington-Sidney —leyó.
—Será la marca del fabricante —dijo Cardozo.
—Es lo que yo creo. El doctor nos dirá si Herrera partió de Sidney o de alguna otra ciudad de la costa. Guardemos esta correa y continuemos la exploración.
Reanudaron la marcha siguiendo la orilla del lago. Tenían los oídos atentos y los ojos bien abiertos, pues desconfiaban de Coco, que podía hallarse por aquellos lugares y tenderles una emboscada. Cuando llegaron al extremo de un pequeño prado, se detuvieron lanzando un grito de sorpresa y horror.
Dos grandes drays, sin ruedas, rotos y con las tablas astilladas y los hierros retorcidos yacían esparcidos, y alrededor gran número de esqueletos humanos, cajas y barriles rotos, botellas rotas, pedazos de vestidos y otros muchos objetos.
Una docena de halcones que revoloteaban por encima de los lúgubres despojos se alejaron lanzando chillidos agudos.
—Parece que aquí ha habido un combate encarnizado —exclamó Cardozo.
—Y que los defensores del dray han sido vencidos por el mayor número de los asaltantes —dijo Diego.
—Tal vez estos carros sean los de Herrera.
—Pronto lo sabremos, Cardozo —dijo Diego.
Avanzaron por entre los esqueletos y objetos, y se acercaron a los carros.
Se veía que las dos fortalezas habían sufrido un ataque terrible, pues sus maderos estaban poblados de puntas de lanzas y acribilladas de hachazos.
Miraron por arriba y por abajo esperando hallar algún nombre que revelase la procedencia de los viajeros en los drays, pero sin ningún resultado. Examinaron los objetos dispersos por el suelo, pero sólo pudieron leer un nombre impreso en un barril: Sidney.
—¿Quiénes serían los propietarios de estos carros? —preguntó Diego, pensativo—. ¿Y qué suerte sufrieron?
—¡Mira, marinero! —Exclamó en aquel momento Cardozo—. ¡Por allí huye nuestra cena!