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LAS PRADERAS VENENOSAS

En los siguientes días, el dray avanzó con una rapidez prodigiosa y con breves paradas. Después de atravesar los ríos Harry y Burt, que nacen en los flancos de la cordillera Strangways y que se pierden entre las arenas después de un breve curso, alcanzaron el Wiksteed que, como los otros, no llevaba agua; atravesaron los montes Reynold por el valle del Woodford, afluente del río antes citado, rodearon el monte Stuart, inmenso cono aislado que se eleva cerca del paralelo 21 y, después de llegar a la cordillera Forster sin haber descubierto las huellas del hechicero, se dirigieron hacia el este atravesando el meridiano 134 entre los montes Mann y Gwine, con la idea de encontrarlas en esa dirección.

Después de un descanso de veinticuatro horas, reanudaron la marcha dirigiéndose hacia los montes Crawford, pues habían visto huir unas casuarias en aquella dirección, luego tomaron hacia el norte atravesando sucesivamente el Woodford, afluente por la derecha del río Taylor, el Wycliffe, que va a desembocar a un lago que encontraron seco, y el Sutherland, que se pierde en la gran llanura arenosa.

Una vez alcanzada la cordillera Asaburton, sin haber encontrado las huellas, se dirigieron hacia el oeste, hacia el lago Wood, a cuyas orillas llegaron veintidós días después de su partida de los montes Mac-Donnell, agotados y con el dray casi destrozado por la larguísima marcha de cuatrocientas millas.

El Wood es uno de los lagos más importantes del interior del continente australiano. No es muy grande, pues mide unos cuarenta kilómetros de ancho por cincuenta de largo, pero debe su importancia a sus aguas, que nunca desaparecen por completo, ni durante los terribles calores del verano, y a la vegetación de sus orillas.

Puede decirse que constituye un gran oasis en medio del vasto desierto pedregoso, que ocupa gran parte del continente.

En efecto, en sus orillas y también en las del río Fergusson, que desemboca en el lago, crecían gigantescos eucaliptos, bosques de magnolias y de mimosas, de rododendros, de árboles de la goma, cedros australes y se veían magníficas praderas salpicadas de flores de todas clases.

En medio de aquellos bosques y aquellas praderas corrían manadas de canguros, emúes, grupos de perros salvajes y, saltando por las ramas, numerosos macropus de pelo gris, bandadas de cacatúas, de palomas, y otras aves de patas cortas y pico muy largo.

—¡Ya era hora de que encontrásemos una región menos árida! —Exclamó Diego—. ¡Qué abundancia de vegetales y, sobre todo, qué cantidad de animales de pelo y pluma! Cardozo, hijo mío, te prometo unos asados exquisitos. ¡Al diablo con el hechicero! No me moveré de aquí hasta haber descansado una semana. ¡Doctor, ya no puedo más!

—Nos detendremos hasta que tú quieras, Diego —dijo el doctor—. Aquí empezaremos nuestras investigaciones para saber dónde se encuentra nuestro desgraciado compatriota.

—¿Espera encontrar sus huellas, doctor? —preguntó Cardozo.

—Sí, marinero. Si es cierto que ha estado aquí, encontraremos sus huellas. Sin duda alguna debió de detenerse en este lugar para reponerse de las privaciones sufridas en la travesía del desierto.

—Recorreremos las orillas del lazo cazando —dijo Diego.

—Esto es lo que pensaba proponeros, Diego. Es posible que alguna familia de australianos se halle acampada en estas orillas y podría proporcionarnos importantes noticias.

—Al primer negro que encuentre, lo agarro por las orejas y se lo traigo, doctor.

—Gracias, Diego. Pero primero nos fortificaremos en algún lugar donde no podamos ser sorprendidos. Derribaremos unos árboles y construiremos una trinchera alrededor del dray.

—Yo me encargo de eso, doctor —dijo Diego—. Entiendo de trincheras y Cardozo me ayudará. Si el brujo lanza contra nosotros alguna tribu, encontrará un hueso duro de roer. Mientras tanto, podemos aprovechar las tres o cuatro horas de luz que aún quedan para dar una batida por el bosque. Con toda la caza que veo por ahí podemos cargar un dray. ¿Qué dices, Cardozo?

—Estoy de acuerdo —respondió el muchacho—. Unas costillas de canguro no nos las quita nadie.

—Pues vamos.

Mientras los dos marineros, armados con sus carabinas, se alejaban hacia los bosques que rodeaban el gran lago, Niro desenganchó bueyes y caballos y los llevó a una pradera cubierta de flores rojas.

Cuando vio que pastaban tranquilamente, el australiano se apresuró a volver al dray para acondicionar el campamento nocturno y hacer provisión de leña seca. Parecía algo inquieto y cuando el doctor, ocupado en sus cálculos astronómicos y en poner en orden sus notas de viaje, no lo observaba, dirigía extrañas miradas hacia los animales, que

se dispersaban como si buscasen hierbas mejores.

¿Temía que se alejasen demasiado del campamento y se perdiesen por el bosque, o que cayesen bajo los agudos dientes de los perros salvajes? Era difícil decirlo.

Pocos minutos antes de la puesta del sol, Diego y Cardozo regresaron al campamento llevando un animal que habían matado cerca de la orilla del lago y del que ignoraban la especie a que pertenecía, pues nunca habían visto nada igual.

Era una especie de lagarto de dos metros de largo, provisto a cada lado del cuello de unas expansiones cutáneas en forma de capa. Lo habían sorprendido en las ramas de un árbol y lo habían derribado de dos disparos mientras se disponía a dejarse caer desplegando las expansiones cutáneas que le servían de paracaídas.

—¿Podría decimos, doctor, qué animal es éste? —Preguntó Diego—. Le aseguro que nunca había visto nada igual.

—Es un reptil bastante raro —dijo Álvaro, examinando con vivo interés el extraño lagarto—. Fue descubierto hace unos años y se le dio el nombre de clamidosaurio, pues sus descubridores compararon esta especie de velos con la clámide de los antiguos griegos. Sólo sé que vive en los árboles, pero ignoro si su carne es comestible.

—Aunque lo fuese, doctor, le aseguro que no la probaría. ¡Diablos! ¡Bistec de lagarto! Este plato se lo dejo muy a gusto a los compatriotas de Niro.

—¿Habéis descubierto algún indicio del paso de Herrera?

—Ninguno, doctor —respondió Cardozo—. Sólo hemos recorrido unos cuantos kilómetros, pero mañana haremos una exploración en toda regla.

—Cuento con vosotros, amigos.

De nuevo en el dray, Diego montó la primera guardia sentado junto al fuego, mientras sus compañeros se echaban sobre los colchones y Niro se acurrucaba junto a unos arbustos.

Por la noche, varias manadas de perros salvajes atravesaron la pradera en busca de presa, pero se mantuvieron alejados del campamento. A las tres de la madrugada, Cardozo, que había relevado a Diego, vio que un tropel de dingos se acercaba a la pradera de flores rojas, donde dormían los caballos y los bueyes.

Temiendo que aquellos audaces bandidos de cuatro patas amenazasen a los animales, se dirigió hacia aquel lugar, acompañado por Niro, que iba armado con un hacha y un revólver, y disparó dos veces su carabina.

Los perros huyeron asustados, pero poco después regresaron lanzando lúgubres aullidos. Cardozo advirtió que ni los caballos ni los bueyes daban señales de estar aterrorizados, mientras que otras veces, en las mismas circunstancias, no dejarían de mugir y de relinchar.

—Deben dormir muy profundamente —murmuró.

No hizo caso y volvió a disparar contra los perros, que se mostraban cada vez más atrevidos, hasta que acudieron también Diego y el doctor.

—Llevemos los animales al dray —dijo Diego—. Esos bichos hambrientos son capaces de devorarlos en unos segundos.

Se dirigió a los animales, que se hallaban tendidos por el prado, y dio una patada al primero que encontró, pero no dio señales de vida. Se dirigió a un buey e hizo lo mismo, pero sin ningún resultado.

—¡Por cien mil tiburones! —exclamó—. Son duros estos animales.

Agarró a un buey por los cuernos y trató de despertarlo. Fue inútil. Entonces una idea terrible le cruzó por la mente.

—¿Estarán muertos? —exclamó lanzando en derredor una mirada desconfiada—. ¡Doctor, Cardozo!

—¿Qué has visto? ¿Caza? —preguntó Cardozo.

—No. Temo que han matado a nuestros bueyes.

—¿Qué dices? —exclamó el doctor palideciendo.

—No se mueven.

Preso de gran inquietud, el doctor se acercó a los animales y los sacudió con fuerza, pero éstos no dieron señales de vida. Caballos y bueyes parecían muertos.

—¡Dios mío! —Exclamó, secándose el sudor frío que le mojaba la frente—. ¿Quién puede haberlos matado?

—Pero yo no veo ninguna herida, doctor —dijo Cardozo que había regresado con unas ramas encendidas.

—Entonces, han sido envenenados.

—¡Envenenados! —Exclamaron los dos marineros a un tiempo—. ¿Y por quién, doctor?

—Niro —dijo el doctor dirigiéndose al australiano—, ¿existen plantas venenosas en Australia? He oído decir algo.

—Lo ignoro, mi amo —respondió el salvaje mirando en otra dirección.

—¿Lo ignoras tú, que procedes del interior del continente y que te has pasado media vida en estos bosques y llanuras? —No lo sé, mi amo.

—¡Eh, Coco! —exclamó Diego, visiblemente enfurecido—. Me parece que tu voz tiembla. Mis sospechas aumentan y voy…

—Espera, Diego —dijo el doctor.

Tomó una rama encendida y se inclinó sobre la hierba, observando atentamente.

—¡Flores rojas! —exclamó—. ¿Son tal vez éstas las praderas venenosas? Burke y otros exploradores han hablado de praderas venenosas. Niro, ¿nunca habías visto estas hierbas?

—No, mi amo —respondió el australiano—. He traído el ganado aquí porque me parecía que el pasto era excelente, pero desconocía las propiedades de estas flores.

—Pues yo creo que lo sabías muy bien, Coco —exclamó Diego—. Aquí se está tramando una traición y tú no debes ser ajeno a ella.

—Miente, señor Diego —respondió el australiano apretando los dientes—. Lo juro por Barimai.

—Al diablo con tu Barimai. Te voy a colgar del árbol más alto de este bosque.

—Basta, Diego —dijo el doctor—. Dentro de poco sabremos qué pensar con certeza de este hombre, que, por cierto, no es el mismo de antes. Nada de palabras inútiles. Se trata de salir de esta situación, que se ha vuelto muy peligrosa.

—¿Duda de mí, mi amo? —preguntó el australiano.

—Sí, tu conducta no me parece muy clara.

—¿Qué quiere decir?

—Que ya no te entiendo.

—Entonces, ¿sospecha de mí?

—Sí.

—Entonces dejo el campamento. Mi presencia aquí es inútil, pues ya no hay bestias que conducir.

—¿Y a dónde pretendes ir?

—Vuelvo al sur.

—¿Tú solo? ¿Sin víveres?

—Los australianos no tienen necesidad de carros ni de animales ni de víveres, y…

Se detuvo de repente, y lanzó una rápida mirada a su alrededor.

En el bosque vecino se había oído un grito ronco, como el de una ave nocturna.

—¿Qué te ocurre? —preguntó Diego, que había advertido el grito y el brusco movimiento del australiano.

—Nada —respondió Niro—. Me pareció haber oído el silbido de un boomerang.

—¿O una señal? —le preguntó Cardozo, saltándole encima y agarrándole fuertemente por los brazos.

—¿Qué señal? —preguntó el australiano, apretando los dientes.

—¡Qué sé yo!

—Se equivocan. No tengo amigos en estas soledades.

—¿Y el brujo? ¿Podrías decirnos por qué va delante de nosotros?

Al oír estas palabras, Niro tembló de rabia y lanzó una mirada furiosa a Diego.

—¡Ah! —exclamó—. ¿Con que ya lo sabes…? Pues, ¡toma!

Con un movimiento brusco se liberó de las manos de Cardozo, dio un salto atrás, sacó rápidamente el revólver y disparó dos veces contra Diego; luego, antes de que los dos marineros y el doctor pudiesen despertar de su asombro, se lanzó al bosque más próximo, desapareciendo entre los gigantescos árboles.