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UNA HUELLA MISTERIOSA

¡Ya era hora! Los animales, agotados por un ayuno de casi cuarenta y ocho horas, y casi muertos de sed, apenas se aguantaban sobre sus patas y estaban a punto de caer para no levantarse más.

Al olfatear el pasto cercano, hicieron un último y desesperado esfuerzo y arrastraron el pesado carro hasta un valle que se adentraba en los flancos de la gran cordillera Mac-Donnell, cuyas cimas se perdían hacia el este o el oeste.

Llegados allí, caballos y bueyes cayeron unos sobre otros, agotados por aquel último esfuerzo.

El valle se prolongaba varios kilómetros por el interior de la cordillera, formando una especie de larga garganta, que se encaramaba suavemente por los flancos de aquellas enormes montañas. Mientras que por los alrededores todo era árido, allí dentro crecía gran cantidad de árboles y de hierbas. A derecha e izquierda se extendían grandes grupos de árboles de catorce a quince pies de alto, y en medio de ellos revoloteaban palomas blancas, bandadas de porphirio de plumas de un azul brillante, grupos de cacatúas blancas y rojas o ligeramente teñidas de rosa.

—¡Diantre! —Exclamó Diego, lleno de asombro—. ¿Dónde estamos? ¿Hemos llegado al paraíso terrenal?

—Es una especie de oasis —respondió el doctor.

—¡Extraño país…! ¡A cada paso presenta nuevas sorpresas…! ¡Allá un desierto calcinado y aquí un pedazo de paraíso…! ¿Quién lo entiende?

—¿Habrá un poco de agua fresca? —Preguntó Cardozo—. Daría dos años de mi vida por un cubo de líquido, de agua o cerveza, poco importa.

—Ahora te la proporcionaré —dijo el doctor.

—¿Ha descubierto alguna fuente?

—Toma un hacha y sígueme.

—¿Un hacha…? ¿Quiere partir la montaña?

—Sígueme y lo verás.

Bajaron los tres del dray y el doctor se dirigió hacia un grupo de eucaliptos que crecía a poca distancia, en un terreno que no ofrecía aspecto alguno de humedad.

—Corta las raíces de este árbol —dijo Álvaro a Cardozo.

—¿Qué pretende hacer? —preguntó el marinero, sorprendido.

—¿Acaso ocultan un depósito de hielo? —Preguntó Diego—. En este país no me sorprendería nada.

—Corta —ordenó el doctor.

Cardozo cortó las gruesas raíces del eucalipto, que sobresalían del suelo, e inmediatamente fluyeron por el corte chorros de agua límpida.

—Bebed, amigos —dijo el doctor.

Los dos marineros se precipitaron sobre las raíces, aplicando los labios en los cortes y se pusieron a beber ávidamente.

—¡Por Belcebú! —Exclamó Diego entre sorbo y sorbo—. ¡Es agua fresca y deliciosa…! ¡Extraño país donde los árboles sirven de pozo! Bebe, Cardozo, bebe, que hay para todos.

Cuando habían vaciado una raíz cortaban otra, y no se detuvieron hasta que hubieron calmado totalmente su enorme sed.

—Basta —dijo Diego—. Si sigo dos minutos más, reviento. Pensemos ahora en procurarnos algún manjar delicioso; aquí la caza no debe escasear.

En aquel momento Diego tropezó con una marra, especie de largo bejuco que se deslizaba por tierra, y cayó en medio de un arbusto de largas hojas.

Con gran sorpresa suya se sintió de pronto estrechamente oprimido por aquellas ramas sin hojas.

—¿Qué es esto? —preguntó.

Se alzó de un salto y con un movimiento brusco se liberó de aquellas ramas que se le habían adherido al cuerpo.

Se miró las manos y lanzó un grito de horror: estaban completamente cubiertas de sangre.

—¡Sangre! —exclamó—. ¿Qué espantoso vegetal es éste?

—¡Sangre! —exclamaron Cardozo y el doctor.

—Mirad —dijo Diego—. Mis manos están rojas.

—¿Te duelen? —preguntó el doctor.

—Un ligero escozor —respondió Diego.

—Veamos esa extraña planta.

Se acercó al arbusto y lo examinó minuciosamente. Tenía unos dos metros de alto, las ramas finas, bastante flexibles, desprovistas de hojas y cubiertas por una capa densa de goma que de trecho en trecho presentaba agujeros casi invisibles.

Tocó una de las ramas e inmediatamente ésta se replegó y le aprisionó el brazo.

Poco después notó en la mano un ligero escozor, las venas se hincharon y a través de los poros de la piel vio saltar unas gotas de sangre.

—Es una planta carnívora —dijo desembarazándose bruscamente de ella.

—¡Una planta carnívora! —exclamaron Diego y Cardozo en el colmo del asombro.

—Sí, amigos, succiona la sangre por medio de ventosas invisibles.

—¿Cómo? —Exclamó Diego—. ¿Hay en este país plantas que se alimentan de sangre? ¡Pero qué continente es éste!

—Si cayese un animal entre esas ramas, ¿lo devorarían? —preguntó Cardozo.

—Lo desangrarían completamente, amigo mío —respondió el doctor.

—¡Qué horrible planta! —exclamó Diego.

—¿Te extraña? Pues existen bastantes de este tipo, aquí y en otros lugares. El ilustre Darwin ha descubierto que la drosura rotundifolia tiene la propiedad de devorar los insectos que se posan en sus hojas, y es una planta corriente en Europa. En este continente existe también una especie de ortiga gigante, que apresa a los pájaros y otros animales pequeños, los envuelve entre sus anchas hojas y los succiona por completo, reduciéndolos a esqueletos. De su presa sólo deja los huesos.

—Si todo esto me lo contase otra persona, le aseguro, doctor, que la haría encerrar en un manicomio.

—Lo creo, Diego —dijo el doctor sonriendo—. Todo esto es tan extravagante que cuesta mucho creerlo, aunque hay plantas con extravagancias aún mayores.

—¿Cuáles? —preguntó Cardozo.

—Existen también plantas animales.

—¿Plantas animales? —exclamó Diego mirando al doctor como si éste estuviese loco.

—Sí, Diego —dijo Álvaro—. Una planta animal es la convulvola Schultzii, muy común y que está formada por la asociación de un alga y un gusano, cuyo cuerpo está provisto de pestañas vibrátiles que le sirven para moverse. Es de color verde, coloración debida a una capa de células que contienen clorofila. Antes se creía que estas plantas animales respiraban de la misma manera que los otros vegetales, pero luego se ha comprobado que tienen un modo especial de respirar que consiste en absorber el ácido carbónico disuelto en las aguas donde viven pero que, en vez de expulsar el oxígeno, lo utilizan para prolongar su vida.

—¿Y dónde se encuentran estas algas-gusanos?

—En las aguas corrompidas, Cardozo —respondió el doctor.

—¿Y tienen ojos?

—Ojos precisamente, no, pero sí una especie de órganos de la vista; gustan de la luz y si se las coloca en una botella oscura, buscan instintivamente el punto más iluminado.

—Es algo sorprendente, doctor.

—Lo creo, Cardozo; también ha sorprendido a los naturalistas, los cuales han tenido que crear entre los reinos animal y vegetal una zona ambigua, una nueva especie. Pero basta de charlas, ocupémonos de nuestras bestias, que están muertas de sed.

Regresaron al dray, que estaba en la entrada del valle y enviaron a Niro a recoger agua de las raíces de los eucaliptos para saciar a las pobres bestias, que parecían moribundas. Mientras el australiano cumplía el encargo, Diego se puso a preparar la comida, poniendo a hervir la lengua del segundo buey muerto en el desierto, y Cardozo se dirigió hacia el bosque en busca de caza.

Apenas había pasado media hora, cuando el cocinero y el doctor vieron llegar a Cardozo sobresaltado. Éste tomó a sus compañeros por el brazo y los llevó detrás del carro, donde no pudiesen ser oídos por Niro.

—Doctor —dijo—. Nos están siguiendo.

—Estás soñando, hijo mío —dijo Diego.

—No, marinero, no sueño.

—¿Has visto a los australianos? —preguntó el doctor.

—He descubierto una huella muy extraña.

—¿Cuál? —preguntó de nuevo el doctor.

—En una zona arenosa he visto impresas perfectamente las huellas de dos pies desnudos y junto a éstas las de un emú.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Diego.

—Que por allí ha pasado un hombre con un avestruz.

—No veo el motivo de asustarse tanto.

—¿Y si ese hombre fuese el hechicero?

—¡Imposible! Todavía debe de estar a orillas del Finke.

—No, Diego, te equivocas —dijo Cardozo—. Hace unos días, mientras estábamos acampados junto al Hugh, vi dos formas confusas en la orilla, una humana y la otra de un ave, un emú sin duda.

—¿Y por qué no lo dijiste?

—Estaba tan seguro de que se trataba de una alucinación que no quise alarmar inútilmente.

—La cosa es grave —dijo el doctor, que se había quedado pensativo.

—¿Pero cómo es posible que ese hechicero nos haya tomado la delantera?

—Los australianos son grandes andadores, Diego, y recorren distancias increíbles.

—¿Pero y el desierto?

—No es obstáculo para ellos, pues están acostumbrados a los grandes calores y a las privaciones más duras.

—¿Querrá vengarse ese miserable? —preguntó Diego, mostrando los puños.

—Sé que los australianos son muy vengativos y que suelen esperar con paciencia increíble el momento preciso para arreglar cuentas.

—Pero si está solo, ¿qué pretende?

—¿Quién sabe? Todos obedecen al hechicero y tal vez esté intentando lanzar sobre nosotros a alguna tribu.

—¡Por Júpiter! Si lo cojo, palabra que lo cuelgo.

—¿Qué decide, doctor? —preguntó Cardozo.

—Marchar enseguida e intentar alcanzarlo. Presiento que ese hombre nos será fatal.

—Sí, alcancémosle —dijo Diego.

—¿Continúa el desierto al otro lado de esos montes? —preguntó Cardozo.

—Sí, pero no es tan árido como el que hemos atravesado. Bueno, id a cortar todas las raíces de esos eucaliptos para proveemos de agua y luego nos pondremos en marcha. Tal vez la salvación dependa de nuestra rapidez.

—Un bocado, y luego al trabajo —dijo Diego.

En pocos minutos dieron cuenta de la comida, luego se dirigieron al grupo de eucaliptos y recogieron el agua que brotaba de las raíces. La provisión que hicieron era tan abundante que podía bastar para tres o cuatro semanas.

Temiendo que los animales no encontrasen pastos abundantes al otro lado de los montes Mac-Donnell, los dos marineros, ayudados por Niro, cargaron el dray de hierbas suculentas.

A las cuatro de la tarde bueyes y caballos, alimentados y descansados, se pusieron en marcha adentrándose por una estrecha garganta, abierta entre los montes Mac-Donnell. Una vez atravesada en toda su longitud, el dray se dirigió hacia otra línea de montañas menos elevadas que cerraban el horizonte septentrional y que parecían de una aridez espantosa.

Cardozo, que no dejaba de examinar atentamente el terreno descubrió de nuevo, en una zona arenosa, las huellas de un hombre junto a las de una gran ave, seguramente una casuaria, a juzgar por su tamaño. Se dirigían hacia el norte pero con tendencia a desviarse hacia el monte Sir Charles, que se halla hacia el este.

—¡Son las huellas del miserable brujo! —exclamó Diego furioso.

—Eso creo yo —dijo el doctor.

—¡Pues a la caza! ¡Adelante, Coco, y no te pares, que te tuerzo el cuello!

Niro azotó a las bestias con gran vigor, pero, si en aquel momento el marinero le hubiese visto la cara, habría descubierto una sonrisa irónica en sus labios.