EL DESIERTO
Era el doctor. Al ver que los dos marineros atravesaban el curso del río y al oír después el primer disparo, había acudido en su busca creyendo que seguían a algún indígena descubierto entre las cañas.
—Llega usted en buen momento, doctor —dijo Diego—. Dígame, ¿ha visto alguna vez un animal tan horrible como éste?
—No, Diego —respondió Álvaro.
—Pero ¿sabe al menos de qué animal se trata?
—Es un molok, un saurio que hasta hace pocos años no se conocía. Se han matado algunos en el interior del continente.
—¿Sólo se encuentran en este país los moloks?
—Solamente aquí, Diego.
—¿Son peligrosos?
—No lo creo.
—Pues sus escamas son tan duras que rechazan las balas.
—Me extraña, pues sus protuberancias óseas son huecas —repuso el doctor.
—¿Es comestible?
—Creo que ni a los australianos se les ocurriría comérselo.
—Entonces, dejémoslo para los dingos. ¡Vamos, en retirada!
—Un momento, Diego. ¿Habéis encontrado agua?
—Ni una gota, doctor —respondió Cardozo.
—Feo asunto. Sólo nos quedan doscientos litros.
—¿No encontraremos otros ríos más al norte o al oeste?
—Están secos.
—¿Ni siquiera un lago?
—El de Wood, pero está muy lejos.
—Pues entonces ¿qué hacemos? —preguntó Diego.
—Seguiremos el Finke hasta el Hugh, luego ya veremos. Volvamos, amigos, estoy ansioso por dejar este lugar.
—¿Teme otro ataque?
—Tal vez, Cardozo —respondió el doctor.
Volvieron a cruzar el río y regresaron al dray Niro volvió a su puesto y la pequeña caravana reemprendió la marcha, a pesar del calor tórrido, siguiendo el curso del Finke para así poder abastecer de cañas a los animales hasta que fuese posible.
A las cuatro llegaban a orillas del Hugh, gran afluente del Finke que nace en la vertiente septentrional de los montes Waternhousen, pero estaba completamente seco.
Cardozo tuvo la suerte de abatir un cisne, que se dirigía del norte hacia el sur.
Al menos pesaba veinticinco kilos, pero en vez de tener las plumas blancas como sus congéneres de América del Norte o de Europa central, las tenía oscuras, casi negras. Ni los pájaros en aquel extraño continente eran iguales a los de los otros continentes.
Hacia la tarde, Niro detuvo el dray junto a un grupo de árboles escuálidos, árboles de hojas grises pertenecientes a la gran familia de los eucaliptos. De pronto, saltó a tierra y miró con mucha atención la corteza de aquellos vegetales casi secos, haciendo gestos de sorpresa y de temor.
—¡Eh, Coco! —Gritó Diego—. ¿Has descubierto algún fruto delicioso?
—Una señal terrible, querrá decir —respondió el australiano señalando unas flechas clavadas en la corteza de un árbol y que tenían extrañas incisiones.
—¿Qué es eso? —preguntó el doctor, que había descendido del dray.
—Una amenaza de guerra.
—¿Dirigida a nosotros?
—Sin duda.
—¿Por quién?
—Por los habitantes de la región.
—Pero, si no hemos visto a ninguno —dijo Cardozo.
—Nos habrán visto ellos.
—¿Qué cuento es ése, Coco? —preguntó Diego.
—Les digo que nos prohíben avanzar.
—Me río de las prohibiciones de esos tísicos ladradores.
—Tal vez se arrepienta.
—¡Ellos se arrepentirán cuando nuestra ametralladora acaricie sus espaldas!
—Les aconsejo que se detengan.
—Imposible, Niro —dijo el doctor—. Seguiremos adelante a pesar de estas señales de guerra.
—Les matarán a todos, mi amo.
—Venderemos cara nuestra vida.
—Y yo, ¿tengo que seguirles? —preguntó el salvaje.
—¡Por mil rayos! —Gritó Diego—. ¡Tú nos guiarás aunque sea a la fuerza!
—Pero mi vida…
—Sabremos defenderla nosotros, cobarde.
—Ya veremos.
—¿Qué opina usted, doctor? —preguntó Cardozo cuando Niro se hubo alejado.
—Que los salvajes intentan asustarnos.
—¿Seguiremos adelante?
—Siempre, amigos.
—Nosotros no le abandonaremos, doctor —dijo Diego.
—Os recomiendo que os esmeréis en la guardia.
—No tema, doctor, dormiremos de día y velaremos de noche.
Regresaron al campamento, donde Niro estaba preparando la cena. Diego, que cada vez se volvía más desconfiado, examinó con atención el rostro del australiano, pero le pareció que estaba tranquilo.
—Aquí ocurren cosas misteriosas que no consigo explicarme —murmuró.
Después de la cena, Diego hizo su primera guardia, pero no sucedió nada extraño, ni se vio ninguna sombra por las proximidades del campamento. Cardozo, que lo sustituyó, pasó también en perfecta calma su tumo de guardia; sin embargo, hacia las tres de la madrugada, entre el incierto clamor de los árboles, le pareció advertir una forma humana que se movía en la orilla del río y luego otra forma, como de animal o ave, de gigantescas dimensiones.
Pero la aparición fue tan rápida que luego no pudo precisar con certeza si había sido algo real o se trataba de una alucinación. Temiendo caer en una emboscada, se mantuvo junto al carro, armó la carabina y abrió bien los ojos.
Sus cuatro horas transcurrieron sin que la aparición volviese a mostrarse.
—Es extraño —murmuró—. Si no fuese porque hemos corrido tanto juraría que esas formas se parecían al brujo y su avestruz. ¡Bah! ¡Es una locura lo que estoy pensando! Aún deben estar junto a los montes Bagot o a orillas del Finke.
Tan convencido estaba de haberse engañado que no dijo nada ni al doctor ni a Diego para no alarmarlos inútilmente.
A las seis, el dray se puso en marcha siguiendo la dirección establecida. Una vez alcanzado el meridiano 134 junto al monte Carlotte, se dirigió hacia los montes James, cuyas cimas destacaban nítidamente hacia el norte.
El calor era cada vez más fuerte, y del interior soplaba sin cesar un viento de fuego que secaba las gargantas de los hombres y de los animales y que evaporaba rápidamente la escasa provisión de agua de la pequeña caravana.
La gran llanura que se extendía hasta los pies de las montañas era de una aridez espantosa; no se veía ni una brizna de hierba, sólo grandes rocas calcinadas por los potentes rayos solares y arenas que el viento levantaba y se metía en los ojos y bocas de los viajeros, produciéndoles fuertes ataques de tos.
Era una arena tan fina que penetraba a través de la blanca tela del dray y hasta se introducía en el interior de las cajas.
A mediodía, el termómetro alcanzó los sesenta grados… Los pobres viajeros tenían la impresión de hallarse dentro de un homo encendido. Sólo el salvaje resistía aquel horrible calor y desafiaba la lluvia de fuego con la cabeza descubierta.
A la una, un buey, derribado por el sol, caía en tierra para no levantarse más. Le fue arrancada la lengua, que debía servir de comida, y su cadáver fue abandonado a los dientes de los perros salvajes.
El dray siguió su camino, arrastrado por las pobres bestias que mugían sordamente. La pesada máquina crujía como si estuviese a punto de partirse, sus ruedas se hundían en el suelo arenoso y la madera estaba tan caliente que no se la podía tocar.
Aunque habituados a los calores ecuatoriales, el doctor y los dos marineros yacían tendidos sobre las cajas como atontados e incapaces de hacer cualquier movimiento. Les parecía que su cerebro iba a arder y sus pulmones funcionaban a toda marcha, pero sin llenarse nunca; el aire que entraba era tan ardiente que los desgraciados sentían como si se secasen.
A las dos el termómetro alcanzó los 65° y cayó otro buey, muerto de insolación.
—¡Por los cuernos de Belcebú! —Exclamó Diego con voz ronca—. Si continúa este calor dos horas más nos quedaremos sin bestias. ¡Extraño desierto…! ¡Sólo hay piedras y más piedras…! ¡Buen momento para que los salvajes se nos echen encima!
Afortunadamente, después de alcanzar los 65° la temperatura descendió lentamente hasta los cincuenta. Hombres y animales pudieron finalmente respirar y recuperar energías, pero el inmenso desierto continuaba ante ellos.
A las siete, el dray atravesó la cadena de los montes James, por una garganta abierta por el Hugh, cuyo cauce bajaba desde el norte dibujando amplios meandros, pero sin llevar una gota de agua.
Una vez hubieron pasado la garganta, descubrieron la cadena de los Waternhousen, que también era muy árida y no ofrecía el más leve rastro de vegetación. En aquel vasto territorio el sol lo había quemado todo e incluso había dado muerte a las grandes plantas, cuyos troncos, sin hojas ni cortezas, se alzaban como esqueletos en los flancos de las montañas.
Al día siguiente se reanudó la penosa marcha, dos horas antes de despuntar el día. La salvación dependía de su rapidez, pues los animales, faltos de alimentos, estaban a punto de caer para no levantarse más y la provisión de agua disminuía a simple vista. Si en dos días no encontraban un manantial o un bosque, tendrían que abandonar el dray en medio del desierto.
Aguijoneando a bueyes y caballos, llegaron hasta los montes Waternhousen, que atravesaron con increíbles dificultades, pasando el río Mueller, afluente del Hugh, y se dirigieron hacia la gran cordillera de los montes Mac-Donnell, en cuyos valles tenían la esperanza de encontrar algo de pastos y de agua.
A las once, Diego, que estaba examinando el paisaje, señaló al doctor unas masas oscuras que se distinguían al pie de los montes.
—Son árboles —dijo el doctor.
—¿Está seguro de no equivocarse?
—Seguro, Diego.
—¿Espera encontrar agua?
—La encontraremos.
—¡Adelante, Niro! Pero ¿qué significa esta tierra roja?
—Significa, amigo Diego, que nos encontramos sobre un gran yacimiento aurífero.
—Usted bromea, doctor.
—No, Diego. Bajo nuestros pies existe una fortuna.
—¡Qué lástima no poder detenemos aquí para cargarnos de oro! ¿Habrá también diamantes?
—No lo creo, en Australia no se han descubierto todavía.
—Dígame, doctor —preguntó Cardozo—. ¿El oro es el metal más precioso?
—De ningún modo, amigo mío: hay otros metales que cuestan bastante más. Es un error creer que el oro es el más precioso.
—Esto sí que es una novedad para mí, doctor —exclamó Diego.
—Y para mucha gente, Diego —respondió Álvaro.
—¿Y cuáles son, si se puede saber, esos metales más preciosos?
—Te lo diré, curioso. El iridio, que es un metal descubierto en las minas de platino en 1803 por Tennant, cuesta casi el doble que el oro.
—¡Casi el doble…!
—Pues esto no es nada. Hay metales que cuestan bastante más.
—¿Pero qué es el iridio?
—Un metal blanco como el acero, que refleja los colores del arco iris y que es bastante raro. El osmio, que se encuentra también junto al platino y que tiene un color blanco azulado, se paga también a casi el doble que el oro. El bario, descubierto por Davy en 1808, que se encuentra en las tierras de barita y que es blanco como la plata, se paga diez veces más que el oro.
—¡Rayos y truenos! ¡Vaya metales tan raros!
—El columbio o niobio, descubierto por Rose en 1844 y el rodio descubierto por Wollaston en 1803 son también más valiosos que el oro.
—¡El bosque! —gritó en aquel momento Niro.