LOS GRANDES CALORES DE LA AUSTRALIA CENTRAL
Los australianos, que habían dejado unos treinta cadáveres en torno al dray, parecía que habían renunciado definitivamente a volver al ataque.
Después del último ataque y de la decidida defensa del doctor y de los dos marineros, se habían dispersado por la llanura, huyendo con rapidez de canguros y no se habían vuelto a dejar ver. Probablemente se habían ocultado a mucha distancia y tal vez estaban tramando la manera más adecuada de apoderarse de los licores que contenía el dray, así como de los animales, con los que esperaban regalarse con un asado colosal. Si es que no se habían puesto en busca de otra tribu para atacar a los blancos con nuevos refuerzos.
Después de haberse hecho vendar el brazo herido y el cuello, Diego se había puesto a trabajar febrilmente ayudado por Cardozo, mientras el doctor y Niro hacían guardia en las rocas de la ribera, para no dejarse sorprender por los atacantes.
Diego, que había sido carpintero, consiguió unir los pedazos de la rueda en menos de dos horas, juntándolos perfectamente con gruesas piezas de hierro, curvadas a fuerza de martillazos.
La colocación de la rueda requirió todos los brazos, pues el dray estaba inclinado hacia un lado, pero la operación concluyó de manera brillante.
—Esperemos que resista —dijo Diego—. Cuando haya ocasión cambiaremos la rueda.
—Partamos —dijo el doctor—. Tal vez los australianos no estén demasiado lejos.
—¿Teme que vuelvan al ataque? —preguntó Cardozo.
—Esos brutos son testarudos y harán lo imposible para apoderarse del dray. Nuestra salvación depende de la rapidez de nuestras bestias.
—Engancharemos también los caballos al dray —dijo Diego—. ¡Vamos, Coco, en marcha!
—¿Y el obturador de la ametralladora? —preguntó Cardozo.
—Tienes razón, muchacho. Busquémoslo —dijo Diego.
Mientras Niro enganchaba los bueyes, los dos marineros encendieron una antorcha y se pusieron a buscar cuidadosamente, examinando con atención las grietas abiertas en el suelo por el calor y registrando por entre la hierba aplastada. Pero fue inútil.
—¡Aquí está! —exclamó de pronto Cardozo con gesto triunfal—. ¡Gracias a Dios!
—¿Dónde estaba?
—Entre la arena del río.
—Pero ¿cómo ha ido a parar allí?
Se acercó a Cardozo y contemplo el dray.
—El carro se encuentra precisamente en nuestra línea —dijo—. El ladrón debe de haberlo arrojado después de robarlo.
—¿Qué quieres decir?
—Que mis sospechas aumentan.
—Sospechas… ¿de quién?
—De Coco.
—Eso es una manía, marinero.
—No, muchacho. Ese horrible mono trama algo contra nosotros y te digo que fue él quien robó el obturador.
—¿Con qué objeto?
—Para privamos de un terrible medio de defensa. Si el ladrón hubiese sido uno de los atacantes se lo habría llevado para hacerse un adorno extravagante.
—Tu razonamiento me convence, marinero. En adelante, tengamos los ojos bien abiertos. Y si descubro alguna traición, ¡juro que las pagará todas juntas!
Regresaron al dray e informaron al doctor del trascendental descubrimiento. La ametralladora, que temían tener que abandonar como un peso inútil, volvía a convertirse en un arma formidable contra los atacantes, en el caso de que éstos tuviesen intención de volver a las andadas.
—Partamos —dijo el doctor—. Avanzaremos a toda velocidad y con breves paradas.
Subieron al dray. Niro arreó a los animales y la pesada máquina descendió al río tambaleándose sobre su lecho pedregoso.
Una vez atravesado el Finke, sin encontrar obstáculos y sin que los australianos diesen señales de vida, el dray se dirigió hacia el noroeste, hacia el meridiano 134, pues el doctor deseaba pasar por las cadenas montañosas de James y Waternhousen que se alinean junto a las orillas del Hugh.
La inmensa llanura que se extendía ante los viajeros aparecía desierta y de una aridez aterradora. No había ni un árbol, ni una mata, ni una brizna de hierba; sólo piedras, masas de piedras, rocas de todas dimensiones. ¿Era el principio del terrible desierto de piedra que ocupa gran parte del interior del continente australiano y que constituye el gran obstáculo para las exploraciones? Esto era lo que sospechaba el doctor, y empezaba a sentirse inquieto, pues sabía que entre aquellas piedras y arenas no había de encontrar ni una brizna de hierba para las bestias, ni una gota de agua.
A las cuatro de la mañana apareció el sol bruscamente, inundando con sus rayos ardientes la inmensa llanura arenosa. De pronto, sin transición alguna, la atmósfera se hizo sofocante.
—¡Rayos! —Exclamó Diego, que era incapaz de estar callado un solo momento, al tiempo que se retiraba con toda presteza bajo la tela del carro—. ¡Cómo ataca el señor Febo! Se diría que ha provisto a sus rayos de agudos dientes. Dígame, doctor, ¿es que en este país el sol está más cerca que en los otros continentes?
—No, Diego —respondió Álvaro con una sonrisa—. La distancia es la misma.
—Unos millones de millas, probablemente.
—Un poco más, Diego. Su distancia media es de 23 307 semidiámetros de la Tierra.
—No le entiendo. Tengo la cabeza algo dura.
—148 670 000 kilómetros.
—¡Rayos y truenos! ¡Ciento cuarenta y ocho millones! Entonces, sus rayos deben tardar horas en llegar a nosotros.
—Siete minutos y cuarenta y ocho segundos.
—¡Qué velocidad! ¡Mayor que la de la bala de un cañón!
—Dígame, doctor —preguntó Cardozo—. Para enviar a tanta distancia rayos tan ardientes, debe ser inmenso el calor del sol.
—Según las mediciones altimétricas de ciertos esforzados astrónomos, se ha podido comprobar que la masa de calor desarrollada en una hora por un pie cuadrado de la superficie solar equivale al calor que desarrollaría una masa de carbón del tamaño de nuestro globo durante treinta y seis horas de combustión.
—¡Por Júpiter! Quedaríamos bien asados si cayésemos sobre el Sol.
—Por supuesto, Cardozo.
—Ahora entiendo por qué sus rayos son tan calientes, especialmente ahora —dijo Diego.
—Pues no creáis que nuestra Tierra recibe todo el calor del Sol. Sólo recibe la 2250 millonésima parte; las otras partes son absorbidas por los componentes del sistema planetario, pero la más considerable se pierde en el espacio. Sin embargo, algunos astrónomos sostienen que tal abundancia de calor no se pierde sino que, de un modo u otro, regresa al Sol.
—¿Es muy grande, doctor, el Sol?
—Tiene 11 800 veces la superficie de la Tierra, 1 279 000 veces el volumen de nuestro globo y 600 veces el de todos los planetas juntos. Su masa es 319 500 veces la de la Tierra, y algo más de 700 veces la de todo el sistema planetario, pero su densidad media es de 0,233, apenas una cuarta parte de la de nuestro planeta.
—Dígame, doctor —preguntó Cardozo—, ¿tiene el Sol alguna influencia sobre nuestro globo, además de iluminarlo y calentarlo?
—Según los últimos estudios realizados por los astrónomos parece que el señor Febo, como lo llama el guasón de Diego, influye en gran medida en los acontecimientos atmosféricos de nuestro globo. Se ha observado que, cuando la fotosfera solar está turbada, se producen siempre fenómenos magnéticos y frecuentes perturbaciones en la atmósfera terrestre.
—¿No es estable la fotosfera del sol?
—No, Cardozo. La masa gaseosa que circunda el núcleo solar se halla a menudo en movimiento. Llamas inmensas, de una altura de millares de metros, se prolongan hacia la bóveda celeste y de cuando en cuando la fotosfera se resquebraja acá y allá y muestra unos abismos de dimensiones enormes, que los científicos suelen llamar manchas solares. Cuanto más numerosas son estas manchas, mayor es el número de tormentas magnéticas que se producen en la Tierra.
—¿Sin interrupción?
—No, estas perturbaciones ocurren cuando las manchas están situadas en dirección a nuestro globo.
—Pero ¿cómo se forman?
—Se supone que se trata de cráteres gigantescos producidos en la masa incandescente por corrientes gaseosas que dejan entrever el núcleo solar en su inmensa profundidad.
—¿Y no se han podido explicar los motivos de las perturbaciones que el sol produce en nuestro globo?
—Todavía no. Tan sólo se ha observado que, a medida que aumentan, el eje magnético sufre fuertes alteraciones y se desplaza en el sentido de las manchas. Cuanto más se alejan de la Tierra más se tranquiliza su eje, cuanto más se aproximan más se turba, y cuando se sitúan enfrente de nosotros, el eje se pone a bailar como si estuviese loco. A estas locuras o convulsiones corresponden las apariciones de los grandes fenómenos terrestres, auroras boreales, terremotos y cosas por el estilo.
—Luego, según los astrónomos, el estado magnético de la Tierra se halla bajo la influencia inmediata de las manchas solares.
—¡Vaya misterio! ¿Se conseguirá explicarlo algún día?
—Esperemos que sí, Cardozo. Estas manchas solares que producen tantas perturbaciones, cuyas apariciones coinciden extrañamente con ciclones, con períodos de sequía, con las crecidas de los grandes ríos, merecen ser cuidadosamente estudiadas.
Charlando de esta suerte, los viajeros proseguían su marcha rápida hacia el noroeste, adentrándose cada vez más en la inmensa llanura árida, quemada por el sol, interrumpida por amplias zonas de arena blanquecina, que dañaban la vista, y sin un solo árbol ni una brizna de hierba.
El calor aumentaba por momentos y se temía que los animales cayesen fulminados por el sol. De los salvajes, no se veía ni rastro. De vez en cuando Diego y Cardozo sacaban la cabeza para lanzar una rápida ojeada hacia el sur, pero ninguna criatura humana aparecía en esa dirección. No había duda de que, después de la lección recibida, los australianos habían abandonado definitivamente la idea de saquear el dray, defendido por hombres tan intrépidos y con aquella poderosa arma que sembraba la tierra de cadáveres. A mediodía hicieron un alto junto al Finke, cuyo curso venían siguiendo a escasas millas de distancia, para evitar el amplio serpenteo que describe el río.
Diego y Cardozo bajaron al río para tratar de obtener un poco de agua de las cañas semisecas que crecían en el lecho. Mientras buscaban entre las cañas descubrieron algo de gran tamaño que intentaba huir hacia la otra orilla.
—¡Oh! —Exclamó Diego—. Aquí hay bistecs, por lo que veo.
—¿Has visto algún animal? —preguntó Cardozo.
—Sí, hijo mío. Prepara el fusil y adelante.
—¿Por dónde ha huido?
—Mira allá; las cañas se mueven.
—Adelante, marinero.
—Vamos, Cardozo.
Se lanzaron en persecución del animal, que huía hacia la orilla opuesta, abriéndose camino impetuosamente entre las cañas que caían como si fuesen abatidas a golpe de hoz. Atravesaron el lecho del río y subieron a la otra orilla, pero, de pronto, los dos se detuvieron lanzando un grito de asombro y de terror.
Un animal estaba delante de ellos, mirándoles. Pero ¡qué animal! Un cocodrilo, una tarántula, un monstruo cualquiera sería una belleza a su lado.
Era un saurio espantoso, o mejor dicho, un lagarto gigantesco, de piel opaca con manchas rojas orladas de negro y una coraza ósea nunca vista en ningún animal de la creación.
Estaba completamente cubierto de escamas de forma puntiaguda dirigidas en todas direcciones, que le daban el aspecto de un amasijo de cuernos. Tenía la frente acorazada, las patas cortas y replegadas y provistas también de protuberancias agudas extrañamente superpuestas; sus ojos, negros y pequeños, brillaban como si quisiesen hipnotizar a los dos cazadores.
Al llegar a aquel espacio abierto, se había detenido, volviéndose amenazadoramente hacia sus perseguidores, como si se preparase para defenderse.
—¡Por los cuernos de Belcebú! —exclamó Diego reaccionando—. ¿Qué clase de animal es éste?
—Nunca he visto nada semejante, marinero —respondió Cardozo.
—¿Será un dragón?
—Pronto lo sabremos, Diego.
Cardozo apuntó la carabina y disparó contra el horrible monstruo, pero la bala rebotó en las protuberancias óseas y se perdió Dios sabe dónde.
—¡Rayos y truenos! —Exclamó Diego—. ¡Este dragón está acorazado como un buque!
—¡Espera, marinero! —dijo Cardozo.
Volvió a cargar rápidamente el fusil y apuntó con sumo cuidado.
Sonó el disparo. Esta vez, el monstruo, herido en la conjunción de sus escamas, dio un salto, se alzó sobre las patas, movió furiosamente la cola, y se desplomó.
—¡Buen golpe! —Exclamó una voz detrás de ellos—. ¡He aquí un animal que los museos pagarían muy bien!