EL ATAQUE NOCTURNO
Niro no se había equivocado. Su oído, que debía ser de una agudeza extraordinaria, sus ojos, que debían estar dotados de una potencia visual poco común, y su olfato le habían permitido descubrir el peligro mucho antes de que éste se cerniese sobre el campamento.
Como todos sus compatriotas, que son excelentes perros de dos patas que perciben a distancias increíbles la proximidad de un enemigo o de una presa y que no tienen rival en seguir pistas, Niro había percibido los pasos de los salvajes, los cuales posiblemente seguían al dray desde hacía bastante tiempo para sorprender a sus propietarios durante el sueño, saquearlos y tal vez matarlos a hachazos o a golpes de boomerang.
Al oír el grito de los australianos, el doctor y los dos marineros se retiraron inmediatamente al carro, que podía proporcionarles una larga resistencia, aun cuando se hallase inclinado sobre un lado a causa de la rotura de la rueda. Niro no tardó en unirse a ellos, después de haber reavivado el fuego del campamento.
—¡Rayos y truenos! —Exclamó Diego apuntando la ametralladora hacia la llanura—. No entiendo nada. O yo soy un pedazo de bestia, o ese Niro es el tipo más astuto que vive bajo la capa del sol. Nunca llegaré a explicarme este asunto. ¡Eh, Cardozo!… ¿Ves a los monos?
—Todavía no, marinero, pero los oigo —respondió Cardozo con voz tranquila.
—Querrás decir que los hueles.
—Es cierto, Diego. El aire apesta a salvaje y a exhalaciones amoniacales.
—¿Es posible que se acerquen reptando como serpientes, doctor?
—Así lo creo —respondió el doctor, que escrutaba atentamente la vasta llanura.
—Tendremos que lanzarles estas peladillas a ras de suelo Afortunadamente, la pendiente sobre la que estamos permitirá esta maniobra a mi ametralladora.
—Dígame, doctor —preguntó Cardozo con visible preocupación—. ¿Cree usted que se trata de la tribu del brujo?
—Es probable, jovencito.
—¿Tal vez para vengarse?
—Para saqueamos y vaciar nuestras botellas.
—¡Esos tragones…!
—¡Alto! —exclamó Diego.
—¿Los ves? —preguntó el doctor.
—Sí, se arrastran como reptiles e intentan llegar a aquel grupo de rocas que está junto a la orilla.
En aquel momento silbó en el aire un zumbido agudo que se acercaba rápidamente y poco después un boomerang chocaba contra la extremidad de la ametralladora, y volvía hacia atrás describiendo una larga parábola. Cardozo, que había visto al hombre que lo había lanzado, apuntó con el fusil e hizo fuego.
Resonó en la orilla un grito de dolor y un salvaje rodó por tierra. Niro, que se había ocultado bajo el carro, le remató de dos tiros de revólver.
—¡Bravo, Coco! —Gritó Diego—. Te devuelvo mi estimación. En las tinieblas resonó un espantoso concierto de rugidos; poco después los australianos saltaron y corrieron entre las rocas dispersas por la llanura y lanzaron con impulso irresistible una lluvia de boomerangs y una nube de dardos.
—¡Adelante, Diego! —gritó el doctor.
El marinero, que se había agachado bruscamente para evitar que le partiese la cabeza aquella lluvia de bastones que revoloteaban en todas direcciones para regresar luego a las manos de sus propietarios, se alzó de pronto y puso en marcha la terrible máquina de guerra.
Los gritos de los asaltantes quedaron apagados por una serie de agudas detonaciones. Los proyectiles, disparados por los veinticinco cañones de la ametralladora, herían el aire con agudos silbidos e iban a dar de lleno en medio de aquella horda de abominables salvajes.
Los gritos de guerra se convirtieron en gritos de dolor, en lamentos, en gemidos, pero la ametralladora no se detenía y enviaba sin interrupción sus mensajeros de la muerte. Las filas se aclaraban con espantosa rapidez. Torrentes de sangre regaban la tierra y llegaban hasta el dray.
—¡Ahí va eso! —gritó Diego.
—¡Tomad caramelos! —gritó Cardozo, descargando su fusil en lo más espeso de la horda.
Asustados por el continuo tronar y por los estragos que hacían las balas de la máquina infernal, los salvajes se detuvieron un momento, luego retrocedieron, y finalmente adoptaron la decisión de ponerse a salvo y abandonar, al menos por el momento, la idea de embriagarse gratis con los licores de los blancos y de darse un colosal banquete pon sus bueyes y caballos.
—¡Al galope! —Gritó Diego, lanzando una nueva granizada de balas—. Espero que de momento tendréis bastante.
No hacía falta incitarlos a huir. En un santiamén, diezmados por aquel fuego infernal, se refugiaron detrás de las rocas que cubrían la parte alta de la ribera, y se escondieron, protegiéndose de manera que las balas no pudieran alcanzarlos.
—¡Rayos y truenos! —Gruñó Diego, masticando rabiosamente tabaco—. ¿No podremos desalojar de allí a esos papagayos?
—Será un poco difícil, marinero —respondió el doctor—. Me parece que quieren sitiamos.
—Pero el río está libre y podremos ganar la orilla opuesta —repuso Diego.
—¿Cómo? ¿Con una rueda rota?
—¡Diantre! ¡La cosa se pone seria!
—Pero ¿creen podemos vencer, doctor? —Preguntó Cardozo—. Después de la lección que les hemos dado, no de herían hacerse ilusiones.
—Piensan vencemos por hambre y sed.
—Pero repararemos la rueda.
—Intentarán impedimos la reparación a golpes de boomerang.
—¿Acaso han advertido que estamos inmovilizados?
—Eso creo.
—¿Es posible que alguien les haya informado de nuestra situación? —Preguntó Diego—. ¿Quién?
—¿Quién? La misteriosa ausencia de Coco me ha puesto en un mar de dudas, doctor.
—Nos habría dejado sorprender por los salvajes, en vez de advertimos de su presencia —dijo Cardozo.
—¡Hum! No veo claro este asunto, hijo mío, y temo que Coco no es tan estúpido como parece. Y si no, al tiempo,
—No hay que precipitarse en los juicios, Diego —dijo el doctor.
—Pronto lo veremos, doctor. ¡Bueno! ¿Y ahora qué hacemos?
—Esperar al alba —dijo el doctor.
—¿Y si aprovechásemos las tinieblas para atravesar el río y derribar uno de aquellos árboles para construir la rueda? —preguntó Diego.
—¿Y por qué no intentamos arreglar, de momento, la que se ha roto? —Dijo Cardozo—. Tenemos una caja de herramientas y, bien o mal, podemos hacer el trabajo sin exponemos a graves peligros. Esos monos aulladores no nos quitan los ojos de encima y caerán sobre nosotros o nos romperán la cabeza con sus boomerangs apenas nos asomemos.
—Probemos —dijo el doctor—. ¡Eh, Niro, sube la rueda al carro!
—Si me muestro al descubierto mis compatriotas me matarán, mi amo —respondió el guía.
—Procura mantenerte oculto detrás de los bueyes.
—Los boomerangs me alcanzarán igualmente.
—¡Cobarde! —Exclamó Cardozo—. ¡Mira!
Con un rápido impulso saltó sobre el parapeto del dray y cayó en tierra.
Dos boomerangs pasaron silbando sobre su cabeza, y, después de tocar tierra, volvieron con precisión matemática a las manos de sus propietarios. Diego y el doctor contestaron con dos disparos.
Aquellos instantes bastaron a Cardozo para echar al interior del carro los dos pedazos de la rueda y volver a subir.
—Al trabajo —dijo Diego—. Si esos bribones se dan cuenta de que tenemos intenciones de atravesar el río, son capaces de matamos los bueyes y los caballos e inmovilizamos para siempre. Usted, doctor, encárguese de la ametralladora, mientras Cardozo y yo nos cuidamos de la rueda.
Como si se hubiesen dado cuenta de las intenciones de los asediados, los australianos se pusieron a gritar enloquecidos y lanzaron una nueva granizada de boomerangs y de lanzas, agujereando la cubierta del dray y golpeando los parapetos.
Los pesados maderos silbaban sobre la cabeza del doctor y de los dos marineros, describiendo extrañas curvas, retrocediendo y elevándose en el aire verticalmente y regresando invariablemente a las manos de sus lanzadores.
El doctor y los dos marineros habían vuelto a tomar sus carabinas y miraban la manera de derribar a aquellos hábiles tiradores, procurando no exponer la cabeza, pero los salvajes no abandonaban su escondite.
Tampoco Niro estaba inactivo y de cuando en cuando se le oía disparar su revólver, aunque produciendo más ruido que daño.
De pronto, un alud de cuerpos se lanzó con ímpetu irresistible hacia el dray, emitiendo horribles aullidos.
—¡A la ametralladora! —gritó el doctor.
—Aquí estoy, señor —respondió Diego.
Apuntó la terrible arma y abrió un fuego infernal justo en medio de los atacantes. Varios hombres cayeron, pero los otros prosiguieron la carrera y alcanzaron el dray, intentando escalarlo por la parte inclinada. El doctor, Diego Cardozo se precipitaron contra los atacantes empuñando los revólveres.
Los salvajes, que eran unos ciento cincuenta, se agruparon junto al parapeto gritando y agitando sus lanzas y hachas de piedra, pero los primeros que subieron fueron a dar en tierra. Los otros, sin amedrentarse, intentaron también la escalada, pero los revólveres disparaban a quemarropa.
Habiéndose quedado sin municiones, Diego empuñó un hacha y descargó formidables golpes a diestro y siniestro. Un boomerang lo alcanzó en medio del pecho, pero sus costillas eran duras como el acero y aguantó. Una lanza lo hirió en el brazo izquierdo, pero su hacha, teñida de sangre, no cesó de golpear cabezas, espaldas y brazos, mientras que Cardozo y el doctor, empuñando las carabinas por el cañón, golpeaban furiosamente a sus atacantes a culatazos. Los salvajes, que habían sido diezmados por la primera descarga de la ametralladora y luego por los revólveres vacilaron ante tan vigorosa defensa.
Intentaron un último ataque, pero fueron de nuevo rechazados por el hacha de Diego y las carabinas del doctor y de Cardozo. En medio del griterío de los combatientes, los gemidos de los heridos y los lamentos de los moribundos, resonó una vez más el grito de reunión:
—¡Cooo-mooo-hooo-eee!
La banda retrocedió rápidamente, arrojó las últimas lanzas y los últimos boomerangs y luego se dispersó como una manada de ciervos asustados.
Diego se volvió entonces para saludar la retirada con una descarga de metralla y vio una sombra negra que desaparecía por detrás del parapeto del dray.
—¡Por mil rayos! —exclamó—. ¡Hasta en el carro había uno de esos monos!
—¡Fuego sobre los fugitivos, Diego! —gritó Cardozo.
—¡Estoy preparado!
Se lanzó hacia la ametralladora, pero de pronto se detuvo, lanzando una imprecación.
—¿Qué ocurre, marinero? —preguntó Cardozo, descargando su carabina sobre los fugitivos.
—Que la ametralladora está estropeada.
—¡Es imposible!
—Han robado el obturador.
—¿Pero quién? —preguntó el doctor palideciendo.
En vez de contestar, Diego se inclinó sobre el parapeto del carro, pero no vio huir a ningún salvaje.
—¡Cielos! —exclamó—. ¿Por dónde ha escapado el bribón que había subido al dray? Él debe de haber sido el ladrón… ¡Eh, Coco!
—¡Mi amo! —respondió una voz ahogada, que venía de debajo del dray.
—¿Has visto a alguien bajar del carro?
—A nadie —respondió el guía.
—Pues yo habré visto mal o acaso…
Saltó del carro y se introdujo debajo. Niro yacía en tierra, con la cara hinchada por un golpe de boomerang que lo había alcanzado de rebote, para suerte suya. Diego, sin decir palabra, lo agarró por las piernas y lo arrastró afuera. Luego se puso a mirar bajo el dray, pero no encontró lo que buscaba.
—¡Eh, marinero! —Gritó Cardozo—. ¿Qué haces?
—Se ha cometido una traición infame —respondió Diego.
Buscó por el suelo, hizo rodar a Niro por la pendiente, y luego subió al dray gruñendo y golpeándose la cabeza.
—¿Y bien? —le preguntó el doctor.
—La ametralladora ha quedado inutilizada —respondió Diego con voz ronca.
—Es una pérdida terrible, Diego.
—Lo sé, señor. Nos han robado el obturador.
—¿Pero quién?
—Eso es lo que ignoro. He visto un negro que descendía rápidamente del carro y desaparecía; sin duda era el ladrón.
—Podías haberle derribado de un tiro —dijo Cardozo.
—Desapareció al instante.
—¿Y dónde quieres que se haya escondido? —preguntó Cardozo.
—Pero ¿no le has visto salir corriendo? —preguntó a su vez Álvaro.
—No, doctor.
—¿Estará escondido bajo el dray?
—Ahí sólo he visto a Coco y… ¡Por mil…!
—¿Qué quieres decir?
—Que aquí, señor, hay un traidor.
—¿Todavía estamos con lo mismo?
—Sí, doctor, sospecho de Coco y apostaría a que ha aprovechado el momento en que estábamos rechazando el ataque, para subir disimuladamente al dray y averiarnos la ametralladora.
—No lo creo, Diego. No nos habría avisado cuando se acercaban los salvajes.
—Nadie podrá quitarme esta sospecha, doctor.
—¿Has mirado debajo del dray?
—Sí.
—¿Has registrado a Niro?
—Sí, doctor.
—Entonces el ladrón no era él, Diego. Si hubiese robado el obturador se lo habrías encontrado encima.
—¿Pero quién era aquella sombra que bajó del dray?
—Habrá sido uno de los asaltantes.
—Pero le repito que no le he visto huir.
—La noche es oscura y puede haberse alejado arrastrándose entre las rocas.
—Tal vez, pero no pienso perder de vista a Coco. Y si le descubro algo le estrangulo en un segundo, se lo juro.
—Esperemos al alba, Diego —dijo el doctor—. Podremos buscar mejor el obturador. Si no lo encontramos, será una pérdida desastrosa que tal vez más tarde tengamos que llorar amargamente. ¿Ves a los salvajes?
—Me parece que se han alejado —respondió Cardozo—. Parece que han tenido bastante con esta lección.
—No nos confiemos, amigos. Tal vez vuelvan con refuerzos. ¿Sabéis a quién he visto entre ellos?
—¿A quién?
—Al brujo. Le he distinguido perfectamente entre el resplandor de nuestras armas, cuando animaba a sus compañeros a escalar el dray.
—Lástima que no lo haya tenido delante —dijo Diego—. Le habría partido su horrible cabeza de un buen hachazo, pero confío en volver a verle, el corazón me lo dice, y entonces saldaremos cuentas. Al trabajo, Cardozo, mañana partimos.
—¿Están todavía vivos los animales, marinero?
—Sí, me parece que se han salvado. Ayúdame, Cardozo, y usted, doctor; carguemos las armas.