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LAS PRIMERAS SOSPECHAS

Por su longitud, el Finke es uno de los ríos más notables del interior del continente australiano, pero siempre va escaso de agua y hasta queda seco una buena parte del año.

Nace en las estribaciones de los montes James y Donnell, cerca del meridiano 134 y del paralelo 25, desciende con gran rapidez hacia el sudeste, recibiendo el Hugh por la izquierda y el Coglin por la derecha y se pierde al otro lado de los montes Anderson, en las grandes llanuras del este, pero todavía no ha sido explorado hasta su desembocadura. Sin embargo todo indica que termina perdiéndose en la arena, haciéndose cada vez más escaso en agua y menos rápido después de cruzar el paralelo 26.

En el momento en que lo alcanzaron los viajeros estaba casi seco. Pero a través de las plantas se veía brillar acá y allá un poco de agua que no debía tardar en desaparecer bajo el sol insoportable que reinaba en la región.

El doctor, que ya sabía que no iba a encontrar otros ríos, y que iban a padecer sed, hizo llenar unos barriles de agua, luego mandó a Niro que atravesase el río, con la intención de acampar en la orilla opuesta, donde se veían algunos grupos de árboles secos.

Sin examinar primero el terreno, el australiano condujo los bueyes a buena marcha por la orilla, que era bastante rocosa. El dray, tambaleándose sobre las piedras, inclinándose a un lado y a otro y crujiendo, descendió tirado por los animales, pero de repente se inclinó bruscamente hacia un lado, haciendo vacilar al doctor y a los dos marineros.

—¡Rayos y truenos! —gritó Diego con voz airada—. ¿Quieres matamos, Coco…?

—¿Qué ha sucedido? —preguntó el doctor, incorporándose.

—Una desgracia —respondió Cardozo—. ¡Se ha roto una rueda!

—¡Sólo nos faltaba eso! —exclamó Diego.

El doctor saltó del dray y vio que una de las ruedas posteriores se había partido por la mitad a pesar de su solides.

—Estamos encallados como una nave que pierde sus mástiles —dijo Diego—. ¡Canalla de Coco! Pero ¿no tienes ojos para ver por dónde andas? ¡Vaya una situación! ¿Dónde encontrar un carpintero en este país?

—Los carpinteros seremos nosotros —dijo Cardozo—. Los instrumentos no faltan en el dray y allí hay árboles. —Perderemos dos días.

—¿Qué importa?

—Me gustaría encontrarme muy lejos, Cardozo.

—Tal vez me equivoque, pero creo que aquel maldito brujo y su banda de monos nos están siguiendo. ¿Qué opina usted, doctor?

—Que participo de tus sospechas, Diego. Los australianos son muy vengativos y el brujo no te ha perdonado el famoso puñetazo.

—¡Diablos! —Exclamó Diego, que estaba examinando la rueda—. Se diría que ha sido cortada por varios lugares recientemente.

—¡Oh! —murmuró Cardozo, mirando a Niro, que parecía inquieto—. ¿Qué dices, Coco?

—Nada —respondió el guía tranquilamente.

—¿Has visto a alguno de tus compañeros acercarse disimuladamente al dray?

—A nadie.

—Pues esta rueda tiene el aspecto de haber sido dañada recientemente, y lo que me sorprende es que estos cortes parecen producidos por una hoja de acero.

—Es imposible —respondió Niro—. Mis compatriotas sólo tienen hachas de piedra.

—¡Vaya misterio! —Exclamó Diego—. Aquí hay gato encerrado.

—El misterio tiene explicación —dijo el doctor—. Alguien tenía interés en que nos detuviésemos y ha dañado la rueda para inmovilizarnos.

—¿Pero quién? —preguntó Diego.

—El brujo o el jefe de la tribu.

—¿Pero cree de verdad que nos están siguiendo? —preguntó Cardozo.

—Ahora estoy seguro, pero no nos cogerán desprevenidos.

Luego condujo a los dos marineros junto al río, y les dijo:

—Desconfiad de Niro. Este salvaje ha cambiado y no sé qué va rumiando en su cabeza.

—También yo empiezo a sospechar de él —dijo Diego—. Me parece que está de acuerdo con sus compatriotas, pero en cuanto descubra algo lo cuelgo.

—Sin embargo, me habían dado buenos informes de él —dijo Cardozo.

—Es verdad —respondió el doctor—. ¿Pero quién puede entender a estos salvajes?

—No hay que fiarse de ellos aunque estén algo civilizados.

—Volvamos al dray, que no descubra que desconfiamos de él, pero tengamos los ojos bien abiertos, especialmente esta noche. Hemos avanzado un buen trecho, pero los australianos son grandes andarines y pueden alcanzamos antes del alba. Mañana intentaremos fabricar otra rueda, luego partiremos hacia el nordeste, haciendo breves paradas.

—Si le parece, yo voy mientras tanto a reconocer los alrededores —dijo Cardozo—. Regresaré para la cena.

—Ve, pero no te alejes demasiado del campamento.

Cardozo tomó el fusil y se alejó siguiendo la orilla, mientras Diego, ayudado por el australiano, encendía el fuego y el doctor examinaba la ametralladora, para tenerla preparada para el caso de un ataque repentino. Hacia las ocho regresó Cardozo con un par de magníficas palomas, un macropus fasciato, animal del tamaño de una ardilla, con las patas posteriores tres veces más largas que las anteriores, y una bolsa en el vientre como los canguros, y con un opossum que había matado en un árbol, animal que se asemeja al canguro y a la zorra y cuya piel es muy apreciada por los australianos.

El joven marinero se había adentrado una milla hacia el este y había regresado describiendo una amplia curva. Y no había encontrado a nadie ni había visto nada sospechoso. Como estaban cansados del largo viaje, después de cenar Cardozo y el doctor se tendieron bajo la lona del dray, mientras Diego, más resistente, montaba el primer cuarto de guardia. Niro se había tendido bajo el carro, durmiendo o fingiendo dormir.

La noche era bastante oscura. Un delgado velo de vapor se extendía en lo alto, ocultando por completo la débil luz de los astros, y del interior del continente soplaba un viento tan cálido que se diría salido de un homo.

Un profundo silencio reinaba en las riberas del río. Sólo de vez en cuando se oía el roce de las hojas casi secas de los árboles y a lo lejos el lúgubre ladrido de algún dingo en busca de presa. Diego trataba de combatir el sueño que, a su pesar, no podía resistir, masticando tabaco, abriendo los ojos con todas sus fuerzas o pellizcándose de vez en cuando, pero aquel aire caluroso, amodorrante, le aletargaba poco apoco.

Bajó del dray con la carabina en la mano y dio una vuelta alrededor del campamento. No vio nada sospechoso: la vasta llanura se ofrecía desierta y ningún rumor rompía el silencio reinante.

Miró bajo el dray y no pudo contener una exclamación de sorpresa. Niro, que poco antes estaba roncando, había desaparecido.

—¡Diablos! —Exclamó el marinero escudriñando los alrededores—. ¿A dónde habrá ido ese maldito papagayo? ¿se lo habrá comido algún animal de un solo bocado? Pero ¡el animal soy yo! En este país no he visto más que perros, animales de patas desiguales y con una bolsa bajo el vientre, grandes pájaros como hombres, gatos que vuelan, pero ni un solo tigre… ¡Hum! La madeja se embrolla y yo ya no sé por dónde ando.

Miró de nuevo debajo del dray, luego dio la vuelta al campamento, volvió a subir a la ribera, pero no vio al australiano. Escuchó atentamente, pero no oyó ningún ruido.

—Daré la voz de alarma —dijo—. Esta desaparición es muy misteriosa.

Se preparaba para regresar al dray, cuando, al pasar junto a un gran árbol de la goma que se alzaba solitario cerca del campamento, notó que le caía encima, entre los hombros y la cabeza una masa viscosa y fría de unos cinco o seis kilos de peso. Trató de librarse de ella sacudiendo los hombros, pero entonces sintió un agudo dolor en el cuello, como si cinco o seis lancetas le hubiesen penetrado en la carne.

Asustado, pero sin saber todavía de qué se trataba agarró al animal, si es que así podía llamarse, e intentó ahogarlo, pero sus dedos resbalaban sobre una piel viscosa. Entonces lanzó un grito de terror.

—¡Socorro, Cardozo! ¡Socorro, doctor!

Al oír aquella llamada desesperada, el joven marinero y Álvaro saltaron rápidamente con la convicción de que Diego había sido sorprendido por los australianos.

—¡Diego! —gritó Cardozo.

—¡Corre, hijo mío! —respondió Diego que saltaba como si hubiese enloquecido—. ¡Tengo una bestia agarrada al cuello!

Cardozo y el doctor salieron precipitadamente del dray y corrieron hacia él.

—¡Dios mío! —Exclamó el joven marinero—. ¿Qué animal es éste?

—¡Arráncamelo, Cardozo! —gritó Diego con voz ahogada.

El marinero lo agarró con las dos manos y, venciendo la repugnancia que le inspiraba aquella masa viscosa, tiró con todas sus fuerzas, pero fue inútil. Parecía que el animal estuviera pegado, o mejor dicho, clavado en los hombros de Diego.

—Déjame —dijo el doctor—. Así no podrás arrancarlo.

Abrió la navaja que llevaba en la cintura y lo cortó por la mitad, con prudencia para no herir el cuello de Diego, los dos pedazos cayeron en tierra con un ruido sordo.

—¡Cielo santo! —Exclamó Diego, sintiéndose el cuello bañado en sangre—. Ha acabado conmigo.

—No —dijo el doctor—. Sólo te ha hecho una sangría.

—Pero siento un ardor agudo.

—Te pasará pronto.

—Pero ¿qué clase de animal es éste que me ha atacado?

—Una sanguijuela —dijo el doctor.

—¡Una sanguijuela! No puedo creerlo.

—Mírala.

Cardozo se había dirigido al dray y regresaba llevando una rama de banksia encendida. Se pusieron a observar al animal, que el doctor llamaba sanguijuela. En conjunto medía unos setenta y cinco centímetros y constituía una masa blanda y viscosa, de veinticinco o treinta centímetros de ancho, pero sin forma. No tenía ni cabeza, ni cola, ni patas ni mucho menos alas; por todo su cuerpo se veían algunos pelos largos y de cierto espesor. Después de darle la vuelta, el doctor enseñó a los dos atónitos marineros tres líneas de ventosas de las que todavía manaba sangre. Contaron las ventosas y vieron que eran ochenta.

—¡Nunca había visto un animal semejante! —exclamó Cardozo con un gesto de repugnancia—. Y usted doctor, ¿dice que es una sanguijuela?

—Sí, pero de una rara especie que sólo se encuentra en este extraño continente —respondió Álvaro—. Estos chupadores de sangre viven pegados a la corteza de los árboles, nutriéndose de materias azucaradas, pero cuando oyen pasar algún ser viviente, hombre o animal, se dejan caer sobre la víctima y la desangran.

—¡Pero si no tienen ojos! —dijo Diego—. Por más que miro no los veo en ninguna parte del cuerpo.

—Es cierto, pero se cree que esos largos pelos que veis están dotados de una gran sensibilidad y advierten a la sanguijuela de la presencia de la víctima.

—¿Pueden matar también a un buey o a un caballo? —preguntó Cardozo.

—No, pero sacan una gran cantidad de sangre y no dejar al animal hasta que se hallan a punto de reventar. ¿Pero dónde está Niro, que no lo veo?

—¡Por mil rayos! ¿No sabéis lo que ha sucedido? —preguntó Diego.

—No —respondieron Cardozo y el doctor.

—Ha desaparecido.

—¡Ha huido!

—¿Quién dice que he huido? —preguntó una voz detrás de ellos.

Se volvieron los tres y se encontraron ante Niro, que tenía en la mano el revólver que le había regalado el doctor hacía dos días. Parecía tranquilo, pero su piel estaba brillante y exhalaba un olor desagradable, que indicaba que sudaba mucho.

Diego lo miró fijamente a los ojos, y le dijo:

—Querido Coco, ¿podrías decirme de dónde vienes y el motivo de tu misteriosa desaparición?

—Niro-Warranga tiene los oídos muy agudos —respondió.

—¿Qué quieres decir? —preguntó el doctor.

—Que mis oídos habían oído ruidos sospechosos y he ido a hacer un reconocimiento —respondió el salvaje.

—¿Trotando como un caballo? —preguntó Diego irónicamente—. ¿Y por qué no me avisaste mientras yo estaba de guardia? Querido Coco, no veo nada claro todo esto; por el contrario, cada vez lo veo más oscuro y siento la imperiosa necesidad de decirte que, si estás maquinando alguna mala idea en tu cerebro de mico, te azotaré como a un perro. ¿Me comprendes?

Niro escuchó sin inmutarse aquellas palabras amenazadoras; luego, tendiendo el brazo hacia la oscura llanura, dijo con voz perfectamente tranquila:

—Se engaña, mi amo. ¡Oíd…!

El doctor y los dos marineros miraron en la dirección señalada, pero no oyeron nada.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó el doctor.

—Que Niro-Warranga velaba.

—¿Y bien?

—Que ha descubierto un peligro para los hombres blancos.

—¿Y cuál es ese peligro, señor salvaje? —preguntó Diego irónicamente.

Niro, en vez de responder, se inclinó, escuchando con profunda atención.

—¡Aquí están! —exclamó de repente.

Casi en el mismo instante resonó en la llanura tenebrosa el grito de reunión de los australianos:

Cooo-mooo-hooo-eee.