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EL FINKE

A este grito, que podía interpretarse como un llamamiento para atacar el dray, los australianos, que se habían acercado arrastrándose entre la hierba como reptiles, saltaron de sus escondites llenando el aire de gritos salvajes, intraducibles, blandiendo sus hachas de piedra y sus azagayas y haciendo revolotear los boomerangs.

Temiendo una traición, Diego apuntó rápidamente la ametralladora sobre ellos mientras Cardozo y el doctor empuñaban sus carabinas; pero, a una señal del jefe, la tribu entera arrojó al suelo las armas, se quitaron las pinturas y se pusieron a danzar, mientras sus mujeres recogían leña y cavaban un agujero inmenso para colocar el monumental animal, que sería asado entero.

Para terminar de calmar a aquellos peligrosos vecinos, el doctor regaló unas botellas de ginebra, que fueron vaciadas en un instante por los danzarines y el jefe, y distribuyó unos kilos de galletas que en un segundo desaparecieron en aquellos estómagos sin fondo.

—¡Caramba! —Exclamó el charlatán de Diego—. Se van a dar un buen atracón.

—¿También nosotros comeremos algo, marinero? —dijo Cardozo.

—Os aconsejo que no dejéis el dray —dijo el doctor.

—¿Teme usted algo? —preguntó Cardozo.

—No me fío mucho. Dejémosles devorar su asado y vayámonos. Se dice que el apetito viene comiendo y no quisiera que estando aquí les vengan ganas de devorar otro buey.

—¿Y las informaciones que pensaba obtener de nuestro compatriota?

—He mandado a Niro que interrogue al jefe, amigo Cardozo —respondió el doctor—. Aquí viene; esperemos que nos traiga alguna buena noticia.

Efectivamente el guía regresaba después de haber mantenido un animado coloquio con el jefe.

—¿Buenas noticias? —preguntó Diego.

—Ha visto al hombre blanco —respondió Niro.

—¿Cuándo? —preguntaron con ansiedad el doctor y los dos marineros.

—Hace cuatro meses.

—¿Dónde? —preguntó el doctor.

—En las riberas del Finke.

—¿Estaba solo?

—Iba con cuatro hombres, un australiano y tres de piel amarilla.

—¿Tenía su dray?

—Dos, pero iban tirados con grandes animales que tenían jorobas.

—¿Qué bestias eran? —preguntó Diego.

—Eran camellos —respondió el doctor—. Dime, Niro, ¿qué camino seguían?

—Subían hacia el nordeste, en dirección a los montes James y Waternhousen.

—¿No lo ha vuelto a ver?

—No.

—¿Y no sabe qué ha sido de él?

—Teme que sea prisionero de las tribus del norte. Me ha hablado del lago Wood, al menos creo que pretendía hablar de eso, pero no sé lo que quería decir.

—¿Hay tribus feroces por aquel lago?

—Sí, señor —respondió Niro.

—¿No has visitado esos lagos con Wright?

—Nunca, mi amo.

—Pues iremos nosotros —dijo el doctor, después de reflexionar unos instantes—. Tal vez encontremos por allí sus huellas y podamos saber algo.

—¿Espera encontrarlo vivo? —preguntó Cardozo.

—Así lo espero, amigo mío —respondió Álvaro.

—¿Había partido con sólo cuatro compañeros?

—No, llevaba consigo cuatro birmanos y tres australianos. No entiendo por qué iba sólo con cuatro hombres cuando lo encontró el jefe de esta tribu.

—Lo habrán abandonado, o tal vez hayan muerto.

—Es posible, Cardozo.

—¿Estamos muy lejos de esa región?

—A seiscientas o setecientas millas.

—¡Vaya paseo! —Exclamó Diego—. ¡Y estos salvajes se nos querían comer los bueyes…!

Un terrible clamor ahogó sus palabras. Los australianos se habían precipitado como un solo hombre sobre el buey elegido por el jefe, y agarrándolo por las patas, por la cola, por los cuernos y por las orejas, lo arrastraron hacia el inmenso hoyo que debía servir de homo. El animal, a pesar de su peso, fue echado en las brasas sin ser degollado y sin ser siquiera destripado; luego lo cubrieron con cenizas calientes y encima encendieron un gigantesco fuego.

Aquellos hambrientos, que debían de estar en ayunas desde hacía varios días, no esperaron mucho. Antes de una hora destapaban el asado, que despedía un perfume no muy agradable, debido a las materias que contenía el vientre. Entonces, redoblaron los clamores; aquellos salvajes nunca habían tenido ante sí un manjar de tal categoría y nunca habían celebrado una orgía de carne semejante. Trataron de sacarlo fuera del hoyo, pero fue inútil. Hubiesen necesitado dos grúas para levantarlo.

No importaba. El jefe, con riesgo de abrasarse las plantas de los pies, saltó sobre el buey y a hachazos lo desventró; cogió el corazón y lo mordió con voracidad de lobo hambriento. Sus súbditos se precipitaron al hoyo ardiente y, sin preocuparse de las quemaduras, despedazaron el asado y se pusieron a devorarlo con un apetito nunca visto.

Sus dientes, sólidos como el acero, trabajaban sin cesar, y los enormes pedazos desaparecían en aquellos estómagos que parecían no llenarse nunca.

Las mujeres fueron detrás de los hombres, pero éstos las rechazaron. Estas desgraciadas tienen prohibido acercarse a la mesa del marido y deben contentarse con las sobras, si es que quedan. Mientras tanto roen los huesos que los hombres les echan.

El doctor, Cardozo y Diego, asistían desde lo alto del dray a aquella orgía de carne sin tomar parte. El jefe les ofreció el cerebro, el pedazo de honor, pero ellos lo rechazaron con gran placer del glotón, que hundió toda la cara dentro del cerebro medio crudo.

Asqueados e indignados de ver a aquellos brutos devorar como tigres y olvidar a sus mujeres, los dos marineros arrojaron a éstas puñados de galletas.

Algunos glotones hubiesen querido privarlas también de esto, pero Diego saltó del dray con el fusil en la mano, y con un gesto muy expresivo les dio a entender que si tocaban una sola galleta, les abriría las cabezas con una bala. Los glotones entendieron este lenguaje y volvieron a su asado. Estaban a punto de reventar, pero continuaban moviendo las mandíbulas; se golpeaban el vientre, que adquiría una redondez excepcional, para acelerar la digestión y luego volvían a sentarse y a seguir comiendo.

—¡Pero esos bribones van a reventar! —exclamó Cardozo.

—Se aprovechan de la abundancia, porque saben que mañana volverán a padecer hambre —dijo el doctor.

—¡Qué brutos! —Exclamó Diego—. ¡Nunca había visto seres tan repugnantes! ¡Fíjate cómo no se han dignado dar un pedazo de carne a sus mujeres e hijos! Son los salvajes peores que existen y estoy seguro de que nunca se podrán civilizar.

—Los intentos que se han hecho han dado resultados negativos —dijo el doctor.

—¿Pero se ha intentado civilizarlos? —preguntó Cardozo.

—Sí, los misioneros lo han probado, pero ha sido en vano. —Sin embargo, tal vez con paciencia…

—Sería inútil, Cardozo, porque no saben adaptarse al cultivo de la tierra ni a la cría de ganado. Algunas tribus habían empezado a cultivar y a sembrar pero así que despuntaban las primeras cosechas se apresuraban a devorarlas; otras, dedicadas a la cría del ganado, preferían devorarlo antes que guiarlo a los pastos.

—¡Glotones! —exclamó Diego.

—También se intentó convertirlos, pero fue inútil. Los salvajes acudían con gusto a oír los sermones de los misioneros, pero de repente interrumpían al predicador diciendo: «Todo eso que dices será verdad, pero nosotros tenemos hambre. ¿Quieres damos de comer? Si no nos das, nos vamos a cazar el canguro». Y plantaban al misionero. Si éste quería que regresaran, tenía primero que preparar comida para toda la tribu. No rehusaban ni siquiera ir a misa, pero no entendían nada y decían que el misionero se había divertido a su modo y que había hecho el jalan, una especie de danza religiosa. Después de estos fracasos, y pensando que los salvajes costaban grandes cantidades y que se bautizaban solamente para comer, dispuestos a dejar a los misioneros en cuanto les faltaran víveres, se abandonó el propósito de convertirlos.

—Fue una buena idea —dijo Diego—. Hubiese sido trabajo inútil.

—Sin embargo se han hecho algunos prosélitos, pero dejan mucho que desear. Uno de estos cristianos nuevos dijo un día a su misionero: «Cuando mueras, en tu honor mataré a ocho personas». ¡Como para ir a convertir a estos salvajes…!

Mientras los viajeros charlaban y los australianos comían, se puso el sol. Las mujeres improvisaron varias cabañas arrancando pedazos de corteza de los árboles que colocaban encima de bastones entrecruzados.

Sus maridos, que estaban tan llenos de carne que no podían ni moverse, se arrastraron bajo aquellas mezquinas chozas para digerir tranquilamente la copiosa comida, dispuestos sin embargo a continuar a la mañana siguiente con el mismo entusiasmo y apetito, de haber quedado otro asado para devorar.

Las mujeres aprovecharon el descanso de los maridos para lanzarse sobre el esqueleto, pero sólo encontraron los huesos y unos pocos pedazos de carne que se apresuraron a devorar, y por último se tendieron junto a las pequeñas cabañas, mientras sus indolentes y egoístas maridos roncaban sonoramente en el interior.

El doctor aguardó unos momentos; cuando estuvo seguro de que toda la tribu dormía profundamente dio orden a Niro para que subiera a la carreta con el fin de emprender la marcha. Con gran asombro de todos, el australiano se negó a obedecer por primera vez.

—Es una mala idea, mi amo —dijo—. Estos indígenas podrían considerar nuestra partida como una señal de desconfianza y seguirnos.

—¡Diablos! —Exclamó Diego—. ¿Acaso hemos de pedir permiso a estos monos para marchar? Me parece que deliras, Coco… ¿O acaso te has bebido a escondidas alguna botella de ginebra?

—Le digo que partir de esta manera es querer ofender a la tribu. Conozco a mis compatriotas y sé…

—Yo te digo que tus compatriotas son unos canallas.

—Pues tomen o no nuestra marcha como una ofensa, debemos partir —dijo el doctor—. No somos prisioneros y podemos marcharnos cuando y adonde nos plazca. Sube a la carreta y conduce los bueyes.

—Mañana nos atacarán, mi amo.

—No hay ningún motivo para que nos ataquen. Hemos pagado la paz, y basta.

—Pero es una ofensa y…

—¡Al diablo con tus ofensas! —exclamó Cardozo impaciente—. Se diría que te interesan mucho tus compatriotas.

—Coco ha recibido algún regalo de ellos —dijo Diego.

—¡A la carreta! —dijo el doctor con voz que no admitía réplica.

Al ver que nadie pensaba ceder, el australiano subió al dray de mala gana y azotó a los bueyes intentando producir con el látigo el mayor ruido posible. Parecía como si intentase despertar a sus compatriotas, pero éstos no se movieron y continuaron roncando plácidamente. La pesada máquina se puso en movimiento a través del bosque, en dirección hacia la salida del valle.

Temiendo un ataque inesperado, el doctor, Diego y Cardozo empuñaban sus fusiles, y mantenían los ojos y los oídos muy abiertos. Pero el bosque estaba desierto y no se oía ningún ruido. Ya habían avanzado medio kilómetro y estaban a punto de dejar los árboles gigantes, cuando vieron una sombra que se escondía detrás de un gran tronco.

—¡Oh! —exclamó Diego, mientras Niro detenía bruscamente bueyes y caballos.

—¿Un indígena? —preguntó el doctor.

—Sin duda —dijo Diego—. ¿Quién será?

—Ahora lo veremos —respondió Cardozo.

Saltó del dray y rodeó el tronco con el fusil preparado. La sombra estaba inclinada en tierra como si espiase algo.

—¿Quién eres? —preguntó Cardozo.

—El kerredais —respondió.

—¡Ah! ¡Eres el brujo! ¿Y qué haces aquí, viejo zorro?

El kerredais respondió algunas palabras que el joven marinero no entendió y le señaló el árbol varias veces.

—Tal vez esté invocando a los espíritus del bosque —se dijo Cardozo—. Dejemos que se divierta a su manera.

Volvió al dray e informó al doctor y a Diego del descubrimiento.

—Debe estar acechando algún animal —dijo el doctor—. ¡Adelante, Niro!

—¡Hum! —Murmuró Diego—. Este brujo debe guardarme rencor por el puñetazo que le he dado, pero si me lo encuentro solo le retuerzo el cuello como a un avestruz.

El dray dejó el bosque, atravesó el valle, volvió a cruzar el Stevenson cerca de la unión de sus dos afluentes, y prosiguió hacia el norte dirigiéndose a los montes Anderson, cuyas cimas destacaban nítidamente sobre el fondo del cielo iluminado por el astro nocturno.

Durante toda la noche los viajeros avanzaron a través de la árida llanura, quemada por el sol, y carente de vegetación. Al amanecer atravesaron el Adminga, breve curso de agua que se pierde en las llanuras arenosas del este, y a las ocho de la mañana acamparon en los últimos contrafuertes de los montes Anderson, que se extienden a lo largo del paralelo 26.

Pero la parada fue breve. Temiendo alguna mala pasada por parte del brujo y de su tribu se pusieron en marcha con el fin de agrandar las distancias entre el dray y los indígenas. A pesar de que el calor era tórrido, se dirigieron hacia el norte, aguzando a bueyes y caballos.

Atravesaron sucesivamente los ríos Will y Coglin, se acercaron al monte Daniel que se alza aislado como un cono inmenso, cruzaron el río Dufrie y, hacia las seis de la tarde, después de una marcha forzada de sesenta leguas, acamparon en las riberas del Finke.