EL PUÑO DE DIEGO
Cincuenta o sesenta salvajes, más feos que monos, desnudos como Adán, pero embadurnados de grasas y colores, y armados de hachas de piedra, azagayas adornadas con plumas de cacatúas y boomerangs, saltaban sobre las rocas con agilidad de cuadrumanos y rodearon el dray, lanzando gritos desaforados que parecían salir de las gargantas de una bandada de papagayos enfurecidos. Delante de ellos se pavoneaba el jefe, haciendo ondear la cola de pelo salvaje que pendía de su cinturón de piel de opossum, única vestidura que llevaba, si es que puede llamarse así, y agitando su azagaya de punta de hueso.
Todos eran de estatura superior a la media, entre uno sesenta y uno setenta centímetros, secos como bastones, posiblemente a causa de sus largos ayunos, de extremidades delgadísimas, vientre prominente, cabeza cubierta de cabellos negros, narices anchas, boca enorme, labios gruesos como los de los negros, rasgos de mono y piel aceitunada. Un olor nauseabundo de grasa corrompida y orines apestaba el aire en torno a aquellos «papagayos chillones» como los llamaba Diego.
Cuando vieron al brujo, su alegría no tuvo límites. Se golpearon el vientre, que resonaba como un tambor, abrieron las mandíbulas, enseñando unos dientes agudos y blancos como el marfil, estallaron en risas convulsas y se pusieron a saltar y gritar como si estuvieran locos.
Rendidos de fatiga y cubiertos de sudor por aquella extraña danza, se dejaron caer en el suelo mientras su jefe avanzaba solemnemente al encuentro del brujo. Cuando estuvo ante él, le frotó la nariz y luego cambió el mismo saludo con los tres blancos, que habían descendido del dray, lo que produjo a Diego la alegría que ya nos podemos imaginar.
El doctor, que pretendía domesticar a aquellas gentes para no correr ningún peligro, les arrojó un puñado de galletas, que se disputaron a puñetazos y patadas, y regaló al jefe una botella de ginebra, que en tres sorbos fue vaciada por éste, con gran desesperación de los demás.
—¡Qué estómagos! —Exclamó Diego—. Sería preciso una tonelada de galletas para saciarlos y una fuente de ginebra para contentarlos a todos. Pero ¡cuerpo de ballena! ¡Qué feos son estos papagayos chillones!
—¡Adelante! —ordenó el doctor, viendo que el brujo se ponía en marcha.
Coco hizo restallar su gigantesco látigo, y el dray avanzó en dirección a uno de los valles de las montañas Bagot rodeado por los australianos, que lanzaban miradas ansiosas a los caballos y a los bueyes. Pensaban sin duda que aquella carne sería un excelente manjar y se maravillaban de que los hombres blancos no hubiesen devorado unos animales tan gordos.
Después de media hora de marcha, el grupo llegó a un estrecho valle cubierto de árboles de goma de alto fuste, del género eucalyptus, que cuenta con varias especies. El doctor y los dos marineros descubrieron un grupo de chozas formadas por pedazos de cortezas de árbol, sostenidos por palos, abiertas por un lado y cerradas por el otro, que apenas eran capaces de defender a sus moradores de los rayos del sol, y completamente insuficientes para protegerles de la lluvia. De aquellos tugurios malolientes, donde se corrompían pedazos de carne y dormían juntos mujeres, hombres, niños y perros, salieron quince o veinte mujeres
miserables apenas cubiertas con una pequeña falda de piel de canguro, de facciones aún más feas que las de los hombres, y cubiertas de cicatrices producidas sin duda alguna por sus poco galantes maridos.
—¿Quiénes son esas gentes? —preguntó Diego.
—Las bellezas australianas —respondió riendo el doctor.
—¡Qué feas!
—Se vuelven así a causa de las fatigas que soportan, del hambre y de los malos tratos que sufren. Son las criaturas más desgraciadas que existen en la superficie de la tierra, mulas de carga obligadas a encargarse de todos los niños y todo el mobiliario, esclavas condenadas a servir a un marido brutal que las golpea incesantemente, siempre hambrientas, porque sus dueños no las admiten a su mesa, y les arrojan sólo los huesos que no pueden roer.
—¡Valiente raza de bribones! —exclamó Cardozo—. Pero parece que se ponen en marcha.
—Niro —exclamó el doctor—. ¿A dónde van?
—A casar a los novios —respondió el salvaje.
—¿Dónde está la novia?
—Allá, en el gran bosque —respondió Niro, señalando un bosque de eucaliptos que se alzaba en el fondo del valle.
—¿Han escondido a la novia en el bosque? —preguntó Diego.
—¡Escondida! Probablemente está allí porque no podrá caminar.
—¿Y por qué, doctor? —preguntó Cardozo.
—Porque su novio le habrá dado una buena paliza.
—¿Cómo es posible? —exclamó Diego.
—Me explicaré —dijo el doctor—. Cuando a un muchacho australiano le entra el deseo de buscar una compañera, no pierde el tiempo en declaraciones o serenatas, va al bosque donde acampa una tribu, amiga o enemiga, pues esto no importa. Está al acecho hasta que ve pasar por allí alguna muchacha. Y sin preámbulos le salta encima y se le declara con una serie de golpes que no terminan hasta que queda medio muerta. Entonces el brutal amante se la echa sobre los hombros, se la lleva, avisa al brujo de la tribu y la desgraciada queda unida al autor de la paliza.
—Pero ¡le odiará! —exclamó Cardozo.
—Te equivocas, muchacho. Por el contrario, se convierte en una mujer excelente, olvida a su tribu y se dedica por completo al cuidado de sus hijos, a la cocina y a su marido sin lamentarse.
—Si estas cosas me las contase otra persona le enviaría al manicomio, doctor, palabra de honor —dijo Diego—. ¡A fe mía! Desde el día que desembarqué aquí no dejo de preguntarme si estoy en la superficie de nuestro globo o en la luna. ¡Vaya un continente diabólico! Es para volverse loco.
—¿Y cómo se casan? —preguntó Cardozo.
—Dentro de poco lo verás —dijo el doctor—. ¡Adelante, Niro!
El jefe y su pequeña tribu se habían puesto en marcha, seguidos por el dray y las mujeres, que conducían un centenar de niños esqueléticos y feos como sus padres, pero traviesos y que no dejaban de dar saltos y de gritar.
Las mujeres iban cargadas como muías. La mayor parte llevaba un pequeñuelo en una especie de saco colgado a la escuálida espalda, otro mayor a caballo sobre los hombros, un saco conteniendo infinidad de objetos indispensables para la familia: goma xantorrea para pegar las piedras de las hachas de sus maridos, piedras de recambio, conchas para recoger el jugo de los animales asados, bolas de grasa para untarse, colores para pintarse el cuerpo de guerra o de luto, pedazos de corteza de árbol que sirven de vasos, piedras mágicas y medicinales, tendones de canguro utilizados para coser, espinas de peces de agua dulce utilizadas como agujas, huesos para adornarse las narices y otras cosas por el estilo. Algunas llevaban antorchas, que procuraban mantener encendidas, pues, para el australiano, encender el fuego es una operación bastante difícil y prefieren mantenerlo siempre encendido. De esto se encarga la mujer, siempre amenazada con recibir una lluvia de palos si deja que se apague.
Una vez atravesado el valle, el grupo se adentró bajo el bosque de árboles gigantes. El jefe, después de escuchar atentamente, lanzó su extraño grito:
—¡Cooo-mooo-hooo-eee!
Un grito semejante respondió, y poco después, detrás de una mata de mimosas salió un joven australiano de alta estatura, cubierto con un manto de piel abierto por los lados y con la cabeza adornada con tres plumas de cacatúa. Llevaba en sus brazos una muchacha, no fea, pero llena de contusiones y ensangrentada.
—¡He aquí el cretino del novio! —Exclamó Diego—. Con mucho gusto le daría unos cuantos puñetazos para enseñarle a respetar al sexo débil.
—¡Vaya un modo de hacer el amor! —dijo Cardozo.
—Costumbres de salvajes, amigos míos —dijo el doctor.
—De monos —corrigió Diego.
Mientras tanto, el novio había hecho arrodillar a su futura esposa, que parecía resignada a su suerte.
El kerredais se adelantó llevando en la mano un bastón curvado, de madera compacta y pesada, y abrió los labios de la muchacha.
—Atención —dijo el doctor a sus compañeros, que habían bajado de los caballos para ver mejor y se habían unido a los indígenas.
El brujo metió sus dedos en la boca de la novia como si buscase algo. De repente dio un paso atrás, alzó la especie de maza que empuñaba y golpeó con furia los incisivos de la novia, rompiéndolos.
La pobre mujer, vencida por el dolor, cayó hacia atrás lanzando un grito agudo, mientras un chorro de sangre salía de su boca.
A este grito respondió otro; pero era de furor, de indignación. Diego se había levantado rojo de cólera y su puño, fuerte y pesado como una maza, cayó con violencia sobre el cráneo del brujo, que resonó como una campana.
Estupefactos, los indígenas permanecieron unos instantes inmóviles; luego huyeron precipitadamente, dispersándose por el bosque, seguidos por sus mujeres, sus niños, la novia y el brujo, que se había levantado a pesar del terrible golpe.
—¡Imprudente! —Exclamó el doctor—. ¿Qué has hecho?
—¡Por mil millones de rayos! —Exclamó Diego, que todavía estaba rojo de cólera—. ¿Quería que dejase golpear a la muchacha?
—Cumplía la ceremonia.
—¿Destrozando el rostro de la novia?
—No, sólo le rompen los dientes incisivos.
—Es lo mismo. ¡Miserable brujo! Si lo alcanzo le retuerzo el pescuezo como a un pollo.
—Pues ahora nos has puesto en un apuro, Diego —dijo el doctor—. Dentro de poco los tendremos a todos aquí.
—¿Quién? ¿Esos monos? Ya ha visto cómo han huido.
—Pero volverán para hacernos pagar la injuria que has hecho a su brujo. Estoy seguro de que ahora están manipulando sus colores para ponerse la pintura de guerra.
—Los recibiremos con la ametralladora —dijo Cardozo, que no estaba menos indignado que Diego.
—¿Y las informaciones que pensábamos obtener acerca de nuestro compatriota?
—¡Diablos! —Exclamó Diego, rascándose furiosamente la cabeza—. He cometido una estupidez. Debía dejarles terminar en paz su ceremonia, pero no pude contener el deseo de romper aquella cabezota. ¿No habrá ningún medio de arreglar este asunto?
—Con algunas botellas de licor se podría obtener la paz —dijo Cardozo—. ¡Son tan golosos…!
—Intentemos enviar a Niro —dijo el doctor—. Oiremos sus proposiciones y entonces resolveremos.
—Con tal de que no lo pongan en el asador —dijo Cardozo.
—No se atreverán. Irá como embajador con la pintura de la paz.
Niro prometió ponerse en contacto con sus compatriotas, que no debían estar lejos, y tratar de conseguir la paz. En su opinión, se podía arreglar todo con unos cuantos regalos y un reparto de galletas y de ginebra.
Se pintó el cuerpo con ocre amarillo, la pintura de la paz, se armó con un revólver y partió después de haber recomendado a sus amos que se mantuviesen unidos y no dejasen el dray, que podía servirles de fortaleza.
Transcurrió media hora de angustiosa espera. Aunque se sabían valientes y bien armados, temían el ataque, no porque no estuviesen seguros de rechazar aquella horda poco numerosa, sino porque no ignoraban que si se extendía la alarma por el interior del continente, otras tribus más numerosas vendrían a atacarles durante el viaje para saquearles y vengar a sus compatriotas.
Finalmente apareció Niro. Iba acompañado del jefe de la tribu, pintado de guerra, o sea cubierto de pinturas blancas que le hacían semejarse a un esqueleto humano.
—Si antes era feo, ahora está espantoso —dijo Diego—. Supongo que no habrá tenido la idea de venir sólo para enseñarnos ese lúgubre disfraz. ¿Se habrán pintado de ese modo también todos sus súbditos?
—Seguro —respondió el doctor—. Os recomiendo que estéis en guardia y tengáis preparada la ametralladora, porque esos bribones son muy traidores.
—Si se acercan tendrán un buen recibimiento, doctor —respondió Diego.
Al llegar junto al carro, el jefe adoptó una actitud altiva, empuñando el hacha de guerra, y parecía esperar la respuesta de los extranjeros.
—¿Y bien, qué es lo que quiere? —preguntó el doctor a Niro.
—Cuatro de vuestros bueyes —respondió el guía.
—¡Valiente bribón! —Exclamó Diego—. Pues si cree que va a darse un banquete con nuestras bestias, se equivoca.
—El caso es que no podemos privamos de nuestros animales, que nos son necesarios para continuar el viaje —dijo el doctor—. Si se contenta con uno, de acuerdo, y tampoco le negaremos unas galletas y algunas botellas.
—No aceptará —dijo Niro—. Conozco a mis compatriotas y sé que no ceden en sus pretensiones.
—Entonces diles que vengan a tomarlos por la fuerza —dijo Diego—. Verás qué respuestas les damos a esos paganos.
—¿Qué nos aconsejas que hagamos? —preguntó el doctor al guía.
—Ceder —respondió el australiano sin vacilar.
—Pero no podemos comprometer el viaje.
—Ocho bueyes bastan para conducir el dray.
—¿Y si se mueren? —preguntó Cardozo.
—También pueden morir los doce —respondió Niro.
—Ve —dijo el doctor—, y di al jefe que si se contenta con un animal aceptamos la paz. Si se niega, dile que no somos gentes a las que se pueda robar impunemente y que tenemos armas para aniquilar a la tribu entera.
—Cuidado, mi amo, que podría usted arrepentirse de haber rechazado la paz.
—No me importa.
—Piense que el camino es largo y que las tribus del interior pueden ponemos en graves aprietos.
—Las combatiremos.
—Hace mal en pensar así.
—¡Eh, Coco! —Gritó Diego—. Me parece que estás demasiado de acuerdo con tus cofrades del hocico de mono… Se diría que tienes parte en la indemnización.
Niro miró a Diego sin responder, pero en sus ojos brilló un extraño fulgor.
—Ve —dijo el doctor.
—Ya voy, amo —respondió Niro.
Se acercó al jefe australiano, que aguardaba pacientemente la respuesta, sin abandonar su actitud belicosa, y habló con él largamente, pero en una lengua que ni el doctor ni los dos marineros entendían. ¿Estaba transmitiendo fielmente la respuesta de los viajeros e intentaba disuadir al jefe para que modificase sus pretensiones, o trataba de intimidarlo hablándole del poder de las armas de fuego de los hombres blancos? Nadie podía saberlo.
El coloquio duró media hora larga, después el jefe australiano arrojó en tierra su boomerang en señal de paz, borró su pintura de guerra frotándose el cuerpo con una especie de corteza húmeda y, acercándose al dray, de un terrible hachazo rompió el cráneo del buey más grande, exclamando:
—¡Este animal es mío!
Luego, volviéndose hacia el bosque, lanzó de nuevo el grito:
—¡Cooo-mooo-hooo-eee!