LA TRIBU DE LOS MONTES BAGOT
Dejando el bosque que se prolongaba hacia el nordeste, el dray avanzaba atravesando una llanura muy árida, arenosa, salpicada de enormes guijarros, que parecía que habían sido puestos a propósito para hacer más difícil a los pueblos de la costa el acceso al interior del continente.
La vegetación se limitaba a pocos arbustos, enormes matas de hierbas que crecen sobre un delgado tronco y escasas matas de nardú, las cuales producen una semilla harinosa que los australianos recogen para alimentarse.
Un viento cálido como si saliese de un homo soplaba del norte, es decir del centro del continente, mientras el sol lanzaba sus rayos sobre aquella especie del desierto sin un palmo de sombra. El termómetro, que pocas horas antes señalaba 40°, subió bruscamente a 62°, y con tendencia a Seguir subiendo.
Esta región constituía el principio del terrible desierto de piedras que ocupa buena parte del centro del continente misterioso, azotado por vientos más cálidos y secos que el kamsin de Arabia y el simoun del Sahara y que hacen subir el termómetro a 75°. El doctor iba pensando en estas cosas mientras recibía filosóficamente la lluvia de ardientes rayos de sol.
Sin embargo, hombres y animales sufrían mucho y deseaban hallar una sombra fresca o un poco de agua helada. Sudaban con una abundancia inverosímil; por los poros de la piel caían sin interrupción gruesas gotas que resbalaban sobre sus cuerpos, mientras de sus cabellos caía una verdadera lluvia.
Sólo Niro y el brujo parecían poco preocupados por los rigores del calor. Humeaban como chimeneas, su piel se tornaba brillante y el sudor estropeaba las barrocas pinturas, pero todo eso no les preocupaba y ni siquiera se tomaban la molestia de ponerse una hoja en la cabeza o de retirarse bajo la tela del dray, como ya habían hecho el doctor y los dos marineros para evitar una insolación.
—Este calor es insoportable —dijo Cardozo—. Hay que ser salvaje australiano o salamandra para poder resistirlo.
—Pues esto no es nada todavía —dijo el doctor—. Cuando lleguemos al gran desierto ya veréis cómo pica el sol.
—¿Y no encontraremos en él ni un palmo de sombra?
—No, ni tampoco agua.
—¿No hay allí ríos?
—Sí, pero no llevan agua.
—¿Y cómo daremos de beber a nuestros animales?
—Llenaremos todos nuestros recipientes y trataremos de buscar algún oasis, que no faltan. Allí no sólo encontraremos agua, sino también abundante caza.
—¿Podremos conservar los animales?
—Todo depende de la estación, Cardozo, porque a veces los oasis también se secan. Afortunadamente en el interior hay lagunas y algún lago, y quizá podamos hallar un poco de agua.
—¡Alto! —Exclamó en aquel momento Diego—. Hay humo allá arriba.
—¿Dónde? —preguntaron Cardozo y el doctor.
—En aquella montaña.
Miraron en la dirección indicada y vieron una nube de humo que se alzaba en la cima de una montaña aislada situada hacia el norte.
—Será un volcán —dijo el doctor—. Es posible que se haya abierto algún cráter en el monte Grispe.
—¿Se llama Grispe aquel pico? —preguntó Cardozo.
—Sí, y aquel situado más al norte, detrás de la cadena de colinas, es el Hammersley.
—Pero no se ve descender lava de ese volcán —dijo Diego, que lo estaba observando con unos anteojos.
—¿No sabes que en Australia también los volcanes son diferentes? Mientras los nuestros arrojan lava, estos sólo echan humo y agua.
—¡Extraño país! Se diría que estamos en otro mundo.
—¡Wiami! —Exclamó el brujo, señalando el volcán con gesto de horror—. ¡Wiami!
—¿Qué quieres decir con eso, mono asqueroso? —preguntó Diego.
—Quiere decir «infierno» —respondió el doctor—. Los salvajes creen que en los volcanes viven genios malos, los tulugal, que encienden grandes fuegos para calentar aguas y piedras que después arrojan a la tierra.
—No está mal la explicación de estos salvajes —dijo Cardozo—. Hace honor a su fantasía.
—Esta explicación es semejante a la que dan otros muchos pueblos. Muchas tribus de América del Sur creen que en los volcanes residen los genios perversos; algunas del alto Nilo, en África, creen lo mismo. Los habitantes de Kamchatka, península de Siberia, afirman que son los espíritus de las montañas los que arrojan el fuego al exterior; los polinesios de las islas Hawai creen que las erupciones volcánicas indican un estallido de ira de sus divinidades y para aplacarlas arrojan al cráter pequeños cerdos; los negros de la cuenca superior del Nilo arrojan terneros, y los indios de Nicaragua víctimas humanas.
—¡Es horrible! —exclamó Diego.
—Los maoríes de Nueva Zelanda creen que sus volcanes son obra de sus dioses para dar calor a un héroe que estaba a punto de morir de frío.
—¡Se calentaría bien ese héroe maorí! —dijo Cardozo riendo.
Mientras seguían hablando, la pequeña caravana avanzaba lentamente hacia el norte, con una ligera inclinación hacia el oeste, aproximándose al meridiano 135. Por la tarde atravesaban el Blood, afluente del Stevenson, donde encontraron un poco de agua fangosa, y decidieron acampar en la orilla opuesta, al pie de un grupo de encinas australianas.
Diego, Cardozo y el doctor, que durante toda la jornada habían permanecido en el dray, para mantenerse a la sombra del toldo, tomaron los fusiles y siguieron por la orilla del río para estirar las piernas y cazar alguna pieza. Aquellas riberas estaban cubiertas de unas matas raquíticas que empezaban a secarse, unos eucaliptus y unos pocos helechos, pero la caza brillaba por su ausencia. Sin embargo, las aves no eran raras. A gran altura se veían revolotear águilas audaces de alas negras y robustas y Grandes halcones, grandes como águilas. También se veían, entre las ramas de las encinas, cacatúas y algunas palomas raquíticas de cuello delgado y largo, cabeza rematada con una especie de capucha, plumas negras y pico afilado.
Cardozo, que precedía a sus compañeros intentando abatir una de aquellas águilas, se volvió de repente y apuntó el fusil hacia un grupo de hierbas, que crecían entre las arenas húmedas del río.
—¿Un canguro? —preguntó Diego, que le había visto hacer aquel brusco movimiento.
Cardozo, en vez de responder, hizo fuego, luego se precipitó entre las hierbas, pero pronto se puso en pie lanzando un grito de dolor.
—¡Rayos y truenos! —Exclamó Diego palideciendo y acercándose a sus compañeros—. ¿Qué ocurre? ¡Habla pronto!
—No es nada, marinero —dijo Cardozo, esforzándose en sonreír—. Un animalito me ha arañado la mano derecha.
—¿Un animal venenoso tal vez?
—Veamos —dijo el doctor, que llegaba corriendo.
Cardozo enseñó la mano. La palma tenía la señal profunda de una garra y la sangre manaba en abundancia.
—No es nada —dijo el doctor, después de un atento examen—. La herida es peligrosa, pero curará en pocos días.
—Pero siento un dolor muy agudo, doctor —dijo Cardozo—. Parece que la garra que me hirió contenía un líquido corrosivo. Mire, la mano se hincha y se vuelve negra.
—Ya lo veo, pero la inflamación cesará pronto. Conozco el animal que te ha herido.
—¿Es una serpiente? —preguntó Diego, que temblaba todavía pensando en el peligro que podía correr aquel muchacho al que quería como si fuese su hijo.
—No, es un ornitorrinco.
—Or, orni… ¡Diablos! ¡Qué nombres se inventan para hacer desesperar a los hombres de bien! ¿De qué especie de animal se trata?
—El más extraño y extravagante que existe en el mundo
—No me extraña, doctor; estamos en Australia, el соntinente de los misterios y de las sorpresas. ¿Pero lo has matado, Cardozo?
—Lo he estrangulado.
Diego se precipitó en medio de la hierba, buscó y rebuscó unos instantes y finalmente encontró el animal, al que miró con la más viva curiosidad.
El doctor tenía razón. Los dos marineros, que habían viajado mucho y visitado casi todos los continentes, no habían visto nunca un ser tan extraño.
Era algo más grande que un conejo; su cabeza aplastada terminaba en un pico semejante al de un ánade; carecía de dientes, y tenía dos ojillos redondos y negros; su cuerpo era largo, cubierto de un pelo duro y áspero, sus cuatro patas eran cortas y terminaban en pies palmeados como los de las aves acuáticas; las patas posteriores estaban armadas de una especie de espolón bastante agudo, cortante como una hoja de acero y que contenía un líquido corrosivo que procedía de una vesícula interna.
Este ser extraño que tiene semejanza con las aves acuáticas y con los mamíferos, que tiene vísceras de volátil e incuba los huevos, es muy vivo y habita preferentemente en los lagos, pues es hábil nadador, pero se le encuentra también en las riberas de los ríos y de los arroyos, donde construye un nido en forma de celda redonda, que luego tapiza con hierbas secas o musgo.
Huye del hombre, pero si se le ataca, intenta herir con su espolón e inocula su líquido venenoso, el cual, aunque no mata, ocasiona inflamaciones y dolores agudos.
—¡Se ha visto nunca animal semejante! —Exclamó Diego—. Es preciso venir a Australia para encontrar esta clase de seres que no son ni aves, ni cuadrúpedos, ni peces. ¡Qué país!
—Volvamos al carro —dijo el doctor—. El veneno del ornitorrinco no es mortal, pero si no se cura la herida, puede tener malas consecuencias.
—¿Quieres que te lleve, hijo mío? —preguntó Diego.
—Tengo las piernas muy firmes todavía —respondió Cardozo.
Regresaron al dray. El doctor se apresuró a desinfectar la mano herida, la vendó e hizo que Cardozo descansase bajo la tienda.
—Mañana estarás mucho mejor, y dentro de un par de días podrás volver a manejar el fusil —le dijo—. Duerme tranquilo y no te preocupes.
Comieron la cena preparada por Niro y el kerredais; luego los dos paraguayos se reunieron con Cardozo, mientras los dos australianos se acurrucaron bajo el dray. La noche fue tranquila, pero nadie durmió. Un calor sofocante reinaba en aquella región estéril. Parecía que el suelo ardía, y el aire era tan caliente que la respiración resultaba dolorosa. Pero hacia el alba, refrescó un poco el ambiente y pudieron dormir unas horas.
A las siete se pusieron en marcha, precedidos por el brujo, que marchaba delante con su avestruz, y se dirigieron hacia la cadena de los montes Smith, que se extiende en forma de arco delante de los montes Bagot. Volvieron a pasar el Stevenson, que baña los contrafuertes septentrionales de las dos cordilleras, y recibe por la derecha al río Ross, y por la izquierda al Lindsay. Después se encaminaron hacia el este.
Los montes Bagot eran ya perfectamente visibles. Formaban un grupo de montañas poco elevadas, caprichosamente almenadas y áridas. Sin embargo, en algunas gargantas, se descubrían manchas oscuras que indicaban la existencia de bosques.
Hacía dos horas que caminaban bajo un sol ardiente cuando de un matorral salió otro australiano, más delgado que el brujo y aún más feo, embadurnado de amarillo, negro, blanco y azul y armado con la inseparable hacha de piedra y el boomerang.
Avanzó sin desconfianza hacia el dray, rozó enérgicamente la nariz contra la del brujo, luego saludó de igual modo al doctor, a Cardozo y a Diego, por más que éste protestase enérgicamente.
—Es compatriota mío —dijo el brujo al doctor—. Venía en mi busca para anunciarme que los novios me aguardan.
—¡Pobres narices mías! —Exclamó Diego—. Me pregunto qué sucedería si toda la tribu viniera a saludarnos. Yo de usted, doctor, pasaría de largo en vez de seguir a estos dos monos.
—Me interesa interrogar a esos salvajes, Diego —dijo el doctor—. Tal vez puedan damos informaciones valiosas sobre Herrera.
—Pero nuestras narices se pondrán como calabazas.
—No conocen otra manera de saludar.
—Pero ¿la usan todos los salvajes?
—No, Diego, este saludo se usa entre los indígenas australianos, en muchos pueblos de las islas del océano Pacífico y, cosa realmente extraña, entre algunas tribus de la América boreal.
—Éste es un hecho que merece ser estudiado —exclamó Cardozo—. ¿Es posible que los indios de la América boreal hubieran tenido contacto con los polinesios y los australianos?
—No puedo decírtelo, Cardozo, pero, según mi humilde parecer, supongo que los polinesios, que son excelentes marineros, viajaron en otros tiempos hasta las costas del mar de Bering o que los indios abandonaron el continente americano para habitar estas islas.
—Pero las dos razas son muy distintas, doctor.
—Es cierto, pero el clima, los diferentes productos del suelo y tal vez la fusión con otras razas procedentes de Malasia y otras causas que desconocemos pueden haberlas cambiado.
—¿Y es igual su manera de saludar? —preguntó Diego.
—Sí, Diego —respondió el doctor—. Es realmente extravagante el saludar frotándose las narices, pero otros pueblos tienen saludos más curiosos todavía. Los habitantes del Indostán, por ejemplo, se cogen de la barba y se la tiran recíprocamente; los isleños de Tonga y de las islas de la Sociedad apoyan mutuamente la nariz en la frente; en cambio, otros isleños se soplan con fuerza en el oído y se rozan el estómago suavemente.
—¡Oh! ¡Qué locos! —exclamó Diego, que se desternillaba de risa.
—Los habitantes de la isla de San Lorenzo, cuando quieren saludar a una persona escupen en la mano y se la pasan por la cara; los africanos se toman mutuamente los pulgares, apretándoselos, hasta hacerlos crujir; los fueguinos, de la Tierra del Fuego, se acuestan sobre el vientre y los de Socotora, en el golfo Arábigo, se besan en la espalda; los chinos mueven graciosamente las manos juntándolas sobre el pecho y murmurando ¡sin! ¡sin! y también se arrodillan y bajan la cabeza tres veces hasta el suelo; los indios de Luisiana saludan a sus jefes con agudos gritos; el europeo se descubre la cabeza; el oriental se la cubre.
—Pues sepa usted, doctor…
Un grito diabólico, surgido de cincuenta o sesenta gargantas, le cortó la frase.
—¡Cooo-mooo-hooo-eee!
—¿Qué sucede? —preguntó Diego, empuñando el fusil.
—Son los compatriotas del brujo —respondió el doctor.