EL «KERREDAIS»
Al amanecer, la pequeña caravana levantó el campo y atravesó el Stevenson, que en aquel punto apenas tenía cien metros de ancho y no llevaba mucha agua.
De los pastores no se veía más que las huellas, y en aquel momento debían estar ya bastante lejos o tal vez acampados en los bosques del sur, pues preferían marchar de noche durante los calores del verano.
Después de haber ganado la orilla opuesta, que subía suavemente, el dray se adentró bajo un bosque de árboles tan gigantescos que arrancaron gritos de asombro a los dos marineros.
Era un bosque de eucaliptus gigantes, de blue-gum y de red-gum, de fibras duras que nunca se corrompen. Estos gigantes superan en altura a todas las plantas que crecen en la superficie del globo. No tienen el enorme diámetro de las famosas sequoia wellingtonia que crecen en las montañas de California, pero las superan en altura.
Generalmente estos eucaliptus, que pertenecen a la familia de las mirtáceas, alcanzan trescientos cincuenta pies de altura, pero existen algunos bastante más altos.
En una garganta del río Warren, Pemberton Walcoff encontró uno que medía cuatrocientos pies de altura, es decir, casi ciento treinta y cinco metros, y tan grueso que en su interior podían guarecerse tres hombres y tres caballos… En las gargantas del Dandenong, el doctor Bayle vio uno que medía cuatrocientos veinte pies; éste había sido derribado, o tal vez se había derrumbado de viejo y pertenecía al género eucalyptus amygdalina. Pero G. Klein encontró otro que medía cuatrocientos ochenta pies, y E. D. Hayne, otro del que ha proporcionado los siguientes datos: altura del tronco desde el suelo a la primera rama, doscientos noventa y cinco pies; diámetro del tronco a la altura de la primera rama, cuatro pies; altura del tronco desde la primera rama a la cima, noventa pies; circunferencia del tronco en la base, cuarenta pies.
Pero todos estos gigantes fueron superados por el eucalyptus amygdalina descubierto en la cadena montañosa que se alza detrás de Berwick, junto a las fuentes del Yarro y del Latobre. Este árbol, que es sin duda el más alto del globo, tiene una circunferencia de ochenta y dos pies y una altura de quinientos, o sea, ciento sesenta y cinco metros… Supera, pues, a los monumentos más altos levantados por los hombres e incluso a la grandiosa pirámide de Keops, que alcanza solamente cuatrocientos ochenta pies.
Imaginaos el asombro que sobrecoge al viajero que se adentra bajo estos gigantes de la vegetación cuyas cimas parecen confundirse con la bóveda celeste. E imaginaos, especialmente, el estupor que experimenta al comprobar que allá abajo, en vez de una frescura agradable, reina una atmósfera seca y agobiante y no existe ni un palmo de sombra a causa de la extraña disposición de las hojas, que no detienen los ardientes rayos del sol.
Cardozo y Diego, aunque preparados a las increíbles sorpresas que ofrece el extraño continente australiano, tan distinto de todos los demás, se habían quedado con la boca abierta ante aquel bosque de colosos, los más pequeños de los cuales medían doscientos cincuenta pies de altura.
—¡Curioso país! —Exclamó atónito Diego—. ¿Se ha visto nunca un bosque semejante?
—Los árboles más altos de nuestro país son verdaderos pigmeos ante estos colosos —dijo Cardozo.
—Ni siquiera merecen ser llamados sus hijos.
—¡Cómo me gustaría trepar a uno de estos árboles! ¡Qué vista debe gozarse desde allá arriba!
—Es algo difícil para un hombre blanco, por no decir imposible, Diego —dijo el doctor.
—¡Para un hombre blanco! —exclamó Diego sorprendido—. Supongo que también será imposible para un australiano.
—Te equivocas, Diego. Los australianos son buenos trepadores, tienen la agilidad de los monos.
—¡Pardiez! Nunca creeré que un australiano pueda subirse a estos gigantes. Sería preciso que tuviese los brazos un pulpo.
—Les basta con su hacha de piedra.
—¿Acaso la transforman en una escalera? —preguntó Diego irónicamente.
—No, Diego incrédulo, pero les sirve mejor que una escalera. Al ser ambidextros, es decir acostumbrados desde la infancia a servirse de igual modo y agilidad con las dos manos, debido a la precaución de sus madres que les atan una de las dos extremidades cuando son jóvenes, la maniobra les resulta facilísima. Con su hacha hacen una profunda hendidura en la corteza, donde introducen el pie, y más arriba hacen otra para la mano izquierda, y así van subiendo, multiplicando las hendiduras con una rapidez increíble. Es evidente que deben estar dotados de una gran agilidad y de una audacia única y que no deben sufrir vértigo.
—Entonces, ¿son como los monos?
—O quizá más ágiles que los monos, Diego —dijo el doctor.
—¡Oh! —Exclamó Cardozo, que estaba contemplando los Colosales vegetales con atención—. ¡Mira allá arriba, Diego, qué pajarraco!
—¿Es un cóndor?
—¿Pero de qué cóndor hablas? No estamos en América, marinero. Allá, mira aquella rama.
Diego miró en la dirección indicada y descubrió un ave, con alas bastante anchas, provista de una cola larguísima, formada por dos plumas.
—¡Parece un pavo real! —Exclamó Diego, al que se le hacía la boca agua pensando en aquella deliciosa carne—. Pero no le veo la cabeza. ¿Es que no la tiene?
—No la ves porque es muy pequeña en comparación con su cuerpo, o mejor dicho, con la masa de sus plumas —respondió el doctor—. Esa ave es un espléndido argo.
—Bien se merece un disparo, doctor.
—Sí, glotón —dijo Álvaro riendo—. Su carne es exquisita.
—¡Tírale, Cardozo! —Dijo Diego—, y procura no fallar el golpe.
El joven marinero apuntó con la carabina, esperó unos instantes e hizo fuego. El argo, alcanzado por la infalible bala del cazador, desplegó bruscamente las grandes alas, e intentó ganar una rama próxima, pero le faltaron las fuerzas y se precipitó al vacío, a los pies de Niro, que lo cogió en el acto.
Era un pájaro espléndido; parecía cubierto de un gran manto de largas plumas negras con franjas blancas y rojizas y provistas de ojos semejantes a los que se ven en la cola del pavo real, pero más claros y sin aquellos espléndidos reflejos azules y dorados. Tenía en la espalda un realce de plumas rojizas punteadas de negro y su cola terminaba en dos plumas de unos cincuenta centímetros, negras y ligeramente curvadas. Parecía muy grande, mientras que la cabeza era bastante pequeña. Al levantarlo, Diego notó que el cuerpo pesaba poco.
—Este pájaro no tiene más que plumas —dijo malhumorado—. Creía que era mucho más grande.
—Pero es espléndido —dijo Cardozo que lo examinaba con viva curiosidad.
—Y aquel otro es feo como un mono —dijo Diego, dando un rápido giro y apuntando con el fusil.
—¿Cuál? —preguntaron al mismo tiempo el doctor y Cardozo.
Un grito extraño y prolongado resonó bajo los grandes árboles:
—Cooo-mooo-hooo-eee…
—¡Rayos y truenos! —Exclamó Diego—. Es feo como un ogro y canta peor que un papagayo desafinado.
Un negro, un salvaje, apareció de improviso junto a un gran eucaliptus de ciento cincuenta metros de altura. Su fealdad infundía temor: era un hombre de estatura media, piel aceitunada, pero cubierta de extrañas pinturas, blancas, azules y amarillas; los cabellos negros, pero no crespos como los de los africanos sino sólo un poco rizados; la cabeza alargada y de frente deprimida recordaba la del chimpancé, la nariz aplastada, una boca enorme que dejaba ver los blancos dientes. Su cuerpo era de una delgadez espantosa, pero su vientre era prominente y las delgadas piernas carecían en absoluto de carnes.
Era, en suma, un verdadero ejemplar de la raza degenerada que vive en el interior del continente australiano.
Su vestido consistía en un cinto de piel de opossum, del cual pendía un hacha de piedra, un boomerang, una azagaya, y una pequeña manta de piel de canguro. Llevaba también una especie de bolsa, que posiblemente contenía colores para las pinturas y grasa para untarse.
Detrás de él, los dos marineros vieron con gran sorpresa una gran ave, una especie de avestruz de metro y medio de alto, de plumas oscuras pero más finas que las de los avestruces africanos, con una protuberancia ósea en la cabeza, patas gruesas y robustas, alas cortas y membranosas con pocas plumas y la cola caída. En el dorso llevaba una especie de cajita de corteza del árbol de la goma.
—¡Rayos! —Exclamó Diego—. ¡Qué horrible es ese salvaje! A su lado un gorila es toda una belleza. ¡Eh, Coco! ¿Quién es ese cuadrumano que apesta a salvaje a una milla de distancia?
—Un kerredais —respondió Niro, sin disimular cierto temor.
—¿Y qué es un kerredais?
—Un brujo, un charlatán y un médico —aclaró el doctor.
—Pues que no se acerque. No me gustaría que me hiciese algún maleficio.
—¡Diego! —Exclamó Cardozo—. ¿Acaso eres supersticioso?
—Como buen marinero, hijo. Pero ¿qué es esa especie de ave que lleva el brujo?
—Es un emú, un avestruz australiano —respondió el doctor.
—¿Acaso lleva encima los instrumentos quirúrgicos de su amo?
—Más bien creo que en esa cajita lleva sus artes diabólicas, querido Diego —dijo el doctor riendo—. ¿Y si lo invitásemos a cenar y a preparar nuestro canguro? He oído decir que estos salvajes australianos saben cocinas muy bien.
—¡Eh, mono, ven aquí! —Gritó Diego—. Pero puedes dejar tus brujerías allá.
El hechicero, que no debía de haberle comprendido, no se movió, pero, a una invitación de Niro, fue avanzando lentamente, llevando consigo al emú, y rozó su nariz con la del doctor, el cual correspondió al saludo, por más que el salvaje exhalaba un fuerte olor a amoniaco.
Al enterarse que se le invitaba a cenar, abrió una boca como un homo y estalló en una risa convulsa, golpeándose el vientre con ambas manos. El pobre diablo debía tener muchas gemas de hacer una buena comida, pues, a juzgar por su gran delgadez, debía llevar varios días de ayuno, cosa que suele ocurrir a los australianos, familiarizados con el hambre desde la infancia.
Niro sacó el canguro del carro, dando a entender a su compatriota que sus amos deseaban prepararlo al estilo del país.
El hechicero dio un puntapié al avestruz, y se puso a ayudar al guía con un entusiasmo que delataba el hambre que atenazaba su estómago.
—¡Atención, Cardozo! —Dijo Diego—. Veamos cómo estos salvajes preparan su plato nacional. Pero, doctor, ¿no hay peligro de que lo cocinen demasiado y quede luego incomestible?
—No temas, Diego —respondió Álvaro—. Te chuparás los dedos, te lo aseguro.
—¡Hum! Tengo mis dudas, doctor; vigilaré el asado y, si observo que está en peligro de quemarse, de dos patadas enviaré al brujo a su país. ¡Animo, Coco, al trabajo, que tengo más hambre que un tiburón!
No había necesidad de animar a los dos cocineros, que parecían impacientes por hincar el diente en la suculenta pieza. El brujo y Niro, utilizando dos bastones afilados y endurecidos al fuego, excavaron en pocos minutos un agujero de medio metro en el suelo, y pusieron en el fondo unas piedras, que cubrieron con ramas secas, a las cuales prendieron fuego.
Una vez preparado el homo, destriparon el canguro sin quitarle la piel, le quitaron el interior, que echaron al avestruz y pusieron dentro a sus dos crías, hojas, hierbas aromáticas y pedazos de grasas que despedían un perfume muy agradable. Luego cosieron la abertura con fibra vegetal.
—De momento todo va bien —dijo Diego, que vigilaba atentamente las operaciones de los dos cocineros—. Pero ¿qué grasa es ésa? ¿No será grasa humana, doctor?
—No, desconfiado —respondió Álvaro—. Es grasa de canguro empapada de jugos aromáticos.
Mientras tanto, los dos salvajes pusieron el canguro dentro del homo y lo cubrieron con ceniza caliente y brasas.
Media hora después, lo retiraron y lo colocaron sobre un pedazo de corteza del árbol de la goma. El animal, asado de este modo, despedía un olor tan apetitoso que a los dos marineros se les hacía la boca agua.
Niro abrió el vientre con unas cuantas cuchilladas, colocó un bastoncito para mantenerlo abierto y, poniendo en las manos de Diego una raíz de warrang y unas galletas, dijo:
—Mojadlas, el jugo es abundante y delicioso.
Diego olió primero el asado y luego mojó una galleta en el líquido.
—¡Es exquisito este jugo! —exclamó—. ¡A la mesa, o lo devoro yo solo!
Se sentaron los cinco alrededor del asado y empezaron a dar trabajo a los dientes, devorando gran número de galletas y raíces. Cuando se terminó el jugo, Niro despedazó el canguro, ofreció el cerebro, que es la pieza más exquisita, al amo, y las crías a los dos marineros.
Diego, a quien el asado le parecía delicioso, comía por cuatro; pero no conseguía vencer al brujo, que comía por ocho, con una avidez nunca vista. Abría la boca sin cesar y tragaba enormes pedazos, mientras sus dientes, duros como el acero y agudos como los de un tigre, despedazaban los huesos más grandes como si fuesen terrones de azúcar.
Probablemente el pobre hombre no había hecho en su vida un banquete semejante. Parecía como si quisiera aprovisionarse para el futuro. Hacía rato que sus compañeros, saciado el apetito, habían dejado de comer, pero él continuaba dando trabajo a los dientes, y no se detuvo hasta que la piel de su vientre se puso tan tensa que amenazaba estallar.
Entonces se echó voluptuosamente en la hierba, cerró los ojos y se durmió plácidamente.
—¡Por Baco! —Exclamó Diego—. ¡Qué manera de devorar! Ha comido para una semana.
—Te equivocas, Diego —dijo el doctor—. Apenas despierte volverá a comer.
—¡Cómo! ¿Todavía?
—Y continuará hasta que lo haya devorado todo.
—¿Pero qué clase de vientre tienen estos salvajes?
—Siempre tienen hambre, Diego. Nacen hambrientos y mueren hambrientos.
—¿Es alguna enfermedad?
—No, pero sufren ayunos muy largos. En Australia escasea la caza y estos desgraciados, que no son agricultores y no tienen árboles frutales, pasan semanas enteras sin poder llevarse a la boca un pedazo de carne o una raíz. Añade a esto que no son en absoluto previsores. Si consiguen matar un canguro u otra pieza, se lanzan a devorarla sin pensar en el día de mañana. Comen hasta que revientan, y luego duermen para digerir el copioso alimento; cuando se despiertan vuelven a comer, y luego vuelven a dormir y así continúan hasta que se acaba todo. No piensan en ahumar o desecar las carnes para los malos días, sino que llaman a sus amigos y parientes y se apresuran a devorar todo lo que pueden.
—¡Glotones! Pero ¿dónde va ese brujo, Coco?
—A celebrar un matrimonio —respondió Niro.
—¿Dónde? —preguntaron el doctor y Cardozo.
—Es una tribu que está acampada al pie de los montes Bagot.
—Le acompañaremos —dijo el doctor—. Sigue nuestro camino y además me interesa interrogar a esos salvajes. Tal vez puedan darme noticias sobre nuestro compatriota.
—¿Volvemos a la marcha? —preguntó Cardozo.
—Sí, joven amigo. Subid el brujo al carro, recoged los restos de asado, atad el avestruz y pongámonos en marcha. Diego y Cardozo cogieron al salvaje y lo colocaron en el dray, sin que despertase, ataron al emú, que estaba comiendo los intestinos del canguro y, luego, montados todos a caballo, reemprendieron la marcha en dirección noroeste.