7

LOS GRANDES GANADEROS AUSTRALIANOS

Diego y Cardozo, que como buenos marineros tenían el sueño muy ligero, al oír aquella detonación que rompía el silencio profundo del bosque se despertaron de repente. Se levantaron, tomaron sus fusiles y salieron precipitadamente del dray, creyendo que el campamento había sido invadido por alguna banda de salvajes.

—¿Qué sucede, doctor? —preguntaron a don Álvaro que se resguardaba detrás de un tronco de árbol con la carabina a punto de hacer fuego.

—¿Estáis aquí, amigos? —dijo con voz tranquila.

—Hemos oído un tiro. ¿Ha disparado usted? —preguntó Cardozo.

—No, marinero.

—¿Acaso los salvajes tienen armas de fuego? —exclamó Diego muy sorprendido.

—Temen demasiado a los fusiles para emplearlos, mi buen amigo.

—¿Puede haber sido algún cazador blanco?

—Me temo que se trata de algún cazador peligroso, un bandido. Hemos oído el galope de muchos caballos que se alejaban por el bosque.

—¿Y cree usted que se trata de una cuadrilla de bandidos?

—No tiene nada de raro, Diego. Australia está llena de ellos, te lo aseguro, por más que haya cesado el trabajo de las minas de oro y no se encuentren ya «cestas de naranjas».

—No le entiendo.

—Me explicaré mejor, Diego. Procuremos ahora no ser sorprendidos.

—¿Teme usted que esos hombres nos ataquen?

—Es posible.

—¿Quiere que Cardozo y yo hagamos un reconocimiento del lugar donde se ha oído el disparo?

—No, amigos. Esos bribones pueden haber hecho ese disparo para hacemos correr hacia aquel lugar y caer ellos sobre el dray. Quedémonos aquí al amparo del carro, que puede servimos de fortaleza y preparemos la ametralladora. Con esta arma podemos desafiar a cincuenta enemigos.

El consejo era óptimo. En el monumental carro, protegido por tablas de casuarina de dos pulgadas de espesor y armados con aquella formidable ametralladora que podía arrojar centenares de proyectiles en pocos minutos, estaban en situación de enfrentarse a cualquier ataque. Uniendo los hechos a las palabras, los cuatro exploradores se encaramaron en el dray, prepararon la máquina infernal situándola en dirección hacia el bosque y se armaron con los fusiles.

Después de la detonación y el galope, no se había oído nada más. El bosque estaba silencioso como antes y sólo se oía el restallar de los buftalmos y el tintineo de los pájaros-campana; pero los dos marineros, el doctor y el australiano se mantenían en guardia y aguzaban la vista, temiendo alguna emboscada por parte de aquellos misteriosos jinetes.

Pasaron varios minutos de angustia, pero no ocurrió nada extraordinario. ¿Se habían alejado los jinetes? ¿O tal vez habían acampado en el otro lado del bosque? Diego y Cardozo, que querían ver claro aquel asunto, se ofrecieron de nuevo para hacer un reconocimiento, pero el doctor, que temía que cayesen en una emboscada, se opuso.

—Esperemos el amanecer —dijo—. No es prudente aventurarse de noche en un bosque.

—Pero, dígame, ¿qué son esos bushrangers? —Preguntó Diego—. Hace poco me ha hablado usted de «cestas de naranjas», de minas, de bribones, sin que yo haya entendido nada.

—Los bushrangers son bandidos —respondió el doctor—. Como os decía, en las fronteras de varias provincias australianas viven los llamados free selectors, es decir pequeños agricultores que siempre están en guerra con los grandes propietarios, teniendo los primeros derecho de elegir en las propiedades de los segundos el mejor terreno que les convenga. Sus rencores acaban siempre a tiros, y los asesinos, para huir de la policía, que no tarda en intervenir, se adentran en los bosques del interior, y se hacen bandidos. La mayor parte de los bushrangers son, pues, o pequeños agricultores o empleados de los grandes terratenientes o de los grandes ganaderos. Pero muchos son presidiarios evadidos y éstos son los más peligrosos y los más audaces. Australia es en realidad la verdadera tierra del bandolerismo. Desde la época en que el comodoro Philipp fundó la primera colonia, los bandidos dieron siempre trabajo a la policía. Los primeros colonos eran casi todos presidiarios, es decir la escoria de Inglaterra. En la época del descubrimiento del oro, los bandidos se multiplicaron de tal manera que constituyeron un auténtico peligro. Se reunían en grandes bandas en las carreteras principales y aguardaban el regreso de los mineros para robarles «las cestas de naranjas», es decir, las pepitas de oro. Eran tan audaces que desafiaban a la policía. Algunos jefes se ganaron una triste celebridad por sus golpes de mano. En Melbourne y en Sidney aún perdura el recuerdo de la banda Kelli, compuesta por los hermanos Eduard y Ned Kelli, y otros audaces bandidos, los cuales tuvieron la osadía de saquear el Banco de Europa, sucursal del de Melbourne.

—¿Capturaron a esos bandidos? —preguntó Diego.

—Sí, en 1860 cayeron en manos de la policía. Sobre ellos pesaba una gran recompensa, la policía los perseguía y al final pudo sorprenderlos en su refugio. Los bandidos opusieron una terrible resistencia y se dejaron quemar vivos antes que rendirse, pero uno de sus jefes, Eduard Kelli, pudo ser cogido vivo en compañía de su hermana, una atrevida y hermosa muchacha que suministraba los víveres a la banda. Otro célebre bandido fue un tal Brady, que vivió hace muchos años y que durante mucho tiempo sembró el terror en Australia meridional. Fuerte, astuto, audaz, desafiaba siempre a la policía y la burlaba de mil maneras. A todos los hombres que se presentaban a él para incorporarse a su banda los hacía matar por temor de que fuesen espías de la policía. Se cuenta el extraordinario caso de un pobre prisionero, el cual, habiendo huido al bosque, se encontró con Brady. Éste, pensando que se trataba de un espía lo apresó y le hizo tragar una botella de láudano. Convencido de haberlo envenenado, el bandido y sus compañeros se alejaron, pero dos días después encontraron de nuevo a aquel individuo…

—¡Cómo es posible! —Exclamó Diego que escuchaba muy atento aquella historia—. Pero ¿no lo había matado aquella bebida?

—No, la excesiva dosis hizo que vomitara y todo terminó en un sueño de veinticuatro o treinta horas. Ya os podéis imaginar la sorpresa del bandido y de sus compañeros al volverlo a encontrar vivo. Brady no era generoso, y en vez de perdonarlo, le echó al cuello un lazo corredizo y lo hizo colgar de un árbol. Pero la rama se rompió y el desgraciado cayó a tierra todavía con vida.

—¡Rayos y truenos! —Exclamó Diego—. ¡Era duro de pelar!

—Espera aún, Diego. Brady, al oír romperse la rama volvió atrás y vio al hombre todavía con vida. Enfurecido, lo agarró con sus manos, sacó una pistola y le disparó a bocajarro. Pues bien, ¿lo creeréis? Tampoco esta vez murió nuestro hombre.

—¿Era inmune a la muerte? —preguntó Cardozo.

—Tal vez el diablo no lo quería —dijo Diego.

—El hecho sucedió tal como os lo cuento. Se curó y todavía vivió muchos años. El navegante La Place, comandante de la Favorita, cuenta en sus recuerdos de viaje haber todo con sus manos el surco trazado en la cabeza por la bala Brady.

—¿Y hay muchos ladrones en las ciudades?

—Más que en ningún otro sitio, Cardozo. ¿Queréis un ejemplo del gran número de bribones que pululan en las ciudades australianas? Un señor inglés había traído de la India a un bengalí en calidad de siervo y se había establecido en Melbourne. Poco después se dio cuenta de que el siervo no era tan fiel como antes y que le había robado una bolsa de monedas. A sus reproches, el indio contestó con toda calma: «¿Qué quiere usted? ¡Es una fatalidad! Me ha traído a un país de bribones y he tenido que convertirme en un bribón, como a usted también le ocurrirá, si no se apresura a partir».

—¡Vaya pillo! —exclamó Diego soltando una carcajada.

—Pero cuánta verdad —dijo el doctor.

En aquel momento, del otro lado del bosque se oyó el galope de varios caballos y voces humanas.

Diego y Cardozo, que no podían estar quietos, saltaron del carro y escrutaron con sus miradas la profunda oscuridad que se extendía bajo los frondosos árboles.

—¡Por mil rayos! —Exclamó Diego—. Quisiera ver a alguno de esos famosos bushrangers. ¿Tú ves algo?

—¡Calla, marinero!

En medio del bosque se oía un ruido sordo, como producido por el roce de las ramas y, poco después, un concierto de balidos y mugidos que parecía proceder del lado del río.

—¿Quién vive? —gritó Diego, empuñando el fusil.

—¡Gentleman! —Gritó una voz—. ¿Puedo saber quién es usted y qué hace aquí? ¡Por Júpiter! Si espera encontrar una «cesta de naranjas» le aseguro que sólo tengo un buen fusil y ni un grano de oro… ¡Mira, Ned le está guardando las espaldas!

—¡Cuerpo de tal! —Rugió Diego—. ¿Me toma usted por un bandido, gentleman? ¡Dime, Cardozo, si tengo yo el aspecto de un bandido!

Estas palabras, pronunciadas en un inglés bastante claro, provocaron la risa del desconocido que estaba en el bosque.

—¡Le pido perdón, gentleman! —Dijo—, pero estamos en una región desierta sólo recorrida por los poco honorables miembros del bushranging.

—Pero nosotros somos honrados exploradores, señor…

—King —respondió el otro.

—Entonces, tenga la bondad de enseñar la cara o le mando un saludo en forma de bala cónica.

—Aquí estoy, gentleman.

Un hombre montado en un caballo de larga crin y de formas espléndidas surgió del bosque. Era un joven de unos veinticinco años, alto y armado con un fusil.

Detrás de él aparecieron quince o veinte cameros, los cuales, al ver el carro, se pusieron a balar. En el bosque se oían todavía largos mugidos, balidos interminables y un ruido ensordecedor de perros.

El doctor, que se había unido a sus compañeros, preguntó jinete de dónde venía y adónde se dirigía.

—Venimos de los montes Smith —dijo el pastor— y vamos hacia el sur. El sol ha secado los prados y los ríos, y nuestros animales ya no encuentran comida ni bebida. El interior del continente se está convirtiendo en un desierto.

—¿Lleva mucho ganado?

—Cinco mil carneros y mil doscientas reses vacunas, gentleman.

—¿Pertenecen a algún gran ganadero?

—Al doctor W. J. Brown —respondió el pastor.

—El squatter más rico del continente. Lo conozco; cuando le vea salúdele de parte del doctor Álvaro Cristóbal y dígale que lo ha encontrado junto al Stevenson.

—Si usted le conoce, gentleman, acepte un par de carneros. Estará muy contento de regalárselos.

—Gracias, amigo —respondió el doctor.

—Y ahora, ¿quiere usted un consejo? Si se dirigen hacia el norte apresúrense, o sus bueyes no encontrarán ya ni un sorbo de agua. Adiós, gentleman, que tengan buen viaje.

Con un latigazo empujó hacia el carro a dos grandes cameros, y luego se adentró en el bosque.

—¡Un amigo generoso! —Exclamó Diego—. ¡Pardiez! Regala cameros como si se tratase de simples galletas.

—Su amo tiene demasiados, Diego; posee al sur y al este del continente diecisiete enormes ganaderías, que le rinden una fortuna anualmente. Es el propietario de ganado más importante de Australia.

—Pero ¿por qué los pastores van tan lejos? —preguntó Cardozo.

—Para encontrar nuevos pastos. ¡Bueno! Volvamos al dray Y dejemos que los pastores continúen su camino, a menos que deseéis presenciar su paso.

—Prefiero continuar mi sueño —dijo Diego—. Aprovechemos ahora que tenemos tiempo.

Regresaron al dray y poco después dormían los tres a pierna suelta, mientras en el bosque y hacia el río continuaba el balar y mugir de cameros y bueyes y el ladrar de los perros de los pastores.