LA CAZA DEL CANGURO
Coco, como se obstinaba en llamarle Diego, había hecho verdaderos milagros y tenía preparada una cena poco menos que principesca. Los dos marineros, que tenían un hambre de lobo, y el doctor, hicieron honores a la sopa de verduras, al pescado salado en salsa verde, al asado de cacatúa, a un pedazo de avestruz estofado, a la cabeza del gigantesco volátil y a las suculentas raíces de warrangs cocinadas bajo las cenizas.
El bravo Diego, que había comido por cuatro, no pudo por menos que estrechar las manazas del salvaje y ofrecerle un gran vaso de ginebra que el cocinero bebió con avidez. El glotón no estaba del todo satisfecho y lamentó la falta de un estofado de cola de canguro.
—El canguro vendrá —dijo el salvaje con aire misterioso.
—¿Tienes otro plato que ofrecemos, Coco? —preguntó el marinero.
—Más tarde tendrán canguro.
—¿Has cazado alguno?
—No, pero lo cazaré.
—¡Bah! Ese plato lo veo muy lejos.
—Niro-Warranga cazará el canguro.
—¿Has visto alguno?
—He descubierto su rastro.
—¿Dónde?
—En las orillas del río.
—No será tan tonto como para acercarse demasiado.
—Se acercará.
—¡Vaya una seguridad que tiene Coco! —Exclamó Diego—. Se diría que es el jefe de los canguros.
—Si Niro dice esto, debe ser cierto —dijo el doctor—. Estos salvajes saben muchas cosas que nosotros ignoramos.
—¿Cuándo iremos de caza, Coco? —preguntó Diego.
—Cuando los hombres blancos quieran —dijo el salvaje.
—Con mucho gusto daremos unos cuantos pasos para digerir la comida —dijo Cardozo—. Tomemos los fusiles y vayamos, Niro.
—Nada de fusiles —dijo el australiano.
—¿Acaso quieres cazarlo con las manos? —preguntó Diego.
—El canguro no se deja apresar, pero Niro tiene sus armas.
Subió al dray, buscó en una caja y poco después bajó llevando un bastón de un metro de largo y de unos dos centímetros de grosor, redondeado de una parte y aplastado por la otra.
—¿Es ésta tu arma? —preguntó Diego irónicamente.
—Esta —respondió el australiano.
—¿Y quieres cazar el canguro con este bastoncito?
—Le romperé las patas o la cabeza.
—Te hará correr mucho antes de que lo alcances, Coco.
—No me moveré; correrá el curl-tur-ram.
—¿El curl-tur-ram? ¿Qué es eso?
—El boomerang —dijo el doctor.
—Cada vez lo entiendo menos —dijo Diego.
—Mejor, Diego; tu sorpresa será mayor.
El marinero miró al doctor con asombro.
—Pero ¿cree usted que Coco conseguirá derribar un canguro con ese bastoncito?
—Lo derribará, Diego.
—Eso es algo que no creeré nunca, doctor.
—Ven, incrédulo, y verás cómo nuestro australiano da un golpe extraordinario que te sorprenderá mucho.
—Vayamos, doctor —dijo Cardozo—. Ya he oído hablar de las maravillas del boomerang, pero en realidad nunca lo había creído.
—Vamos, Niro —dijo Álvaro.
El australiano no dejó que se lo repitieran otra vez. Se puso el bastón en el cinto que aprisionaba la camisa de tela roja, única prenda que llevaba, y se dirigió hacia el río bordeando el bosque.
Una vez allí, examinó atentamente el terreno e indicó a sus compañeros unas huellas ligeras que se dirigían precisamente hacia la orilla.
—El canguro vendrá a beber —dijo—. Esperemos.
Pasaron dos horas sin que en la selva se oyese el menor ruido, a excepción del griterío de una bandada de papagayos. Una calma asfixiante reinaba bajo los grandes árboles, cuyas hojas no ofrecían ni un palmo de sombra, ni la más mínima frescura.
Diego y Cardozo, cansados de esperar, estaban a punto de dormirse, cuando oyeron que Niro se movía y se enderezaba rápidamente.
—Ya viene —dijo.
—¿Dónde está? —preguntaron los dos marineros, abriendo los ojos y montando las armas que habían traído, pues se fiaban poco del bastón del salvaje.
—¿Oís?
—O soy sordo o no oigo nada —dijo Diego—. Solamente oigo cantar a los papagayos.
—Niro tiene el oído fino —dijo el australiano, abriendo la inmensa boca repleta de dientes.
—Mejor para ti, hijo, pero yo voy a echar un sueñecito.
—¡Míralo! —Exclamó Cardozo—. ¡Qué animal tan extraño!
Los cuatro se levantaron sin hacer ruido y miraron a través de las ramas.
Un extraño animal avanzaba ágilmente bajo los grandes árboles, dando largos saltos que le hacían semejarse, a primera vista, a un gigantesco sapo.
Era enorme, de al menos cien kilos de peso, metro y medio de largo, con una piel espesa, rojiza, lisa y suave. Su cabeza parecía la de una gacela, el cuerpo era delgado por la parte anterior y grueso por la posterior, las patas desproporcionadas, cortas las anteriores, largas las posteriores, y tenía una larga cola que parecía dotada de gran fuerza y que alcanzaba una longitud de unos ochenta o quizá noventa centímetros.
Avanzaba a saltos con extrema ligereza, extendiendo las largas patas posteriores, ayudándose con la cola, lanzando a su alrededor miradas vigilantes y levantando las orejas para percibir mejor los rumores del bosque.
Así que hubo llegado a unos sesenta metros de los matorrales, se detuvo, titubeante, y se alzó sobre las patas posteriores, mostrando bajo el vientre una especie de bolsa de la que salían unas cabecitas que se movían y trataban de coger las hierbas que estaban a su alcance.
—Es una hembra gigantesca —susurró el doctor Cristóbal a los oídos de los dos marineros, que miraban con creciente estupor al animal—. ¿Veis las crías que lleva en la bolsa?
—¡País misterioso! —Murmuró Diego—. ¡A cada paso nos ofrece cosas nunca vistas! ¡Eh, Coco! ¿No te mueves?
—Todavía no —respondió el australiano que olfateaba atentamente al aire como si primero quisiese asegurarse de su dirección.
El canguro, después de haberse detenido unos instantes, prosiguió la marcha, reanudando sus extravagantes saltos hasta llegar a unos treinta metros de los matorrales. Era el momento esperado por Niro.
Se levantó bruscamente empuñando el bastón por la parte redondeada; lo hizo girar varias veces sobre su cabeza con rapidez vertiginosa y luego lo arrojó hacia adelante sin darle gran impulso.
El bastón se alejó dando vueltas y, silbando, tocó tierra a treinta metros de distancia y, en vez de quedarse en ella, como suponían los dos marineros, pareció adquirir una fuerza misteriosa, saltó de golpe, volvió hacia atrás y rompió la cabeza al pobre canguro. Luego volvió a caer a los pies de Niro, después de haber descrito una parábola alargada.
Sin perder un segundo, el salvaje la arrojó por segunda vez, y la extraña arma, después de tocar nuevamente tierra, rompió las patas posteriores del canguro y volvió a su propietario.
Atónitos ante aquel fenómeno maravilloso e increíble, los dos marineros parecían petrificados. Hasta habían olvidado la presa que se debatía entre los dolores de la agonía, mientras que las crías, que habían salido de la bolsa materna, comían hierba ignorantes del peligro.
—¡Pero es algo asombroso! —Exclamó finalmente Cardozo—. Nunca hubiera creído que los salvajes australianos llegasen a tanto.
—¿Tiene algo especial ese bastón? —Preguntó Diego—. Parece un animal y no un bastón.
—Es un simple pedazo de madera, amigos míos —dijo el doctor—. Una rama de casuarina, de fibra fuerte y pesada, de forma curva y nada más.
—Déjame verlo, Coco —dijo el marinero—. Estoy seguro de que contiene alguna brujería.
El australiano le entregó el boomerang. Como había dicho el doctor, era una rama de árbol un poco flexible pero pesada, redondeada por una parte, plana por la otra, y curvada en el centro, pero de manera que la parte cóncava no superaba los trece o catorce milímetros. Diego y Cardozo lo examinaron detenidamente, pero no encontraron nada extraordinario.
—¡Es extraño! —Exclamaba Diego, rascándose con furia la cabeza—. No entiendo nada.
—Lo creo —dijo el doctor riendo.
—¿Sólo los australianos poseen esta arma? —preguntó Cardozo.
—Ningún otro pueblo la conoce.
—¿Quién les ha enseñado a manejarla?
—Es algo que se ignora. Hace siglos que la utilizan, pero no saben quién la inventó.
—¿Podemos lanzarla nosotros?
—Ningún europeo ha conseguido hacer que describa ese maravilloso vuelo, Cardozo. Muchos lo han intentado, pero inútilmente.
—¿Y no se ha logrado explicar la razón de que este pedazo de madera se lance y vuelva a manos de quien lo lanza?
—El comodoro Wilkes sostiene que este fenómeno se debe a la forma especial del instrumento, cuyo centro de gravedad, debido a su situación, obliga al arma a girar continuamente en torno a su centro y la fuerza centrífuga obliga a la masa a describir una elipse.
—No entiendo nada, doctor —dijo Diego—. Tengo la calabaza un poco dura.
—Me explicaré mejor. Al recibir del cazador un movimiento doble, una rotación rápida y un impulso general que sólo la mano de un australiano sabe imprimirle, el arma parte conservando su dirección. Cesado el impulso, el boomerang gira en un punto determinado del espacio y tiende a caer a causa de su peso, pero como continúa girando, conserva todavía su plano inclinado, y la resistencia que le opone el aire le obliga a caer paralelamente y, por tanto, a regresar a su punto de partida. La parábola que describe se debe exclusivamente a su forma especial y al golpe que le imprime la mano del cazador. Un vuelo en el aire os explicará mejor este fenómeno. Niro, ¿ves aquel papagayo que canta en la copa de aquel árbol?
—Sí, mi amo —respondió el australiano.
—Mátalo con un golpe de boomerang.
Niro miró al árbol que tenía una altura de treinta y dos o treinta y tres metros, tomó el arma y la lanzó sin esfuerzo aparente. El madero partió revoloteando, manteniéndose a sesenta centímetros del suelo, luego, de repente, se levantó en el aire formando ángulo recto sin haber tocado punto alguno, golpeó al pobre papagayo y, describiendo una parábola, cayó de nuevo a los pies del cazador.
—¡Es maravilloso! —Exclamó Diego—. Es posible que su explicación sea correcta, doctor, pero estoy seguro de que ningún otro hombre puede hacer lo mismo, y que tal vez la verdadera causa de este sorprendente fenómeno no ha sido estudiada todavía.
—Tal vez, Diego —dijo el doctor—. Tal vez todo dependa del golpe de mano del australiano.
—¿Usan el boomerang en las guerras? —preguntó Cardozo.
—Sí, amigo mío y si encontramos salvajes, guárdate de sus bastones animados; te romperán la cabeza como si fuera una nuez.
—Conozco las boleadoras de los patagones, señor, y me guardaré mucho también de los boomerangs de los australianos. ¡Alto! ¿Y el canguro? Lo habíamos olvidado.
—Coco no lo ha olvidado —dijo Diego—. El glotón ha dado muerte a las crías y está recogiendo la caza. Espera, Coco, eso es demasiado pesado para tus espaldas.
Diego acudió en ayuda del australiano y, juntos, arrastraron la pesada presa hasta el campamento, que se hallaba a unos seiscientos pasos. El pobre animal ya estaba muerto y perdía sangre en abundancia por la herida causada por el terrible boomerang.
La noche caía rápidamente. El buftalmo ya había empezado a imitar el restallido del látigo, el pájaro campana a hacer oír sus sones argentinos, mientras en los árboles empezaban a aparecer las aves de las tinieblas, grupos de grandes murciélagos y bandadas de podargus, horribles pájaros de pico corto y ancho como la boca de un hombre, la cabeza grande y cubierta por una cresta de pelos, y las plumas de la espalda y del pecho de un color gris sucio alternado con rayas negruzcas.
La luna, la «bella que llora» de los australianos, que, según sus extravagantes creencias, había sido una mujer maravillosa y que luego Barimai, el genio bueno de los salvajes, la clavó bárbaramente en el cielo para castigarla de no sabemos qué delitos y que ahora llora estrellas, comenzaba a aparecer sobre las altas cimas de los bosques, plateando las aguas del Stevenson, mientras los dingos lanzaban sus lúgubres aullidos en busca de la caza nocturna.
Los dos marineros y el doctor, después de haber comido algunas suculentas raíces y galletas, se tendieron en el dray bajo la vigilancia del australiano. Querían dormir un buen rato, con la intención de emprender la marcha al amanecer hacia el norte.
Hacía cuatro o cinco horas que dormían, cuando el doctor notó que alguien le tiraba de las piernas. Abrió los ojos y vio al australiano que le hacía señales de que callase y le siguiese.
—¿Qué has oído? —preguntó el doctor en voz baja.
—Hay ruidos en el bosque —murmuró el australiano con un hilo de voz.
—¿Salvajes tal vez?
—No, Niro reconoce de lejos a sus compatriotas.
—¿Animales?
—No, quizá blancos.
—¡Blancos aquí!
—Sígame, mi amo.
El doctor salió del dray llevando consigo el fusil y un revólver. La noche era oscura, pues la luna ya se había puesto y no se veía más allá de cien pasos.
El australiano, cuyo finísimo oído había percibido algo, le invitó a acurrucarse en tierra y apoyar la oreja en ella.
—¿Oye usted? —preguntó.
—Sí —dijo el doctor—. Parece que se aproximan caballos. ¿Habrá algún pastor por estos contornos?
—¿Pastores aquí? Los runs están lejos y aquí no hay praderas.
—Entonces, ¿qué crees que será?
—Los bushrangers están por todas partes, mi amo.
En aquel instante se oyó una detonación y al otro lado del bosque el galope precipitado de muchos caballos que se perdía en lontananza.