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LOS PERROS SALVAJES

En los días siguientes, la pequeña caravana continuó avanzando hacia el norte, adentrándose en las regiones desiertas del interior. Después de haber atravesado sucesivamente el trecho pantanoso que se extiende entre el río Warriner y el Douglas, de haber vadeado el Davenport, el Humbon y el Neale, que como los anteriores desemboca en el lago Eire, de haber avistado los picos aislados Datton y Harwey y superado la cadena de los montes Hanson, se habían detenido en las orillas del Stevenson, otro río que nace en las laderas del monte Smith y que desemboca en el citado lago después de recibir varios afluentes, como el Albenga, el Hamilton y el Blood.

Hombres y animales estaban cansados y sentían la necesidad de unos días de reposo, después de aquella larga marcha, que se acercaba a las cien millas, bajo un sol cada vez más ardiente, con la estación avanzada y separándose la caravana de las costas refrescadas por los vientos del sur.

Durante aquella travesía no habían encontrado un solo rostro humano, ni blanco ni negro, pero el lugar donde se habían detenido prometía proporcionar a los viajeros, si no el encuentro con hombres, al menos algún pedazo de carne fresca, pues habían descubierto en las orillas del río muchas huellas de canguros y de emús, o sea avestruces australianos.

—Ánimo, amigos míos —dijo el doctor dirigiéndose a los dos marineros, que se desperezaban como dos osos después de un sueño de largas horas—. Os concedo un día entero para cazar a placer en las orillas de este río y en los bosques próximos.

—Haremos una carnicería y volveremos al dray cargados como mulos —dijo Diego, echándose al hombro su carabina y colocándose la cartuchera.

—Cuidado con alejarse demasiado, pues nos encontramos en una región salvaje; y sobre todo no os expongáis al sol, que ese bribón de Barimai hace avanzar con su dedo monstruoso. Podríais coger una insolación peligrosa.

—¿Y quién es ese Barimai?

—El genio bueno de los australianos, creador de la tierra, de los bosques, de los peces y de los hombres; un negro enorme de cabellos blancos y ojos de fuego, que realiza sus milagros en lo alto de los Warragang o Alpes australianos.

—¿Es el dios de los compatriotas de Coco?

—Sí, Diego.

—¿Y es él quien hace moverse al sol?

—Sí, pero parece que se trata de algo muy fácil para Barimai, pues lo mueve con un solo dedo.

—¡Ja! ¡Ja! —exclamó riendo Diego—. ¿Creen todo eso los salvajes?

—A pie juntillas.

—¿Y no tienen también demonio?

—Si no es precisamente el demonio, tienen un genio malo que se llama Tulugal, que reside en el fondo del Wiami, una especie de infierno. También lo llaman el Patayan y anuncia su presencia con un largo silbido.

—Si lo encontramos lo agarraremos por la nariz y lo llevaremos a Coco para que lo retenga prisionero.

—Sí, burlón.

—Vamos, Cardozo. Para la comida quiero un buen cuarto de canguro o una cabeza de avestruz.

Los dos, alegres marineros dejaron al doctor, que estaba haciendo una serie de observaciones astronómicas con el sextante y se dirigieron al oeste, remontando las riberas del Stevenson o mejor dicho del Treur, pues en su curso inferior toma este nombre.

La vegetación era espesa a lo largo de ambas orillas. De vez en cuando se veían grupos de casuarinas, hermosos árboles de madera dura, casi tanto como los árboles del hierro de Brasil, matas de xanthorrea, plantas que destilan una goma que los indígenas utilizan en la fabricación de sus hachas de piedra, espléndidas diacrideas de flores casi microscópicas, bananas silvestres y cedros australianos. Gran número de aves gorjeaban y parloteaban en lo alto de las ramas: papagayos de plumas variopintas, faisanes que imitaban el canto de todas las aves, los gritos de los animales e incluso las voces humanas; bandadas de cacatúas, aves espléndidas y barrocas, con plumas carmesí o blancas como la nieve y con una especie de cresta sobre la cabeza.

Diego y Cardozo, que avanzaban con precaución para no espantar la caza que podía esconderse entre aquellos árboles, tenían bien abiertos los ojos y atentos los oídos, pero no oían nada,

—¡Eh, marinero! —Dijo Cardozo—. Temo que tu carnicería quede en muy poca cosa. No veo ni un canguro ni ningún otro animal que merezca un tiro.

—Es cierto, hijo mío —respondió Diego—. No hay más que aves en este país, pero si no encontramos animales de pelo nos dedicaremos a los de pluma.

—Poca cosa, marinero.

—Si al menos encontrásemos un cocodrilo…

—No existen.

—O un tapir.

—Tampoco los hay.

—¡Maldito país! Falta todo lo…

—¿Qué sucede?

—¡Silencio!

—¿Qué ves?

—Algo enorme que se mueve allí abajo, detrás de aquella mata.

—Pero si no hay animales grandes en este país.

—¡Rayos y centellas! ¿Pretendes que veo algo que no existe? Te digo que allí hay algo enorme.

—Pues has visto mal y…

Se interrumpió bruscamente, acurrucándose detrás de un arbusto, con el asombro pintado en el semblante.

—¿También yo estoy viendo visiones? —murmuró.

Un ave gigantesca, de dos metros de altura, plumas blancas y negras, cuello desproporcionado y largas y robustas patas, removía la tierra con su pico, buscando con avidez insectos que engullía glotonamente. Parecía no darse cuenta de la presencia de los cazadores, porque se hallaba perfectamente tranquila.

—¿Tenía o no razón? —Preguntó Diego a Cardozo—. Fíjate qué pajarraco.

—¡Pajarraco! Es un avestruz, Diego.

—¡Un avestruz! ¡Estás loco! Los avestruces sólo existen en África.

—Pues yo te digo que es un auténtico avestruz africano.

—¡En Australia…! Que no estamos en África, Cardozo…

—Y sin embargo no me engaño, marinero, y si el doctor estuviera aquí confirmaría mis palabras.

—¿Pero cómo quieres que haya llegado hasta aquí?

—Ignoro los motivos por los que un avestruz puede encontrarse en Australia, pero creo que bien vale un tiro —respondió Cardozo.

—Es lo que yo decía —dijo Diego—. Apunta bien y cuida de no fallar el tiro, porque si huye no se deja atrapar ni por un caballo.

—No temas, marinero: tengo el pulso seguro y buena vista.

Apuntó la carabina con toda atención, e hizo fuego.

Herido por la infalible bala del joven cazador, el avestruz abrió las alas como para sostenerse; giró dos o tres veces en redondo y cayó sobre un arbusto.

Los dos marineros estaban a punto de precipitarse sobre la pieza, cuando vieron que sobre la hierba saltaban siete u ocho animales de piel rojiza, mezclada de pelos negros, orejas cortas, con el cuerpo más alto que el de los lobos, pero semejante al de los zorros.

Lanzando aullidos lastimeros, se arrojaron sobre el avestruz, que se debatía entre los dolores de la agonía y empezaron a morderle con furor, haciendo crujir sus huesos con sus robustas mandíbulas.

—¡Demonios, son perros! —Exclamó el maestro—. Despacio, amigos, que la presa es nuestra y ¡ay del que la toque!

—Son dingos —dijo Cardozo—. Rápido, marinero, o no nos dejarán más que las plumas.

Saltando sobre las matas se dirigieron al avestruz. Viendo a los dos intrusos, los perros salvajes alzaron las cabezas mostrando sus aguzados dientes y mirándolos con unos ojos malignos y oblicuos que traicionaban sus intenciones nada pacíficas.

Dos o tres culatazos dados con mano dura los persuadieron para marcharse del lugar y abandonar la gigantesca presa, que quizás habían estado espiando desde mucho tiempo antes, esperando el momento oportuno para asaltarla.

—Esa canalla nos ha estropeado a esa pobre ave —dijo Diego—. Pero aún queda carne suficiente para tres o cuatro comidas.

—Comprueba que es un avestruz verdadero —dijo Cardozo.

—Tienes razón, hijo mío. Pero estoy intrigado por saber cómo esta ave gigantesca se encuentra en este país que no es el suyo.

—El doctor se encargará de explicarnos este misterio —dijo Cardozo—. ¿Volvemos al campamento?

—Continuemos la batida. Acaso encontremos algo mejor. Un canguro, por ejemplo, sería muy bien recibido, y ardo en deseos de encontrarme con uno de esos animales.

—Pero ¿quieres que carguemos con este avestruz? No iremos muy lejos.

—Lo dejaremos aquí.

—Y los perros salvajes se lo comerán.

—No tocarán ni una pluma. Ayúdame y verás.

Se quitó una cuerdecilla que llevaba alrededor del cuerpo, la arrojó sobre una rama robusta y ató un extremo a las patas del avestruz.

—¡Ahora iza! —gritó, tomando el otro extremo.

Cardozo, que había entendido la maniobra, se apresuró a ayudarlo, y el avestruz, a pesar de su peso, fue levantado hasta la rama, que distaba cuatro metros del suelo.

—Ya está el pollo seguro —dijo el maestro, anudando sólidamente la cuerda—. Que vengan ahora los perros, si quieren.

—¡Adelante! —dijo Cardozo.

Cargaron las armas y volvieron a ponerse en marcha, sin preocuparse de los lúgubres aullidos de los dingos, que parecían muy descontentos por haber perdido su presa.

Prosiguiendo a través del bosque, llegaron al extremo de una llanura que parecía extenderse hacia el este.

—¡Diablos! —exclamó Cardozo, deteniéndose bruscamente—. ¿Qué es eso?

—Una cabaña.

—¿Pero qué cabaña? Si parece un escenario.

—¿Crees que los salvajes vienen aquí a dar representaciones teatrales?

—¡Pues tienes razón! —exclamó Diego atónito—. Vayamos a ver de qué se trata. Este es el país de las sorpresas.

En medio de la llanura se alzaba una especie de escenario, formado por cuatro o cinco palos cruzados que sostenían una plataforma. Observando atentamente aquella extraña construcción, los dos marineros descubrieron que encima de ella había una masa informe cubierta de pieles y cortezas de árboles de la goma.

Bajo la plataforma aullaban lúgubremente una docena de perros salvajes, por encima revoloteaban muchos milvus, pequeños halcones de plumaje rojizo y algunos haliaestur, especie de halcones más grandes, los cuales se precipitaban de vez en cuando sobre aquella masa informe, tratando de destrozar las pieles y las cortezas.

—Cuanto más lo miro menos lo entiendo —dijo el maestro—. ¿Se esconderá ahí dentro un animal de nueva especie?

—O una carroña —dijo Cardozo, que en aquel momento olfateaba el aire.

—¿Una carroña?

—¿No hueles, marinero?

—¡Caramba!, tienes razón, hijo mío. Acaso sea la despensa de alguna tribu salvaje. Me han asegurado que les gusta la carne corrompida.

—Vamos a ver.

—Pero ¿y los perros?

—Los pondremos en fuga.

Atravesaron el espacio que los separaba de aquella construcción y con dos disparos Obligaron a los dingos a alejarse, no sin que antes mostrasen éstos sus robustos dientes y lanzasen amenazadores aullidos.

Un hedor horrendo de carne putrefacta apestaba el ambiente; parecía que sobre la plataforma se corrompía algo.

Los dos marineros, muertos de curiosidad, se despojaron de los fusiles y subieron por los palos a la plataforma.

Al aparecer sobre ella, los halcones huyeron, lanzando agudos chillidos. A pesar del olor insoportable que despedía aquel envoltorio de pieles y cortezas, miraron dentro de él y descubrieron un cadáver medio putrefacto, completamente desnudo, de piel negra aunque cubierta a trechos de pintura blanca y amarilla.

—¡Por Satanás! —Exclamó Diego—. Es la carroña de un salvaje. Extraña costumbre la de los australianos de exponer sus cadáveres a los halcones y a los perros.

—Vayámonos, marinero —dijo Cardozo—. Este olor nauseabundo me ahoga.

—No espero otra cosa. ¡Al diablo con los salvajes y sus tumbas!

Iban a retirarse, cuando debajo de ellos se oyeron aullidos diabólicos.

—¿Qué ocurre ahora? —preguntó Diego, deteniéndose.

—¡Por las barbas de una foca! —Exclamó Cardozo—. ¡Estamos sitiados!

—¿Sitiados? ¿Por quién?

—Por los dingos.

—¿Qué dices? ¿Se atreverían esos perros…?

—No se atreven, pero aguardan para ver si pueden hincarnos los dientes.

—Con cuatro buenas patadas…

—Te devorarían en un instante. Hay unos cincuenta.

—¿Cincuenta perros?

—¡Mira!

Diego se inclinó sobre el borde de la plataforma, miró, e hizo un gesto de rabia. Mientras habían estado ocupados en examinar la tumba, unos cincuenta perros se habían reunido silenciosamente bajo la extraña construcción y esperaban que descendiesen para asaltarlos.

—¡Rayos y centellas! —Exclamó Diego—. Veremos cómo salimos de ésta.

—Y los fusiles están ahí abajo —añadió Cardozo.

—¡Y yo que siempre había considerado inofensivos a estos animalitos!

—Lo son, cuando son pocos, pero cuando se reúnen en grandes bandas, se vuelven audaces y asaltan a los pastores y a sus rebaños. Sé que una bandada de estos perros devoró hace tres meses a un pastor con sus mil doscientas cabezas de ganado.

—Deja en paz a ese pastor y veamos la manera de salir de esta peligrosa situación. ¿Intento bajar? Tengo el cuchillo y si puedo llegar hasta los fusiles, esta canalla lo pagarán caro.

—No te lo aconsejo. Tienen dientes robustos y una fuerza superior a la del lobo.

—¿Y quieres que nos quedemos aquí, con esta apestosa carroña? Déjame intentarlo.

El maestro sacó del cinto su cuchillo marinero, se lo puso entre los dientes, se agarró al borde de la plataforma y alargó las piernas hacia uno de los palos de sostén, los dingos se pusieron a aullar furiosamente y se lanzaron contra el palo, intentando apresar las piernas de Diego, el cual viéndose en peligro tan inmediato se alzó rápidamente sobre la plataforma.

—¡Están rabiosos! —exclamó.

—Tienen hambre, marinero —dijo Cardozo, riendo a carcajadas.

—¡Ah! ¡Tienen hambre! Pues bien, que vayan comiendo del muerto.

Y Diego, tapándose con una mano la nariz para defenderse del horrible hedor, empujó con la otra al muerto y lo dejó caer sobre la hambrienta manada de dingos que, aullando, se precipitó sobre el nauseabundo fiambre como si se tratara de un pastel de boda.