CUARENTA MILLAS AL NORTE
La pequeña caravana se encontraba delante de una corriente de agua que cortaba el camino hacia el este. Era el Gamber, un río de poca importancia, escaso de agua, que nace en los contrafuertes de una cadena de montañas llamadas Turret, en el declive del pico Hamilton, el cual se halla un poco más al norte, completamente aislado. El Gamber va a desembocar en el lago Eire, extensa cuenca que se encuentra hacia el este siguiendo la línea del meridiano 137.
En el punto adonde habían llegado los exploradores, corría aprisionado entre dos riberas, las cuales presentaban de vez en cuando profundas excavaciones que se dirían producidas por instrumentos mineros. La vegetación se reducía a unas cuantas matas de la especie sofori, en medio de las cuales revoloteaban unas docenas de pequeños pájaros de vientre amarillento y dorso cubierto de plumas grises.
Niro descendió del dray para observar el terreno y, habiéndolo encontrado adecuado para atravesar el río, empujó a los bueyes al agua maniobrando con mano maestra el descomunal látigo.
La pesada máquina descendió por la orilla, penetró en la corriente, que era débil y poco profunda, y la atravesó alcanzando la ribera opuesta. Para los caballos esta primera travesía fue un simple juego, pues estaban acostumbrados a pasar a nado anchos espacios de agua.
Alcanzada la costa, se ofreció ante la caravana una selva que parecía encaramarse por los flancos de una cadena de montañas que limitaba el horizonte por el norte. Estaba compuesta por los árboles habituales, black-wood, stryn-back y blood-wood; pero se veían bellísimos wattles o árboles entrelazados, como los llamaban los colonos y alcohol-wood o árboles alcohólicos, cubiertos, ahogados entre las espirales de gigantescas lianas.
Al aparecer los exploradores en medio del bosque oyeron unos chillidos y vieron huir centenares o millares de conejos, que se apresuraban a esconderse en sus madrigueras.
—¡Diablo! —Exclamó Diego—. ¡Conejos aquí, y los hay a millares…!
—¿Te sorprende? —preguntó don Álvaro.
—Un poco, lo confieso, doctor. Estos animalitos no deben de ser indígenas de este continente.
—Es cierto, Diego. Han sido importados hace pocos años de Inglaterra; pero parece que estos roedores han encontrado aquí un verdadero paraíso, porque en muy poco tiempo se han propagado de tal modo, que constituyen un peligro para la agricultura. En ciertas regiones se han multiplicado de tal manera, que lograron infestar bosques y praderas, obligando a los labradores a huir de tales lugares para no morir de hambre, porque se comían las cosechas en cuanto apuntaban.
—¿Y por qué no los cazan? ¡El conejo estofado es un plato delicioso!
—Han realizado verdaderas matanzas de estos animales; pero no ha servido de nada. El gobierno acordó dar premios a los cazadores de los rabbits (así se llaman aquí los conejos) y a los inventores de lazos para destruirlos; se trató de envenenarlos con estricnina, aunque todo sin resultado. Mataban diez mil, y nacían veinte mil. Ahora se trata de introducir aquí zorras; pero temo que estos astutos animales se multipliquen de tal modo, que no dejen a los colonos un ave de corral.
—He aquí una cosa que conviene saber.
—¿Y por qué, Diego?
—Porque, si alguna vez me falta trabajo, vendré aquí a cazar rabbits para ganar algún premio.
—Llegarías tarde, Diego.
—¿Por qué, doctor? —preguntó Cardozo.
—Porque se han abolido los premios a fin de impedir que los conejos aumentasen en vez de disminuir.
—¿Por qué motivo?
—Porque los cazadores, en vez de destruirlos, los criaban secretamente en sus granjas para llevar después a la ciudad mayor número de cabezas.
—¡Bribones! —Exclamó Diego soltando una carcajada—. ¡Buena ocurrencia, pardiez…!
Mientras hablaban de este modo, la caravana avanzaba a través del bosque, que dejaba acá y allá amplios espacios por los que podía pasar cómodamente el inmenso dray. Pero la marcha era lenta, porque el calor era cada vez más sofocante y los bueyes no aceleraban el paso a pesar de la insistencia del drayman y sus latigazos.
A mediodía hicieron un alto de un par de horas para preparar la comida, compuesta de un conejo asado que Cardozo había abatido de un certero disparo, carne en conserva y té, bebida indispensable en aquellas regiones y en aquella estación.
A las dos se ponían en marcha subiendo las laderas de los montes Turret y penetrando en la profunda garganta, luego descendieron a una pradera sembrada de flores y de altas matas de cinco metros de altura, sobre las cuales revoloteaban bandadas de graciosos papagayos de plumas amarillas, verdes, azules y rosadas, que pertenecían a la especie trichoglossus.
—¡El bush! —exclamó el doctor.
—¿Qué es el bush? —preguntó Cardozo.
—Una llanura inmensa herbácea, donde los animales encuentran pasto en abundancia.
—¿Pertenece a alguien?
—Tal vez a algún rico ganadero.
—Pues no veo ninguna casa.
—Los establecimientos están tan alejados unos de otros que quién sabe dónde se encontrará el que controla esta inmensa llanura que parece no tener límites y que constituye un run.
—No entiendo nada, doctor —exclamó Diego riendo.
—He dado el nombre verdadero a esta llanura. Los runs son espacios cedidos por el gobierno a los squatters, es decir, a los agricultores y ganaderos.
—¿Regalados o mediante pagos?
—Se cede gratuitamente por cinco años y, si durante este tiempo el squatter mejora el terreno, la cesión se prorroga por otros diez años —respondió el doctor.
—Es generoso el gobierno australiano, pero en realidad regala tierras que no le costaron un céntimo y que pertenecían a los compatriotas de nuestro Coco —dijo Diego.
—Trata de hacer productivo el continente y lo está consiguiendo.
—Y si yo me presentase, ¿me daría también gratuitamente un pedazo de terreno?
—No sólo eso, sino que, si acreditases tu condición de agricultor, te concedería el derecho de elegir el mejor terreno que encontrases en los runs de los grandes propietarios.
—¿Y esos grandes propietarios se dejan arrebatar tranquilamente el pedazo más productivo de sus terrenos?
—De buen grado o por la fuerza, es preciso que se adapten y lo cedan. Pero te aseguro que no te verían con buenos ojos y buscarían todos los medios lícitos o ilícitos para mandar al diablo al «comedor de cacatúas».
—¿Así, que yo me convertiría en un comedor de cacatúas?
—Así llaman los squatters a los pequeños agricultores, teniéndolos por tan pobres que sólo pueden alimentarse de la carne de esos pájaros.
—¿Y me hostigarían?
—¡De qué manera! Entre los grandes y pequeños agricultores media un odio profundo que siempre termina a tiros. Los peones y campesinos de los primeros desprecian a los segundos y éstos se vengan robando a sus perseguidores bueyes, cameros y hasta algún caballo. Las luchas son frecuentes y terminan en tiroteos. Cuando alguien comete un homicidio se esconde en el interior del país con la seguridad de que la policía indígena no irá a buscarlo y se hace bandido.
—Prefiero hacer de marinero, doctor.
—Lo creo, Diego —respondió Cristóbal.
—¡Warranga! —exclamó en aquel instante el negro saltando velozmente a tierra y precipitándose sobre unas hojas que por su color contrastaban con las demás de la llanura.
—¿Algún animal? —preguntó Diego.
—No —respondió el doctor—. Son raíces que gustan mucho a los indígenas y que se afirma que son excelentes.
—Vayamos a buscarlas. ¡Busca, Coco, busca!
El negro no necesitaba ningún estímulo. Armado de un cuchillo que le había regalado el doctor, escarbaba casi con encarnizamiento, sacando de la tierra grandes raíces bulbosas parecidas a patatas de gran tamaño.
—¿Se comen así mismo? —preguntó Diego.
—No, se cuecen bajo las cenizas —respondió el doctor—. Los salvajes acostumbran a comerlas junto con la goma de los árboles.
—¿Comen goma los compatriotas de Coco?
—Puede decirse que durante la estación invernal constituye su único alimento. Cuando los árboles empiezan a perder la corteza, que cae al revés que las hojas que siempre se mantienen, los salvajes se congregan en los bosques y se dedican a la recolección de la goma que trasuda por los poros de las plantas. La llaman la «estación del descortezamiento» y la esperan con verdadera ansiedad.
—¿Y esta goma se encuentra en todos los árboles? —preguntó Cardozo.
—No, pero son muchos los que la producen; en realidad son los más numerosos.
—¿Y no dan fruta?
—¿Qué fruta? Los árboles australianos no producen esas cosas —dijo el doctor.
—¡Uf! ¡Qué país! —exclamó Diego.
Terminada la recolección de las raíces, Niro las llevó al dray, subió a su puesto y la caravana se puso en marcha avanzando a través de aquella vasta llanura herbácea salpicada de espléndidas flores, entre las que destacaban las pelargonias, semejantes a las dalias europeas.
Aquella región, aunque próxima a la costa, parecía absolutamente desierta. No se veía ni una casa, ni una cabeza de ganado, ni siquiera algún pastor o algún salvaje. Sólo, de vez en cuando, se veía huir, rápidos como flechas, a los conejos y revolotear en lo alto algunas palomas de la especie mionis alba, de plumas blancas, y algunas bandadas de bernicle jubate, feas aves acuáticas, grandes como nuestras gallinetas, de cuello largo y delgado, plumas blancas con dibujos negros o marrones y que se dirigían hacia el este, es decir, al lago Eire.
Al anochecer, después de haber recorrido una distancia de unas cuarenta millas, la caravana se detuvo en la extremidad meridional de una pequeña laguna, alimentada por el Warriner, río que desemboca en el lago Eire después de un breve curso.
Aun cuando no se encontrasen todavía en la zona habitada por los salvajes y aun cuando en Australia no hay animales peligrosos, a excepción de los dingos, terribles perros que suelen agruparse en gran número, el doctor, como hombre prudente, hizo encender un gran fuego y estableció tumos de guardia.
La noche pasó tranquilamente. Los únicos ruidos que se oyeron fueron los estallidos del pájaro-látigo y los toques argentinos del pájaro-campana, o las risotadas del pájaro-burlón que resonaban en medio de una espesa mata.
Al amanecer, Niro, después de haber preparado el té, unció los animales al carro; el doctor y los dos marineros montaron en sus caballos y reemprendieron la marcha atravesando el río y costeando la orilla oriental de la laguna.
Cardozo y Diego, que no perdían detalle, una vez pasado el río, descubrieron profundas excavaciones semejantes a pozos, iguales a las que ya habían visto en las orillas del Gamber.
—¿Han sido los salvajes quienes han excavado este terreno? —preguntaron al doctor.
—No, fueron los blancos durante el período llamado de la fiebre del oro —respondió don Álvaro.
—¿Para buscar oro?
—Sí, amigos míos.
—¿También produce oro este continente? —preguntó Cardozo.
—Lo dio en gran cantidad durante muchos años. Y hasta puede decirse que ese precioso metal fue el que pobló rápidamente estas costas y enriqueció sus ciudades. Los milagros que realizó en California se repitieron aquí.
—Cuente, doctor.
—El descubrimiento de la primera pepita se produjo el 3 de abril de 1851 cerca de Sommer-Hill, en las proximidades de Sidney, pero al principio no se dio mucha importancia a la cosa. Sin embargo, cuatro meses después, un conductor de carros, mientras costeaba la bahía de Andersen, encontró en un estrato fangoso un bloque de oro de treinta y dos onzas de peso.
—¡Vaya suerte! —exclamó Diego.
—La noticia del descubrimiento conmovió a los habitantes de Victoria. Una auténtica fiebre, la fiebre del oro, se apoderó de la población blanca, que se arrojó a través de las praderas y los montes hurgando impacientemente las entrañas de la tierra. Hombres que unos días antes se morían de hambre, en pocas semanas se hicieron millonarios. Se encontraron pepitas de un valor inmenso, de varias libras de peso. La noticia del descubrimiento cruzó el océano, llegó hasta América y Europa, de donde llegaron mineros a millares. En tres años la región aumentó su población en más de doscientas mil almas, vio surgir nuevas ciudades como por encanto y engrandecerse las que ya existían. El comercio se paralizó, porque todos abandonaban la ciudad; negociantes, médicos y hasta marineros abandonaban sus ocupaciones para ir en busca del precioso metal. Y la fiebre no cesó hasta que este territorio fue registrado en todas direcciones y agotada la última pepita.
—¡Qué suerte tienen estos ingleses! —Exclamó Diego—. Donde ponen el pie encuentran…
—¿Qué es lo que encuentran? —preguntó el doctor.
—Hasta animales completamente desconocidos —dijo Diego, que se había detenido bruscamente.
El doctor se volvió y lo vio erguido sobre el caballo, con cara de asombro y la mirada fija en un grupo de árboles.
—¿Qué te sucede, amigo mío? —le preguntó.
—Señor doctor —dijo el marinero—. ¿Ha visto usted alguna vez gatos que vuelan?
—¿Gatos que vuelan? ¿Te has vuelto loco, querido amigo?
—No, ¡por cien mil diablos! Vuelvo a preguntarle si ha visto alguna vez un gato volando.
—Parece que el sol te ha trastornado el cerebro, marinero —dijo Cardozo.
—Todavía no, muchacho.
—¿Entonces?
—Os digo que he visto pasar un gato que volaba.
—Es una zorra —exclamó el doctor soltando una carcajada.
—¡Una zorra! Pero volaba, se lo aseguro.
—Una zorra voladora.
—Con su permiso, doctor, nunca lo creeré si antes no puedo ver ese extraño animal. ¿Una zorra con alas? ¿Pero qué clase de país es éste?
—¿Dónde la has visto?
—Allá abajo, doctor, en medio de aquel grupo de árboles.
—Vamos a ver.
Mientras Niro continuaba el camino bordeando la laguna, los jinetes se dirigieron hacia el grupo de árboles, formados por una docena de estramonios de quince a veinte metros de altura, mirando atentamente entre las ramas.
Su búsqueda no duró mucho, porque atrajo su atención un grito ronco que partía de un espeso grupo de ramas. Mirando hacia aquel lugar descubrieron un animal singular, el «gato volador» de Diego. Era grande como una zorra, pero hasta cierto punto parecía un gato, pues tenía una cabeza parecida a la de este animal, y lo que era realmente sorprendente, dos alas de extraña figura formadas por dos membranas que unían las patas anteriores con las posteriores, dejando libres los dedos.
Al verse descubierto desplegó las membranas y revoloteó unos cincuenta o sesenta metros, describiendo una parábola. Al tocar tierra volvió a emprender el vuelo y fue a posarse en la rama de otro árbol.
—¡Diablos! —Exclamó Diego, que estaba atónito de estupor—. ¿Se ha visto nunca volar a un gato?
—Es un kübung —dijo el doctor—. Un animal bastante curioso pero que también se encuentra en muchas islas del archipiélago malayo.
—¿Es bueno para comer?
—No lo creo, glotón.
—¿De qué se alimenta? ¿Caza ratones como sus congéneres sin alas?
—Se alimenta de insectos, murciélagos y mamíferos que caza por la noche. Raras veces se le ve de día.
—Si no es bueno para comer, ya se puede ir al diablo.
—Vamos, amigos —dijo el doctor.
Espolearon a los caballos y alcanzaron el carro, que marchaba lentamente hacia el norte, desviándose un poco hacia el oeste.