A TRAVÉS DEL CONTINENTE MISTERIOSO
Mientras el salvaje de cabeza de chimpancé les traía la botella y los vasos, el doctor y los marineros se sentaron dentro del tronco del árbol, único lugar donde se podía gozar un poco de sombra pues era tan enorme que seis hombres no podrían abarcar su tronco.
—¡A vuestra salud, amigos! —dijo el doctor, alzando el vaso lleno hasta el borde.
—¡A vuestra salud, señor, y por el buen éxito de la expedición! —contestaron los marineros.
Después de apurar de un solo trago el vino espumoso, el doctor encendió un cigarrillo mientras Diego se llevaba a la boca un buen pedazo de tabaco.
—Os había traído en mi compañía —continuó el doctor— para hacer un simple viaje alrededor del mundo con algunas paradas en los puntos más interesantes y algunas excursiones por los grandes bosques australianos, o por la espesa selva de la península indostánica, o entre los baobabs gigantes de África. Pero, como dicen los marineros españoles, el hombre propone y Dios dispone, y este proverbio se acomoda perfectamente a mi caso. Sí, amigos, vamos a interrumpir nuestro viaje alrededor del globo y sustituirlo por un paseo a través de este continente misterioso.
—Nuestras piernas son fuertes —dijo Diego—. Poco nos importa ir a un sitio u otro. ¿No es cierto, Cardozo?
—Es lo mismo —respondió el joven marinero—. En vez de ver la India, África o cualquier otra región, visitaremos este continente, que tal vez sea el más interesante.
—Bien dicho, Cardozo —dijo el doctor—. Pero sin duda ignoráis el objeto de esta expedición.
—Por completo —dijo Diego.
—Se trata de encontrar a un compatriota nuestro que salió de Melbourne hace seis meses para explorar el interior del continente y que ha desaparecido.
—¿Quién es ese compatriota? —preguntaron a una Diego y Cardozo.
—El señor Benito Herrera, valiente científico que se había propuesto explorar los desiertos pedregosos del interior y llegar a las costas septentrionales del golfo de Carpentaria, un hombre ilustre que ha dotado a nuestro país de espléndidas colecciones de animales, plantas e insectos recogidos en infinidad de regiones del mundo. Después de haber hecho una exploración en Birmania, hacia las fuentes del Irawadi, desembarcó en Australia con intención de visitar este continente tan extraño, pero, como os dije, no se tienen noticias suyas y se teme que se encuentre prisionero de las tribus del lago Wood. El gobierno inglés, interesado por el nuestro, ha hecho ya investigaciones e interrogado a todos los salvajes que proceden del interior, aunque con escaso éxito. Sólo se sabe que hace unos tres meses un hombre blanco, cuyas señas coinciden con las de nuestro compatriota, fue visto solo en las proximidades del lago Wood, y nada más. Se sospecha, no obstante, que no está muerto, pero es posible que haya sido hecho prisionero por alguna tribu de indígenas. Después de telegrafiar a mis amigos del Paraguay comunicando mi llegada a Adelaida, recibí un despacho de nuestro gobierno en que se me rogaba, de ser posible, que hiciera las investigaciones precisas sobre la desaparición de nuestro desgraciado compatriota y se me autorizaba a prolongar mi estancia todo el tiempo que fuera necesario. Recibí esta comunicación cuando ya habíamos llegado a Augusta. Inmediatamente partí para Adelaida, sin deciros nada acerca del objeto de mi repentino viaje, y desde allí telegrafié pidiendo un año de licencia, pues había decidido emprender una minuciosa exploración por el interior.
—¿En busca de nuestro compatriota?
—Sí, Cardozo —respondió el doctor.
—Estamos dispuestos a seguirle, señor —dijo Diego—. Disponga como guste de nosotros.
—Sabía que estabais decididos a acompañarme, amigos, por eso os encargué todo lo necesario, para no perder un tiempo precioso.
—¿Partiremos los tres solos?
—Sí, Cardozo.
—¿Y Coco?
—Nos acompañará —dijo el doctor sonriendo—. Tu Coco es un valiente, feo como el diablo, pero fiel y conocedor del interior del país. Acompañó al explorador Burke en una larga expedición y seguro que no lo hubiese dejado de no haber tenido que acompañar a la segunda expedición, guiada por Wright.
—¿Durará mucho este viaje? —preguntó Cardozo.
—Todo depende de los obstáculos que encontremos. Podemos cumplirlo en seis meses, pero también podría prolongarse hasta ocho, diez, doce, y tal vez más.
—¿Piensa atravesar todo el continente?
—Lo ignoro, Cardozo, pues no sabemos dónde hallaremos a nuestro compatriota, o al menos sus huellas. Pero es probable que lo atravesemos. Ya he rogado a un inglés amigo mío, que había puesto su yate a mi disposición, que lo dirija a las islas Edward Pellew, en el golfo de Carpentaria, dentro de cuatro meses, de donde podremos regresar por mar. Tengo su palabra, y si nos vemos obligados a llegar hasta allá, lo encontraremos.
—¿Y nos aguardará mucho tiempo?
—Tres meses.
—¡Qué inglés tan generoso! —dijo Diego.
—Es un hombre muy rico y amigo de nuestro compatriota, y suele financiar investigaciones científicas.
—¿Qué extensión tiene el continente? —preguntó Cardozo.
—Dos mil cuatrocientas millas de este a oeste y mil setecientas de norte a sur —respondió el doctor.
—¿Y lo atravesaremos de sur a norte?
—Sí, Cardozo, y seguiremos los 134°, 135°, 136° y 137° de longitud, es decir, la dirección tomada por Herrera.
—Ya sabemos bastante, señor —dijo el maestro—. Sólo pido que partamos.
—Y yo también —dijo Cardozo—. Son apenas las diez de la mañana y antes de la noche podemos haber recorrido un buen trecho.
—¿Están dispuestos los animales?
—Los bueyes ya están uncidos al dray —respondió Diego— y nuestros caballos ensillados.
—¡Un momento y partimos!
Cristóbal sacó de su cinto un largo cuchillo español, arrancó del árbol un pedazo de corteza y escribió en el tronco:
El doctor Álvaro Cristóbal, 30 noviembre de 1870.
Después dijo:
—Y ahora en marcha, amigos.
Entraron bajo el grupo de árboles gigantes bajo los cuales mugían y relinchaban los animales.
Allí, un dray inmenso, uno de aquellos carros monumentales cubiertos de tela blanca que los pastores australianos conducen en sus largas excursiones, auténticas fortalezas desde dentro de las cuales pueden defenderse contra los ataques de los feroces salvajes y guarecerse de noche con seguridad, se hallaba dispuesto para partir. Las seis parejas de bueyes sólo aguardaban la señal del conductor para ponerse en marcha.
Detrás de aquella casa ambulante, tres soberbios caballos, de pura sangre, que hubieran constituido el orgullo de cualquier ganadería europea, relinchaban impacientes.
Después de haber examinado cuidadosamente el carro y las numerosas cajas que contenía y de haber admirado los animales, dijo el doctor:
—A tu puesto, Niro, y nosotros a los caballos.
El negro se sentó en la parte delantera del carro, empuñando un largo látigo de unos tres metros; el doctor y los marineros saltaron sobre sus caballos después de haber puesto los fusiles en el arzón y de haber colocado los revólveres en las pistoleras de las sillas, y la caravana se puso en marcha hacia el norte, bordeando el bosque.
El calor era intenso, pues ya había comenzado el verano, estación que en Australia comienza cuando en nuestros países caen las primeras nevadas. El sol dejaba caer verticalmente sus rayos sobre las cabezas de nuestros audaces exploradores, y las hojas de los árboles, por su extraña disposición más vertical que horizontal, no conseguían mitigarlo; pero nadie se quejaba pues los tres blancos estaban acostumbrados a los calores del Paraguay y el negro a aquellos rayos de fuego del continente australiano.
Finalmente aquel bosque, constituido en su mayor parte por black wood o madera negra, stryn-back o árboles de corteza fibrosa y de blood-wood o madera de sangre, parecía haberse transformado en un verdadero homo, pues, por una rareza inexplicable, los bosques australianos, en vez de ser frescos y húmedos como los nuestros, son secos y sin sombras, monótonos y de aspecto triste.
—¡Extraño país! —Exclamó Diego, que cabalgaba detrás del pesado dray, al lado del doctor y de Cardozo—. ¿Puede haber otro peor bajo la capa del sol? Ni siquiera en los bosques se puede estar un poco fresco.
—Y esto no es nada. Cuando lleguemos a los desiertos pedregosos del interior, sentirás cómo se te cuece la piel.
—¿Qué dice, señor? ¿Desiertos de piedra? ¿Pero, también son diferentes los desiertos en este continente?
—Aquí todo es distinto, amigo Diego. Es un continente extravagante; tanto, que algunos científicos, maravillados, han opinado que este país es un pedazo de cometa precipitado sobre la tierra o un bólido inmenso.
—Pero dígame, señor, ¿son realmente piedras lo que cubren los desiertos o gruesos granos de arena?
—Piedras monumentales diseminadas en un espacio inmenso.
—Entonces, el viento no las levantará como las arenas del desierto.
—No, Diego.
—Pero ¿quién las ha colocado allí?
—¿Quién lo sabe? Tal vez cayó en aquellas regiones una lluvia de aerolitos hace muchísimo tiempo, o tal vez se deba a un fenómeno que hasta ahora nadie ha conseguido explicar.
—¿Y hace calor entre aquellas rocas?
—Como para quemarte vivo, Diego.
—¿Y atravesaremos nosotros ese desierto?
—Sí, lo atravesaremos.
—Dígame, señor, ¿hace mucho tiempo que se conoce este enorme continente? —preguntó Cardozo.
—Es algo difícil de decir, Cardozo, porque todavía se ignora quién lo descubrió y la época exacta. Los más otorgan tal honor a Abel Tasman, sin preocuparse de hacer más investigaciones; otros a Teodoro Hertoge, pero parece que el honor del descubrimiento corresponde, antes que a los holandeses, a los portugueses, los cuales debieron ver este continente en 1500. Pero también puede ser que en vez de haberlo visto hubiesen tenido noticia de su existencia por los malayos que llegaban a estas costas para la pesca del trepang, especie de molusco coriáceo, muy apreciado en los mercados chinos. Pero yo sé que en el Museo de Londres existe un manuscrito francés del siglo XV con un mapa en el que se incluye una tierra que lleva muchos nombres portugueses y que parece tratarse precisamente de Australia. Pero el honor de haber dado a conocer la existencia de este continente corresponde al holandés Hertoge, el cual lo llamó primero Eendrachttland o Tierra de la Concordia y exploró las costas occidentales en 1616. Después de él, de 1618 a 1626, exploraron las costas otros capitanes holandeses: Edels, Cartens, Nuitz, Witt, que puso su nombre a un trecho de la costa noroeste, Pellesart y, finalmente, Tasman, que exploró las costas meridionales en 1642, descubriendo la isla de Van Diemen, que al principio se creyó se trataba de una prolongación del continente, y las costas meridionales en 1644, adentrándose en el golfo de Carpentaria. Él fue quien la llamó Nueva Holanda, nombre que ha quedado para designarla, aunque por lo general hoy se la ama Australia.
—¿Y Holanda no pensó ocuparla?
—Nunca, e hizo mal, pues se hubiese beneficiado de una de las más espléndidas colonias.
—¿Y cuándo la ocupó Inglaterra? —preguntó Cardozo que parecía muy interesado en el tema.
—Hace poco menos de cien años, precisamente en 1787, por consejo del célebre navegante Cook y para compensar la pérdida de las ricas colonias de América del Norte. La misión de ocuparla fue confiada al comodoro Philipp, el cual zarpó de Inglaterra con once navíos llevando a 1160 personas entre los cuales iban 757 presidiarios y 192 mujeres, condenados todos a la deportación. Antes, el gobierno inglés había pensado enviar sus presidiarios a África, a la Colonia de El Cabo, pero después los mandó a Australia, e hizo bien. Philipp desembarcó en una bahía que llamó Bottany-Bay, pero, al no parecerle adecuado el lugar, fundó una colonia cinco leguas más lejos a la que llamó Paramatta y después Sidney, donde se instaló definitivamente el gobierno de la colonia. Pero los primeros momentos fueron bastante difíciles. Philipp no había llevado en su barco más que un toro, cuatro vacas, un ternero, un garañón, tres yeguas, treinta y cuatro ovejas, cinco corderos y algunos cerdos. Los primeros colonos pasaron momentos difíciles y sufrieron hambre muchas veces, pues los presidiarios, en vez de cultivar la tierra, huían a los bosques para gozar de libertad. Uno de los más ricos funcionarios escribía a sus padres que esperaba morir de hambre en cuestión de días. Pues bien, de aquel millar de personas, en poco menos de cien años, surgió la colonia que ahora veis, rica, próspera, populosa, con espléndidas ciudades, y aquellos pocos animales se reprodujeron de tal manera que hoy se cuentan en Australia seiscientos mil caballos, cinco o seis millones de bueyes y cuarenta millones de ovejas. ¡Quién hubiera dicho a Philipp y a aquel funcionario que temía morir de hambre que, un siglo después, aquella colonia microscópica había de enviar sus productos a la vieja Europa!
—La historia de esta colonización es maravillosa —dijo Cardozo.
—Maravillosa es poco; es única, increíble, amigo mío.
—¡Alto! —Dijo en aquel momento Niro—. ¡El Gamber…!