En el país cátaro

Si llegamos al Languedoc desde el norte, tras dejar atrás ciudades como Aviñón, Nímes, Montpellier y Béziers, pronto queda claro que se está tramando algo raro. Vous étes en pays cathare (Estáis entrando en el país cátaro). Hay un lugar, en las colinas cubiertas de cipreses que dominan Narbona, del cual surge un trío de tubos de hormigón, el tercero y más alto cortado en forma de visera de yelmo. Este ejemplar del arte francés de autopistas representa les chevaliers cathares (los caballeros cátaros), un grupo de tres herejes gigantescos —que recuerdan las estatuas de Easter Island— mirando impasibles la carretera mientras miles de turistas, como los cruzados de antaño, invaden el Languedoc cada verano. En 1983, el cantante pop francés Francis Cabrel se sintió impulsado a componer una lastimera canción sobre la escultura:

Les chevaliers cathares

Pleurent doucement

Au bord de l’autoroute

Quand le soir descend

Comme un dernier insulte

Comme un dernier torment

Au milieu du tumulte e

En robe de ciment[145]

Los caballeros cátaros

lloran calladamente

al borde de la autopista

cuando cae la tarde.

Como un insulto final,

como un último tormento,

en medio del tumulto

vestidos de cemento.

El espíritu conmemorativo se hace más alegre al oeste, cerca de Carcasona. Esta parte del Languedoc abunda en signos que exaltan el país cátaro. Hay un logotipo oficial, una representación yin-yang de un disco medio oculto que sugiere el dualismo luz-obscuridad de la fe cátara.

Esta marca turística —el logotipo está en todas partes, desde las listas de precios de los hoteles a las latas de carne de pato— parece comedida en comparación con lo que podemos encontrar dentro de la ciudad amurallada, que, desde fuera, todavía parece un sueño intacto. En la calle principal de Carcasona, un hombre políglota reparte folletos de los museos de la Tortura y el Cómic, añadiendo amablemente que el primero es como El nombre de la rosa y el segundo como Cenicienta. Niños con espadas de plástico luchan en las terrazas de los restaurantes. En las vallas publicitarias del exterior de las tiendas de postales hay pegados anuncios de Catarama, un espectáculo de luz y sonido que se representa en la cercana ciudad de Limoux. Aparece la palabra «cátaro» en los lugares más insospechados de todo el Languedoc: en cafés, agencias inmobiliarias, cómics para adultos, menús del mediodía o botellas de vino.

Es sumamente extraño observar que las cámaras de comercio fomentan una fe que resultó aniquilada hace siete siglos, una fe que no dejó ninguna huella física —capillas, monumentos u obras de arte— de su existencia. Y parece perverso, casi céltico, celebrar una herejía fracasada. Pese a que en muchos otros lugares europeos se venera el pasado, en ellos no se ven por todas partes atracciones junto a la carretera del tipo: «Estáis entrando en el país de los valdenses» o «Bienvenidos al país de los franciscanos espirituales». Por lo general, una metafísica rechazada es desconcertante, y de naturaleza dudosa, además.

Aunque censurada con insulsa regularidad por expertos cátaros locales, la burda explotación popular del asunto da fe de su presencia en la memoria colectiva. Los cátaros del Languedoc desafían la obscuridad porque su historia se ha convertido en leyenda, un relato que pertenece a todos. La historia de su derrota ha dado lugar a una narrativa internacional, colectiva, con sus diversos hilos reunidos y entrelazados de nuevo por una sucesión de movimientos «alternativos» durante más de cien años. El país cátaro anunciado en los carteles es un paisaje imaginario creado en el siglo XIX y embellecido desde entonces. El padre del mito es indirectamente responsable de esos tubos de hormigón gigantes de la autopista y del logotipo del hotel. Se llamaba Napoleón Peyrat, y su peculiar legado merece un estudio.

Napoleón Peyrat nació en 1809 en el Ariége, el montañoso département francés del que Foix es la capital. Era el pastor de la Iglesia Reformada de Francia, en el parisino barrio de Saint-Germain en Laye. Y aún más, Peyrat era un magnífico y prolífico escritor, un poeta convertido en historiador que podía mezclar los estilos en prosa de Chateaubriand, Walter Scott y Jules Michelet hasta lograr un efecto electrizante. Por desgracia, guardaba muy poco respeto a la verdad.

Uno de los más elocuentes de la anticlerical hermandad de Tercera República francesa, conocidos popularmente como bouffeurs du curé (comedores de curas)[146], Peyrat lanzó regularmente andanadas verbales contra lo que él consideraba una institución católica reaccionaria y antidemocrática. Evidentemente, para un hombre así, la historia de los cátaros fue un regalo del cielo.

Hasta que, en los años setenta del siglo XIII, Peyrat publicó en varios volúmenes su Histoire des Albigeois (Historia de los albigenses), la historiografía cátara había sido una especie de barraca de tiro al blanco de poco vuelo entre historiadores católicos y protestantes franceses. Los católicos sostenían que los cátaros ni siquiera eran cristianos[147]; los protestantes, que eran los precursores de la Reforma. Historiadores laicos liberales, pasando por alto esas discusiones doctrinales, por lo general exageraban la sofisticación de la cultura trovadoresca del Languedoc y el horror de las cruzadas. Sin embargo, hasta entonces ningún trabajo tuvo el diáfano vigor narrativo de Peyrat. Tomando las ideas y conjeturas que habían estado circulando en anteriores interpretaciones anticlericales y románticas de los cátaros, al polémico pastor se le fue la mano.

En su pintoresca historia, el Languedoc medieval se convirtió en la cumbre de la civilización, lleno de demócratas amantes de la libertad atacados por bárbaros no mucho mejores que los vikingos. El espíritu de libertad aplastado por los cruzados estuvo aletargado durante siglos, sólo para volver a emerger, subrayaba Peyrat, entre los burgueses liberales de la Tercera República francesa, es decir, gente como él. En respuesta al culto a Juana de Arco, una invención de los nacionalistas franceses del siglo XIX, Peyrat creó un equivalente occitano: Esclarmonde de Foix[148]. En efecto, había una Esclarmonde de Foix histórica; era la hermana de Raymond Roger, y pudo haber coincidido con santo Domingo. No obstante, Peyrat combinó cinco personajes históricos independientes para que le saliera la fantástica e imaginaria Esclarmonde. En el enfoque de Peyrat, Esclarmonde era la sacerdotisa que guardaba el tesoro y los textos cátaros, una inspiradora guerrera como Juana de Arco, predicadora persuasiva y belleza sin par, madrina de toda una generación de encantadoras mujeres perfectas y, por último, mártir que se transformó en paloma en las llamas de Montségur.

Peyrat creó el culto de Montségur y lo convirtió en el centro del país cátaro. Hablaba de túneles y grutas donde se ocultaban miles de cátaros. Era, según sus palabras, «nuestro agitado Capitolino, nuestro tabernáculo aéreo, el arca que guardaba los restos de Aquitania procedentes de un mar de sangre»[149]. El siguiente fragmento resume su idea sobre el Montségur de los cátaros:

Montségur era una Sión esenia[150], una Delfos platonista de los Pirineos, una Roma celota, condenada e indomada en Aquitania. Montségur, desde su desnuda roca, miraba triste pero firme al Louvre y al Vaticano […]. En su gruta protegía a tres enemigos irreconciliables de la teocracia: la Palabra, la Nación y la Libertad, los poderes del futuro. Fue desde su cumbre que alzó por primera vez el vuelo esa dulce y terrible conjura, bajo el nombre del Espíritu, para hacer que su secreto cortara los vientos, que su ruta invisible atravesara las tormentas; fue ese misterioso jinete, montado en la tempestad y el trueno, el que mediante la revolución religiosa del siglo XVI y la revolución política del XVIII regeneró Europa y el mundo entero.

Ése era el republicanismo de Peyrat, al servicio de la fabricación de mitos sobre una herejía medieval. Peyrat narró sólidamente la historia de un fabuloso tesoro cátaro, idea que gozaría de un buen respaldo. En defensa de Peyrat, los archivos históricos —en este caso, transcripciones de interrogatorios de la Inquisición a supervivientes de Montségur— hablan de cuatro perfectos que una noche se escabulleron montaña abajo durante el asedio para ocultar un saco de oro, plata y monedas, obviamente el tesoro de los aproximadamente doscientos cátaros que había en lo alto de la montaña. No obstante, Peyrat hizo que el tesoro fuera inmenso y que no tuviera sólo valor monetario. También contenía textos sagrados. Cabe suponer que lo llevaron a una cueva que se hallaba a unos veinte kilómetros denominada Lombrives, que Peyrat consideró un nuevo Montségur. Según Peyrat, los integrantes de una gran comunidad cátara empezaron a vivir como trogloditas en Lombrives hasta que un ejército real francés los descubrió y tapió con ladrillos la entrada de la cueva. El pasaje de Peyrat sobre la muerte de los encerrados cátaros es conmovedor:

Un día ya no les quedó nada, ni comida, ni leña, ni fuego, ni siquiera una débil luz, ese reflejo visible de la vida. Se juntaron por familias, en nichos independientes, el esposo con la esposa, la virgen junto a su debilitada madre, un niño pequeño o su pecho seco. Durante unos instantes, por encima del piadoso murmullo de las oraciones, se pudo oír la voz del pastor cátaro proclamando la Palabra que está en Dios y que es Dios. El fiel diácono dio a los moribundos el beso de la paz y después se tendió en el suelo para dormir. Todos descansaban en un sueño ligero, y sólo las gotas de agua que caían lentamente del techo de la bóveda alteraban el secular silencio sepulcral… Mientras la Inquisición maldecía su memoria e incluso sus seres queridos ya no se atrevían a decir su nombre, la roca lloraba por ellos. La montaña, una compasiva madre que los acogía en su seno, tejió religiosamente para ellos una mortaja blanca con sus lágrimas, enterró sus restos en los graduales pliegues de un velo cretáceo, y en sus huesos que jamás ningún gusano profanaría esculpió un triunfante mausoleo de estalagmitas, magníficamente decorado con urnas, candelabros y los símbolos de la vida[151].

Por desgracia, pese a toda esta belleza, Napoleón Peyrat se lo inventó todo.

La prosa de Peyrat tuvo un efecto fascinador en aquellos contemporáneos suyos enamorados del pasado. A principios del siglo XIX, estudiosos franceses y alemanes redescubrieron la poesía de los trovadores en las lenguas provenzales, lo que impulsó a Frédéric Mistral y otros a fundar un movimiento de recuperación lingüística llamado el Félibrige. La rama del Languedoc de ese movimiento —al dialecto del Languedoc se le llamó «languedociano», y más tarde occitano— consideraba el trabajo de Peyrat un nuevo «evangelio». El Félibrige glorificó los románticos cátaros del pastor y su entusiasta retrato del sur enfrentado a la cruzada.

En el Félibrige del Languedoc muchos eran republicanos pero federalistas; estaban a favor de una Francia descentralizada donde prosperaran las identidades y los lenguajes regionales. El centralizador bulldozer de la Tercera República no les permitiría llegar muy lejos. En respuesta a su fracaso político, se refugiaron en la ficción, la música y la poesía basadas en los cátaros, de las que en la última década del siglo XIX y la primera del XX hubo una producción considerable. Los rasgos distintivos de los trovadores acabaron de algún modo entrelazados con los supuestos cátaros libertarios. Se escribieron óperas sobre Esclarmonde de Foix, que fue el tema de los poetastros del sur de final de siglo. En 1911, en su ciudad natal, Foix, hubo una disputa sobre si erigir o no una estatua dedicada a ella. Perdieron los del Félibrige, y la estatua nunca se encargó.

La Esclarmonde de Peyrat también comenzó a destacar en París, por lo general como una voz incorpórea en sesiones de espiritismo frecuentadas por intelectuales y socialistas asqueados, al menos por una noche, del materialismo del siglo XIX. Para esos grupos, los cátaros perfectos eran los interlocutores ideales. En la Francia de fin de siglo también se asistió a la explosión de la teosofía: un redescubrimiento de las religiones procedentes del este que anunció una corriente de orientalismo y pensamiento esotérico. En ese invernáculo de salones ocultos y sociedades secretas, los cátaros de Peyrat florecieron. Pasaron de ser preeminentes liberales a continuadores de un linaje de sabiduría oriental, preclásica. Fue fundada una Iglesia neognóstica por un tal Jules Doinel[152], que se proclamó a sí mismo patriarca de París… y, significativamente, de Montségur.

Entonces el tesoro de Montségur se convirtió en una reserva oculta de conocimiento antiguo. Un influyente ocultista llamado Joséphin Péladan propuso esa teoría[153]. Sus amigos —Charles Baudelaire, Joris-Karl Huysmans y otros— lo llamaban Sar, como correspondía a su autoproclamada condición de descendiente de los monarcas de la antigua Asiria. Péladan-Sar señaló que Montsalvat, la montaña sagrada de Parsifal y Lohengrin de Wagner, tenía que ser Montségur. Así nació el mito del Santo Grial pirenaico, otro hito del país cátaro con destino a la gloria futura.

El desastre de la Primera Guerra Mundial, que pulverizó las racionales certidumbres del siglo XIX, provocó un aumento continental del interés por lo paranormal. El grito de los cátaros se oyó más allá de las fronteras de Francia. Un puñado de pioneros británicos espiritualistas bajaron a Montségur y a las cuevas cercanas a Lombrives. Allí, en los años veinte y treinta del siglo XX, grupos de occitanistas locales —herederos del Félibrige— y ocultistas eruditos les dieron la bienvenida, y todos trabajaron con ahínco para embellecer el relato de Peyrat.

La principal de esas lumbreras locales era Déodat Roché, un notario público de una ciudad cercana a Carcasona. Roché era discípulo de Rudolf Steiner, el fundador de la antroposofía, un sistema de racionalidad creativa concebido para permitir a sus seguidores un contacto directo e inmediato con el mundo de los espíritus. La antroposofía con toques cátaros de Roché estaba abierta a todas las influencias: hinduismo, druidismo, gnosis, etc. Roché dio mucha importancia a los garabatos de las cuevas cercanas a Montségur, afirmando que eran pentagramas dibujados por fugitivos cátaros en un intento de transmitir un mensaje a la posteridad. En efecto, Roché «catarizaba» enseguida cualquier inscripción que no fuera inequívocamente moderna. Murió en 1978, a la edad de cien años; su influencia en la construcción del país cátaro fue inmensa.

Gravitando en torno a Roché, sobre todo en los años treinta, había un grupo de jóvenes buscadores espirituales entre los que durante un tiempo se contó la filósofa Simone Weil, que usaba un seudónimo anagramático, Emile Novis[154], para publicar sus artículos sobre el Languedoc medieval como una utopía moral. No obstante, fueron especialmente dos hombres los que mejor exportarían y distorsionarían el legado de Peyrat. El primero fue Maurice Magre, escritor de considerable talento que hoy prácticamente ha caído en el olvido. Entre 1920 y 1940, este prolífico novelista y ensayista —así como prodigioso consumidor de opio— insufló en el catarismo la vitalidad del Montparnasse parisino. El Magiciens et illuminés [Los nuevos magos] de Magre fue un magistral trabajo de especulación, un agudo examen de la secreta influencia de los sabios orientales a lo largo de las distintas épocas. Los cátaros ocupaban un puesto de honor. El libro se tradujo a varios idiomas y alcanzó grandes cifras de ventas tanto en Gran Bretaña como en Estados Unidos.

Entre la impresionante producción literaria de Magre hubo dos novelas cataras, Le Sang de Toulouse [La sangre de Tolosa] y Le Trésor des Albigeois [El tesoro de los albigenses]. En la primera hizo llegar las fabulaciones de Peyrat a un público moderno y refundió historias como la de Lombrives o la del tesoro de los cátaros en un estilo gráfico y místico que hizo que la romántica prosa de Peyrat pareciera anticuada. Magre también tuvo tiempo de arremeter contra los enemigos de los cátaros[155]: describía a Alice de Montmorency, la esposa de Simón de Montfort, como una criatura con los dientes picados, piel cetrina del color de los «limones de Sicilia» y una prominente nariz. En la segunda novela cátara, de menos éxito, los perfectos parecían budistas.

En 1930, Magre conoció en París a un joven estudiante alemán, Otto Rahn, el segundo del círculo de Roché en internacionalizar el país cátaro[156]. Magre dirigió a Rahn y sus amigos en el Ariége, y el resultado, en 1933, fue Kreuzzuggegen den Gral [Cruzada contra el Grial: la tragedia del catarismo, Ediciones Hiperión, 1994]. En esencia, Rahn reunió todas las historias pirenaicas sobre el Grial y las comparó con el Parzifal escrito por Wolfram von Eschenbach. Montsalvat se convirtió en Montségur, Parsifal (o Perceval) fue Trencavel, y quien guardaba el Grial no era otra que Esclarmonde. Lo que realmente estaba custodiando era una piedra sagrada que había caído del cielo en el tiempo en que los ángeles habían sido vencidos. Esclarmonde se las arregló para esconder la piedra en la montaña antes de que los franceses tomaran Montségur por asalto y arrojaran a los cátaros a la hoguera.

Éste era el verdadero Grial, erróneamente colocado por Chrétien de Troyes, en sus escritos sobre el siglo XIV, en algún lugar del norte de Francia, y, lo que es más importante, incorrectamente transformado por la mitología cristiana en un cáliz que contenía la sangre de Cristo. Los cátaros de Rahn eran paganos; y también —y eso era nuevo— trovadores. La Cruzada contra el Grial de Rahn situaba con buen tino a los cátaros en el centro de los estudios esotéricos sobre el Grial.

A continuación Rahn y sus seguidores arrojaron la sombra más obscura que jamás cayera sobre el país cátaro. En 1937, Rahn publicó Luzifers Hofgesind [La corte de Lucifer: un viaje a los buenos espíritus de Europa, ínter, Rigal, 1993], otro libro sobre el Grial y los cátaros. Por aquella época, el estudiante extranjero regresó a Alemania y se hizo miembro de las SS. En la nueva formulación de Rahn, ¿quiénes eran ahora los cátaros? No es difícil de adivinar:

No necesitamos el Dios de Roma, ya tenemos el nuestro. No necesitamos los mandamientos de Moisés, llevamos en nuestro corazón el legado de nuestros antepasados. Es Moisés el imperfecto e impuro. […] Nosotros, occidentales de sangre nórdica, nos llamamos cátaros igual que los orientales de sangre nórdica se llaman parsis, los Puros. Nuestro cielo está abierto sólo a aquéllos que no son criaturas de una raza inferior, o bastardos, o esclavos. Está abierto a los arios. Su nombre significa que son nobles y señores.

Las benignas especulaciones de Rahn sobre el Grial y su posterior inoculación hitleriana en los cátaros acabaron inevitablemente combinándose. Después de la Segunda Guerra Mundial y ya bien entrados en la década de los setenta, unos cuantos antiguos colaboradores de Vichy hicieron correr una asombrosa cantidad de rumores relativos a la relación entre los nazis y los cátaros; por ejemplo:

• Se dijo que el 16 de marzo de 1944, en el 700 aniversario de la hoguera de Montségur, Alfred Rosenberg, el teórico nazi, había sobrevolado la cumbre como gesto de homenaje.

• Se dijo que Hitler y sus consejeros más cercanos habían formado parte de una sociedad secreta pagana neocátara.

• Se dijo que, durante la ocupación, ingenieros alemanes habían excavado Montségur y se habían llevado el Santo Grial. En este último relato, que anticipa el argumento de En busca del arca perdida, la valiosa piedra cátara de Esclarmonde —o, según cierta gente de extrema derecha, unas tablas de la ley no judías— fue enterrada en un glaciar de los Alpes bávaros justo antes de la derrota de Alemania.

Esos rumores, aunque todo el mundo reconoció que eran falsos, pusieron de manifiesto que en el Languedoc había un vigor inquebrantable. En 1978, se produjo un incidente diplomático sin importancia cuando gentes del lugar acusaron a un grupo de pendencieros boy scouts alemanes de querer robar bloques de piedra de Montségur. Se consideró que la supuesta travesura era una prueba de que los muchachos tenían tendencias neo nazis.

Si el legado de Peyrat hubiera degenerado tan sólo en nostalgia por el Tercer Reich, en el Languedoc no habría señales del país cátaro con patrocinio oficial. Por suerte, los oponentes de Otto Rahn acabaron aplastándolo. En primer lugar, se produjo la previsible comparación de los cátaros con miembros de la Resistencia francesa, que luchaban contra una fuerza invasora. Este tropo apareció una y otra vez en obras publicadas en la década de los cincuenta. Los cátaros —burgueses liberales, budistas, gnósticos, nazis o lo que fuera— se habían unido al maquis.

Asimismo, la propaganda de Roché y Magre empezó a dar frutos científicos. Arqueólogos y especialistas serios comenzaron a buscar en Montségur rastros de cámaras y túneles ocultos. No hallaron nada. Ello no impidió que un escritor, Fernand Niel, publicara un estudio lleno de mapas que demostraba que Montségur había sido construido como templo solar. Niel incluso incluía uno de esos diagramas en un volumen sobre los cátaros que escribió para la colección francesa Que sais je, una serie de manuales para escuelas y bibliotecas. Su erudita explicación sobre los matices solares de la construcción cátara ha quedado desde entonces eclipsada por la rigurosa descripción científica de que el castillo en ruinas que hay actualmente en lo alto de Montségur fue construido mucho después de la cruzada contra los cátaros. (El castillo original fue demolido en el siglo XIII o XIV, y después se construyó otro). La misma conclusión sobre otros castillos en ruinas en Corbiéres y los Pirineos no ha impedido que se convirtieran en les cháteaux cathares (castillos cátaros): vestigios evocadores visitados regularmente por ecoexcursionistas convencidos de que están contemplando templos solares destruidos por el catolicismo.

Los años sesenta llevaron la contracultura a los cátaros y pusieron al día el saber popular que los rodeaba. Los babas-cool, palabra francesa que designa a los hippies que van a vivir al campo, hicieron del Ariége uno de sus principales objetivos para regresar a la naturaleza a fabricar queso de cabra. Cuando empezaron a llegar a finales de los sesenta, se encontraron con rosacruces holandeses, neognósticos belgas y otros grupos que ya habían ido al sur, a campamentos de verano en el país cátaro. Los babas-cool habían advertido en los cátaros algunas cualidades atractivas: eran vegetarianos; desaprobaban el matrimonio —o sea, eran partidarios del amor libre—; las mujeres podían ser perfectas —por tanto, eran feministas—, y formaban parte de la cultura del amor trovadoresco de Occitania. En resumen, los cátaros molaban. Grupos de rock daban serenatas al pie de Montségur, donde ahora las volutas de humo venían de los porros.

En el mundo de habla inglesa, en las décadas de los sesenta y los setenta, el psiquiatra Arthur Guirdham alcanzó gran notoriedad gracias a una serie de libros sobre ciencias ocultas que empujaron a muchos británicos a explorar el suroeste de Francia. Guirdham describió cómo varios de sus pacientes, de manera independiente, mostraron signos de ser cátaros perfectos reencarnados. Él mismo es/era Guilhabert de Castres.

La razón de que tantos de esos espíritus cátaros estuvieran congregados en Bath, Inglaterra, el lugar de trabajo de Guirdham, no se explica en sus libros, pero su actualización en versión New Age de las sesiones de espiritismo de los salones parisinos ha soportado el paso del tiempo.

A finales de la década de los setenta, el país cátaro había llegado verdaderamente a su mayoría de edad. La gente medía las vibraciones cósmicas en los castillos cátaros. Los nacionalistas occitanos se reunían para celebrar ceremonias en Montségur. Arqueólogos de fin de semana desenterraban lo que ineludiblemente, según ellos, eran cruces, colgantes y palomas de piedra cataras. Reproducciones de esos objetos eran los elementos básicos de las ferias de artesanía de todo el Languedoc. Aficionados a Stonehenge y diversas clases de neopaganos empezaron a interesarse. Las televisiones francesa y británica hicieron programas especiales sobre los enigmas de la historia cátara, todos ellos más o menos heredados de los círculos de esoterismo animados por Déodat Roché en la década de los treinta. Ahora Roché tenía ya más de noventa años, un frágil papa cátaro de un séquito en crecimiento.

Poco después de la muerte de Roché, el trío angloamericano formado por Michael Baigent, Richard Leigh y Henry Lincoln publicó el libro de más éxito hasta el momento sobre el país cátaro: The Holy Blood and the Holy Grail [Enigma sagrado], del que ya se llevan treinta y cinco ediciones en inglés. Los tres autores convirtieron el catarismo en un fenómeno de masas y trasladaron el grupo artúrico de Glastonbury a un nuevo tipo de romance medieval. Los escritores utilizaron el legado de Magre, Roché y otros y escribieron una entretenidísima historia detectivesca y mágica. El misterio es éste: a finales del siglo XX, un cura de una aislada parroquia de Rennes-le-Cháteau, cerca de Carcasona, de pronto empezó a vivir muy bien y a construir anexos a su iglesia y su casa. Estaba gastando millones de francos. ¿De dónde los sacaba? La respuesta breve es que era el cerebro de un sistema que recaudaba fondos por correo y estafó a varios nobles locales para que le legaran dinero en sus testamentos[157]. La respuesta larga está en las más de quinientas páginas de Enigma sagrado. Resulta que el cura encontró el tesoro que los cátaros habían sacado a escondidas de Montségur durante el asedio. Empezó a vender parte del mismo y también chantajeó al Vaticano. El tesoro cátaro, aparte de su incalculable provisión de oro visigótico, era nada menos que la prueba de que Jesús no era Dios sino un rey que se había casado con María Magdalena. Su hijo estableció el linaje de los reyes merovingios, quienes, dicho sea de paso, eran judíos. Este secreto, junto con otros que desenmascaraban la divinidad de Jesús, fue descubierto debajo del Templo de Jerusalén durante las cruzadas; había sido transmitido tanto a los cátaros como a los caballeros templarios. Después de que el tesoro se salvara por los pelos en Montségur, una sociedad clandestina guardó el secreto hasta el descubrimiento del párroco en Rennes-le-Cháteau. En el pasado la sociedad había estado dirigida, entre otros, por Leonardo da Vinci, Nicolás Poussin, Isaac Newton, Victor Hugo y Claude Debussy. El libro da a entender, astutamente, que no se ha encontrado todo el botín. Desde su publicación, los buscadores de tesoros salpican el territorio que rodea Rennes-le-Cháteau. Se ha construido una pequeña pista de aterrizaje para ovnis (en realidad, un prado segado) y actualmente se hacen excursiones para visitar lo que es una vulgar iglesia de pueblo.

El paisaje imaginario inicialmente esbozado por Napoleón Peyrat se ha vuelto cada vez más extraño. Hoy los cátaros son un grupo proteico, pronto a convertirse en cualquier cosa que el alma desee. Sectas religiosas de las décadas de los ochenta y los noventa los utilizaron, llevadas por su delirio asesino: la Orden del Templo Solar, el culto suicida franco-suizo-quebequés, basó algunos de sus cálculos arcanos en los disparates escritos sobre los cátaros. La website de Marshall Applewhite’s Heaven’s Gate hierve de referencias al ascetismo de los cátaros y al dios oculto detrás de Dios. A la larga se convenció a sus seguidores de que se suicidaran a fin de alcanzar el «nivel más allá de lo humano» —un estado semejante al de los perfectos— y, finalmente, escuchar el mensaje procedente del cometa Hale-Bopp.

Por equívocos que sean algunos de sus acólitos, parece que el país cátaro sigue expandiéndose. Se promete un futuro brillante en Internet, un medio inmaterial ideal para convertirse en una cámara de resonancia del pensamiento esotérico. También se está haciendo una película francesa titulada La Main de Dieu [La mano de Dios] que trata del gran misterio del asesinato no resuelto del drama cátaro: ¿quién mató a Pierre de Castelnau? La única otra película importante sobre los cátaros data de los años cuarenta; en La Fiancée des ténébres [La novia de las tinieblas], una atractiva y turbia mujer se da cuenta de que es la reencarnación de —¿quién si no?— Esclarmonde de Foix. Sin duda Napoleón Peyrat, el hombre que creó los mitos del país cátaro, descansa en paz.

El 16 de marzo de 1999 fue el último aniversario de la famosa hoguera en el milenio que compartimos con los perfectos de Montségur. Salí de mi casa cerca de Perpiñán y me dirigí a los Pirineos pensando más que nada en el verdadero legado de los cátaros. Que ese hermoso rincón de Francia —la afiliación nacional forma parte del legado— tuviera que ser el escenario de aquella cruel intolerancia es todavía difícil de creer, incluso después de dos años de viajar por todo el Languedoc en la compañía imaginaria de los cátaros. No obstante, fueron desfilando los pueblos de Corbiéres, cuyos nombres ahora resultaban familiares por los archivos de la Inquisición y las crónicas de la cruzada. La historia se había desarrollado aquí; una cultura había hecho una elección.

Parecía que en cada curva de la carretera había una vista de un castillo en ruinas en lo alto de una montaña, y que el lugar, si no las piedras, había sido testigo de algún episodio del drama cátaro. Se me ocurrió que el Languedoc da una lección sobre los peligros de lo absoluto.

El día parecía en extremo caluroso. Dejé el coche en el pequeño aparcamiento al pie de Montségur y caminé hacia la estela conmemorativa. Un joven alto y delgado me puso en la mano un montón de papeles: poemas, en occitano. Era un trovador, con su madre; el que tomaba los billetes, ladera arriba, puso los ojos en blanco y me dijo que venían a Montségur cada 16 de marzo.

El camino era empinado, serpenteaba hacia arriba a través de rocas y monte bajo, con vertiginosos altibajos en el vacío. En el sol de la mañana, los brezos salpicados de nieve se hacían cada vez más pequeños.

Apoyado en un desnivel, un hombre de mediana edad rezaba de rodillas. Pasé por su lado sin decir nada; creo que ni siquiera me oyó.

En la cima, en los restos del castillo, los miembros de lo que parecía una familia numerosa —abuela, padres, hijos adolescentes— estaban apartados a un lado y cantaban. El efecto era encantador. Más tarde el chico mayor explicó que eran filipinos y que su padre siempre había querido ir allí. ¿Por qué? Él no lo sabía.

Pasé por un hueco en las murallas hacia donde en otro tiempo estuvo el pueblo de los perfectos. Unas cuantas cuerdas cercaban las cornisas a las que se encaramarían los arqueólogos tan pronto volviera a hacer buen tiempo. Doblé la esquina de una defensa y vi, al sur, que el monte Saint-Barthélemy se extendía hacia el cielo. Cerré los ojos; sentí el viento.

Silencio. El clamor del país cátaro yacía allá abajo, en las ciudades y las tiendas de souvenirs. Albi estaba tan lejos que incluso su tremendo grito había sido acallado.

Abrí los ojos. Con todo, los cátaros habían vencido. Ya no existían.