En el Languedoc quedaba un cátaro[143]. Un perfecto de la larga sucesión que se extendía por las Inquisiciones de Fournier y Gui, las guerras de Raimundo y Luis, las cruzadas de Inocencio y Simón de Montfort, los debates entre Domingo y Guilhabert, y la internacional cátara de Nicetas y Marcos… el último hombre de una procesión de mujeres y hombres sagrados que había comenzado, según creían los cátaros, en la época de María Magdalena y los doce apóstoles. Se llamaba Guillaume Bélibaste.
Como correspondía a su singular condición, Bélibaste fue tal vez el perfecto más peculiar de la historia cátara. Asesino y adúltero, resultó ser, no obstante, un bondadoso pastor de su reducido séquito de crecientes, y cuando llegó su hora mostró tanta valentía como sus mucho más dignos predecesores. Fue el pecador, no el santo, quien dijo adiós a la mayor herejía de la Edad Media.
Creyentes en los «hombres buenos», los Bélibaste eran un clan de hacendados de Corbiéres, la accidentada meseta que domina el valle del río Aude. En los primeros años de su edad adulta, Guillaume, que tenía varios hermanos, fue pastor y recorrió con sus rebaños las grandes extensiones batidas por el viento, siguiendo las rutas de la trashumancia trazadas en la Antigüedad a través de los puertos de montaña del Languedoc. Su descenso de los pastos altos en otoño de 1306 cambió su vida para siempre: en una reyerta, Bélibaste mató a palos a otro pastor. Dado que el hecho se conoció en todo Corbiéres, huyó de la justicia del rey de Francia llevando con él a un hermano suyo al que buscaba la Inquisición. Con el tiempo, los dos fugitivos se encontraron con otros que se ocultaban en las montañas: los perseguidos perfectos de Autier.
Uno de ellos, Philippe d’Alayrac, ofreció su amistad al arrepentido pastor. Al reconocer en él a un prometedor neófito, el perfecto empezó a iniciar al asesino en los arcanos de la fe dualista. El pecado de Bélibaste quedó limpio cuando, tras varios períodos de instrucción, recibió el consolamentum. Nunca se supo si pretendía ser un misionero activo o tan sólo deseaba expiar su culpa. Lo que sí es cierto es que él y D’Alayrac, detenidos como sospechosos de catarismo, lograron escapar de la prisión de Carcasona en 1309 y huyeron por los Pirineos hasta llegar a Cataluña. Cuando al año siguiente D’Alayrac se aventuró al norte en una misión de misericordia, fue capturado y arrojado a la hoguera. Dejó solo a Bélibaste en Cataluña para confortar a los refugiados que habían abandonado Montaillou, Ax-les-Thermes y otras ciudades de Sabartés huyendo de los inquisidores. El antiguo pastor cuidaba ahora un pequeño rebaño de almas.
Los exiliados erraron por Aragón y Cataluña, instalándose sólo provisionalmente allá donde fueran, siempre listos para partir cuando aparecían mejores oportunidades o la Inquisición aragonesa se acercaba demasiado. Para disipar las sospechas, Bélibaste se hacía pasar por hombre casado. Raymonda Piquier, natural del Languedoc, que había perdido el rastro de su marido en la confusión de detenciones en su país, compartía la casa del perfecto y, cuando viajaban, su dormitorio. Se hicieron amantes. Pese a haber incumplido la promesa hecha en el consolamentum, Bélibaste mantuvo las apariencias de celibato durante casi una década, y sus indulgentes seguidores fingieron ignorar la verdadera relación entre el perfecto y su ama de llaves. En 1319, Bélibaste intimidó al pastor Pierre Maury, un soltero empedernido de Montaillou, para que se casara con Raymonda. El perfecto celebró una rápida ceremonia de boda —otra innovación en una fe que no tenía ese sacramento—, y Pierre y Raymonda fueron a vivir juntos. En el espacio de una semana, Bélibaste los había liberado de sus promesas y había vuelto a llevar a Raymonda bajo su techo. Varios meses después, ella le dio un hijo; Pierre Maury reconoció amablemente su paternidad.
Pese a todas sus debilidades, el último de los cátaros perfectos trabajó con ahínco para consolidar su grey. Las transcripciones de los interrogatorios de sus crecientes —a la mayoría la Inquisición los cogió en una trampa— demuestran que los sermones de Bélibaste se recordaban años después de su muerte. El cátaro predicaba de manera conmovedora e infundía respeto. Hablaba con todo detalle de no rendirse nunca al pecado de la desesperación, de la necesidad de amarse unos a otros, de cómo el buen Dios nos esperaba a todos más allá del funesto velo de la creación. Jamás vaciló en su idea de que el mundo estaba gobernado por poderes malignos y que cuatro demonios —el rey de Francia, el Papa, el inquisidor de Carcasona y el obispo de Pamiers— eran especialmente activos en impedir que la gente encontrara la verdadera salvación. Sabiendo que estaba en un compromiso, se negaba a administrar el consolamentum; según aseguraba a sus inquietos oyentes, lo recibirían sin ceremonias en la otra vida de manos de un perfecto transformado en ángel.
Por fin la comunidad halló hogares permanentes en Morella y Sant Mateu, ciudades cercanas al delta del río Ebro, al sur de Tarragona. Fue un largo viaje —más de trescientos cincuenta kilómetros— desde el Languedoc, aunque no lo bastante lejos para que sucediera algo en apariencia inesperado. Un día de 1317, un tal Arnaud Sicre, habitante de Ax-les-Thermes, dio casualmente con el pequeño asentamiento de sus exiliados compatriotas. Aquella casualidad fue atribuida a la providencia. Arnaud afirmó poseer la «comprensión del bien»; su madre, Sibille den Baille, había sido una destacada creyente quemada en la hoguera por la Inquisición, al igual que su hermano, Pons den Baille, integrante del círculo de perfectos de Pierre Autier. Los más suspicaces señalaron que el padre de Arnaud, un notario, se había apartado del catarismo y había ayudado a organizar la redada de Montaillou. Incluso el tolerante Bélibaste albergaba sus dudas. Aunque Arnaud presumía de haber conocido a los hermanos Autier, el recién llegado era un lamentable ignorante de las costumbres básicas del catarismo. No sabía realizar el melioramentum, el ritual de saludos habitual entre los perfectos, y cometió la torpeza de llevar carne roja a la mesa de Bélibaste.
Arnaud Sicre aseguraba a los escépticos que había encontrado lo que buscaba. Estuvo de aprendiz de zapatero en Sant Mateu y en cuestión de semanas fue aceptado como miembro de la reservada comunidad cátara. Asistió con asiduidad a los sermones de Bélibaste y pronto alcanzó el nivel de los demás en su conocimiento de la mitología y la doctrina dualistas. Llegó a ser uno de los compañeros preferidos de los perfectos; tal vez incluso lo consideraron un posible sucesor de Bélibaste, con o sin consolamentum. Pasaron los meses y los años, y Arnaud parecía satisfecho con su vida sencilla, siendo su única pena los amados parientes cátaros que había dejado solos en las montañas del Languedoc, cerca de Andorra. Allí estaban su rica tía y su bella hermana soltera, privadas del alivio espiritual que él recibía en Cataluña. Al final, Bélibaste dio instrucciones a Arnaud de que fuera por ellas al Languedoc. Hacía falta una novia cátara núbil para uno de los fieles solteros, y una benefactora rica siempre sería bienvenida.
Tras varios meses de ausencia, Arnaud volvió, solo, con la noticia de que su tía Alazais sufría gota y estaba demasiado débil para viajar, y su hermana, sobrina leal, había decidido quedarse junto a la anciana señora. No obstante, ambas mujeres se alegraron muchísimo con las noticias que él les había llevado de los compañeros creyentes. La tía, explicó Arnaud, había concedido una elevada dote a la sobrina y estaba dispuesta a dar mucho más a los combativos exiliados. Gracias a su generosidad, un derrochador Arnaud logró que la Navidad de 1320 fuera la más agradable en el recuerdo de los proscritos. Su debilitada tía había abierto la bolsa y hecho una sola petición: ser bendecida por un buen cristiano antes de morir. Y su hermana, añadió Arnaud, anhelaba conocer a su pretendiente. Ciertamente merecían una visita.
Los viejos compañeros de los perfectos aconsejaron cautela. Bélibaste había huido del Languedoc apenas hacía doce años, y su presencia era fundamental en Morella y Sant Mateu para mantener encendido el último rescoldo del catarismo. Sería insensato regresar al país de la persecución. Arnaud calmó esos recelos al señalar que un viaje corto y seguro a las tierras de su tía beneficiaría a toda la comunidad.
En la primavera de 1321, Guillaume Bélibaste, Arnaud Sicre, Arnaud Marty —el futuro esposo de la hermana de Sicre— y el siempre fiel pastor Pierre Maury emprendieron viaje al norte, camino de su tierra. Un adivino había advertido a Bélibaste que jamás regresaría a Cataluña, pero el perfecto ignoró el aviso así como la aparición de dos urracas —mal augurio si vuelan en parejas— que volaron muy bajo en su camino mientras él transitaba a duras penas por las afueras de Barcelona. Una mezcla de escrupulosidad y codicia empujó a Bélibaste a seguir adelante en su misión de dar consuelo y recibir la recompensa en la casa de la anciana Alazais. Sin embargo, cuando las cumbres de los Pirineos se hicieron más altas en el horizonte y los peligros del Languedoc estuvieron más cerca, le asaltaron las viejas dudas sobre Arnaud Sicre.
Antes de cruzar el Ebro en su viaje al norte, tal como Arnaud Sicre contaría después a la Inquisición, Bélibaste y Maury decidieron emborracharlo y hacerle la antigua treta de in vino veritas. En la posada de la ribera donde se llevaba a efecto el plan, el joven se dio cuenta del ardid y de manera disimulada vertió la copa que sus compañeros de cena se esmeraban en llenar una y otra vez. Tras fingir que se caía de tan borracho como estaba, al final Arnaud dejó que Pierre Maury le ayudara a llevarlo a la cama. Tan pronto llegó a su habitación, Arnaud se quitó los pantalones y se dispuso a orinar en su almohada. Maury lo arrastró fuera y, mientras el joven se tambaleaba en la obscuridad, le sugirió que traicionaran a Bélibaste y cobraran la generosa recompensa que ofrecían por su cabeza, a lo que Arnaud se negó en redondo: «¡No puedo creer que vos hicierais tal cosa! ¡Jamás permitiría que algo así quedara impune!». Titubeó hasta su cama y pronto estuvo emitiendo un torrente de ronquidos simulados. Maury volvió con Bélibaste y le dijo que no debían preocuparse.
Al cabo de una semana, el pequeño grupo de Sant Mateu había llegado a una posesión aislada de los condes de Foix, un pequeño valle montañoso en la falda sur de los Pirineos, cerca de Andorra. La primera noche durmieron en Castellbó; la segunda, en el pueblo de Tirvia. A la madrugada siguiente, un pelotón armado derribó la puerta y los detuvo. Arnaud Sicre había dado el soplo a la Inquisición. Era, como se lamentaba horrorizado Bélibaste en su mazmorra, «un Judas».
De hecho, Arnaud fue mucho más lejos. A lo largo de su prolongada estancia en Cataluña, estuvo trabajando para el obispo Fournier, el inquisidor de Pamiers. La coincidencia de su llegada, su devoción al dualismo, su generosa tía y su complaciente hermana… todo había sido invención de un genio del engaño. El dinero que Arnaud gastó en la Navidad anterior procedía de la tesorería de Fournier, como anticipo de una generosa gratificación que recibiría cuando entregara a Bélibaste. Pero ahí no acababa todo; el cazador de recompensas también había llegado a un acuerdo con el obispo en virtud del cual recuperaría las posesiones expropiadas a su madre hereje Sibille den Baille. Arnaud se convirtió en un hombre rico. Tras más de un siglo de dobleces —el salvoconducto ofrecido a Raymond Roger Trencavel, la trampa de perjurio tendida por Arnaud Amaury, la retención de los embajadores de Tolosa como rehenes por el obispo Fulko, la muerte en la hoguera de la moribunda a cargo del obispo Raymond du Fauga, las escuchas indiscretas a Pedro García, la traición del converso Sicard de Lunel, y los miles y miles de personas sencillas y piadosas engañadas, amenazadas o torturadas durante más de ocho décadas de Inquisición implacable—, la ortodoxia católica había descubierto en Arnaud Sicre un paladín de la traición.
Guillaume Bélibaste, el último perfecto del Languedoc, fue conducido encadenado a través de los Pirineos. La noticia de su captura se difundió por todas partes, con lo que los fieles de Sant Mateu y Morella se dispersaron a los cuatro vientos para vivir perseguidos el resto de su existencia. En Pamiers, se negó al obispo Fournier el placer de encender el fuego. El Papa, tras decidir que Bélibaste era nativo de Corbiéres, ordenó que lo juzgara el tribunal episcopal de esa región y lo castigara su autoridad laica. El arzobispo de Narbona unía las funciones de señor espiritual y temporal; «relajarse en el brazo secular» no suponía más que un escamoteo.
El juicio, del que no ha quedado constancia, seguramente fue rápido. En otoño de 1321, un erguido Bélibaste, el impetuoso pastor de rebaños convertido en pastor casero, caminó hacia el patio del castillo de Villerouge-Termenés[144], pueblo situado en el corazón desnudo de Corbiéres. Subió a un montón de paja, esquejes de viña y troncos, y lo ataron a un poste. Acercaron una antorcha ardiente. Desaparecía el último hereje perfecto del Languedoc.