La noticia de la matanza se difundió con rapidez mientras sus autores volvían a Montségur dando gritos de alegría. En el sur, pocos se apenaron por los inquisidores muertos; hay incluso constancia de que un cura de pueblo hizo repicar las campanas de su iglesia.
En cuestión de días, los aliados de Raimundo se dirigieron a palacios episcopales, casas de dominicos y castillos en poder de los franceses y obligaron a sus ocupantes a huir si querían salvar la vida. El brutal asesinato había despertado a miles de un letargo de miedo e inacción. Desde Tolosa hacia el este a través de Lauragais y el Minervois, por todo el territorio hasta Narbona y Béziers, pueblos y ciudades se sublevaron contra los guardianes del vergonzozo tratado de 1229. El Languedoc luchó para restablecer su dignidad y sus tradiciones menospreciadas, y durante un tiempo lo consiguió. A finales del verano de 1242, el conde Raimundo podía afirmar que había recuperado su patrimonio y se habían terminado los insistentes interrogatorios de la Inquisición.
Fue en el oeste donde salieron mal los proyectos de Raimundo. Enrique III de Inglaterra planeaba desembarcar en Aquitania y después marchar al norte a hostigar a los franceses y reconquistar el territorio de Poitou, al que su hermano Ricardo de Cornualles tenía legítimo derecho. Los Plantagenet de Inglaterra, de habla francesa, creían que lo que es ahora la Francia occidental era legalmente suyo. (La Guerra de los Cien Años, de 1337 a 1453, resolvería finalmente la cuestión en favor del rey de Francia). Por desgracia para la causa de la independencia del Languedoc, la campaña del rey Enrique no sólo no logró derrotar a los franceses, sino que apenas distrajo la atención de éstos de la revuelta del conde Raimundo. Incapaz de convencer a sus agresivos barones de la sensatez de la empresa, Enrique había arribado al suroeste con una fuerza de caballeros irrisoriamente pequeña… y enseguida fue derrotado por un gran ejército real francés en Taillebourg, cerca de Burdeos[131]. Ulteriores reveses a lo largo del verano indujeron al otro conspirador, Hughes de Lusignan, a cambiar su alianza y volverse contra Tolosa. El conde Raimundo, nuevamente aislado, se preparaba para otra larga guerra de desgaste mientras un ejército francés se abría paso desde Aquitania hasta las fronteras del Languedoc.
No todo el mundo estaba dispuesto a soportar otra década de desastres. Roger Bernard de Foix consideró que la insensata rebelión estaba condenada al fracaso. En una jugada que dejó estupefactos a sus vecinos, en el otoño de 1242, el conde de Foix negoció una paz separada con los franceses. Nadie esperaba eso de la familia más belicosa del Languedoc; el viejo Raymond Roger había luchado contra la cruzada toda su vida, y su hijo Roger Bernard se había distinguido en el sitio de Tolosa de 1217-1218. Ahora, el mismo Roger Bernard, hijo y sobrino de mujeres perfectas, apuñalaba por la espalda al resto del Languedoc al aliarse con los odiados Capetos. El hombre que había crecido destripando franceses se convertía en compañero de armas de éstos. No podía haber traición más triste para la ciudad y los amigos de Tolosa que la deserción de Foix.
Raimundo VII se dio cuenta de que no tenía sentido sacrificar a su pueblo en un conflicto en que no había posibilidad alguna de vencer. Con Foix como adversario estaba derrotado de verdad, y su causa, ahora y en los años venideros, carecía de toda perspectiva. Sería el último de su linaje. En enero de 1243, Raimundo y Luis firmaron un tratado que restablecía el statu quo anterior[132]. La relativa indulgencia de sus condiciones —el acuerdo venía a ser una palmada en la muñeca— dejaba claro que todas las partes sabían que esta derrota era la última y que la otrora poderosa familia Saint-Gilles había sido castrada por la Iglesia y la corona. Esta vez no hacían falta flagelaciones en Notre Dame ni ninguna otra alegoría de la vileza.
La sublevación había sido un fracaso general. El extraordinario vendaval de venganza que había rugido en el Languedoc tras los asesinatos de Avignonet acabó en una simple tormenta de verano. Los rebeldes volvieron a sus quehaceres, gachas las cabezas y aguzados los oídos para oír las pisadas de los frailes en sus pueblos y ciudades. Los sustos de 1242 estaban casi olvidados.
No obstante, la Iglesia recordaba a sus muertos. Aunque nunca podría encontrar a todos los proscritos responsables del asesinato de Avignonet, tenía que asegurarse de que ese crimen jamás se repetiría, de que los inquisidores podían llevar a cabo su cometido sin temer por su vida. Sólo había un lugar en todo el Languedoc que desafiaba públicamente a la Iglesia. Por lo general, los clérigos se referían a él como «la sinagoga de Satán». En un cónclave celebrado en Béziers en la primavera de 1243 se decidió que había que destruir Montségur.
Desde que en 1204 Raymond de Pereille reconstruyera el castillo en lo alto de Montségur, el aislado nido de águilas había servido repetidas veces de refugio a los perfectos. Raymond, un señor local en cuya familia había varios ascetas cátaros, había sido testigo de cómo la población de su pueblo aumentaba o disminuía en función de las vicisitudes de la guerra en las tierras bajas. Desde su altura de trescientos metros, veía cómo los perfectos se escabullían por los valles arbolados hasta su escondrijo seguro, para abandonarlo nuevamente varios meses o años después y dirigirse al norte a difundir su sencillo mensaje de paz. Al sur de Montségur se levantaba la gran pared de piedra de los Pirineos, donde las sombras de las nubes se desplazaban sobre las torturadas laderas del monte Saint-Barthélemy.
La llegada de la Inquisición llevó a Montségur multitud de nuevos habitantes. A principios de los años treinta del siglo XIII, Guilhabert de Castres, el respetado obispo cátaro de Tolosa, preguntó oficialmente a Raymond de Pereille si su pueblo fortificado podría convertirse en el centro de la fe dualista. A finales de la década, cuando Guilhabert murió de viejo y le sucedió Bertrand Marty como guía espiritual, más de doscientos perfectos vivían en chozas y cuevas alrededor del castillo. Eran el corazón, la cabeza y el alma del catarismo del Languedoc. En invierno y en verano, los días pasaban en una incansable rutina de oraciones, ayunos y trabajo duro, pues los perfectos, hombres y mujeres, no eran sólo ascetas contemplativos sino también artesanos que fabricaban objetos como mantas, sillas de montar, herraduras y velas para sustentar su asentamiento. Algunos eran herbolarios y médicos que atendían a los enfermos de los alrededores. Como cabía esperar, el comercio con las granjas y pueblos de los valles de abajo iba más allá de lo meramente material: Montségur también llegó a ser un lugar para retiros espirituales. Crecientes de ciudades lejanas hacían sigilosas peregrinaciones a una comunidad plantada a mitad del camino entre el cielo y la tierra.
Los doscientos perfectos no estaban solos en su montaña. Junto a ellos, en un número algo inferior, vivía un clan de hombres de armas y caballeros acompañados de sus esposas, hijos y amantes. Muchos tenían parientes entre los perfectos; algunos habían sido desposeídos de sus bienes en virtud de la paz de 1229; otros eran mercenarios. El viejo Raymond de Pereille había recurrido a un pariente, Pierre-Roger de Mirepoix, para que compartiera el señorío de Montségur, sobre todo porque el joven, de una destacada familia de crecientes, era un entusiasta de las violentas costumbres de la época. Más adelante, ciertos testigos declararon a la Inquisición que, en los tiempos de vacas flacas, Pierre-Roger era capaz de dedicarse a actividades bien poco cataras, como el bandidaje, la extorsión o el robo. Había organizado, si no sugerido, la noche criminal de Avignonet.
En la primavera de 1243[133], las aptitudes de Pierre-Roger de Mirepoix fueron más importantes que las de Bertrand Marty y sus compañeros perfectos. Por los pastos alpinos de la ladera oriental de Montségur, empezaron a llegar guerreros de Gascuña, Aquitania y de todas partes del recién sometido Languedoc y establecieron su campamento. Esos caballeros y hombres de armas habían sido convocados en Montségur por Hugo de Arcis, senescal del rey Luis en Carcasona. Los hombres del Languedoc le debían a la corona servicio militar feudal, y los franceses y sus aliados clericales habían decidido que ya era hora de llamar a filas a su reserva si de verdad querían someter la lejana fortaleza. El asedio estuvo a punto para la festividad de la Ascensión, un año después de la memorable celebración de Avignonet. Esta coincidencia no le pasaría inadvertida a Pedro Amiel, el arzobispo de Narbona, que armó su suntuosamente equipada tienda al pie de Montségur y aguardó a que el santuario vomitara su diabólica congregación.
La espera sería larga. Aun siendo miles, los sitiadores no eran suficientes para rodear totalmente el perímetro de más de tres kilómetros en la base de la montaña. En muchos lugares, las escarpadas caras rocosas de Montségur terminaban en falsos barrancos cubiertos de maleza cuyos ocultos desfiladeros era imposible sellar por completo. Aunque la posición de Huso no era ni mucho menos tan mala como la de Simón de Montfort en el gran asedio de Tolosa —no había barcazas por el Garona que abastecieran a los almacenes de Montségur—, la dificultad del terreno hacía imposible el uso de artilugios mecánicos. En las escarpadas laderas de los Pirineos, las temibles catapultas y las altas gatas no servían de nada.
El verano y el otoño acabaron en tablas. Dentro de Montségur, Pierre-Roger de Mirepoix se había atrincherado y había fortalecido bien sus defensas. Como los perfectos no podían combatir, en la cima de la montaña disponía sólo de noventa y ocho combatientes sanos con los que organizar una guarnición defensiva eficaz. Los ejércitos reales trepaban una y otra vez por los caminos de cabra que conducían a la cumbre, aunque enseguida eran rechazados por una lluvia de proyectiles despedidos de ballestas y catapultas. Espoleados por el senescal y el arzobispo, los atacantes intentaban aferrarse a las laderas cubiertas de aulagas, pero siempre tenían que retroceder a la seguridad del campamento de abajo.
Los hombres de Montségur, cuya inferioridad numérica era descorazonadora, no se atrevían a salir a combatir cuerpo a cuerpo o tender emboscadas; por tanto, debían vigilar en todo momento y apuntar con cuidado. Pierre-Roger no podía permitirse cometer ningún error. Cuando alguno de sus hombres recibía una herida mortal, eso significaba que había un par de ojos menos para escrutar en la niebla matutina. Llevaban a la víctima a las casas de los perfectos para que recibiera el consolamentum en el lecho de muerte estando presentes los miembros de su afligida familia. A lo largo de ocho meses, los acosados defensores perdieron casi una docena de hombres por las descargas mortales de los arqueros enemigos. A medida que el tiempo se hizo más frío y los suministros de comida menguaron, el trabajo de Bertrand Marty fue haciéndose poco a poco tan importante como el de Pierre-Roger, pues Montségur necesitaba desesperadamente rezar.
Justo antes de la Navidad de 1243, Hugo de Arcis advirtió que el asedio estaba afectando a su tiritante ejército: si no se avanzaba, el sitiador se desmoralizaba tanto como el sitiado. Era el momento de correr algún riesgo, y para ello precisaba voluntarios. Un destacamento de montañeses gascones prestó oídos a la llamada de Hugo, por mucho que la misión que se les encargaba era casi un suicidio. Iban a tomar el bastión que había en lo alto del Roe de la Tour, una vertiginosa estaca de piedra que se elevaba en el punto más oriental de la cadena de Montségur. Al bastión, separado del castillo principal, al oeste, por una ligera pendiente de varios centenares de metros de longitud, no era posible acercarse directamente por la más fácil ruta occidental, dado que ello supondría quedar al descubierto ante las defensas. Para alcanzar el Roe, los atacantes debían escalar el risco por el este.
En plena noche, los gascones empezaron a ascender la roca con precaución, por miedo a que el sonido de las piedras que rebotaban en el vacío alertara a los defensores. La subida en la obscuridad era larga y peligrosa, y la tarea de los montañeros se hizo aún más difícil por el peso de sus armas de acero. Pero la temeraria táctica funcionó. Sorprendieron a los ocupantes del baluarte y los mataron al instante o los hirieron para después arrojarlos a la muerte desde el borde del precipicio. Según relata un cronista, al alba, los victoriosos gascones contemplaron horrorizados el impresionante desnivel y juraron que jamás habrían hecho el ascenso a la luz del día. La vía que habían tomado era espantosa[134]. Dentro de Montségur, se consideró con razón que la caída del bastión era un desastre. Bertrand Marty reunió el tesoro del pueblo cátaro —oro, plata y monedas— y ordenó a cuatro perfectos que lo llevaran clandestinamente al valle al amparo de la noche. Pierre-Roger observó que especialistas reales estaban subiendo al Roe componentes de catapultas y petrarias; pronto pesados proyectiles de piedra comenzaron a estrellarse en la barbacana exterior de su fortaleza. Cuando la nieve formaba remolinos, los atacantes se aproximaban más a Montségur, desplazándose inexorablemente por la ligera cuesta, atrincherándose y de nuevo arrastrándose hacia delante. Cada semana que pasaba tenían al enemigo más cerca y estaban más al alcance de sus catapultas. Volaban pedruscos gigantescos que se estrellaban en las murallas o las superaban causando muertos y heridos. En febrero de 1244, el último mensajero en llegar a Montségur desde las tierras bajas animó a los exhaustos defensores a mantenerse firmes, pues el conde Raimundo quizás acudiera en su ayuda. Corrió incluso el absurdo rumor de que el emperador Federico II enviaría una fuerza para obligar a levantar el asedio. Cuando, por fin, los fatigados cátaros dejaron de creer en la quimera de la liberación, Pierre-Roger salió a negociar. El 2 de marzo de 1244, diez meses después de que ondearan las primeras banderas de la flor de lis y la cruz en los prados que había al pie de la montaña, Montségur se rindió.
Al decir de todos, las negociaciones no duraron mucho. La capitulación fue distinta de cualquier otra en las guerras cataras, pues los vencedores se mostraron clementes con los vencidos, señal inequívoca del carácter definitivo de la caída de Montségur. Se declaró una tregua de dos semanas, tras la cual se dejó ir libres a los laicos de la montaña. Se les perdonaron sus pasados crímenes —incluidos los asesinatos de Avignonet—, y sólo estaban obligados a prometer que se someterían a un interrogatorio completo de la Inquisición. Las confesiones de los defensores, recopiladas por un inquisidor catalán llamado Ferrer, nos proporcionan la base de nuestros conocimientos sobre los hechos de Avignonet y de Montségur.
Después estaban los perfectos, para quienes no había clemencia posible. En el Languedoc, la cruzada de los albigenses y la Inquisición habían establecido un axioma sombrío e inmutable: dedicar la vida a un credo cristiano fuera de los límites de la ortodoxia medieval era un crimen que se castigaba con la muerte. Sólo los que renunciaran a la fe cátara se salvarían de las llamas de la justicia eclesiástica. Bertrand Marty y sus doscientos compañeros dispusieron de dos semanas para pensar sobre una opción escueta: o se retractaban o a la hoguera. Ninguno de los perfectos sugirió pedir misericordia al arzobispo Amiel. Repartieron sus escasas pertenencias entre sus vecinos de la montaña y confortaron a sus apenados parientes. Mientras a cada día que pasaba menguaba el tiempo que les quedaba en este mundo, los hombres y las mujeres de la fe dualista se fortalecieron ante la atroz muerte que se avecinaba. Desde lo alto de las murallas de Montségur, se veía en el campo de abajo a los hombres del arzobispo, que amontonaban en un gran recinto leña seca recogida en los bosques de alrededor.
El 13 de marzo, domingo, diez días después de iniciado el período de espera de dos semanas, veintiún crecientes se acercaron a los perfectos a pedirles que les administraran el consolamentum. También estaban dispuestos a desafiar el fuego. Fue el momento más significativo de la triste epopeya del catarismo, un testamento de la devoción inspirada por las mujeres y los hombres sagrados cuyas prédicas habían convulsionado una época. Ahora, cuando estaban a las puertas de la muerte, veintiuna personas dieron un paso adelante para unirse a ellos. Fue un acto de desafío, de solidaridad, de valentía, y, por último, de fe. Aquellos compañeros en la última hora provenían de todos los niveles de la sociedad feudal[135]. La esposa de Raymond de Pereille, Corba, y su hija Esclarmonde decidieron abandonar a sus nobles familias por el eterno abrazo del bien. Con ellas iban cuatro caballeros, seis soldados (dos con sus respectivas esposas), dos mensajeros, un escudero, un ballestero, un mercader, una campesina y una señora. Los perfectos de Montségur administraron el consolamentum a todos ellos y les dieron la bienvenida a sus filas. Les quedaban tres días de vida.
La lúgubre procesión del 16 de marzo de 1244 empezó de buena mañana. Descendería por el sinuoso sendero que partía de la cima y llegaba a un claro en la base de la montaña. Los dos centenares largos de condenados caminaron dejando atrás las últimas manchas de nieve en la obscura hierba del invierno hasta llegar a una empalizada de troncos. Amigos y enemigos miraron. Los guías de la fe cátara, descalzos y vestidos sólo con hábitos bastos, subieron las escaleras apoyadas en los muros de madera. Los ataron juntos por grupos, de espaldas a los altos postes que sobresalían del colosal féretro. A una señal del arzobispo, sus hombres arrojaron tizones encendidos al recinto. El suave murmullo de las oraciones quedó ahogado por el sonido crepitante de las llamas, que se propagaban bajo los pies, rizando las primeras ramitas encendidas y prendiendo en los dobladillos de la ropa. En cuestión de minutos, el chisporroteo se había convertido en un gran estruendo oceánico.
A media mañana, un asfixiante nimbo negro ondeaba a través de los barrancos y los valles que arrancaban de Montségur. Los pastores de las colinas cercanas lo verían elevarse despacio, cargado del hedor del miedo, del dolor y de la inhumanidad del hombre, hacia Dios. El viento se llevó la nube y, como tanto tiempo atrás en Béziers, la encumbró a los cielos del Languedoc. Las partículas de humo fueron a la deriva y se dispersaron, y después desaparecieron.