Según la crónica de Guillaume Pelhisson, un día de 1233, un jornalero llamado Jean Textor gritaba en una calle de Tolosa mientras la Inquisición estaba interrogándolo: «¡Señores, escuchadme! No soy hereje, pues tengo esposa y me acuesto con ella. Tengo hijos, como carne, miento y blasfemo y soy un cristiano fiel. Así que no permitáis que digan esas cosas de mí, pues creo de veras en Dios. Os pueden acusar a vosotros tanto como a mí. Estad atentos, pues estos malvados quieren echar a perder la ciudad y a sus hombres honrados y quitársela a su señor».
La gente se detuvo a escuchar, rió y después aplaudió. El temerario jornalero estaba expresando de viva voz lo que la mayoría en la ciudad susurraba en privado. Los hermanos Pierre Seila y Guillaume Arnold no le vieron la gracia. Llamaron a sus hombres de armas, y enseguida Jean Textor estuvo encadenado en la prisión[127].
No es que nadie esperara que los principales inquisidores de Tolosa se mostraran clementes ante una crítica, al margen de lo humilde de la misma. Antes de ser uno de los primeros acompañantes de Domingo, Seila había sido un rico burgués y seguidor del odiado Fulko. En 1215, la familia de Seila había hecho el primer legado a indigentes dominicos: una gran residencia urbana en el centro de Tolosa. El joven colega de Seila, Guillaume Arnold, era un entusiasta hermano de la ciudad de Montpellier. Cuando al fin la Inquisición llegó a ese baluarte de la ortodoxia católica en 1234, una de sus primeras acciones no tuvo nada que ver con los cátaros ni otros herejes. A petición de los conservadores judíos de la ciudad, los dominicos arrojaron las obras del gran pensador sevillano Moisés Maimónides a una enorme hoguera de libros prohibidos[128].
Seila y Arnold no perdieron tiempo haciendo enemigos. Tras recibir su encargo papal en 1233, enseguida eligieron como blanco uno de los más destacados perfectos de Tolosa, Vigouroux de la Bacone. Antes de que sus numerosos aliados y amigos pudieran solidarizarse en su defensa, Vigouroux fue juzgado, condenado y quemado en la hoguera. Después siguió una impropia borrachera de dos años de exhumación de cadáveres combinada con encarcelamientos terminantes. Para hacer el trabajo físico de detener, encarcelar y ejecutar, los dos frailes tuvieron que obligar a la autoridad secular de Tolosa a cumplir sus órdenes bajo amenaza de procesamiento a aquéllos que osaran incumplirlas. Según Roma, negarse a obedecer a la Inquisición era un delito tan espiritual como la herejía. Por tanto, era competencia de los tribunales de la Iglesia, no de los seculares. Para conseguir los hombres armados necesarios, el inquisidor utilizaba toda la pompa de la intimidación clerical: amenaza de excomunión, interdicto, expropiación.
El conde Raimundo VII y sus cónsules, temerosos de que otra vez les cayera la guerra encima, transigieron de mala gana con los dominicos hasta que la situación se hizo insoportable. Raimundo escribió al papa Gregorio IX diciéndole que los inquisidores eran tan perniciosos que parecían «esforzarse por conducir a los hombres al error y no a la verdad». Se quejó también a París, de manera tan convincente que Blanca de Castilla, la regente que había dominado el sur, envió su propia carta a Roma. Según contaron Raimundo y Blanca al Papa, los inquisidores del Languedoc habían traspasado los límites de la dignidad cristiana.
Aunque respaldaba a sus revoltosos dominicos, Gregorio se encontraba en una posición precaria para imponer su voluntad. Por entonces se producía un forcejeo político con el emperador alemán sobre las posesiones temporales del pontificado. Irónicamente, quien creaba dificultades al Papa era el hombre que, de niño, había estado bajo la custodia de Inocencio después de que el emperador Enrique VI muriera como consecuencia de la picadura de un mosquito en 1197. Era un cambio desastroso para la Iglesia, y Federico II, ahora emperador y en la flor de la vida, surgía como una gran amenaza para Roma. Conocido como Stupor Mundi (la maravilla del mundo), Federico era un monarca políglota, excéntrico y dinámico que, desde su corte multicultural en Sicilia, trataba de expandir su influencia por toda Europa. Además entraba en conflicto una y otra vez con el papado sobre el control de ciudades del Mediterráneo. Para enfrentarse a ese carismático enemigo, Gregorio buscó ayuda donde fuera… incluso en el hereje Languedoc. Ante esa oportunidad, el conde Raimundo se declaró dispuesto a frustrar los planes de Federico en la Provenza si el Papa reclamaba a sus perros inquisitoriales.
Así, a mediados de los años treinta del siglo XIII, se asistió a un tira y afloja a tres bandas entre Roma, Tolosa y la Inquisición. De vez en cuando el pontífice aconsejaba a sus inquisidores en Tolosa que fueran menos severos, incluso que se desplazaran a zonas más remotas del Languedoc para evitar las fricciones que se creaban en las ciudades. El conde y sus seguidores, alentados por los ciudadanos, endurecieron su resistencia a los dominicos. Los herejes más afortunados —muchos del entorno de Raimundo simpatizaban con los cátaros— desaparecían de la ciudad como por arte de magia cuando los ujieres municipales iban a detenerlos. Pero estos trucos sólo sirvieron para enfurecer y envalentonar a los inquisidores. En el otoño de 1235, al año siguiente de que el obispo Raymond du Fauga quemara en la hoguera a la anciana que se hallaba en su lecho de muerte, los dominicos tuvieron la mira puesta en varios cónsules de la ciudad. La respuesta no tardó en llegar. En octubre, los inquisidores fueron expulsados de Tolosa; al mes siguiente, el resto de los dominicos —contando el obispo— tuvieron que huir de la ciudad bajo una lluvia de piedras arrojadas por una multitud que los abucheaba. Una vez a salvo en la real Carcasona, los trastornados frailes, como cabía esperar, excomulgaron a sus enemigos y colocaron a Tolosa bajo interdicto.
El Papa, tras enviar una dura carta a Raimundo, suspendió el interdicto y ordenó a los inquisidores que regresaran a Tolosa. Mientras el resignado padre de Raimundo habría sido duramente censurado por permitir aquellas conductas, el conde se libraba de la furia papal porque era necesario como aliado. Para compensar el sentimiento general, se nombró inquisidor en Tolosa a un franciscano, Étienne de Saint-Thibéry[129], para que trabajara con Seila y Arnold. Los franciscanos tenían fama de ser más humanos que los dominicos, pero el hermano Esteban pronto hizo que esa idea se desvaneciera, pues en ardor perseguidor emuló a sus colegas dominicos.
Pese a las presiones del conde, los inquisidores persistieron. En ocasiones recogían como llovidas del cielo oportunas conversiones al catolicismo: dos ex perfectos, Raymond Gros y Guillaume de Soler, dieron a la Inquisición montones de nombres e información sobre sus correligionarios. Esos valiosos informadores, a los que hubo de proteger de la ira de su antigua grey, confirmaron las sospechas de los frailes sobre el catarismo: que ante la persecución se agudizaba el ingenio. Para evitar que los descubrieran, muchos de los perfectos se despojaron de su sencillo hábito y, si hacía falta, comían carne en público. Incluso acabaron con la separación estricta entre los sexos. Ahora algunos hombres y mujeres perfectos se desplazaban en pareja, simulando estar casados. Los hogares y los talleres cátaros habían cerrado, y muchos de los perfectos habían ido a ponerse a salvo en Montségur. Sólo los iniciados sabían cuándo había un cátaro sagrado de visita pastoral.
El aumento del disimulo demostró a los inquisidores que los cátaros hacían trampa. En un razonamiento malabarista del tipo «qué fue primero el huevo o la gallina», llegó a considerarse el engaño una de las principales características de la herejía… pese a que la Inquisición había hecho necesario dicho fraude. En Albi y Carcasona, tras los primeros estallidos de hostilidad contra los dominicos, las autoridades reales francesas pertinentes —los senescales del rey— ayudaron a los cuatro inquisidores en su labor de extirpar la herejía de los antiguos dominios de los Trencavel; a menudo les proporcionaban hombres de armas para su protección. En las áreas controladas por una Tolosa independiente, los hermanos Étienne, Pierre y Guillaume iban por su cuenta, desplazándose con un reducido séquito de escribanos y clérigos y contando sólo con su capacidad de intimidación para someter a la nobleza local a su voluntad. Cuando no se les permitía entrar en Tolosa, los frailes recorrían el campo, tomando declaraciones e imponiendo cientos de penitencias y condenas de prisión. Eran metódicos, despiadados y valientes, y cruzaban un territorio hostil de un lado a otro mientras crecía el disgusto de la gente corriente del Languedoc.
Raymond Trencavel intentó sacar provecho del mar de fondo de rencor. El hijo de Raymond Roger, el vizconde vencido por Simón de Montfort, había regresado temporalmente a Carcasona en los años veinte del siglo XIII sólo para ser nuevamente expulsado por unos ciudadanos aterrados por la proximidad de la cruzada real. En 1240, reunió en Aragón un ejército de exiliados y marchó a través de los Pirineos para poner sitio a su capital. Era otra vez como en 1209, salvo que en esta ocasión los papeles estaban cambiados: ahora los franceses estaban dentro de Carcasona y los occitanos fuera. Como en 1209, los sitiadores se concentraron primero en Bourg y Castellar, los suburbios que había fuera de las murallas. Sus habitantes abrieron las puertas sin presentar batalla: la soberanía francesa y la Inquisición contaban con pocos aliados locales.
No obstante, esta vez Carcasona resistió. Después de un intenso asedio de treinta y cuatro días durante el cual Trencavel lanzó ocho asaltos distintos desde los suburbios, los occitanos se retiraron cuando el ejército francés procedente del norte llegó a toda prisa para atacarlos. Entonces, el desposeído conde fue a la cercana Montréal, que a su vez estaba sitiada por los franceses. La lucha fue tan violenta que ambas partes pactaron una tregua, y finalmente Trencavel renunció a sus derechos sobre Carcasona. Acabó como pequeño terrateniente cerca de Béziers y, por extraño que parezca, también como cruzado en Egipto peleando al lado del rey de Francia.
Raimundo VII de Tolosa no había ayudado a Trencavel en su revuelta, sobre todo porque no quería correr el riesgo de encolerizar a Blanca de Castilla y al papa Gregorio. Dos años después, la situación había cambiado y él no tenía nada que perder. El Papa había muerto, y con él se había esfumado toda posibilidad de conseguir la anulación de su matrimonio. El conde estaba desesperado por tener un heredero varón. La cláusula de sucesión incluida en su penitencia de Notre Dame en 1229 establecía que, a su muerte, el condado de Tolosa pasaría a su hija y su marido Capeto, Alfonso de Poitiers, aunque Raimundo tuviera descendencia masculina. Esta inusual cláusula, pensada para asegurar el dominio francés sobre Tolosa, podría llegar a parecer injusta y, a la larga, insostenible si efectivamente hubiera un muchacho que reclamara el patrimonio de los Saint-Gilles. De ahí el deseo de Raimundo de una nueva esposa, joven, que pudiera darle los hijos que su cónyuge actual, Sancha de Aragón, ya no podría tener por la edad.
El fallecimiento del papa Gregorio frenó indefinidamente sus intentos de cambiar de pareja. El emperador Federico había provocado en el papado tal confusión que por el momento no había nadie en el trono de Pedro para conceder favores, fueran éstos poner freno a la Inquisición o liberarle a él de su compromiso matrimonial. Ya no era tiempo de diplomacias; su única oportunidad de llegar a ser amo de su propia casa y señor de un Languedoc sin franceses ni terror clerical pasaba por recurrir a la fuerza. En la primavera de 1242, el conde de Tolosa reunió a sus conspiradores. Entre ellos estaba su primo, el rey Enrique III de Inglaterra, y Hugues de Lusignan, el más destacado señor de Aquitania. Junto a un gran número de nobles del Languedoc impacientes por enfrentarse a los franceses, planearon poner fin a la ocupación del sur. Se dio la señal de la revuelta en la festividad de la Ascensión.
El 28 de mayo de 1242, Étienne de Saint-Thibéry y Guillaume Arnold se detuvieron en Avignonet, una ciudad fortificada de la región situada entre Tolosa y Carcasona[130]. En el centro del catarismo del Languedoc, los dos inquisidores se habían abierto camino por los pueblos de Saint-Félix de Lauragais, Laurac, Saissac y Mas-Saintes-Puelles, recogiendo confesiones que los ocho escribanos que iban con ellos remitirían a los archivos de la Inquisición. El franciscano y el dominico viajaban sin guardaespaldas. Los muchos crecientes de la zona seguramente contemplaban con terror a ese pequeño grupo de clérigos católicos, pues los inquisidores a menudo ejercían su poder y enviaban a simpatizantes cátaros a la llamada muralla, la mazmorra de Carcasona donde los presos se hacinaban en un espacio frío y húmedo y apenas sobrevivían a base de pan y agua. En una tierra en que los perfectos habían predicado durante generaciones —la gran asamblea cátara de 1167 se había celebrado en Saint-Félix—, los culpables se contaban por miles.
En la víspera de la festividad de la Ascensión, el anfitrión de los inquisidores era Raymond de Alfaro, administrador del conde de Tolosa en Avignonet. De Alfaro, casado con la hermanastra bastarda de Raimundo VII, era un personaje importante en el Languedoc y confidente de su cuñado. Aunque no existe ningún documento que dé fe de la complicidad de Raymond en los hechos de Avignonet, es muy improbable que ese administrador emprendiera acción alguna sin que el conde lo supiera y aprobara de antemano.
De Alfaro alojó a sus visitantes en el aposento central de la torre de homenaje del castillo, lejos de las viviendas de la gente de la ciudad. Cuando anocheció, uno de sus hombres, Guillaume-Raymond Golairan, visitó a los frailes y observó que estaban cenando. Unas horas después, Golairan volvió a la torre y comprobó que los inquisidores y sus ayudantes se habían acostado.
Entre esas dos pruebas de aparentemente solícita hospitalidad, Golairan cabalgó fuera de la ciudad hasta un soto conocido como Bosque de Antíoco. Allí, tal como estaba dispuesto, se reunió con un destacamento guerrero de Montségur, varios hombres bien armados que normalmente protegían el refugio de los perfectos en las sombras de los Pirineos. Su jefe, Pierre-Roger de Mirepoix, caminó entre sus guerreros y eligió a los que acompañarían a Golairan a Avignonet. Él se quedó, en la obscuridad del Bosque de Antíoco, al acecho, por si aparecía de pronto un grupo de caballeros franceses cabalgando camino de la ciudad. Unas cuantas docenas de hombres se pusieron en marcha en el crepúsculo tras su guía. De no ser por las hachas de combate que colgaban de sus cintos y los jinetes que cubrían la retaguardia se les podía haber confundido con jornaleros que regresaran tarde de los campos. Cuando llegaron a Avignonet, la obscuridad de la noche los había engullido. Los caballeros desmontaron, y un mozo de cuadra condujo los caballos a un prado que se hallaba a una distancia prudencial de las fortificaciones. Los hombres de Montségur se ocultaron detrás de un matadero situado fuera de las murallas.
Golairan, tras hacer su segunda visita a la torre del castillo, regresó y abrió la puerta de entrada a Avignonet. Los hombres armados entraron furtivamente y se deslizaron por las calles de la ciudad. Anduvieron a paso rápido por los adoquines, dejando a un hombre en cada callejón para cubrir la retirada. En la entrada principal del castillo, esperando para unirse a ellos, había un grupo de treinta ciudadanos armados con garrotes y cuchillos de carnicero.
Dirigidos por Guillaume de Lahille, Guillaume de Balaguier y Bernard de Saint-Martin, los crecientes cátaros de Montségur y Avignonet entraron en el patio del castillo y se encaminaron a la torre de homenaje. Tras subir las escaleras y bajar los sinuosos pasillos de piedra en silencio, el guía los condujo a la enorme puerta de roble de los aposentos de los inquisidores. Bernard de Saint-Martin, que había sido condenado a la hoguera en ausencia, levantó un hacha de dos filos y la blandió con fuerza.
Dentro resonó un estampido ensordecedor. Según la leyenda piadosa, el hermano Etienne cayó de rodillas y empezó a cantar con voz trémula: Salve Regina…
La puerta se abrió de golpe. Docenas de hombres entraron en tropel, con sus hachas cortando la obscuridad. Los cuchillos daban tajos, los garrotes bajaban una y otra vez, hasta que cesó el último gemido sordo. A la luz de las antorchas, los asesinos se apropiaron de candeleros, dinero, una caja de jengibre y, acto seguido, arrebataron a los muertos sus escasas pertenencias. Manos febriles rebuscaron en un cofre de madera y encontraron un archivo de la Inquisición que hicieron pedazos; con un tizón llameante prendieron fuego al montón de nombres. Cuando la ceniza de los centenares de temerosas confesiones hubo llegado al techo para después posarse en las baldosas ensangrentadas, los hombres de las hachas ya se habían ido.
Más tarde, aquella misma noche, en el Bosque de Antíoco, Pierre-Roger de Mirepoix dio un fuerte abrazo a uno de sus amigos de la expedición a Avignonet. Años después, un testigo ocular declaró a la Inquisición que Roger había preguntado: «¿Dónde está mi copa?».
«Está rota», contestó el hombre. El señor de Montségur rió y exclamó: «¡Traidor! ¡La habría reparado con un anillo de oro y bebido de ella cada día de mi vida!».
La copa de la que hablaban los dos hombres era el cráneo de Guillaume Arnold, que se había roto en Avignonet.