La Inquisición

El 5 de agosto de 1234, una anciana y acaudalada señora de Tolosa dijo en su lecho de muerte que quería tener un buen final[121].

Sus sirvientes corrieron escaleras abajo hasta la calle. Tenían que encontrar un perfecto, oculto en algún sótano o buhardilla de la ciudad. Con suerte, acaso el venerado Guilhabert de Castres, el obispo cátaro de Tolosa, habría bajado desde la seguridad de Montségur a hacer una discreta visita a algún creyente. Los criados hicieron cautas indagaciones en las casas de los que compartían en silencio la fe de su señora. Regresaron a tiempo con lo que habían estado buscando: un perfecto que administró el consolamentum a la enferma y acto seguido se marchó tan furtivamente como había llegado.

Un miembro de la casa no regresó. Se había apresurado a través de la ciudad hasta el monasterio dominico y entrado en su capilla. Recorrió el deambulatorio y llamó a la puerta de la sacristía.

Guillaume Pelhisson, inquisidor dominico cuyas memorias del Languedoc inmediatamente después de acabar la cruzada de los albigenses nos ofrecen un retrato vivo de las alteradas circunstancias de la vida en Tolosa, seguramente ese día se hallaba en la sacristía. Con Pelhisson y sus compañeros frailes estaba Raymond du Fauga, obispo de Tolosa, también dominico. Éste se estaba cambiando las vestiduras con las que había acabado de decir misa en honor del recién canonizado Domingo. El 5 de agosto de 1234 fue la primera vez que se celebró la festividad del santo.

Raymond, Guillaume y los otros frailes de la sacristía escucharon el relato del visitante: una creyente cátara, en el delirio de la agonía, yacía en su cama sólo a unas cuantas puertas de la catedral. El obispo envió a un criado en busca del prior de los dominicos, que estaría tomando su comida de mediodía. El obispo Raymond siempre había sido propenso a los gestos grandiosos; su acto inaugural al suceder al fallecido Fulko en 1232 había consistido en intimidar a Raimundo VII de Tolosa para que persiguiera y ejecutara a noventa perfectos en la montaña Negra. Cabía la posibilidad de representar un espectáculo igual de instructivo para el populacho de Tolosa.

Según Pelhisson, el sirviente traidor condujo al obispo, al prior y a los otros dominicos a la casa de la mujer. Subieron las estrechas escaleras y entraron en su dormitorio. Al ver llegar a los frailes, sus parientes se retiraron tras las sombras. Hacía tiempo que los integrantes de la familia política de la moribunda, los Borsier, eran sospechosos de herejía. Uno de ellos susurró un aviso dirigido al lecho de la mujer: había llegado el «señor obispo».

Al parecer, ella no entendió bien, pues se dirigió a Raymond du Fauga, el obispo católico, como si fuera Guilhabert de Castres, el cátaro perfecto.

El obispo Raymond no la sacó de su error. En lugar de ello, fingió ser el hombre sagrado cátaro para que la mujer se condenara aún más. Mientras los demás presentes miraban, Raymond la interrogó con todo detalle, obteniendo de ella una plena confesión de su fe herética. El hombre se quedó de pie frente a la cama y, según Pelhisson, exhortó a la moribunda a permanecer fiel a sus creencias. «El miedo a la muerte no debe haceros confesar nada distinto de aquello en que creéis firmemente y de corazón», le advirtió el obispo con fingida preocupación por su alma. Cuando la mujer asintió, él reveló su verdadera identidad y la declaró hereje impenitente que debía ser ejecutada de inmediato.

Dado que estaba demasiado débil para moverse por su propio pie, ataron a la mujer a la cama, que después bajaron por la escalera a la calle. Raymond encabezó la curiosa procesión frente a su catedral y hasta un campo que había detrás de las puertas de la ciudad. A la espera de su llegada, se había encendido una hoguera. La noticia del espectáculo se difundió por todo Tolosa. Se juntó una gran multitud que vio, boquiabierta, cómo una mujer apenas consciente, a unas horas de fallecer de muerte natural, era arrojada a las llamas.

«Una vez hecho esto —señaló el testigo dominico—, el obispo, junto con los monjes y sus sirvientes, regresaron al refectorio y, tras dar gracias al Señor y santo Domingo, dieron buena cuenta de la comida con talante animoso».

El pontificado de Gregorio IX, iniciado en 1227, marcó una enardecida nueva salida en la carrera por acallar a los disidentes. Empezó a ganar terreno la idea de un tribunal permanente papal, no episcopal, para la herejía. Antes de la ascensión de Gregorio al poder de Roma, el cometido de descubrir librepensadores correspondía a los obispos. Durante los cincuenta años precedentes, sucesivos papas habían exhortado una y otra vez a sus virreyes a que detuvieran y juzgaran herejes en tribunales especiales. Tras la declaración de culpabilidad, el condenado, tal como expresaba un eufemismo clerical, «se relajaría en el brazo secular», es decir, sería entregado a la nobleza local para su pronta incineración. El único problema que había con estos tribunales diocesanos era su carácter excepcional. La mayoría de los obispos carecían del vigor intelectual, y acaso del ánimo, para emprender una matanza ininterrumpida de las ovejas descarriadas de su rebaño. Pese a la importante elaboración de doctrina que se llevó a cabo en Letrán en 1215, muchos obispos aún no estaban muy seguros de lo que constituía exactamente herejía; otros transigían o eran complacientes debido a los lazos de parentesco con las familias más destacadas de su diócesis, y otros, simplemente, eran corruptos. En el sermón de apertura del cuarto Concilio de Letrán Inocencio había expresado sus frustraciones: «Sucede a menudo que los obispos, debido a sus múltiples preocupaciones, placeres de la carne o inclinaciones belicosas, así como por otras causas, en especial la pobreza de su formación espiritual y la falta de celo pastoral, son incapaces de proclamar la palabra de Dios y de dominar a su gente»[122]. No habría vigilancia efectiva de las almas mientras se encargaran de ello los obispos.

Al igual que su fallecido pariente Inocencio, Gregorio IX quería resultados a una escala continental. Se concedió un amplio poder judicial a los legados papales especiales, a quienes se envió por toda Europa para reprimir la herejía. Por desgracia, algunos de los hombres elegidos para esas funciones pronto demostraron ser enfermos sociales con exceso de celo. Robert le Bougre, el Sodomita (epíteto que sugiere que era un converso del catarismo), sembró el terror en el hasta entonces pacífico norte de Francia. En Renania, se encargó la tarea al siniestro Conrado de Marburgo[123]. Al parecer, allá donde iba Conrado permanecían ocultas multitudes de insospechados herejes: en iglesias y castillos, pueblos y feudos, conventos y ciudades. Cientos, acaso miles, fueron enviados a la hoguera, a menudo el mismo día en que habían sido acusados. Como si desempeñara conscientemente el papel de loco malvado, Conrado cabalgó a lomos de su mula por Renania con un séquito de dos personas: un austero fanático llamado Dorso, y un laico manco y tuerto de nombre Juan. El aspecto del feroz trío realzaba aún más el espanto que provocaban. El 30 de julio de 1233, un exasperado fraile franciscano los interceptó y dio muerte a Conrado de Marburgo. En vez de provocar una cruzada, como había sucedido con Pierre de Castelnau en 1208, ese asesinato de un hombre del Papa sólo originó una hipócrita carta de Gregorio a los arzobispos de Trier y Colonia sobre los excesos de su enviado especial: «Nos preguntamos por qué habéis permitido que procedimientos legales de esta inaudita naturaleza se hayan producido tanto tiempo entre vosotros sin ponernos al corriente de los mismos. Es nuestro deseo que estas cosas dejen de tolerarse y declaramos estos procesos nulos y sin valor. No podemos permitir el sufrimiento que habéis descrito»[124].

En el Languedoc, donde había efectivamente cientos de herejes, Gregorio demostró tener menos escrúpulos. Él y el cardenal Romano habían tenido mucho esmero en proveer a los palacios episcopales del sur de prelados despiadados como el obispo Raymond du Fauga. Quien delatara a un hereje recibiría una recompensa que haría efectiva la ya exigua tesorería del conde Raimundo. Las propiedades confiscadas se dividían entre el informador, la Iglesia y la corona. El señuelo del dinero manchado de sangre pudo haber inducido a los criados de la moribunda de Tolosa a entregar a su señora al que fue su desdichado final.

No obstante, para terminar el trabajo iniciado por la cruzada, la Iglesia no podía contar sólo con la vileza espontánea de la naturaleza humana. Gregorio no esperaba que un goteo de traiciones se transformara en un torrente. Sólo imaginaba una administración bien organizada responsable únicamente ante el Papa y rigurosa en la ejecución de sus misiones investigadoras. Para ello se precisaban hombres de una probidad y una devoción irreprochables. Una generación antes, Inocencio había dirigido su atención al Languedoc y recurrido a los cistercienses. Su sobrino, considerando que los monjes de Cíteaux eran una fuerza debilitada, pensó en los dominicos. Los hombres de Inocencio fueron a debatir y a convertir; los de Gregorio, a perseguir y castigar. En la primavera de 1233, se nombraron inquisidores papales en Tolosa, Albi y Carcasona. Tendrían sucesores en distintas partes de Europa y Latinoamérica durante más de seiscientos años.

Se preguntará al acusado si en algún lugar ha visto o conocido a uno o más herejes, sabiendo o creyendo que eran tales por su nombre o reputación: dónde los ha visto, cuántas veces, con quién y cuándo […] si ha tenido algún trato familiar con ellos, cuándo y cómo, y quién los presentó […] si ha recibido en su propia casa a uno o más herejes y, en ese caso, quiénes y qué eran; quién los llevó allí; cuántas veces se quedaron en casa del acusado; qué visitas recibieron; con quién se marcharon, y dónde fueron […] si hizo adoración ante ellos, o vio que otras personas los adoraran o les hicieran reverencia al modo hereje […] si les dio la bienvenida, o vio que alguna otra persona lo hiciera, a la manera de los herejes […] si estuvo presente en la iniciación de alguno de ellos y, en ese caso, cuál fue la forma de iniciación; cuál era el nombre del hereje o los herejes; quién estaba presente en la ceremonia y dónde estaba la casa en que yacía la persona enferma […] si la persona iniciada hizo algún legado a los herejes, en cuyo caso qué y cuánto, y quién redactó el documento; si se hizo adoración ante el hereje que realizó la iniciación; si la persona sucumbió a su enfermedad y, en ese caso, dónde la enterraron; quién llevó allá al hereje o los herejes y quién los acompañó al salir[125].

El anterior extracto, entresacado de un interrogatorio mucho más extenso, da fe de la paralizante minuciosidad de la Inquisición, constituida expresamente para destruir a los cátaros. A continuación se citó a cientos, miles de personas para que testificaran ante los inquisidores y sus escribanos. Las preguntas eran reiterativas, concebidas para crear en la persona interrogada dudas sobre qué sabía exactamente el inquisidor y quién se lo había contado. A una persona sospechosa de simpatizar con los cátaros no siempre se le informaba de las acusaciones que pendían sobre su cabeza; si se le avisaba del peligro, no tenía derecho a saber quiénes eran sus acusadores, y si osaba buscar ayuda legal exterior, también se acusaba a su desafortunado abogado de ser cómplice de herejía. Fuera cual fuese el veredicto del inquisidor —que ejercía las funciones de fiscal, juez y jurado—, no cabía recurso alguno. Además, antes de que se dictara la sentencia, se podía prolongar indefinidamente, sin explicaciones, la detención de cualquier persona para seguir interrogándola. No era tanto un sistema judicial como una máquina de crear inquietud.

El inquisitor hereticae pravitatis (inquisidor de depravación herética) rompió los lazos de confianza que mantenían unida la sociedad civil. Informar sobre el vecino de uno llegó a ser no sólo un deber sino también una estrategia de supervivencia. Durante cien años, desde 1233, el inquisidor fue un elemento espantoso de la vida en el Languedoc, y su llegada a ciudades y pueblos, la ocasión para contemplar exhibiciones degradantes de hundimiento moral. En teoría no se podía castigar a nadie si no hablaba; el inquisidor no podía actuar si no mediaba una denuncia. En la práctica, ninguna comunidad, en especial las ciudades medievales tiranizadas por rivalidades, poseía la necesaria cohesión sin fisuras para combatir el poder de un tribunal sigiloso.

El inquisidor llegaba a la ciudad y consultaba a los clérigos. Se requería a todos los hombres de más de catorce años y a las mujeres de más de doce que hicieran profesión de fe ortodoxa; los que no lo hacían eran los primeros en ser interrogados. En su sermón inaugural, el inquisidor invitaba a las personas de la zona a pensar bien en sus actividades pasadas y presentes y a que se presentaran a la semana siguiente para hacer declaraciones confidenciales. Tras su período de gracia de siete días, los pecadores que no se hubieran denunciado a sí mismos recibirían una citación judicial. Los renuentes corrían peligro de recibir un castigo severo, desde la pérdida de propiedades hasta la pérdida de la vida. Aparte del crimen de ser un perfecto, merecedor de la pena capital, entre los delitos se incluían dar cobijo a los perfectos, «adorarlos» (realizar el saludo del melioramentum) o, simplemente, no denunciar a la Iglesia casos de herejía. Las pruebas de verdadera abjuración del error se hallaban en el número de personas a las que los pecadores arrepentidos estaban dispuestos a traicionar. La Inquisición quería nombres… elaborar un inventario de la red del catarismo que había sobrevivido a la cruzada.

Naturalmente, los poco escrupulosos comparecieron enseguida para informar contra sus enemigos personales, tanto si eran crecientes como si no lo eran. Esta lista inicial al menos le sirvió al inquisidor como base para crear un clima de miedo. Después se citaba a los denunciados, que a veces eran encarcelados y siempre intimidados para que dieran más nombres. La investigación se ampliaba, se detenía a cátaros y católicos por igual… y sólo el inquisidor sabía qué acusaciones habían sido corroboradas. Para condenar a un individuo que negara cualquier relación con la herejía el inquisidor precisaba el testimonio de al menos dos testigos.

A menudo la gente se abandonaba a la merced del tribunal admitiendo transgresiones de poca importancia —por ejemplo, haber dado un trozo de pan a un perfecto— en un pasado lejano, con la esperanza de que acciones herejes más recientes quedarían así en cierto modo disimuladas. Cuando se les presionaba, como de costumbre, para que dieran nombres, los astutos crecientes recitaban una larga lista de fallecidos, con lo que cumplían con su obligación de señalar a tantas personas como fuera posible al tiempo que salvaban a los vivos del castigo.

Los inquisidores tenían una respuesta a esa táctica. Desenterraban y quemaban a los muertos. Ante la estupefacción de familiares y amigos, los cementerios quedaron patas arriba, y se acarrearon cadáveres en descomposición por las calles mientras los sacerdotes gritaban: «Qui aytal fara, aytal pendra» (El que haga lo mismo sufrirá el mismo destino[126]). Esas hogueras macabras eran sólo el principio. Si el cadáver en llamas era muy conocido por haber albergado a un perfecto, destruían su casa, con independencia de quién estuviera ocupándola. Según fuera la gravedad de la sentencia post mortem, el inquisidor desheredaba a algunos descendientes del condenado y les embargaba sus propiedades y castillos para financiar las investigaciones. A otros los encarcelaban, los obligaban a que se cosieran grandes cruces amarillas en la ropa como signo de su infamia familiar o les imponían duras penitencias. Y algunos hablaban, pese a estar todavía afligidos por las indignidades cometidas en los cuerpos y almas de sus parientes difuntos. Los archivos de la Inquisición empezaron a llenarse de nombres de vivos.

Se odiaba a los dominicos. En Albi, casi mataron a palos al inquisidor Amoldo Catalán cuando se puso a desenterrar cadáveres. Los hombres armados del obispo tuvieron que intervenir para impedir que los ciudadanos lo arrojaran, inconsciente, al río Tarn. En la cercana Cordes, población fortificada fundada por Raimundo VII en 1222, los enfurecidos aldeanos mataron a dos agentes del inquisidor tirándolos a un pozo. En Moissac, un centro de peregrinación junto al Garona donde los inquisidores Pierre Seila y Guillaume Arnold lograron quemar en la hoguera a doscientas diez personas vivas, monjes cistercienses compasivos ocultaron a algunos herejes. Aunque esos tribunales papales se atenían a las costumbres legales inmisericordes de la época, eran considerados algo nuevo y malévolo, algo cuya finalidad era transformar un agotado Languedoc en una tierra de renegados y colaboracionistas. Nadie estaba seguro a menos que hiciera daño a sus vecinos.