En el Languedoc no se acabó la guerra, aunque la victoria cambió de bando. Los nobles occitanos, inspirados por la gran defensa de Tolosa, al fin se unieron para hostigar a los franceses. Una gran expedición de castigo organizada en 1219 no pudo reprimir la revuelta. Sermoneada por el nuevo Papa —Honorio III— y encabezada por el príncipe heredero de la corona de Francia, Luis, hijo de Felipe Augusto, la cruzada fue víctima del puntilloso cumplimiento de la cuarentena de sus integrantes. Luis y sus hombres regresaron a París tras cuarenta días de campaña, siendo su único logro digno de mención una despiadada matanza que dejó perplejos incluso a sus partidarios. Todos los hombres, mujeres y niños de Marmande, una inofensiva población de unos siete mil habitantes, fueron concienzudamente degollados[108]. Habiendo rendido así homenaje al precedente de Béziers, después el futuro rey pasó unas cuantas semanas dilatorias frente a las murallas de Tolosa antes de pegar fuego a sus artilugios para asedios y volver a casa. Amaury de Montfort, hijo de Simón, se quedó para sofocar la revuelta lo mejor que pudo.
Sin embargo, Amaury no era como su padre. No heredó la inflexible firmeza ni el talento de éste para la atrocidad táctica. En los seis años de batallas, asedios y escaramuzas que siguieron a la muerte de Simón, Amaury fue vencido una y otra vez por el joven Raimundo y por Roger Bernard de Foix. El extenso territorio concedido a los Montfort en Letrán menguaba constantemente a medida que se recuperaban los castillos y se obligaba a las guarniciones a abandonarlos. Las principales ciudades se negaron a abrir las puertas a los franceses… y a sus aliados de las filas superiores del clero. En el Languedoc, los jefes de la Iglesia destituidos, incluido el obispo Fulko de Tolosa, tuvieron que exiliarse en Montpellier.
El peor insulto dirigido a los obispos católicos no procedía del campo de batalla, ni siquiera de lugares que volvieron al catarismo de forma visible, como los castillos de Cabaret o los talleres de Fanjeaux. Las malas noticias para la jerarquía venían de los creyentes católicos, muchos de los cuales consideraban a los guías de la Iglesia un enemigo pernicioso, nacional, al que había que negar las posesiones y los privilegios de donde había obtenido sus ingresos. Según la mentalidad occitana, el razonamiento de Inocencio sobre los herejes era falso: no eran los herejes sino los clérigos de alto rango quienes debían ser acusados de traición. Se consideraba a los obispos cómplices de los odiados franceses. Los trovadores, maldispuestos hacia los prelados aguafiestas y los legados papales, compusieron mordaces sirventés sobre los señores de la guerra y sus báculos. El trovador Guilhem Figueira comenzaba una canción así:
Roma trichairitz-cobeitat
vos engaña
C’a postras berbitz-tondetz
trop de la lana
Le Sainz Esperitz-que receup
carn humana
Entende mos precs
E franha tos bees
Roma, ses razon-avetz mainta
gen morta
E jes non-m sab bob-car tenetz
via torta
Qu’a salvacion-Roma, serratz
la porta
Per qu’a malgovern
D’estiu a d’invern
Si sec vbstre estern-car Diables
l’emporta
Int el fuoc d’infern[109]
Roma mentirosa, vuestra codicia
os lleva por mal camino,
esquiláis demasiado a vuestro
rebaño.
Que el Espíritu Santo tome forma
humana.
Oíd mi súplica
¡y romped vuestro pico!
Roma, habéis matado a muchas
personas sin motivo,
y yo detesto ver que seguís
ese mal camino,
pues de esta forma estáis
cerrando la puerta de la salvación
al hombre imprudente,
en verano e invierno,
que sigue vuestros pasos:
el Diablo se lo lleva al fuego
del infierno.
Un desanimado Fulko, a quien no se había permitido regresar a su ciudad desde que había participado en el asedio de Lavaur en 1211, intentó en vano que el Papa le relevara de su cargo de obispo de Tolosa. Si esos malos sentimientos hubieran provocado una deserción masiva de la Iglesia, los obispos habrían podido llevarse las manos a la cabeza y, como aún es costumbre en algunos lugares, culpar al Anticristo. Pero no hubo muchos abandonos. Como si se tratara de conciliar el insulto con la dignidad episcopal, en el Languedoc la piedad católica siguió siendo fuerte. A lo largo de los años veinte del siglo XIII, burgueses y caballeros continuaron legando bienes a los monasterios, sacerdotes seglares celebraron misas para congregaciones devotas, y la nueva orden de los dominicos se encontró con un público dispuesto a escuchar sus sermones. Los clérigos locales de las ciudades del Languedoc no sufrieron maltrato por parte de los laicos ni siquiera durante la época más tenebrosa de los asedios de los cruzados. Además, muchos miembros de las órdenes inferiores de la Iglesia habían abrazado la causa occitana. A la muerte de Simón de Montfort, por ejemplo, fueron los sacerdotes de Tolosa los que hicieron repicar las campanas y encendieron las velas votivas. El rencor iba dirigido de lleno a los obispos responsables de la ruina de una tierra que antes había sido próspera. La gente les volvía la espalda a ellos, no a los perfectos.
El Languedoc estaba sumido en la pobreza. Sus bulliciosas ciudades habían caído en la penuria debido al cobro de impuestos derivado de la interminable guerra. Sus comerciantes no eran bien recibidos en las grandes ferias del Ródano y la Champaña, pues los legados de Roma amenazaban con interdictos y excomuniones a los que hicieran tratos con los proscritos de la cristiandad. E incluso cuando el joven Raimundo venció en combate a los leales a Amaury y muchos de los nobles desposeídos regresaron por fin a sus castillos usurpados, la vida cortés en el Languedoc no recuperó el estilo alegre y derrochador que en otro tiempo había mantenido a un gran número de músicos y poetas. Las encantadoras sucesoras de la Loba no tenían quien les cantara mientras sus compañeros luchaban por sobrevivir en una tierra desolada. El Languedoc recién nacido a principios de los años veinte del siglo XIII era una criatura frágil, aislada y sin amigos, una víctima fácil si los ejércitos del norte volvían en masa.
Durante esa época, los cátaros se aventuraron nuevamente en la clara luz del día. Los interrogatorios de la Inquisición llevados a cabo años después revelaron que, tras la muerte de Simón, los perfectos supervivientes bajaron de su nido de águilas de Montségur y buscaron a los crecientes de las tierras bajas. Guilhabert de Castres, el «obispo» cátaro que quince años antes había participado en los debates con los dominicos, reapareció en Lauragais en los años veinte del siglo XIII, predicando el evangelio de la luz y la obscuridad y administrando el consolamentum a una nueva generación de novicios. Él y sus compañeros heresiarcas anduvieron a pasos quedos ante las ruinas de una década de guerra. Guilhabert recorrió Fanjeaux, Laurac, Castelnaudary, Mirepoix y Tolosa, reuniéndose con diezmadas familias de la fe dualista y comprobando el nivel de tolerancia entre la mayoría católica. Pese a los infortunios sufridos —o quizá debido a ellos—, el Languedoc no se había vuelto en contra de sus mujeres y hombres sagrados.
En 1226, en la pequeña ciudad de Pieusse, al sur de Carcasona, más de cien perfectos se reunieron en consejo para crear una diócesis cátara. Para entonces se habían abierto de nuevo numerosos hogares cátaros. En Fanjeaux, el pueblo situado en lo alto de una colina donde Domingo y Simón se habían encontrado con frecuencia para sentarse a la mesa y analizar los progresos de la obra de Dios, las cosechas de lino y cáñamo otra vez acababan en los husos de las mujeres cataras. Se estaba urdiendo una nueva red informal de mujeres disidentes, las hijas y viudas de un pueblo herido que extraía fuerza y prestigio de una vida de abnegación. Nadie llevó luto por los mártires de Lavaur, Minerve y otras tierras abrasadas; los miles que habían perecido estaban ahora en brazos del bien, ángeles para siempre jamás; había concluido su peregrinaje a través de lo sórdido de la materia. Su destino no inspiraba piedad sino envidia. En cuanto a los «no consolados» entre los mutilados y fallecidos, simples crecientes pecadores víctimas de las llamas de Roma o muertos por el acero de Francia, en su siguiente vida habían alcanzado la categoría de perfectos. Entretanto, la Iglesia de los «buenos cristianos» trataba de recuperar su discreto lugar en la vida occitana, el que había ocupado antes de los desastres de la cruzada.
En torno a 1220 también desaparecieron los hombres que habían determinado el destino del Languedoc. A la muerte de Inocencio III en 1216 y de Simón de Montfort dos años después, siguió la de Domingo de Guzmán en 1221, cuyo fallecimiento en Bolonia estuvo envuelto en relatos de milagros de última hora. Al morir, el temible español contaba cincuenta y un años; todo aquel tiempo de agotadora pobreza por los caminos había tenido su efecto en lo que seguramente fue una constitución asombrosamente robusta. Domingo había convertido a pocos cátaros —como es lógico, mientras la cruzada hacía estragos la Iglesia carecía de autoridad moral—, e incluso aquéllos a los que engatusó para que volvieran al redil eran sospechosos. Era difícil castigar a esos valedores del ascetismo, pues el régimen habitual de abnegación que se imponía a los arrepentidos se parecía, en sus detalles, al estilo de vida de los perfectos. Hay constancia de que a uno de los conversos de Domingo se le ordenó que consumiera carne roja.
Por mucho que no consiguiera recuperar a los dualistas para el campo de la ortodoxia, Domingo logró despertar en cambio la imaginación de algunas de las mentes más agudas de su tiempo. Los dominicos —la orden de los frailes predicadores— crecieron rápidamente pasando de tener sesenta casas en la época de la muerte de Domingo a seiscientas sólo quince años más tarde. Junto con los franciscanos, proveerían de personal a las nacientes universidades de Europa y harían restallar el látigo teológico hasta la Reforma. En Tolosa, el banco de pruebas de los dominicos, los primeros legados provisionales de alojamientos se convirtieron en un gran imperio hasta que, a mediados de siglo, los frailes mendicantes tuvieron fuerza y medios suficientes para empezar a construir un altísimo santuario gótico de ladrillo rojo, más adelante conocido como la iglesia de los Jacobinos. En la actualidad, en el centro de su nave se halla la urna del más influyente de los dominicos del siglo XIII: Tomás de Aquino.
Al año siguiente de morir Domingo le llegó el turno a Raimundo VI, el admirado pero desatinado conde de Tolosa. Un día de principios de agosto de 1222, el viejo y eterno excomulgado de sesenta y seis años pasaba la mañana en el umbral de una iglesia junto al Garona, escuchando a los compasivos sacerdotes del interior, que alzaban la voz para que el noble anciano pudiera oír el oficio de la misa. Aproximadamente al mediodía, Raimundo se desmayó a causa del calor. Sus acompañantes lo condujeron al patio de la casa de un mercader y lo tendieron a la sombra de una higuera. Acto seguido sufrió una apoplejía que lo dejó sin habla. Los clérigos acudieron de inmediato. El prior de Saint-Sernin, la iglesia románica más espléndida de Tolosa y cementerio de los Saint-Gilles desde principios del milenio, se negó a levantar la excomunión de Raimundo aunque de todas formas intentó quedarse con el conde moribundo. Sus amigos, sospechando que el prior estaba conchabado con el exiliado Fulko y, por tanto, se apresuraría a arrojar a Raimundo a una hoguera, envolvieron a su amo con una manta y lo llevaron a un lugar seguro. Raimundo murió ese mismo día, más tarde, y pese a las repetidas solicitudes en las subsiguientes décadas, se negó a su cadáver cristiana sepultura pública[110]. A la muerte de su padre, el joven Raimundo tomó el nombre de Raimundo VII El imperdonable pecado del viejo no había sido cobardía en el campo de batalla ni lujuria en la cama; se había ganado el odio de la ortodoxia por su obstinada negativa a perseguir a los cátaros.
Menos conmovedora fue la muerte, en marzo de 1223, de Raymond Roger de Foix, aunque su figura encarnaba mejor los cambios de esa época. El viejo hombre de la montaña estaba ocupado en uno de sus pasatiempos favoritos —sitiar una fortaleza del clan Montfort— cuando pasó a mejor vida en su campamento base. Había sido el modelo de una especie revoltosa de nobles occitanos que pronto se extinguiría: había favorecido a trovadores, hecho la corte y conquistado a la Loba de Cabaret, animado a su hermana Esclarmonde y su esposa Philippa a que fueran cátaros perfectos, dicho al papa Inocencio que lamentaba no haber matado a más cruzados, y luchado contra los Montfort invasores hasta su último aliento. Desde el principio hasta el final mantuvo con la Iglesia unas relaciones agitadas, aunque resultó ser un generoso benefactor de los clérigos dispuestos a perdonar sus excesos. Paradojas del destino, fueron los cistercienses, la orden que había dirigido la cruzada, los que ofrecieron al guerrero fallecido su última morada en su monasterio cercano a Foix.
En esos años también murió Arnaud Amaury, el monje cuyo nombre estaría siempre empañado por la mancha de Béziers. En el crepúsculo de su vida, el arzobispo de Narbona, que se había ablandado y era mucho más rico, se volvió en contra de los Montfort y decidió reconciliar a Raimundo VII con la Iglesia y la nobleza francesa. Pese a las convincentes declaraciones de ortodoxia y obediencia del joven conde, sucesivos concilios de la Iglesia en Montpellier y Bourges se negaron a escuchar a Raimundo en sus deliberaciones. El cambio de parecer de Arnaud llegó demasiado tarde; falleció en 1225, sin poder convencer a sus colegas eclesiásticos de que abandonaran el obstruccionismo que él mismo había contribuido a perfeccionar.
No obstante, la muerte que, en ese período, tuvo consecuencias de mayor alcance se produjo en Nantés, Francia. El 14 de julio de 1223, el rey Felipe Augusto, de cincuenta y ocho años, falleció a causa de una fiebre. Había sido la personificación del liderazgo sagaz, uno de los monarcas sumamente capaces que la familia de los Capetos de Francia tendría la fortuna de producir cada pocas generaciones, con lo que aseguraba la supervivencia de su dinastía y la preeminencia de su reino en Europa. Al principio del reinado de Felipe, los Capetos de Francia habían sido acosados por los Plantagenet de Inglaterra y los Hohenstaufen de Alemania; mediante diplomacia, engaños y hechos de armas, Felipe había sometido a sus enemigos y colocado sólidamente a Francia en el pedestal del poder, que ocuparía, más o menos sin interrupción, durante cinco siglos[111].
Para hacer que su reino fuera seguro, Felipe Augusto había sido firme. Cuando Inocencio le suplicó que conquistara el Languedoc, el rey francés le dijo al Papa que, en realidad, tenía cosas más importantes que hacer. Dejó que algunos de sus nobles acudieran en ayuda de los Montfort, en peregrinaciones de violencia estrictamente personales, pero de ninguna manera comprometió formalmente a la constelación de vasallos feudales del norte que habían hecho de Francia la nación más temida de la época. Felipe permitió por dos veces que su testarudo hijo Luis irrumpiera en el Languedoc, aunque sólo fuera para exhibir las banderas: en 1219, de forma notoria, para ordenar la matanza de Marmande, y cuatro años después, en el verano anterior al cuarto Concilio de Letrán, para hacer un recorrido por las victorias de Simón tras Muret. (En esta ocasión, Luis se marchó pronto; su única recompensa fue la mandíbula de san Vicente, una reliquia sacada a la fuerza de un monasterio del sur). Felipe Augusto había muerto y con él la moderación que había gobernado el Leviatán del norte.
Seis meses después de la muerte del rey, en enero de 1224, Amaury de Montfort admitió que había sido derrotado. Desenterró la bolsa de cuero que contenía los restos de su padre y dirigió su menguado séquito de regreso a la pequeña finca boscosa de los Montfort en las afueras de París. Los rebeldes del Languedoc habían convertido el decreto de Letrán en una ficción inofensiva. Legalmente señor de los territorios que abarcaban desde el Ródano al Garona, Amaury, en realidad, había perdido todo lo concedido a su familia nueve años antes en Roma[112]. Raymond Trencavel, hijo del hombre que Simón de Montfort había arrojado a una mazmorra, volvió de Aragón, donde había sido criado y educado, y recuperó su herencia como vizconde de Carcasona. En Tolosa, Raimundo VII y sus cónsules trataban de juntar los fragmentos de una prosperidad hecha pedazos. Y en la Île-de-France, un amargado Amaury y sus parientes jugaban su última carta.
En febrero de 1224, Amaury de Montfort renunció a todos sus derechos en el Languedoc en favor del rey de Francia. Ahora el sur pertenecía a la familia real francesa; todo lo que había que hacer era reclamarlo.