Tolosa

En junio de 1218, dos años y medio después de que el Concilio de Letrán le hubiera entregado el Languedoc, Simón de Montfort aún llevaba puesta la armadura. Los nueve meses anteriores había estado librando una guerra estacionaria, vociferando órdenes, encabezando cargas, repeliendo contraataques, poniendo sitio a su eterno enemigo: la ciudad de Tolosa. La transmisión de propiedad que Inocencio decretó en 1215 había convertido Tolosa en capital del territorio de Simón, la joya de la corona de sus conquistas, la metrópoli de rubí con la que sería rico. Ésa era la intención del veredicto de Letrán; sin embargo, las consecuencias fueron completamente distintas, pues Tolosa se oponía a que el Papa la cediera en arriendo. Los fieles seguidores de Saint-Gilles, los ultrajados vasallos de los Trencavel, los feroces guerreros de Foix, los desahuciados nobles de Corbiéres y la montaña Negra, los amigos de los cátaros… todos se habían reunido en la orgullosa ciudad del Garona para frustrar los planes de su nuevo señor feudal francés bendecido por el pontífice.

El asedio de Tolosa fue un combate largo y violento, auténticamente medieval por su crueldad. Ambos bandos sabían que esa vez estaban enzarzados en una lucha a muerte. Según un cronista, si algún infortunado sitiador caía en manos de los defensores, éstos le arrancaban los ojos y le cortaban la lengua antes de arrastrarlo medio muerto por las calles atado a la cola de un caballo[104]. Los perros y los cuervos lo remataban, tras lo cual se colocaban sus manos y pies cortados en la cuchara de una catapulta, que los devolvía a sus camaradas a través del aire.

Simón de Montfort, que conocía bien esas tácticas, tenía un plan para destruir la ciudad. Las tiendas y dependencias de su ejército estaban desplegadas en un asentamiento denominado Nueva Tolosa, área en que el iracundo norteño había prometido construir una nueva capital tan pronto como hubiera matado a todos sus habitantes y reducido sus casas a cenizas.

Que el triunfo de Simón en Roma, en 1215, fuese un ensayo de Tolosa en 1218 no era algo inevitable. El hijo del conde Raimundo, que tanto había impresionado al Papa con su piedad cristiana y su noble conducta, resultó ser asombrosamente distinto del padre. El joven Raimundo era un guerrero nato, y fue en su lugar de nacimiento donde primero exhibió su talento beligerante. Al regresar del Concilio de Letrán a Aviñón, en el invierno de 1216, unió a su causa a nobles provenzales hasta entonces apáticos y tomó audazmente la ciudad de Beaucaire, defendida por cruzados, la ciudadela junto al Ródano en la que su madre, Juana de Inglaterra, lo había parido diecinueve años antes. Al tomarla por asalto, el joven Raimundo anunció que la Iglesia no era quién para privarle de su herencia.

Cuando Simón llegó a Beaucaire a castigar a los insolentes, fue rechazado una y otra vez por un enemigo que no dudaba en salir a caballo y batirse en campo abierto con los temibles hombres del norte. El sur había perdido un héroe en Muret pero había encontrado otro en Beaucaire. A lo largo del verano de 1216, el joven Raimundo mantuvo a Simón a raya, humillando al hombre que poco antes había sido nombrado señor de todo el Languedoc. A la frustración de los cruzados se sumó inmediatamente la desgracia. El 16 de julio de 1216 —cuarto aniversario de la decisiva victoria del rey Pedro en Las Navas de Tolosa— murió Inocencio III, al que una fiebre repentina llevó a la tumba en Perugia.

Las noticias de la victoria en Beaucaire y la muerte en Perugia provocaron una sensación de revuelta que Simón sólo exacerbó al volver a su estrategia de ataques rápidos y atrocidad brusca. Mientras que la tarea de administrar sus enormes e inesperadas ganancias en Letrán pedía a gritos una diplomacia sagaz, Simón ofendió imprudentemente a sus potenciales aliados. Incluso Arnaud Amaury, el legado que llegó a arzobispo, se declaró en contra de su antiguo camarada cruzado, excomulgándolo por insistir en sus prerrogativas con demasiada vehemencia en la sede episcopal de Narbona. Arnaud había arrebatado el rico obispado a un prelado corrupto, el hombre denunciado por Inocencio como «perro mudo», y observaba alarmado que Simón, el nuevo conde, exigía una parte del poder y los ingresos nunca reclamados por su antecesor. Arnaud Amaury iba convirtiéndose poco a poco en partidario del joven Raimundo.

Sin embargo, era Tolosa, no Narbona, la clave de la legitimidad de Simón, y fue allí donde sus defectos como gobernante se hicieron más evidentes. En agosto de 1216, Simón levantó de mala gana el sitio de Beaucaire y a continuación cruzó el país a toda prisa —trescientos kilómetros en tres días— para sofocar la creciente agitación de Tolosa. Los tolosanos no habían olvidado la enloquecida caza del hombre y la injustificada carnicería sufrida por sus milicias ciudadanas en Muret, pese a lo cual no estaban dispuestos a desafiar abiertamente a su enemigo. Como mucho, sus pragmáticos mercaderes serían sensibles a sugerencias sobre cómo su próspero y tolerante burgo podía encajar en los dominios de Simón. Pero éste tenía otros planes. Se acercó a la ciudad en orden de batalla y mandó recado de que sólo con dinero y rehenes podrían impedir que atacara. En cuestión de horas, por la indignada Tolosa se levantaron barricadas y empezaron furiosas peleas callejeras. Tras una noche de violencia, el obispo Fulko convenció a una asamblea de notables de que negociara con el nuevo conde en un prado bien alejado del alboroto de la ciudad. Un acto como aquél, razonó en tono afable el obispo, demostraría a las claras su confianza en el sentido de la justicia de Simón.

Aun teniendo en cuenta los antecedentes de los cruzados, impresiona el alcance de la traición de Fulko. Varios centenares de emisarios, los hombres más ricos e influyentes de Tolosa, abandonaron a su debido tiempo el abrazo protector de su ciudad… y fueron inmediatamente encadenados por los jubilosos franceses. Sin ningún esfuerzo, Simón y Fulko habían conseguido un gran número de rehenes. Para recuperar a sus destacados ciudadanos, se le ordenó a Tolosa que derribara sus restantes murallas defensivas, que demoliera sus palacios fortificados y que reuniera enormes sumas para pagar los rescates. Cuando ante esas condiciones estalló otra vez la revuelta, Simón ordenó a sus tropas que saquearan la ciudad. En un pillaje que duró un mes, se lo llevaron todo: dinero, armas, mercancías, comida. Muchísimas casas grandes fueron vaciadas por completo y a continuación reducidas a escombros. Y no devolvieron los rehenes a sus familias; los soltaron en el campo y les ordenaron que no regresaran jamás.

Es significativo que no hubiera una carnicería en masa. A finales de octubre de 1216, las intenciones de Simón estaban claras: había que permitir la supervivencia de la capital como fuente de recursos que financiaría sus campañas de pacificación y sometimiento a su autoridad absoluta. Abolió la institución de los capitouls, el reverenciado sistema de autogobierno de la ciudad, e impuso agobiantes impuestos a un pueblo empobrecido. Cuando partió en noviembre, dejando una guarnición, la ciudad estaba postrada; necesitaría tiempo para curar las heridas. Ya no había Hermandad Blanca ni Negra: ahora todos odiaban a muerte al conde Simón y al obispo Fulko.

Quizá la tiranía de Simón se habría consolidado si no hubiera decidido pasar la mayor parte del año siguiente haciendo la guerra en la lejana Provenza. Intentaba ampliar sus posesiones, superar las ya generosas condiciones del decreto de Inocencio. Mientras batallaba a la sombra de los Alpes, Tolosa se recuperaba. Las barcazas que transportaban grano por el Garona introducían armas clandestinamente en la ciudad, los cónsules depuestos se deslizaban a escondidas en sótanos donde eran bien acogidos, los comerciantes acumulaban provisiones en cuartos traseros, y los criados y las putas espiaban a la guarnición francesa. Por todo el Languedoc, la red de creyentes cátaros, una viña no contaminada por la ortodoxia, difundió la noticia sobre la tormenta que se avecinaba.

El 13 de septiembre de 1217, un pequeño grupo de hombres a caballo se aprovechó de una obscura niebla al alba para cruzar el Garona por un vado que había aguas abajo de la dormida ciudad. Habían cabalgado con sigilo hacia el norte desde los Pirineos, dejado atrás Foix y Muret, sin ser detectados por los ocupantes franceses. Antes de que se disipara la niebla estaban en las calles de Tolosa; los pajes del jinete principal llevaban desplegados pendones escarlata blasonados con una cruz dorada de doce puntas, el símbolo del conde Raimundo VI. Un testigo ocular escribió:

Cuando el conde entró por los arcos de la puerta, toda la gente se congregó a su alrededor[105]. Grandes y pequeños, señores y damas, esposas y esposos, se arrodillaron ante él y besaron sus ropajes, sus piernas y sus pies, sus brazos y dedos. Le daban la bienvenida con lágrimas de alegría y regocijo pues la alegría recobrada lleva tanto la flor como el fruto. «Ahora tenemos a Jesucristo —se decían unos a otros—. ¡Ahora ha salido la estrella de la mañana y brilla sobre nosotros! ¡Es nuestro señor; lo habíamos perdido!».

Unos cuantos desdichados soldados franceses sorprendidos en la calle por sorpresa fueron ejecutados de manera sumaria. Otros lograron abrirse paso y retroceder a través del clamor hacia el castillo que había en las afueras, donde vivía Alice de Montmorency con los hijos pequeños de Simón. La fortaleza, en otro tiempo residencia de los Saint-Gilles, era un enclave de alta seguridad, a salvo de las pasiones y la política de la ciudad. Los tolosanos no les dieron caza, pues casi de inmediato Raimundo y los cónsules empezaron a dar órdenes. Los ciudadanos iban a poner fin enseguida a las ocupaciones en tiempo de paz, para lo cual reconstruirían las murallas y cavarían el foso de la ciudad indefensa. Todos sabían que en cuanto Simón se enterara de la sublevación, acudiría con sus señores bramando por los valles del Languedoc resuelto a llevar a cabo un asesinato en masa.

El mes de septiembre de 1217 fue el período más admirable y lleno de temor que vivió la ciudad. Un cronista relataba el frenesí de la unidad de acción:

Jamás en ninguna ciudad he visto trabajadores tan magníficos, pues aquí los condes se afanaban con ahínco, y todos los caballeros, los ciudadanos y sus esposas, y esforzados mercaderes, hombres, mujeres y corteses cambistas, niños pequeños, chicos y chicas, criados, mensajeros a la carrera, todos tenían un pico, una pala o una horquilla, todos participaban con ganas. Y por la noche, todos vigilaban juntos, se colocaron antorchas y candeleros en las calles, sonaban tambores, tamboriles y clarines, con sentido regocijo, muchachas y mujeres cantaban y bailaban al son de las alegres melodías.

El 8 de octubre, la bandera con el temido león rojo ondeó en los campos que había al norte de la ciudad. Simón de Montfort decidió atacar de inmediato, antes de que los fosos fueran más hondos y las murallas más gruesas. Recordando Béziers, el clérigo superior de la compañía de Simón exhortó a los del norte a «no dejar que ningún hombre ni ninguna mujer escaparan con vida».

La consiguiente ferocidad, al igual que la media docena de combates que habría en los meses siguientes, no lograron abrir brecha en las defensas. Mientras los franceses acorazaban sus caballos y la infantería se lanzaba a una carrera de obstáculos de estacas puntiagudas y falsas zanjas en su impetuosa acometida hacia las puertas de la ciudad, los tolosanos —hombres, mujeres, chicos y chicas— arrojaban todo lo que tenían. «De repente volaban jabalinas, lanzas y dardos emplumados —escribió un testigo presencial—, veloces venablos damasquinados, pedruscos, saetas, flechas, duelas, mangos, piedras arrojadas con honda, todo denso como fina lluvia, obscureciendo el cielo claro». Por una puerta salieron de repente los defensores occitanos, dirigidos por Roger Bernard de Foix, tan buen guerrero como su padre, el hombre que le había dicho al Papa en la cara que lamentaba no haber mutilado a más cruzados en Montgey. Gracias a las horripilantes y heroicas acciones de los sitiados, Tolosa luchó contra los experimentados atacantes de Simón hasta llegar a una situación de estancamiento. El testigo ocular describe la escena con fruición medieval:

¡Cuántos caballeros armados habéis visto ahí, cuántos sólidos escudos hendidos, cuántas costillas al descubierto, piernas destrozadas y brazos cortados, pechos desgarrados, yelmos partidos, carne hecha pedazos, cabezas cortadas en dos, sangre derramada, puños seccionados, cuántos hombres luchando y otros forcejeando para llevarse a otro que han visto caer! Qué heridas, qué daño el sufrido por los que cubrieron el campo de batalla de blanco y rojo.

A lo largo del invierno y la primavera, se representó una y otra vez el mismo argumento: los franceses cargaban a través de una lluvia de proyectiles hasta que el combate cuerpo a cuerpo detenía su progreso en las empalizadas que había fuera de las murallas. Simón atacó desde el este, el oeste, el río, los puentes. Su caballo se ahogó en el Garona, casi arrastrándolo a él. Envió a su esposa y a Fulko a Francia, a convencer a la nobleza guerrera de la necesidad de una cuarentena para emprender la cruzada final. El llamamiento no cayó en saco roto. Desde Picardía, Normandía, Île-de-France e Inglaterra acudieron miles al sur a ocupar sus posiciones fuera de la ciudad. Aun así, pese a superar en número a sus enemigos, Simón no podía avanzar. Tolosa no era Carcasona ni Minerve; el ancho Garona mantenía su suministro de agua, y su tamaño descartaba un envolvimiento asfixiante. Nuevos hombres y suministros atravesaban con facilidad las líneas de los cruzados. Cuando el joven Raimundo, el héroe de Beaucaire, se escabulló entre los sitiadores y entró en Tolosa, la ciudad sufrió un éxtasis colectivo. «Ninguna muchacha se quedó en casa, ni arriba ni abajo —señaló un cronista—; todos, grandes y pequeños, corrieron a contemplarlo como a una rosa en flor».

En junio de 1218, tras nueve meses de asedio, las perspectivas de Simón eran poco prometedoras. Sus cruzados, tras completar los cuarenta días de servicio, se disponían a regresar a casa, al igual que sus muchos mercenarios, cansados de oír que el mermado tesoro de Montfort satisfaría sus deudas tan pronto como la ciudad fuese tomada. Se cernía sobre Simón la amenaza de derrota, una derrota que dejaría pequeña la vergüenza de Beaucaire. En el norte, lo considerarían un señor que ni siquiera tenía en sus manos su propia capital y que, por tanto, no merecía que se le prestara más ayuda; en el sur, aparecería denigrado y desacreditado, presa fácil para la revuelta. Simón tenía que someter Tolosa antes de que su ejército lo abandonara; de lo contrario, sus nueve años de combates en el Languedoc quedarían en nada.

Simón, consciente de los éxitos de la Malvoisine en Minerve, optó por una táctica de todo o nada. Disponía de un enorme artilugio de asedios cuya construcción había costado mucho dinero. A finales de junio se hizo rodar hasta la muralla norte de Tolosa una enorme gata, algo nunca visto antes en el Languedoc. Debajo de sus sangrantes pieles de animales avanzaba a duras penas un considerable número de hombres quejumbrosos que movían la faraónica estructura hacia la ciudad. En la plataforma superior de la gata —que dominaba los parapetos más elevados de las defensas— había docenas de arqueros, preparados para arrojar una lluvia de muerte a las calles tan pronto estuvieran cerca de la muralla. Los tolosanos apuntaron sus catapultas a la torre y, a última hora de la tarde del 24 de junio, habían hecho suficientes dianas para detener su avance a una distancia prudencial de la ciudad.

Ambos bandos sabían que, si la gata se aproximaba un poco más, la defensa de Tolosa correría peligro. Los cruzados podrían utilizar su superior capacidad de disparo para hacer un boquete fatal en las hileras de ciudadanos que había en lo alto de las murallas. Los tolosanos decidieron que a primera hora de la mañana siguiente cruzarían por tierra de nadie y tratarían de pegar fuego a aquella máquina infernal. Según las crónicas, el feroz Roger Bernard de Foix dijo lo siguiente sobre el plan: «¡Los combatiremos! ¡Con espadas y mazas y acero cortante nos revestiremos las manos de sesos y sangre!».

Cuando se produjo el ataque al alba, Simón de Montfort estaba oyendo misa. Durante el oficio religioso llegaron mensajeros por tres veces suplicando que el conde fuera en auxilio de los defensores sitiados en la gata. Los hombres de Tolosa bajaban por escaleras, cruzaban los fosos a la carrera, abriéndose camino a estocadas cada vez más cerca de la torre. El último de los mensajeros, exasperado, gritó a su señor: «¡Esta piedad es desastrosa!». Imperturbable, Simón esperó a la consagración, momento de la misa en que se levanta la hostia, después se persignó, se encasquetó el yelmo y dijo: «¡Oh Jesucristo virtuoso, dame ahora la muerte en el campo o la victoria!».

Simón y sus caballeros montaron sus caballos de guerra y galoparon directamente hacia la refriega que había al pie de la gata, donde hachas y espadas se agitaban en el aire. En cuestión de minutos, cambió el rumbo del combate y los guerreros de Tolosa empezaron a retroceder, sangrando, en dirección a la ciudad segura. En las murallas, los consternados defensores cargaron catapultas y tensaron los arcos para cubrir la retirada de sus compañeros. Una flecha hirió en la cabeza al caballo de Gui de Montfort, hermano y compañero de armas de Simón desde su campaña en Palestina. El animal se encabritó, moribundo, y entonces un dardo disparado por una ballesta dio a Gui en la ingle. Sus gritos de dolor se oían por encima del tumulto. Simón vio a su hermano caído. Entonces forcejeó por desmontar cuando, según refiere una crónica, una petraria lanzó su proyectil desde lo alto del parapeto:

La hacían funcionar mujeres nobles, muchachas jóvenes y esposas, y ahora una piedra llegaba justo donde era necesario y golpeaba al conde Simón en su yelmo de acero, destrozando sus ojos, sus sesos, sus muelas, su frente y su mandíbula. Sucio y sangrante, el conde cayó muerto a tierra.

Dos cruzados se apresuraron a cubrir el cadáver con una capa azul.

La noticia de la muerte de Simón se propagó en todas direcciones. Los hombres retrocedieron, atónitos, bajando espadas y escudos. Se hizo el silencio, roto al instante por un gran grito de entusiasmo que se hizo más fuerte a medida que la nueva recorría Tolosa. Lo lop es mòrt (¡El lobo ha muerto!). Sonaron campanas, tambores, carillones, tamboriles, clarines… La algarabía duró todo el día y toda la noche.

El hijo mayor de Simón, Amaury, recogió el cadáver y se lo llevó lejos del jolgorio.

Para Tolosa, se había vengado la memoria de Muret y derrotado al diablo. Para los cruzados, el desastre era absoluto. En el plazo de un mes se levantó el asedio. Los defensores habían quemado la gata gigante, y en un último asalto desesperado, el 1 de julio, los cruzados fueron rechazados con firmeza. El hombre que había atormentado el Languedoc, ofrecido amistad a Domingo, quemado a los cátaros en la hoguera, intimidado al Papa más importante de la Edad Media, había muerto a los cincuenta y tres años.

Como era costumbre, se hirvió el cadáver hasta que la carne y los órganos se desprendieron de los huesos, y se colocaron sus restos en una bolsa de cuero de buey, que fue enterrada en la catedral de Saint-Nazaire, de Carcasona, con la imprescindible pompa eclesiástica[106]. Fue su enemigo, el cronista anónimo de las guerras cataras, quien escribió una contundente necrológica que incluso en la actualidad algunos tolosanos recitan de memoria:

Para los que puedan leerlo, el epitafio dice que es un santo y un mártir que respirará de nuevo y que, con júbilo majestuoso, heredará y florecerá, lucirá una corona y estará sentado en el reino[107]. Y he oído decir que esto debe de ser así… si asesinando hombres y vertiendo sangre, maldiciendo almas y causando muertes, confiando en abogados diabólicos, encendiendo hogueras… incautándose de tierras y alentando la soberbia, prendiendo las llamas del mal y apagando las del bien, matando mujeres y sacrificando niños… un hombre de este mundo puede llegar a Jesucristo, sin duda el conde Simón lleva una corona y resplandece arriba en el cielo.