«¡Silencio! —Inocencio, de pie, en zapatillas, frente al alto altar del palacio de Letrán, gritaba a una multitud de sacerdotes alborotados—. ¡Silencio!».
Según un testigo ocular, el vocerío fue en aumento, pues los congregados pasaron de los insultos a los puños. Mitras por el suelo, tonsuras encrespadas, báculos amenazantes… La segunda sesión plenaria del Concilio de Letrán degeneró hasta convertirse en una indecorosa pelea entre obispos que respaldaban a diferentes pretendientes al trono de Alemania. El Papa llamó inútilmente al orden, en esa ocasión en lengua vernácula, pero ninguno de los asistentes al tumultuoso cónclave le prestaba la menor atención. Indignado, el vicario de Cristo salió de la catedral con paso airado, seguido por los cardenales de la curia[101]. La tarde del 20 de noviembre de 1215 no será recordada por su decoro episcopal.
El concilio en sí fue otra cuestión. Se había tardado tres años en preparar el cónclave de un mes de duración, la mayor reunión de clérigos celebrada en un siglo —sesenta y un arzobispos, cuatrocientos doce obispos, ochocientos abades y priores—, así como de representantes de todos los reinos, ducados y condados de la cristiandad; en total, dos mil doscientos ochenta y tres dignatarios. El cuarto Concilio de Letrán (en el siglo XII había precedentes de menor importancia) fue un espectáculo desmesurado, políglota, descomunal, con Inocencio III como director de escena, pues aquello era el escaparate de su pontificado. Señal del apogeo del papado medieval como mediador ante el poder, el concilio llenó las calles de Roma de altivos señores y orgullosos prelados, pendencieros fanáticos y frailes descalzos, príncipes aún muchachos y litigiosas viudas con título. Desde la Antigüedad la Iglesia no había tomado tantas decisiones doctrinales importantes. La aglomeración de galas eclesiásticas era tal que, en la apertura de la ceremonia, el obispo de Amalfi murió asfixiado.
Dada la inclinación aristocrática del Papa, la reunión no sólo se ocupó de definir dogmas sino que también legisló sobre cuestiones seculares de Europa. De Letrán salieron tantas autorizaciones políticas y legales que los cientos de embajadores laicos convocados por Inocencio sólo podían estar atentos y observar la impresionante maquinaria papal en acción. El juicio por ordalía, la vieja costumbre germánica de atar a las personas a troncos o hacerlas andar a través del fuego, fue sustituida por la ley romana, administrada por la curia. A los señores de Gran Bretaña, que a principios de año habían hecho tragar a su rey la Carta Magna, se les impuso el anatema. A los judíos europeos se les exigió que lucieran en la ropa un círculo amarillo distintivo, para que nunca más se les confundiera con ciudadanos de primera clase de la sociedad medieval. Ninguna persona, noble o plebeya, estaba dispensada de ir a reconquistar Jerusalén, perdida a manos de los musulmanes en 1187. A medida que avanzaba el mes, aumentaba la lista de decretos y exhortaciones. El cuarto Concilio de Letrán era la más clara expresión del intento de Inocencio de ser el pastor del destino europeo. Naturalmente, se hizo mención especial de las ovejas negras más destacadas del continente: el Languedoc.
Estaban en Roma todos los protagonistas de la cruzada de los albigenses con la señalada excepción de los cátaros perfectos y un confiado Simón de Montfort. Los del sur habían acabado discutiendo sobre quién se quedaba qué. Desde Muret y el año subsiguiente de brutalidad adicional, Simón ejercía la soberanía de facto sobre todo el Languedoc. No obstante, correspondía al Papa fijar de manera definitiva la distribución de las posesiones. Los clérigos del sur, liderados por Fulko y Arnaud, querían asegurarse de que a los partidarios de Saint-Denis no les escamoteaban lo conseguido en el campo de batalla. En efecto, el conde Raimundo VI de Tolosa, su quinta y última esposa (hermana del fallecido Pedro) y su hijo de diecinueve años habían acudido a la trascendental reunión de Roma. En las salas de banquetes de la ciudad formaban un trío ridículo; y su condición de gentes de alta cuna privadas de hogar podía suscitar la compasión de sus camaradas de la nobleza.
Acompañaba al conde de Tolosa una numerosa delegación de señores del Languedoc encabezada por un indignado Raymond Roger de Foix, que un año antes había sido obligado a ceder sus castillos a la Iglesia como depositaría de los mismos. En la representación del sur había incluso un noble de probable linaje cátaro, Arnaud de Villemur. Es imposible imaginar un lugar peor para un sospechoso de herejía que la mayor convención de clérigos de la Edad Media.
El Papa invitó a todas las partes implicadas en las guerras cataras, laicos y religiosos, a una audiencia aparte, una especie de comité directivo, lejos de las grandes sesiones deliberadoras del concilio. Se dio permiso a los hombres del Languedoc para que hablaran claro y sin rodeos ante el arbitro de la cristiandad. Dadas las disputas y la sangre vertida durante los pasados seis años, el deseo del Papa de que la discusión fuese desapasionada era, en el mejor de los casos, digno de alabanza. Entre los dos grupos había demasiados muertos, demasiado horror con sus cicatrices marcadas en el rostro del Languedoc. Según contó un cronista, la sesión se puso fea enseguida[102].
Abrió las hostilidades Fulko, el obispo de Tolosa. El elocuente prelado lanzó un ataque contra Raymond Roger, afirmando que no se debía permitir hablar al defensor de la causa del sur, y menos aún recuperar sus castillos. El conde de Foix, señaló Fulko, había tenido herejes en su familia desde hacía tiempo y había permitido que se reconstruyera Montségur como ciudadela de sedición. Con cierto cinismo, Raymond replicó que él no era responsable de los actos de su hermana perfecta Esclarmonde ni tampoco el señor feudal de la región sobre la que Montségur montaba guardia. Sin inmutarse, Fulko recordó a todos el papel del conde en la infame masacre de cruzados en Montgey. El obispo se dirigió al Papa:
Y en cuanto a vuestros peregrinos, que estaban sirviendo a Dios expulsando herejes, mercenarios y hombres desposeídos, mató, acuchilló, hizo pedazos y partió en dos a tantos, que sus cadáveres cubrían el suelo del campo de Montgey; los franceses aún lloran por ellos, ¡y esta deshonra cae sobre vos! ¡Ahí fuera, en la puerta, se alzan los gemidos y gritos de hombres dejados ciegos, de los heridos, de quienes han perdido sus miembros o no pueden andar a menos que alguien los ayude! ¡El que destrozó a esos hombres, el que mutiló y los torturó no merece volver a poseer tierras nunca más!
Raymond Roger tenía una opinión radicalmente distinta sobre los cruzados en cuestión. No perdió tiempo en digresiones diplomáticas:
Esos ladrones, esos traidores y violadores de juramentos adornados con la cruz que me han destruido…, ¡ni yo ni los míos hemos agarrado a uno que no hubiera perdido sus ojos, sus pies, sus dedos y sus manos! Y me alegra pensar en aquéllos que he matado y lamento que otros escaparan.
Tras hacer esta atroz confesión, dirigió su ira hacia Fulko. Inocencio escuchó mientras Raymond Roger vociferaba su acusación contra el obispo de Tolosa:
Y os digo que el obispo, que es tan violento que en todo lo que hace traiciona a Dios y a nosotros, mediante cantos mentirosos y frases engañosas que matan la verdadera alma de quienes los cantan, mediante pullas verbales que él refina y afila, también por medio de nuestras propias donaciones gracias a las cuales fue primero un charlatán, y mediante sus enseñanzas perversas, este obispo ha logrado tanto poder, tantas riquezas, que nadie osa decir una palabra que ponga en entredicho sus mentiras… Tan pronto fue elegido obispo de Tolosa, un incendio hizo estragos en el territorio, y en ningún lugar hay agua para apagarlo, pues ha destruido las almas y los cuerpos de más de quinientas personas, grandes y pequeños. Por sus actos, sus palabras y su conducta en general, os prometo que es más un anticristo que un mensajero de Roma.
El pontífice suspendió el virulento debate. Al menos había visto por sí mismo el resultado de su entusiasmo por la cruzada. Los cristianos del Languedoc se odiaban unos a otros y no tenían miedo de vociferar ese odio en las salas más sagradas de la cristiandad. Molesto y enfadado, el Papa salió precipitadamente de la sala de reuniones y se encaminó a sus aposentos privados. «Ya está —observó uno de los sobrinos de Raymond Roger, según un cronista—. Vamos por el buen camino. El Papa se ha ido dentro; ya podemos volver a casa».
Inocencio buscó un entorno más tranquilo y se retiró a los jardines de Letrán. La calma duró poco: unos cuantos clérigos del sur rodearon el patio enclaustrado exigiendo oír la opinión del Papa. Inocencio, en un esfuerzo por dar un ejemplo de misericordia cristiana, sugirió que sólo se cederían a Simón de Montfort las tierras y los bienes herejes probados, y que el resto del Languedoc se devolvería a los diversos condes de las tierras altas y al joven Raimundo de Tolosa. Habló largamente del comportamiento noble y cristiano del joven Raimundo, repitiendo el razonamiento hecho tres años antes por el desdichado Pedro: el hijo no debería pagar por las faltas de su padre.
Los clérigos del sur dieron alaridos de protesta. Una vez más, Fulko dio un paso al frente y su tono de disentimiento se transformó en falta de respeto:
Mi señor, legítimo Papa, querido padre Inocencio, ¿cómo podéis desheredar de manera disimulada al conde de Montfort, un hijo verdaderamente obediente de la santa Iglesia, que os respalda, que está soportando esta fastidiosa contienda y está expulsando a mercenarios, herejes y guerreros enemigos? Sin embargo, le arrebatáis el feudo, las tierras y los castillos que ha conquistado con la cruz y su resplandeciente espada; si separáis las tierras de los herejes y las de los creyentes verdaderos, perdéis Montauban y Tolosa… y ésa no es la parte menor[103]. ¡Nunca se habían pronunciado sofismas tan crueles, declaraciones tan obscuras ni disparates tan categóricos!
Los otros siguieron el ejemplo de Fulko. Suplicaban al Papa que le diera a Simón todo el botín. Los clérigos sostenían que, aunque fueran desposeídos los católicos, la mancha de la herejía había salpicado a todo el mundo en el Languedoc. Inocencio, aun siendo el pontífice, no podía desafiar los deseos de una provincia entera de su clero. Un cisterciense de Southampton le recordó al Papa que la madre del joven Raimundo había sido Juana de Inglaterra, cuya dote incluía varios territorios inalienables de la Provenza. Inocencio se valió de esa información para pronunciar su veredicto: Simón conservaría todas las tierras de los Trencavel y los Saint-Gilles, excepto las dispersas posesiones de la Provenza que pasarían a manos del joven Raimundo. Su padre recibiría de Simón una generosa pensión. Como de costumbre, Inocencio exigía que se intensificara la persecución de los cátaros.
Así, la victoria de Muret adoptó una forma ampliada y enfatizada, a la que se añadió el sello papal de plomo. Con mucha solemnidad, se promulgó la decisión a mediados de diciembre de 1215. Simón de Montfort era ahora, legalmente, el señor del Languedoc. Poseía más tierras que el rey de Francia.
La derrotada delegación de nobles occitanos abandonó Roma justo antes de Navidad. Los barcos mercantes que atracaban en los muelles del Languedoc traían la noticia de la decisión de Inocencio. En todas partes del sur, desde el Garona hasta el Ródano, los partidarios de Raimundo y los protectores de los cátaros debían decidir si derramar lágrimas o afilar las espadas.