El conflicto se extiende

Las victorias de Simón de Montfort coincidieron con una ofensiva diplomática de Raimundo de Tolosa. Desde agosto de 1209, cuando en Carcasona presentó a su hijo de doce años a Simón y a los grandes señores de Francia, la fortuna de Raimundo había menguado. No hacía falta ser un gran estratega para ver que la cruzada, tan pronto hubiera terminado con el territorio de los Trencavel, podía descargar su violenta piedad sobre el resto del Languedoc. Pese a la estudiada penitencia de Raimundo en junio y su presencia pasiva en el campamento de los cruzados en Béziers y Carcasona en julio y agosto de 1209, no tardaría mucho en volver a recibir señales de hostilidad eclesiástica.

En septiembre lo excomulgaron otra vez. La acusación —no haber cumplido las promesas que había hecho en su humillación pública en Saint-Gilles— era en parte cierta aunque rayaba en lo vengativo, dado el poco tiempo transcurrido entre la promesa y su incumplimiento. Arnaud Amaury rompió la baraja al excomulgar al gobierno municipal de Tolosa y colocar a la ciudad bajo interdicto, es decir, en un estado de limbo espiritual durante el cual no se podían realizar legítimamente oficios católicos, ni siquiera bautizos o entierros. Se la acusaba de amparar a herejes, lo que los habitantes de Tolosa negaban hipócritamente.

Al atacar a una fuerza poderosa como eran los cónsules de una ciudad próspera e independiente, el legado papal demostraba que, en el Languedoc, los éxitos militares de la cruzada habían envalentonado a la Iglesia. El conde y sus cónsules, alarmados por el cariz que tomaban los acontecimientos, decidieron plantear su caso directamente ante el Papa.

Por miedo a ser desautorizado, Arnaud suplicó a los excomulgados que se quedaran en el Languedoc y negociaran con él. Los tolosanos hicieron caso omiso de sus ruegos y, a finales de 1209, partieron para Roma[82]. Seguramente Inocencio III esperó tranquilo a los agraviados occitanos. Ningún papa de la Historia había sido tan poderoso como Inocencio en el undécimo año de su pontificado. Gobernaba la turbulenta Roma con incontestable autoridad. Había consolidado sus posesiones, puesto de rodillas a reinos lejanos, llegado a ser el legislador de Europa y limpiado las filas del clero de holgazanes indeseables. Hacía mucho tiempo que su hermano Ricardo había acabado de construir la torre de los Conti, la fortaleza de ladrillo que dominaba la ciudad como prueba del poder de la familia. Inocencio y su familia sólo tardaron unos años en obligar a los grandes clanes de la ciudad a obedecer; los Frangipani, los Colonna y otros de ese jaez habían sido sobornados o superados tácticamente y forzados a aguantar su pontificado en absoluto silencio. El denominado Patrimonio de Pedro, la ancha franja de la Italia central codiciada por los emperadores germanos, estaba de nuevo firmemente en manos del papado, y sus fértiles campos y sus ciudades comerciales pagaban cada año elevados tributos a Inocencio. Nadie prestó mucha atención a los papas indigentes del siglo XII; ahora, cuando Inocencio se levantaba para hablar, toda Europa se ponía derecha. Habían caído estruendosos anatemas sobre monarcas de Francia, Alemania y Gran Bretaña, e intratables disputas entre seglares se remitían regularmente al Papa por su papel de máximo arbitro. Se había desarrollado una celosa burocracia dedicada a elaborar derecho canónico, pues el propósito de Roma no era otro que codificar, y por tanto controlar, los asuntos de un continente. Inocencio había sacado provecho incluso de la deshonrosa cuarta cruzada. El saqueo de Constantinopla provocó que en el palacio episcopal de Bizancio se instalara un patriarca latino. Por primera vez en siglos, toda la cristiandad doblaba la rodilla ante Roma.

No obstante, aún quedaban, como decía Inocencio, «zorros en la viña del Señor»[83], y la viña que corría más peligro pertenecía a los hombres que habían ido a verlo. Parece que las reuniones entre Inocencio y los hombres de Tolosa fueron cordiales, quizás incluso afectuosas. Según el cronista más contrario a la causa occitana, Pierre de Vaux de Cernay, el Papa arengó una y otra vez al conde Raimundo durante su estancia de un mes en Roma. Otra fuente contemporánea, Guillermo de Tudela, transmitió una versión totalmente distinta de las discusiones y especificó los obsequios ofrecidos por el Papa a Raimundo como prueba de los buenos sentimientos: un anillo de oro, una capa regia y un elegante palafrén. Dadas las posteriores instrucciones de Inocencio a sus legados, es razonable conjeturar que el Papa sintiera cierta afinidad por Raimundo, pese a las invectivas que salpicaban las cartas del pontífice dirigidas al conde antes de la cruzada. Raimundo era un estadista de edad avanzada, representante de una antigua familia que tenía lazos de sangre con Inglaterra, Francia, Aragón y otros principados más pequeños. Como noble, Inocencio quizá se pensó dos veces lo de desposeer de sus bienes a un personaje de tal calibre. Aplastar a los Trencavel era una cosa; librarse de los importantes Saint-Gilles, otra muy distinta. Como abogado, el Papa seguramente era muy consciente de que el desarrollo del derecho canónico a veces se inmiscuía en la costumbre feudal. La presencia de los cónsules al lado de Raimundo demostraba que, en lo sucesivo, los tribunales eclesiásticos deberían tener en cuenta costumbres ciudadanas emergentes. No obstante, como Sumo Pontífice, Inocencio sabía que ni los sentimientos de clase ni los escrúpulos legales debían prevalecer sobre las cuestiones de fe. A su juicio, Raimundo era un protector de los herejes y siempre lo había sido.

A raíz de la prolongada visita de la embajada occitana, Inocencio levantó el interdicto bajo el que se hallaba Tolosa. En enero de 1210 escribió a sus legados dándoles instrucciones. El conde no recuperaría el estado de gracia del que había disfrutado tras su flagelación en Saint-Gilles, pero no se expulsaría a nadie de la comunidad cristiana. En primavera, se convocaría en el Languedoc un tribunal eclesiástico especial para darle a Raimundo la oportunidad de explicarse. Si en esa ocasión podía demostrar la falsedad de las acusaciones de asesinato de Pierre de Castelnau y el incumplimiento de las promesas hechas durante su penitencia en Saint-Gilles, lo dejarían tranquilo. Se anularía la excomunión, y recibiría toda la ayuda posible para expulsar a los herejes de sus tierras. Si, por el contrario, el conde se negaba a exculparse, o no lo conseguía, su caso se remitiría directamente al Papa. En asuntos de tal gravedad, sólo Inocencio podía dictaminar.

Mientras en Roma Raimundo presentaba sus alegaciones, Tolosa estaba alborotada, y su fama de ciudad de tolerancia e individualismo inteligente, hecha añicos por la elocuencia y la agitación del hombre de la mitra. Fulko, el mercader que fue trovador, después monje y, por fin, obispo, ya no necesitaba que sus mulas marcharan en silencio al pasar frente a las casas de sus acreedores. Todas las deudas de su diócesis estaban liquidadas y los primeros éxitos de la cruzada lo empujaron a la acción.

Para Fulko, había llegado el momento de poner fin a lo que según él era la escandalosa aceptación de judíos y herejes en su ciudad. En cuanto sus hermanos pecadores ardieron en Béziers, el obispo supo que los tejedores de hábito negro andarían públicamente por las calles de Tolosa, difundiendo su pernicioso dualismo. En una crónica se hablaba de caballeros que desmontaban frente a hombres cátaros sagrados para realizar el melioramentum, el intercambio ritual de saludos y bendiciones entre creyentes y perfectos, sin el menor recato. Y lo que era aún peor, a ojos de Fulko, los católicos de Tolosa daban por buenas esas ceremonias, como si las detestables costumbres de sus conciudadanos fueran tan normales como hacer el signo de la cruz.

Fulko emprendió una campaña de sermones para infundir en los fieles el miedo al fuego del infierno. El antiguo trovador confeccionaba sus homilías con habilidad y sumo cuidado y, como consecuencia de ello, casi perdió su audiencia. El obispo fulminaba la maldad de la usura y del cobro de intereses en los préstamos, que a los cristianos de la primitiva sociedad medieval les estaba prohibido. No obstante, al esgrimir el espectro de los intereses, a menudo un preludio de la persecución de judíos en los circuitos evangelizadores medievales, no consiguió impresionar a los sofisticados tolosanos. En la ciudad, los préstamos comerciales habían llegado a ser algo corriente, y la venta de acciones —como se hizo para obtener capital a fin de reconstruir las hilanderías del Garona dañadas por las inundaciones— se había reinventado en la Tolosa de la época. Los judíos, excluidos de muchas profesiones salvo la del préstamo de dinero, eran considerados conciudadanos respetables, al igual que sus rivales cristianos en el negocio de la banca, algunos de ellos crecientes cátaros.

El habitualmente astuto Fulko, que también se había dedicado a los negocios, quizás infravaloró el atractivo de la herejía para los comerciantes de Tolosa. A los primeros capitalistas les interesaba el catarismo —no el catolicismo— porque su enfoque del todo o nada sobre el mundo material permitía a los crecientes hacer lo que quisieran con su dinero. El obispo, luciendo sus sedas, censuraba el dinero; los perfectos, con sus sencillos hábitos, admitían su necesidad. La posición de la Iglesia —que llamaba pecaminoso al dinero mientras practicaba una voraz recaudación de impuestos— era difícil de sostener, incluso para alguien con las dotes oratorias de Fulko. En sus sermones de réplica, los cátaros remachaban su ventaja. Para los perfectos, las palabras de Fulko sobre la virtud y sobre el vicio de las cosas enlodazadas en lo material eran otro ejemplo más de las argucias que la Iglesia hacía pasar por enseñanzas morales. Si hubiera que hacer algunas discutibles distinciones, podría considerarse que, de hecho, el comercio con dinero era una ocupación más respetable que los trueques de cosechas o ganado. El dinero y los intereses eran abstracciones, y, por ello, estaban menos contaminados por la tangible maldad de lo material.

El obispo optó entonces por el argumento de la fuerza. La ciudad medieval de Fulko no era un monolito de cónsules anticlericales y esforzados artesanos. Existían fuertes rivalidades entre distritos, gremios e incluso familias; inevitablemente, algunos se habían quedado atrás, arruinados, exprimidos por los banqueros y mercaderes. En el barrio que había cerca de la catedral de Saint-Étienne, la fuerza del patronato episcopal podía organizarse y sacar partido de las diabluras de Dios.

Desde su púlpito, Fulko avivó los ataques contra los aprovechados, los ateos, los que no poseían tierras y los usureros, llamando esa vez a tomar represalias. Entre las filas de los descontentos, formó una milicia religiosa denominada Hermandad Blanca. Sus integrantes lucían una gran cruz blanca que adornaba llamativamente su hábito negro, y marchaban en procesión con antorchas en la mano por las calles de sus enemigos. Fuertemente armados, lanzaban ataques nocturnos contra las casas de judíos y cátaros destacados. Los incendios provocados se volvieron algo respetable, casi sacramental.

En defensa propia, los acosados adversarios del obispo reaccionaron fundando la Hermandad Negra. Su cometido consistía en hacer frente a los de las melopeas y asegurarse de que no hacían ningún daño. Como ocurriría en las ciudades del Renacimiento italiano dos siglos después, la Tolosa de 1210 sufría el tormento de los enfrentamientos entre bandas, en los que las peleas y las emboscadas dejaban docenas de muertos o heridos. Los Negros y los Blancos aterrorizaron a un pueblo acostumbrado a la paz ciudadana. El obispo Fulko, escandalizado por la amistad cotidiana entre credos diferentes, había logrado su objetivo.

Aunque Fulko consiguió que en su ciudad hubiera un desorden atroz, Raimundo y sus cónsules, a su regreso, sabían que la peor amenaza para Tolosa venía de fuera. No es que los devotos gamberros de la Hermandad Blanca no lograran ser un serio fastidio, o el obispo un monumental parásito. De hecho, las relaciones entre el obispo y el conde no podían ser más ásperas. Fulko trataba a Raimundo como a un pescado apestoso; en una ocasión le exigió que se diera un paseo fuera de las murallas para poder ordenar a sacerdotes en olor de santidad incontaminada por la excesiva proximidad del excomulgado. Ante los aliados de Raimundo se agitaba una y otra vez la amenaza de un nuevo interdicto.

No obstante, por fastidiosos que fueran Fulko y sus Blancos, su campaña de alborotos era un pálido reflejo de las fuerzas más tenebrosas que había fuera del Languedoc. Si Tolosa quería conservar su independencia, debía llegar a un acuerdo con el ejército de Simón de Montfort lo más rápidamente posible, antes de que el indeseable francés acabara de revolver entre los restos de los dominios de los Trencavel. Para evitar que Tolosa y sus posesiones fueran los siguientes de la lista, Raimundo tenía que reunir argumentos y aliados que reforzaran su campaña de rehabilitación. El ablandamiento de Inocencio, que había sido la finalidad de su viaje a Roma, estaba teniendo el efecto deseado: los legados estaban organizando, bien que de forma lenta, un consejo que oyera la defensa del conde contra las acusaciones que habían provocado su excomunión. Durante la primavera y los inicios del verano de 1210, la misma época en que Simón estaba mutilando en Bram y construyendo la Malvoisine en Minerve, Raimundo recorrió todo el Languedoc, resolviendo disputas con monasterios locales, derribando castillos ofensivos o pagando compensaciones. Su propósito era cumplir todas las promesas hechas en su humillación pública.

En julio de 1210, tres meses después del plazo fijado por el Papa, se convocó el cónclave especial en Saint-Gilles, la misma ciudad del Ródano donde un año antes Raimundo había permitido que Milo lo azotara. Habían muerto todos los habitantes de Béziers, al igual que el sobrino de Raimundo, el vizconde Trencavel de Carcasona. Tampoco estaba Milo, fallecido de improviso en la primavera de 1210. Tolosa, la capital de Raimundo, estaba al borde de la guerra civil, y Simón acababa de quemar a los cátaros en Minerve. Sólo los más importantes nobles del sur, Raymond Roger de Foix y Pedro de Aragón, apoyaron al conde en su esfuerzo por mantener alejada de su territorio la plaga de la cruzada.

Raimundo iba a defenderse de la acusación de asesinato de Pierre de Castelnau. Los clérigos del sur, aunque despreciaban a Raimundo, debían escuchar lo que tenía que decir. Las instrucciones de Inocencio eran muy explícitas.

No obstante, el Papa infravaloró la animosidad que la jerarquía católica del Languedoc abrigaba contra Raimundo. Arnaud Amaury todavía encabezaba la ofensiva contra Tolosa, pero ahora estaba hábilmente secundado por un tal Tedisio, sustituto de Milo. Ante las intrigas que habían precedido a la reunión, Pierre de Vaux de Cernay, el más procatólico de los cronistas presentes en el consejo, admitió con franqueza: «[Tesidio] deseaba fervorosamente encontrar algún mecanismo legal en virtud del cual pudiera evitarse que el conde demostrara su inocencia. Pues se dio perfecta cuenta de que, si se daba al conde autoridad para exculparse —objetivo que podía lograr mediante fraude o alegaciones falsas—, se echaría a perder todo el trabajo de la Iglesia en el territorio».

En el cónclave, Arnaud Amaury solicitó hablar ante Raimundo. Su alegato fue sencillo: cuando los clérigos se habían reunido en Aviñón el anterior mes de septiembre, el conde Raimundo no había cumplido las condiciones de su penitencia, por lo que había sido excomulgado. Estas promesas aún no se habían cumplido, en especial las relacionadas con la recaudación ilegal de impuestos en tierras de la Iglesia. Por tanto, Raimundo había sido, y todavía era, un perjuro. Si no se podía confiar en él en tales cuestiones sin importancia, tanto menos se le debía escuchar en asuntos mucho más serios. En sus tierras prosperaba la herejía cátara, que él también había jurado eliminar. No había alegato posible si el acusado carecía ya del menor atisbo de credibilidad. Había mentido una vez; no se le debía permitir que mintiera de nuevo.

Los obispos y abades reunidos, preparados de antemano para esa trampa del perjurio, admitieron que la palabra de un noble que juraba en falso no tenía valor. No dejarían hablar a Raimundo de Tolosa. Incluso los cronistas que lo detestaban observaron las lágrimas que llenaron los ojos del conde cuando se anunció la decisión[84]. El conde había sido amordazado mediante un tecnicismo que ni siquiera el puntilloso Papa había previsto.

Las instrucciones de Inocencio habían dado al consejo el poder de absolver a Raimundo pero no de condenarlo. Si no le permitían hablar, era imposible la absolución. En Saint-Gilles, las cabezas tonsuradas votaron que se prolongara indefinidamente la excomunión decretada en 1209. Con ello no tomaban ninguna iniciativa que pudiera interpretarse como desobediencia al Papa; estaban tan sólo manteniendo el statu quo. El argumento del perjurio era una táctica ingeniosa, un hito, se podría decir, en los anales jurídicos. Inocencio estuvo de acuerdo con la decisión, aunque quizá no estuviera convencido de su justicia. En una carta dirigida poco después al rey Felipe Augusto de Francia, reconoció que «sabemos que el conde aún no ha justificado sus acciones, pero no podemos asegurar que esta omisión sea culpa suya».

Raimundo dedicó los seis meses siguientes a intentar que los prelados cambiaran de opinión. Una disparatada serie de conferencias y cónclaves animaron las principales ciudades del Languedoc mientras Raimundo llamaba a puertas que no se abrían porque estaba excomulgado. Sus promesas de mayores concesiones a la Iglesia eran automáticamente nulas a menos que fueran acompañadas de un juramento; sin embargo, no podía jurar nada hasta que la excomunión fuera levantada. Y el conde no podía solicitar una audiencia ya que, como perjuro que era, no podía hablar.

En la segunda mitad de 1210 el tiempo apremiaba, pues la sucesión ininterrumpida de victorias de Simón de Montfort acercaba cada vez más a éste a territorio de los Saint-Gilles. A la victoria en Minerve siguió la toma de Termes, un castillo situado en una cumbre de Corbiéres que se creía inaccesible salvo para las cabras monteses. Mientras Simón y su cuadro de entrecanos caballeros y cruzados de Alemania y Flandes trepaban por la empinada cuesta, un sacerdote parisino especialista en asedios llamado Guillaume dirigió los lanzamientos de las catapultas, y la siempre fiel Alice de Montmorency, esposa de Simón, encabezó refuerzos que se abrieron paso por los peligrosos desfiladeros hasta la vulnerable posición de su esposo. Al cabo de cuatro meses, Termes se rindió y su señor fue enviado a las mazmorras de Carcasona.

Termes y una serie de ejecuciones en la horca y la hoguera provocaron otra oleada de capitulaciones. Incluso Pierre Roger de Cabaret renunció a su desafío al anunciar a su prisionero, Bouchard de Marly, que le entregaría sus tierras, castillos y títulos a cambio de que el nuevo vizconde de Carcasona lo tratara con clemencia. Bouchard quedó en libertad, y la base rebelde de la montaña Negra dejó de funcionar. Con el nuevo año, los Trencavel habían perdido la gran mayoría de sus posesiones.

El rey Pedro de Aragón intentó impedir que la guerra sepultara al resto del Languedoc[85]. En enero de 1211, hizo una generosa oferta a la Iglesia: Pedro reconocía a Simón de Montfort como vasallo suyo, concediendo por tanto una garantía jurada de aprobación al nuevo vizconde entre los nobles de ambos lados de los Pirineos. El lazo de vasallaje, un complejo vínculo de subordinación para el vasallo y de obligaciones para el señor feudal, era por encima de todo un contrato que establecía legitimidad. Al reconocer a Simón, Pedro estaba condenando al hijo pequeño del último Raymond Roger Trencavel a la marginalidad feudal y, al mismo tiempo, aceptando el derecho de la Iglesia a deponer a sus vasallos sin su permiso. Era una concesión importante por la que Pedro trató de obtener algo a cambio: la restitución a su cuñado, Raimundo VI, de su lugar legítimo como señor más importante del Languedoc. Pedro podría muy bien haber añadido que Raimundo de Saint-Gilles, conde de Tolosa, Quercy y Agen, duque de Narbona, marqués de Provenza, vizconde de Gévaudan, no era un simple siervo al que se pudiera pisotear.

Arnaud Amaury prometió poner fin a la farsa del ostracismo de Raimundo en un consejo que se celebraría en Montpellier el mes siguiente. El 4 de febrero de 1211, se dijo a Pedro y Raimundo que aguardaran en el frío exterior de un templo mientras los legados dictaban a un escribano la propuesta de la Iglesia. Dados los antecedentes de Arnaud como negociador implacable, los dos hombres que permanecían de pie en el frío viento de febrero seguramente se temían un documento severo.

Arnaud no decepcionó[86]. Un miembro letrado de su séquito leyó el documento a Raimundo. El legado ordenaba al conde que renunciara al uso de mercenarios, pagara a los clérigos lo debido, no recaudara impuestos ilegales, dejara de contratar a judíos, y entregara a los cruzados todos los herejes de su territorio en el plazo de un año. Las novedades estaban en la segunda parte: había que demoler todos los castillos y fortalezas del Languedoc, se prohibía a Raimundo y sus súbditos comer carne más de dos veces a la semana, en lo sucesivo todos debían vestir sólo bastos hábitos obscuros, se obligaba a los nobles a abandonar el campo y vivir «como villanos», y todos sus bienes, propiedades y posesiones terrenales se ponían a disposición de los cruzados. Además, se ordenaba a Raimundo que fuera a Palestina y que permaneciera allí hasta que la Iglesia le permitiera regresar.

Eso no era una rama de olivo, sino un garrote. Raimundo bufaba en silencio; a continuación, según un cronista, le hizo un gesto a Pedro. «Venid aquí, mi señor —dijo con una sonrisa—. Escuchad este documento y las extrañas órdenes que los legados dicen que debo obedecer». Se lo leyeron al rey, y cuando éste terminó de escuchar, dijo en voz baja: «Dios del cielo Todopoderoso, ¡esto hay que cambiarlo!».

La Iglesia pedía nada menos que toda la nobleza del Languedoc desapareciese y dejara vía libre para que otros ocuparan su sitio. Raimundo se marchó al galope sin siquiera dignarse dar una respuesta; jamás volvería a considerar la posibilidad de participar en una cruzada. Por éste y otros actos de descarada impiedad fue solemnemente excomulgado de nuevo, y todos sus territorios quedaron bajo interdicto. Inocencio decidió confirmar la sentencia.

Por fin la guerra santa se acercaba a tierras de Tolosa cuando en abril de 1211 Simón de Montfort detuvo sus cruzados en la ciudad de Lavaur. Entre ellos se hallaban Enguerrand de Coucy, acaudalado noble de Picardía[87], y Pierre de Nemours, el obispo de París. Pierre había ido al Languedoc para unirse a su hermano Guillaume, el sacerdote del cabildo de la catedral de París cuya habilidad en los asedios había ayudado a someter Termes. Muchos historiadores creen que Domingo, gran amigo de Simón de Montfort, también estaba presente en Lavaur. Para completar la pompa de los cruzados, varios centenares de hombres de la Hermandad Blanca ocuparon sus posiciones en la ladera opuesta a la ciudad para cantar sus himnos bajo la dirección del obispo Fulko de Tolosa[88].

El asedio a Lavaur duró más de lo previsto, porque Simón carecía de fuerzas suficientes para asfixiar la ciudad, ya que sus refuerzos habían sido aniquilados por el conde Raymond Roger de Foix. En un ataque por sorpresa, Raymond Roger y sus radicales caballeros montañeses se abalanzaron sobre una columna de cruzados que habían hecho un largo camino desde Alemania para incorporarse al ejército de Simón. A menos de un día de Lavaur, sufrieron una emboscada en Montgey, una colina cercana a Saint-Félix de Lauragais[89], el pueblo en el que los cátaros se habían reunido en 1167. Los caballeros pirenaicos se precipitaron contra los miles de desventurados infantes y mataron a todos los que pudieron antes de que los cruzados de Lavaur acudieran a salvarlos. Cuando llegó Simón, Raymond Roger y sus hombres ya habían alzado el vuelo. El cabecilla de la cruzada sólo encontró grupos de campesinos de los pueblos próximos, que, cuchillos y garrotes en mano, estaban rematando la faena empezada por el conde de Foix.

Al mes siguiente llegó la respuesta de Simón. El 3 de mayo de 1211, el padre Guillaume y sus zapadores abrieron brecha en las murallas de Lavaur, y los cruzados tomaron la ciudad por asalto. Los ochenta caballeros occitanos que habían dirigido la defensa de la plaza fueron colgados, en una notoria burla de las leyes de la guerra. Por lo general, a los nobles apresados se los encarcelaba o eran devueltos a sus familias a cambio de un rescate; al matarlos, los cruzados estaban poniendo de manifiesto que los dirigentes legítimos del Languedoc eran tan enemigos como los herejes. El líder de los derrotados defensores era Aimery de Montréal, el señor que había sido anfitrión de los debates entre cátaros y católicos y que, en 1210, había jurado lealtad a Simón de Montfort[90]. Pagó un alto precio por traicionar a los del norte; se decía que el peso del cadáver grande y sin vida de Aimery había partido la viga transversal del cadalso.

Aimery había faltado a su palabra dada a Simón para ir en ayuda de su hermana, Geralda, la señora del castillo de Lavaur. Su madre era Blanche de Laurac, gran señora del catarismo, cuyos otros tres hijos habían llegado a ser perfectos. Aunque ni Aimery ni Geralda habían recibido el consolamentum, se sabía que ambos eran crecientes. Geralda, viuda, adquirió cierta fama por su generosidad con los indigentes; según las crónicas, era la mujer noble más querida del Languedoc. Tras colgar a su hermano, Simón de Montfort arrojó a Geralda a un pozo y después la apedreó hasta la muerte. Incluso para los criterios de la época, la acción fue espantosa.

Con todo, ese día de mayo de 1211, el destino de Geralda, Aimery y sus caballeros sólo era un preludio. La fama de la señora por su hospitalidad, en especial tras el atroz verano de Béziers, se había difundido por todo el sur: Simón de Montfort y Arnaud Amaury hallaron en Lavaur cuatrocientos perfectos. Mientras la Hermandad Blanca de Fulko cantaba un tedeum, se hizo marchar a los cátaros hasta la orilla del río y allí fueron quemados vivos, en la mayor hoguera de la Edad Media.