Et ab joi li er mos treus
Entre gel e vent e neus.
La Loba ditz que seus so,
Et a.n be dreg e razo, y voto a Que,
per ma fe, melhs sui seus
Que no sui d’autrui ni meus[76]
Voy hacia ella con alegría
surcando el viento y la nieve.
La Loba dice que soy suyo
Dios que está en lo cierto:
le pertenezco más que
a nadie, más que a mí mismo.
Así cantaba el trovador Peire Vidal, mientras se dirigía al castillo de Cabaret, sobre la mujer más hermosa de la época, Etiennette de Pennautier, la Loba. Entre los que viajaban a los escondrijos de las tierras altas a hacerle la corte se contaban hombres de las capas más altas de la sociedad: Bertrand de Saissac, tutor del joven Trencavel; Aimery de Montréal, señor de la región rural central de los cátaros, o Raymond Roger de Foix, el impulsivo conde pirenaico. En la primera década del siglo XIII, Cabaret había llegado a ser el principal santuario del Languedoc dedicado al amor cortés. En 1210, la cruzada lo convertiría en sinónimo de dolor.
Cabaret era un accidentado territorio pegado a la falda delantera de la montaña Negra, cuya riqueza se atribuía a sus minas de oro y cobre. En la época de la cruzada, había allí tres fortalezas de piedra rojiza —Cabaret, Surdespine y Quertinheux— agrupadas en una elevación desde la que podía vislumbrarse la llanura de Carcasona, unos quince kilómetros al sur. La Loba estaba casada con el hermano del señor, Pierre Roger, el hombre que había estado al lado de Raymond Roger en la defensa de Carcasona y que había suplicado al fogoso joven Trencavel que se abstuviera de salir precipitadamente a atacar a los cruzados el día de su llegada. No hay constancia de si Pierre Roger aconsejó la misma cautela antes de que el vizconde aceptara el salvoconducto violado después por los cruzados. Los aliados del vizconde encarcelado obtuvieron una cierta reparación cuando, unas semanas después de la caída de Carcasona, Simón de Montfort y su ejército recibieron un buen correctivo frente a Cabaret. El irregular terreno no les proporcionaba ningún punto de apoyo para mantener un asedio prolongado, y los atacantes abandonaron toda esperanza de tomar el lugar.
Durante los meses que siguieron a esa victoria defensiva, Cabaret se convirtió en el centro neurálgico de una revuelta de poca importancia. Los franceses ocupantes perdieron el control de unos cuarenta de los centenares de castillos que en un principio se habían sometido a la cruzada a raíz de la masacre de Béziers. Desde Cabaret salían partidas que marchaban sigilosamente por los matorrales a la luz de la luna para tender trampas a los nuevos gobernantes de los dominios de los Trencavel. En una de esas emboscadas, a Bouchard de Marly, miembro del círculo íntimo de Simón de Montfort, lo desarmaron y arrastraron cautivo a Cabaret. No obstante, eran escaramuzas intrascendentes, que se producían al final del invierno; la llegada del buen tiempo traería consigo enfrentamientos más ambiciosos.
A principios de abril, llegó a las puertas de Cabaret un tambaleante cortejo de unos cien hombres en fila india. Habían andado por el inhóspito territorio desde Bram, a cuarenta kilómetros de distancia, una ciudad mal fortificada de las tierras bajas que se había rendido a Simón de Montfort después de sólo tres días de asedio. Los dolientes y exhaustos hombres eran los defensores derrotados de Bram; caminaron a duras penas por el polvo del patio con el rostro abatido, cada uno con un brazo extendido para tocar el hombro del que lo precedía. La gente de Cabaret pronto entendió el motivo de aquella extraña disciplina militar. Eran ciegos; los iracundos vencedores les habían arrancado los ojos. Igual que les habían cortado la nariz y el labio superior: eran calaveras andantes, y su mueca anormal e inmutable un horroroso espectáculo de mutilación. Su jefe, al que habían dejado sólo tuerto para poder guiar a sus compañeros desde Bram a Cabaret, detuvo la grotesca marcha frente a Pierre Roger, sus caballeros y sus damas[77].
Simón de Montfort, el nuevo amo de Carcasona, había iniciado la campaña de 1210. Los soldados de Cristo estaban de nuevo en acción.
Durante las dos décadas siguientes, el destino de los cátaros estuvo ligado a la lucha por el poder político entre señores feudales. No había vuelta atrás posible de los intransigentes precedentes establecidos en 1209. El papa Inocencio consideraba crimen no sólo ser hereje sino también tolerar la presencia de herejes en la comunidad. Dado que las máximas autoridades seculares del Languedoc seguían burlándose de esa idea, podían ser depuestas con la bendición del Papa.
En la consiguiente confusión del Languedoc, lo que se precisaba para presentar una reclamación era crueldad, piedad ortodoxa y una predisposición a las conquistas debida, por lo general, a una herencia exigua. Muchos de los pobladores armados eran segundos o terceros hijos de gentes del norte cuyo deseo era acabar con la mala suerte de sus tardíos nacimientos. Los habitantes del sur a los que habían desposeído de bienes con la aprobación de la Iglesia se convirtieron en nobles sin tierras, castillos ni ingresos. Se les conocía como faidits —alborotadores—, un bandolerismo de hombres airados que buscaban venganza. Fueron esos bandidos los que defendieron con fiereza a su pacifista familia cátara.
Simón de Montfort fue el principal creador y aniquilador de faidits. El clan de Simón, segundo hijo de una familia que poseía una finca cercana al bosque de Rambouillet, bosque situado al suroeste de París, era ilustre pero no especialmente acaudalado. Sus padres anglonormandos le legaron el condado de Leicester, en Gran Bretaña. Fue una herencia hermosa e inútil como el cielo, pues los Plantegenet del trono inglés eran reacios a reconocer los derechos de nobles tan incómodamente próximos a sus enemigos de París. Correspondería al cuarto hijo de Simón, otro Simón de Montfort[78], reclamar su patrimonio inglés y, a lo largo de una ilustre carrera, defender la causa de las libertades de la nobleza frente a la tiranía real. El padre defendió bulas papales; el hijo, la Carta Magna.
El viejo Simón era un hombre profundamente devoto, respetado por su recta conducta y por dar ejemplo a los hombres. Los admirados cronistas católicos de la época hablan de su estilo vencedor y de su aspecto distinguido. Un texto se extiende afectuosamente en la descripción de un aristócrata alto, apuesto, con una larga melena y una constitución musculosa[79]. Al decir de todos, Simón era intrépido. En varias ocasiones, sus camaradas de armas tuvieron que disuadirle de que se enfrentara sin ayuda a un ejército enemigo. En el inexpugnable castillo de Foix, un furioso Simón cabalgó con un solo acompañante hasta la puerta principal y gritó insultos a aquéllos que desafiaban su voluntad de conquista. Tras la lluvia de proyectiles con que respondieron los defensores, sólo Simón conservó la vida.
En muchos aspectos, era lo contrario del conde Raimundo de Tolosa; la liberalidad religiosa, la promiscuidad sexual y la palabra caprichosa de Raimundo eran rasgos que Simón consideraba inmorales y nefastos. Curtido guerrero con un primordial sentido del honor, la primera vez que Simón atrajo la atención sobre sí mismo fue durante la cuarta cruzada. Acampado junto a los más importantes señores de Francia en el exterior del puerto dálmata de Zara, rechazó por principio tomar parte en el sitio de una ciudad cristiana. Cuando posteriormente los venecianos convencieron a los cruzados de embarcar para proseguir sus atropellos en Bizancio, él salió de los Balcanes al frente de un grupúsculo de caballeros descontentos en busca de otros marinos dispuestos a llevarlos a Palestina. Tras una campaña poco convincente bajo las órdenes de un rey cruzado, regresó a casa en 1205, con el honor intacto pero la bolsa vacía.
Otra de las características que distinguían a Simón era su manifiesta monogamia, que lo diferenciaba de la mayoría de sus semejantes. Su esposa, Alice de Montmorency, lo acompañó toda la vida, y con él tuvo seis hijos. Alice participó de las victorias de Simón en el campo de batalla y de su vertiginosa carrera como figura eminente. Por lo general se la podía ver junto a él incluso en los campamentos más deprimentes. Alice, prima hermana del apresado Bouchard de Marly, llegó al Languedoc en marzo de 1210, al frente de una tropa de refuerzo para su marido, el nuevo vizconde.
Aunque ningún ejército de Simón llegaría a ser tan inmenso como el reunido en 1209, cada temporada de marchas aumentaba el número de hombres bajo sus órdenes, pues año tras año el Papa renovaba el llamamiento a una cruzada. Simple puñado de aventureros que aguardaban nerviosos que acabara el invierno, las fuerzas que estaban a disposición de Simón crecían rapidísimamente con el buen tiempo para menguar de nuevo cuando cada nueva provisión de peregrinos armados terminaba su cuarentena y regresaba al norte. Entre los caballeros más vigorosos de más allá del Loira y el Rin, un viaje al sur, al Languedoc, durante esos años era algo irresistible, incluso sin la indulgencia de las cruzadas. Una ausencia de dos meses era demasiado corta para que en su tierra se produjeran problemas graves y lo bastante larga para pulir las destrezas en el asalto a castillos y el derramamiento de sangre. Astuto estratega y consumado luchador, Simón de Montfort daba, en efecto, permanentes clases prácticas sobre el arte de la guerra a la beligerante nobleza del norte. Cuando no estaba empantanado en un asedio, Simón galopaba sin parar a lo largo y ancho de sus dominios sofocando disidencias, exigiendo que se le rindiera homenaje o luchando contra nobles desposeídos resueltos a sublevarse. Sus aliados en la prosperidad tenían que seguir su ritmo en un zigzag maratoniano de intimidaciones.
Los perfectos huyeron del contagio de la violencia. Espantos como los de Béziers y Bram reforzaron su idea de que la Iglesia de Roma era ilegítima. La institución violaba sus propias leyes. Las almas más sencillas podían sacar una conclusión parecida muy evidente de lo que habían presenciado durante aquellos años: las personas sagradas e inofensivas de los pueblos se veían forzadas a huir de su ciudad y de los guerreros extranjeros. Los cruzados destruyeron viñas, quemaron cosechas, se llevaron lo que no era suyo. Una de las primeras medidas de Simón fue establecer un oneroso impuesto de capitación, cuyos beneficios iban a parar a manos del Papa. Era como si alentaran a la gente a ponerse de parte de los cátaros.
Se generalizó la resistencia a su autoridad. En el territorio que había en torno a Albi, Simón de Montfort cabalgaba triunfante por ciudades y pueblos que le rendían exquisitos y cívicos homenajes —y después desobedecían a sus representantes tan pronto él había regresado a Carcasona—. En la ciudad de Lombers, donde en 1165 los pioneros del catarismo se habían enfrentado a una asamblea de obispos, ni siquiera esperaron que Simón se marchara. Se sometieron sólo tras un chapucero intento de asesinato.
Simón visitó otras poblaciones misteriosamente abandonadas. En Fanjeaux, situada en lo alto de una colina y que había sido testigo tanto de animados debates como de ataques con bolas incendiarias, se encontró con un pueblo fantasma. Los hogares de las mujeres perfectas estaban vacíos, y el viento batía sus telares y ruecas. En el valle de abajo, en Prouille, las jóvenes de Domingo trabajaban duramente en su nuevo convento, pero su familia hereje había desaparecido.
Algunos de los perfectos fueron a Montségur, un castillo de los Pirineos. En 1204, un acaudalado creyente cátaro vinculado a la familia dominante de la región había reconstruido la fortaleza a petición de los clarividentes guías dualistas. El nido de águila fue el último bastión de la herejía, un edificio inexpugnable al que recurrían todos en caso de necesidad. El monte Saint-Barthélemy, un verde Goliat que se perfilaba amenazante sobre Montségur, podía divisarse en el horizonte sur desde casi cualquier punto del centro del Languedoc, un permanente recordatorio del refugio de la cercana santidad. Gran parte de los dirigentes cátaros, entre ellos Guilhabert de Castres y otros participantes en las discusiones con los dominicos, se dirigieron a Montségur a capear el temporal de la guerra.
Otros fueron a territorios que pertenecían a Raymond Roger, conde de Foix. Sus parientas, Esclarmonde y Philippa, dirigieron hogares de perfectos, y su tolerancia oficiosa del credo de los disidentes era un secreto a voces. Tras muchas escaramuzas, él y Simón habían firmado una tregua de un año. El acuerdo, en el que medió Pedro de Aragón, estaba concebido para proporcionar a la causa occitana un respiro tras el desastre de los Trencavel. En Tolosa, otro destino de los perfectos, el conde Raimundo siguió mostrando su acostumbrada reticencia a perseguir a sus súbditos.
Muchos de los cátaros de las antiguas tierras de los Trencavel decidieron depositar su confianza en los reductos de la nobleza de segunda fila. Centenares de disidentes errantes se enteraron de la hospitalidad de Geralda, la señora de Lavaur, ciudad situada entre Albi y Tolosa. Los perfectos se apresuraron por las onduladas tierras de labrantío para hallar seguridad tras sus murallas. Aunque en teoría era una viuda indefensa, Geralda tenía por hermano al belicoso Aimery de Montréal. En 1210 se sometió tácticamente a Simón de Montfort, pero en el Languedoc todo el mundo sabía de qué lado estaba su corazón.
Los otros destinos de los herejes desplazados estaban peligrosamente cerca de Carcasona y Béziers, pero tranquilizaba su aspecto tan invulnerable como el del remoto Montségur. En Cabaret, Pierre Roger y su gente cuidaron de los ciegos de Bram. Los cátaros eran bienvenidos en Cabaret, como lo era cualquier caballero dispuesto a participar en arriesgadas expediciones guerrilleras en el valle. Unos cuarenta kilómetros al este, se levantaba un escondite igualmente formidable en la meseta conocida como el Minervois. La capital de esa región poco accesible, Minerve, se convirtió en una ciudadela cátara. El señor local, Guillaume de Minerve, era un declarado creyente en el dualismo, y los fugitivos perfectos estimaban que su ciudad, si era atacada, les proporcionaría un refugio donde estarían a salvo de la furia de los cruzados.
La geología confirmó las predicciones. Incluso hoy la Minerve de las alturas vacila bajo el calor como si se sostuviera en lo alto sólo por la fe, con sus casas solariegas de piedra apiñadas sobre una empinada pendiente. Por todos los lados salvo uno hay grandes gargantas esculpidas en el lecho de roca por ríos convergentes. Casi totalmente rodeada de precipicios, la ciudad parece estar suspendida en el aire. En la época de la cruzada, su único acceso a nivel estaba bloqueado por un castillo cuya imponente parte posterior sin ventanas daba a una árida meseta.
El 15 de junio de 1210, las fuerzas de Simón de Montfort aparecieron en las cumbres que había frente a Minerve, y el león rojo rampante de su banderín personal se plantó de modo terminante en las alturas. Simón ordenó que las fuerzas de la cruzada se separaran para triangular mejor sobre las defensas de la ciudad. Se instalaron tres catapultas, y enseguida una andanada de proyectiles silbó a través del abismo. Poco a poco, a medida que pasaban las horas y los días, se fueron abriendo boquetes en las murallas. Los cruzados, atascados en campo abierto en una inhóspita meseta, necesitaban una victoria rápida antes de que el calor del verano se hiciera más insoportable.
El campamento de los cruzados parecía un bullicioso barrio de chabolas, en que los hombres recogían leña y levantaban chozas y cobertizos provisionales a fin de disfrutar de la preciada sombra. Sin embargo, la madera no había servido toda para construir refugios; al cabo de unos días, una enorme catapulta, que los cruzados apodaban la Malvoisine (mala vecina), fue colocada frente a Minerve. Simón y sus nobles aliados se habían tenido que rascar bien los bolsillos para conseguir que se construyera aquella gran Berta de las catapultas. Hacia finales de junio, el enorme brazo de la Malvoisine trazaba su primera trayectoria mortífera hacia Minerve. Cuando el brazo se detuvo con una sacudida, un inmenso pedrusco atravesó en silencio la luz del sol unos breves instantes antes de caer con un ruido telúrico… en algún lugar de la superficie del precipicio que había debajo de la ciudad. A continuación, otro canto rodado se estrelló con estruendo en el mismo sitio, y luego otro más. No era mala puntería, sino una labor artillera hecha a conciencia.
La Malvoisine estaba machacando una escalera amurallada que iba desde la ciudad al fondo de la garganta, donde otro muro resguardaba los pozos de agua. Normalmente, el sistema fortificado era seguro y protegía de los arqueros más certeros. Sin embargo, la amurallada escalera de piedra no podría soportar el incesante bombardeo de la catapulta. Cuando el acceso al pozo hubo desaparecido, lo mismo ocurrió con toda esperanza de resistir al asedio. Al cabo de unos días, en Minerve se tomó una decisión: había que destruirla.
Una noche de finales de junio, unos cuantos hombres de la ciudad se deslizaron a hurtadillas por el fondo del desfiladero. Los saboteadores llevaban trapos grasientos, cuerdas, cuchillos y algunas ascuas incandescentes. Treparon amparados en la obscuridad y en silencio por la cara opuesta del precipicio, avanzando palmo a palmo hacia la silueta de la catapulta grabada al aguafuerte contra el fondo de estrellas. Al llegar junto a la Malvoisine, sorprendieron y asesinaron a dos centinelas. Entonces los hombres de Minerve se dirigieron a su gigantesco torturador de madera, le ataron los trapos y le untaron las patas con aceite. La primera y tímida llama ascendió en espiral.
Otro centinela, que acababa de salir de los arbustos tras hacer sus necesidades, gritó con fuerza antes de que un cuchillo se hundiera presto en su corazón. No obstante, se había dado la alarma; y las llamas sólo habían comenzado. El cronista Pierre de Vaux de Cernay no explicó si los saboteadores tuvieron tiempo de escapar gateando precipicio abajo o si encontraron la muerte a manos de los cruzados que se precipitaron a apagar el fuego. Los hombres de Simón azotaron las llamas con camisas, capas y ropa de cama hasta salvar la Malvoisine.
Ligeramente chamuscada, la catapulta reanudó su trabajo al alba. La escalera enseguida quedó inutilizada. Después, conjuntamente con otras tres catapultas más pequeñas, la Malvoisine empezó a lanzar su enorme carga al centro de Minerve. Los muros se vinieron abajo matando a los que se habían acurrucado tras ellos. La ciudad, ya sin agua, construida sobre una capa de granito impenetrable, no podía dejar que los restos putrefactos de los desdichados pusieran en peligro la salud de los vivos. Cada noche, arrojaban al precipicio a los muertos durante el día. Pasó el mes de julio; prosiguió el despiadado bombardeo. Cada noche traía consigo la misma horrorosa tarea; cada mañana, una desesperación abrasada. Como sucedió en Carcasona, la ciudad sucumbiría por la sed. Al fin, Guillaume de Minerve supo que tenía que rendirse.
Después de regatear mucho, Guillaume ofreció a Simón de Montfort todos sus castillos y tierras. Los del norte, impresionados por la franqueza de su adversario en la derrota, concedieron magnánimamente a Guillaume un feudo más pequeño en el valle a cambio de Minerve y el territorio que la rodeaba. Con gran alivio de Guillaume, Simón también accedió a perdonar la vida de los insolentes habitantes de la ciudad. Un misterioso céfiro de clemencia bailó brevemente en el desfiladero.
El acuerdo, digno de caballeros del siglo XIII, estaba a punto de rubricarse cuando Arnaud Amaury pidió la palabra. Había llegado por casualidad a Minerve la víspera de la rendición de Guillaume, justo a tiempo de influir en los términos de la capitulación. Simón había llegado a ser un gran vizconde por mediación de Arnaud, de modo que no podía rechazar los deseos del legado, que, en apariencia, eran completamente razonables. Todos los que se hallaran en la ciudad deberían jurar lealtad a la Iglesia y abjurar de cualquier otra fe. Algunos de los peregrinos norteños más celosos se quejaron de que esas condiciones eran demasiado indulgentes[80]. Ellos habían ido al Languedoc a aniquilar herejes, pero Arnaud y Simón estaban dando a aquellas sabandijas sodomizadoras de gatos la posibilidad de vivir tranquilos y fuera de peligro. Según un cronista, Arnaud respondió con malicia: «No os preocupéis. Tengo la impresión de que se convertirán pocos».
Guillaume de Minerve regresó con su gente. Aunque los crecientes como él harían gustosos el juramento, los perfectos eran inmunes a esos instintos básicos de autoconservación. Es verdad que habían llegado a Minerve para evitar una muerte cierta, pero sólo como medio para proseguir su labor como ejemplos de pureza espiritual. El suicidio deliberado, si había otras opciones, era una forma de vanidad material. Sin embargo, en ese momento debían elegir entre morir y renunciar al consolamentum, lo que en realidad no era ninguna elección.
En Minerve había aproximadamente ciento cuarenta perfectos distribuidos en dos hogares, uno para hombres y otro para mujeres. Ninguno de los barbudos perfectos de hábito negro consintió en hacer el juramento. Un cátaro rechazó a un sacerdote con esas palabras: «Ni la vida ni la muerte podrán arrancarnos de la fe que hemos abrazado». No obstante, tres de las mujeres abjuraron de la fe dualista y, por tanto, escogieron vivir[81]. Según sus hermanas perfectas, había que apiadarse de ellas, pues habían renunciado a la posibilidad de estar en comunión con el bien por toda la eternidad.
Condujeron a los ciento cuarenta cátaros perfectos de Minerve por la escalera en ruinas que llevaba al fondo del barranco y allí los ataron a postes hincados en grandes montones de leña y astillas. Se encendieron las hogueras. Según Pierre de Vaux de Cernay, cronista y cruzado cruel que odiaba la herejía, la fe de los cátaros era tan perversa y renegaba tanto de la vida que aquéllos saltaban alegremente entre las llamas. Los otros cronistas omitieron este detalle. Guillermo de Tudela sólo añadió que «después arrojaron sus cuerpos al suelo y echaron encima paladas de barro para que ningún hedor de aquellas almas fétidas molestara a nuestras fuerzas extranjeras». En la cruzada de los albigenses se había producido la primera ejecución masiva en la hoguera.
Era el 22 de julio de 1210, otra vez la festividad de santa María Magdalena.