Acercarse a Carcasona por primera vez es como soñar despierto. Los torreones y baluartes de la ciudad vieja se alzan en una elevación engañosa en el valle del río Aude, de modo que la almenada ciudadela aparece de pronto, flotando en un segundo plano, como un visitante llegado del túnel del tiempo. Los bloques de piedra marrón amarillento de las murallas se tornan de color castaño rojizo, y por fin malvas con el último sol de la tarde. A la vista de las restauradas almenas de los Trencavel, los combatientes ya largo tiempo desaparecidos cabalgan en la periferia de la conciencia, y su clamorosa pelea es un suave murmullo que lleva el viento. Pues en el verano de 1209, tras Béziers le llegó el turno a Carcasona.
Como cualquier atrocidad que merezca tal nombre, los hechos de Béziers propagaron el miedo por todas partes. Después de la festividad de santa María Magdalena, el ejército de los cruzados pasó tres días acampado contra el viento que soplaba desde el escenario de su triunfo. Los notables locales aparecieron uno tras otro para rendir homenaje a los nuevos árbitros de la legitimidad. La mayoría de esos señores de inferior categoría llegaban de las tierras bajas que había entre Béziers y Carcasona, por las que debería marchar el ejército si quería atacar la capital de los Trencavel. Era el temor lo que determinaba esas capitulaciones, que más adelante resultarían tan cambiantes como la hierba que pisaban los cruzados.
En Carcasona, ante las casi inverosímiles noticias procedentes de Béziers, Raymond Roger abandonó toda esperanza de que aquel conflicto pudiera resolverse como cualquier otro. En una época en que la población se contaba por decenas de miles, no por millones como en la actualidad, el exterminio premeditado de veinte mil personas constituía en el Languedoc una sacudida tan directa y brutal como la amputación de un miembro. El vizconde tomó medidas drásticas para hacer que el país fuera inhóspito para los cruzados. En varios kilómetros alrededor de Carcasona, ordenó destruir todos los molinos de viento, quemar todas las cosechas y sacrificar todos los animales o llevarlos al abrigo de las gruesas murallas de la ciudad, primero levantadas por los romanos y después reforzadas por los visigodos.
En el castillo de Raymond Roger, construido por su bisabuelo y todavía en pie como masa impasible de piedra labrada que domina la ciudad medieval, el vizconde dio la bienvenida a los señores locales que habían prestado oídos a su petición de ayuda. Aquellos hombres, a diferencia de los nobles de las tierras bajas expuestos a un ataque inminente, llegaron de las accidentadas tierras altas que había a ambos lados del valle del Aude; al norte, la montaña Negra y el Minervois, escarpadas alturas cruzadas por saltos de agua y cubiertas de espesos bosques; al sur, Corbiéres, montañas peladas cortadas por súbitos barrancos y vigiladas por imponentes castillos. En los primeros años de la cruzada de los albigenses, esos vasallos de tierra adentro serían los más resueltos defensores del catarismo.
Los del norte llegaron el primero de agosto. Recelando de las flechas y saetas de los ballesteros de Carcasona, los nobles cruzados ordenaron que se instalaran las tiendas y los pabellones fuera del alcance de los proyectiles. Según un cronista, un impulsivo Raymond Roger instó a realizar un inmediato ataque por sorpresa. «¡A los caballos, mis señores! —gritó el vizconde—. Cabalgaremos hacia allí, cuatrocientos de nosotros con los mejores y más veloces caballos, y antes de que se ponga el sol los habremos derrotado»[71].
Las cabezas más serenas prevalecieron sobre aquella absurda baladronada, pues los defensores eran irremediablemente inferiores en número. La llamada más convincente a la prudencia corrió a cargo de Pierre Roger de Cabaret, señor de un feudo de minas de oro en la montaña Negra[72]. Béziers había demostrado que una salida mal preparada podía acabar en fracaso (los biterrois habían sido «más estúpidos que las ballenas», dijo despectivamente un cronista)[73], y los cruzados que había frente a Carcasona no eran un ejército sitiador cansado o descontento, fácil de sorprender o derrotar. En cualquier caso, el campamento de los cruzados estaba demasiado lejos para asaltarlo por sorpresa. El señor de Cabaret supuso acertadamente que los llegados del norte primero atacarían los dos suburbios fortificados de Carcasona que había fuera de las murallas. Abogó por salir a toda prisa de la capital de los Trencavel tan pronto fueran atacados los dos barrios; los cruzados estarían más cerca, y más apurados, y la sorpresa sería mayúscula.
El día siguiente, 2 de agosto, era domingo, y ambos bandos aguardaban con devota impaciencia. En la madrugada del lunes, los del norte atacaron; eligieron Bourg, el más débil de los dos suburbios. Arietes, monjes que cantaban melopeas, soldados que trepaban por las escaleras, caballeros que cargaban montados en sus caballos de guerra… la fantasmagoría medieval empezó a funcionar con toda su brutalidad. Al cabo de dos horas, los ensangrentados defensores de Bourg se dispersaron atemorizados mientras las endebles murallas permitían el paso de la multitud. Desde lo alto de las sólidas almenas de piedra de Carcasona, los arqueros y ballesteros lanzaban flechas una y otra vez a los cruzados, pero era imposible detener la oleada de guerreros. Ni Raymond Roger ni Pierre Roger salieron hacia Bourg para contraatacar. Curiosamente, ninguno de los tres cronistas que constituyen nuestras fuentes de ese combate dan razón alguna del abandono del plan.
Ese día no hubo carnicería. En lugar de ello, los hombres de la cruzada pasaron frente a las casas en llamas y bajaron las cuestas que conducían al río Aude… y a sus valiosos pozos. Los habitantes de Bourg tuvieron tiempo de llegar a duras penas a las barbacanas de Carcasona y protegerse tras sus fortificaciones. Su presencia supondría una presión añadida sobre los recursos de la superpoblada ciudad. Los cruzados se habían apoderado del acceso a la capital de los Trencavel por el norte y, lo que era más importante, de su abastecimiento de agua. El combate de Bourg había terminado en una victoria táctica muy reñida, en la que un noble norteño de segunda fila se había distinguido por su valentía. Simón de Montfort, hasta entonces un personaje respetable aunque algo desharrapado al lado de sus elegantes superiores, destacó en el sitio de Carcasona. Los cruzados planearon atacar el segundo suburbio, Castellar, al sur de la ciudad.
Al día siguiente, la revelación del destino de Simón sufrió un retraso por la inesperada llegada de cien jinetes provistos de armadura. Los cruzados, que estaban a la mesa «comiendo carne asada», como señaló atentamente Guillermo de Tudela, se levantaron para saludar con efusión a los recién llegados. Banderines rojo y oro ondeaban en las puntas de sus lanzas, lo que identificaba a los guerreros espléndidamente engalanados como nobles de Aragón y Cataluña. Su líder, el rey Pedro, hombre enérgico de treinta y tantos años, buscó de inmediato la tienda de su cuñado, el conde Raimundo de Tolosa. (La quinta esposa de Raimundo, Leonor, era hermana de Pedro). Cabe suponer que Raimundo no había combatido ni en Béziers ni en Carcasona, dada la ausencia de menciones a su intervención en esas acciones militares. Lo más probable es que el conde simplemente se hubiera quedado sin hacer nada, observando cómo sus pares del norte se comportaban igual que una turba de indeseables mercenarios. En su tienda, instalada en una frondosa colina a cierta distancia del campamento principal, él y otros nobles del Languedoc que iban en la cruzada le contaron al rey Pedro lo que habían visto en Béziers.
Después Pedro se reunió con los jefes de la cruzada. Arnaud Amaury, que había iniciado su ascenso al poder como abad en Cataluña, sabía que el joven rey gozaba de alta estima en Roma. Tras acceder al trono, el monarca había cedido su reino a la Santa Sede, debido a lo cual se convirtió en vasallo directo de Inocencio III, quien, en su ofensiva por llenar las arcas de la Iglesia e imponer respeto al pontificado, acogió de buen grado la obediencia espiritual y material de un gran príncipe. Las credenciales ortodoxas del rey eran impecables. Aunque no hiciera cumplir las leyes contra la herejía que había aprobado para su reino, su beligerancia contra la mayoría musulmana de la península Ibérica había hecho que en el palacio de Letrán su nombre fuera bienaventurado. No se podía ignorar a Pedro el Católico.
Pedro tenía una queja legítima. El vizconde Raymond Roger de Carcasona era su vasallo y, por tanto, formaba parte de su familia feudal. Cierto que el propio señor feudal de Pedro, Inocencio, había organizado el ataque sobre Trencavel, pero no por ello los aragoneses dejaban de estar indignados por esa violación de su jurisdicción. Según la costumbre feudal, un gran señor siempre tenía voz sobre el destino de sus vasallos. Pedro hizo saber que quería ver al sitiado Raymond Roger Trencavel, su joven protegido.
La herida dignidad del español subrayó los recelos de los nobles del norte obligados ante el rey Felipe Augusto de Francia, quienes seguramente se preguntaban quién tenía autoridad para amenazar a un señor como Raymond Roger y desposeerle de su patrimonio. Desde el pontificado de Gregorio VII, en el siglo XI, los sucesivos papas habían mantenido que la Iglesia podía deponer a cualquier noble desafecto, lo que había sentado mal a los hombres de la espada. Inocencio, el hombre más capaz que había lucido la tiara en dos siglos, había emprendido aquella cruzada en parte para dotar de cierta firmeza a la postura teocrática del papado. El hecho de que la expedición de castigo tardara tanto tiempo en poderse organizar demostró la reticencia de gobernantes laicos, en especial la de Felipe Augusto, a ceder terreno alguno en la incierta esfera de la soberanía. En el fondo, los nobles más importantes de la cruzada se compadecían de los Trencavel y los Saint-Gilles, aunque quizá los desconcertó la tolerancia de ambos clanes con la herejía. Pedro hizo saber que incluso el más ortodoxo de los monarcas estaba dispuesto a mostrar su indignación ante las ambiciones de Roma.
Pedro cambió su destrier, o caballo de guerra, por el elegante palafrén que sus mozos habían llevado consigo. Acompañado sólo por tres hombres y, tal como narró Guillermo de Tudela, «sin armas ni escudos», espoleó la montura por la cuesta que conducía a la ciudad amurallada. El puente levadizo descendió chirriando, y el rastrillo se elevó entre grandes vítores. Cuando Pedro estuvo allí cinco años antes para presidir la discusión entre cátaros y católicos, Carcasona era una ciudad próspera y pacífica. Al entrar ahora, seguramente quedó sobrecogido por el hedor; se calculaba que más de cuarenta mil personas se habían refugiado tras las murallas.
Cuando Raymond Roger intentó dar la bienvenida a su señor como salvador suyo, Pedro enseguida lo puso en su sitio. Un cronista contó el discurso del rey de Aragón a su vasallo en un admirable pasaje que resumía la difícil situación del más joven. Raymond Roger se había quejado de los horrores causados por los cruzados, y Pedro respondió:
En nombre de Jesús, señor, no podéis culparme por ello, pues os lo dije, os ordené que expulsarais a estos herejes, ya que hay muchos en la ciudad que respaldan esta insensata creencia… Vizconde, estoy muy triste por vos, porque sólo unos cuantos estúpidos y su desatino os han llevado a tal peligro y aflicción. Todo lo que puedo sugerir es un acuerdo, si podemos llegar a él, con los señores franceses, pues estoy seguro, y Dios lo sabe, de que ninguna batalla con lanzas y escudos os da esperanza alguna, ya que son muy superiores en número. Dudo mucho de que podáis resistir hasta el final. Confiáis en la fuerza de vuestra ciudad, pero está atestada de gente, incluidos muchas mujeres y niños; en el caso contrario, sí, creo que es posible abrigar alguna esperanza. Realmente lo siento mucho por vos, estoy profundamente afligido; por el afecto que os tengo y en razón de nuestra vieja amistad, haré todo lo que pueda por ayudaros salvo cometer gran deshonor[74].
Abatido, Raymond Roger pidió al rey que intercediera en nombre de los sitiados. Acto seguido, el monarca de Aragón y Cataluña regresó al campamento de los cruzados convencido de que prevalecería la prudente voz del arreglo. No obstante, las negociaciones pronto llegaron a un callejón sin salida. Al final, Arnaud Amaury consintió de mala gana en permitir que Raymond Roger, con once compañeros de su elección, abandonara Carcasona con todo lo que pudiera llevarse; lo que le pasaría a la ciudad y a los miles que en ella había lo decidirían los cruzados. Pedro, indignado por la degradante oferta, señaló que «volarían los burros» antes de que el vizconde aceptara un trato como aquél. Cuando al día siguiente Pedro presentó las condiciones a Raymond Roger, éste casi echó a su superior de su presencia. Declaró que preferiría ser desollado vivo antes que doblegarse ante aquella despreciable traición a su pueblo. Acto seguido, Pedro abandonó Carcasona y regresó a Aragón, apenado por su vasallo y enojado con el legado del Papa.
El 7 de agosto, los cruzados trataron de asaltar Castellar, el suburbio situado al sur de Carcasona. Al alba, cargaron a gritos a través de su foso seco, pero en esa ocasión la lluvia de piedras y flechas lanzada por los defensores dejó montones de atacantes retorciéndose de dolor en el suelo, retrocediendo a rastras en busca de la protección de los árboles. Un caballero que sangraba del muslo estaba solo en el fondo del foso, impotente y al descubierto. Un cruzado retrocedió a toda prisa, al alcance de los proyectiles enemigos, y se deslizó por la pendiente para rescatarlo. Una vez allí, lo incorporó y lo arrastró hasta hallar protección mientras flechas y piedras levantaban el polvo a su alrededor. Ambos bandos presenciaron aquel excepcional acto de valentía, pero de momento sólo los cruzados sabían el nombre de su héroe: Simón de Montfort.
Al ver que Castellar estaba siendo mejor defendida que Bourg, los señores del norte ordenaron que entraran en juego sus artefactos de asedio. Era ése un grupo de nobles muy ricos, de modo que el número y el tamaño de aquellas temibles armas debía de ser considerable. Primero estaban las petrarias, pequeñas catapultas cuyo mecanismo se basaba en el momento de torsión y que arrojaban el equivalente medieval de la metralla. Esas nubes de piedras y guijarros pasaban a gran velocidad sobre las murallas y mutilaban y mataban a los desgraciados que eran sorprendidos al descubierto. Después estaban las catapultas, cuya «cuchara», en un extremo del largo mango, era lo bastante grande para contener pedruscos grandes y teas llameantes que se estrellaban contra las galerías de madera que había en lo alto de las murallas. Por último, en menor número, estaban los compactos obuses de la guerra de asedios, que se conocían desde la antigüedad: las balistas.
Los gritos y gruñidos de los artilleros alternaban con el ruido de los proyectiles en el aire. Como ya era habitual en la cruzada de los albigenses, los monjes y los obispos cantaban himnos para recordar a los combatientes el objetivo sobrenatural que había tras la reyerta. Un equipo de peones empezó a construir un paso elevado provisional sobre el foso, utilizando piedras, troncos y cualquier cosa que tuvieran a mano. Los carpinteros, alejados del combate, daban los últimos toques a una chatte (gata), un refugio móvil cubierto por una plataforma de tablas bajo la cual cabían de pie entre veinte y treinta hombres. Harían rodar la gata sobre el rudimentario paso elevado hasta llegar a las fortificaciones; los hombres del artilugio móvil, zapadores experimentados, harían túneles bajo los cimientos de las murallas. Para evitar que los defensores hicieran arder la gata mientras cruzaba tierra de nadie, se descuartizaban y desollaban bestias de carga y caballos innecesarios y se cubrían las tablas con sus húmedas y sangrientas pieles. Los sitiadores quizá no habrían empleado esta táctica ante las superiores fortificaciones de la propia Carcasona, pero las murallas de Castellar no eran tan imponentes.
Según el cronista Pierre de Vaux de Cernay, el plan funcionó, aunque sólo en parte. Cuando el enorme y ensangrentado ingenio empezó a rodar, las catapultas de los cruzados castigaron a los defensores con una implacable lluvia de piedras. Desde las estrechas aberturas de las murallas de Castellar, arqueros y ballesteros apuntaron a la retumbante gata a medida que se acercaba. Flechas, saetas y teas llameantes brillaron en el aire. Las que caían sobre la superestructura del refugio móvil se apagaban en las húmedas pieles. El artilugio llegó a la muralla. Los hombres de su interior, empapados de la sangre que había goteado de su protección animal, empuñaron picos y palas y se pusieron a trabajar. Pronto estarían cavando para salvar la vida. Un lanzamiento afortunado prendió fuego a la gata adosada a la muralla.
Cuando el artefacto empezó a arder, los zapadores tallaron frenéticamente un hueco protector en el muro para que los hombres apostados en las almenas no pudieran apuntarles. Antes de que el refugio de madera quedara destruido, los expertos en asedios habían asegurado su posición y estaban listos para una larga noche de trabajo. Ahora los defensores tenían que oír impotentes cómo los zapadores excavaban una galería por debajo de las fortificaciones. En Castellar se asistiría a la representación completa del clásico argumento del sabotaje en la guerra medieval.
Desde debajo de las murallas, en la obscuridad, los zapadores escarbaron en el cascajo poco compacto y sacaron tierra hasta llegar a la primera hilera de piedras duras, que apuntalaron con vigas y riostras. Al final un largo tramo de la muralla estaba precariamente sostenido sobre un profundo túnel por un sistema de puntales de madera que crujían bajo el peso. A continuación, empaparon los improvisados soportes con aceite de oliva, sebo, grasa de cerdo y otras sustancias inflamables. Y después llenaron el túnel de paja, ramas y ramitas que llevaron a través del foso amparados por la obscuridad.
En la madrugada del 8 de agosto, se dio la señal y la leña ardió. Salieron del agujero grandes nubes de humo negro. Dentro de la galería, las llamas que surgían de la paja y las ramas lamieron los soportes y las riostras de madera hasta que también ardieron. Al quemarse éstas, se debilitaron, se resquebrajaron y se vinieron abajo. Las pesadas piedras de encima se desplomaron. Se había abierto brecha en la muralla.
Los cruzados pasaron de inmediato por encima de los escombros y entraron en Castellar. Se libró un combate atroz en el que sucumbieron la mayoría de los defensores del suburbio. Los señores de la cruzada, satisfechos con el resultado, se trasladaron a sus tiendas. Raymond Roger y sus hombres, aprovechando su oportunidad, salieron de Carcasona a la carga para contraatacar y desalojar del suburbio a los cruzados. La mayoría de los norteños que habían quedado de guarnición en Castellar fueron hechos pedazos. Esa salvaje matanza, la venganza de Béziers, se apaciguó sólo cuando centenares de caballeros llegaron cabalgando desde el campamento después de que los gritos de los moribundos alteraran su vigilia. Los de Carcasona no iban a resistir el choque contra fuerzas superiores en número. De modo que se abrieron camino retrocediendo a la seguridad de su ciudad; y una puerta se cerró rápidamente tras ellos.
Carcasona era segura, pero el asedio había comenzado en toda regla. Uno y otro bando se tomaron un respiro. A los cruzados les había costado cara la toma de Castellar, pero sufrirían más los defensores. El desastre de la semana anterior —la caída de Bourg y sus insustituibles fuentes de agua potable— no se podía remediar. Las cisternas de Carcasona estaban sucias, y a medida que agosto avanzaba, el tórrido calor hizo su espantoso trabajo. Los más pequeños empezaron a morir; después los niños, seguidos de los viejos y los más débiles. Se propagaron enfermedades; los animales yacían tendidos, agónicos. Pronto hubo carroña pudriéndose en las calles. Una capa de moscas cubría la ciudad; la tierra rebosaba de gusanos. No había agua que beber. «Jamás en toda su existencia habían sufrido tanto», escribió el cronista que aportó esos detalles.
A mediados de agosto, un jinete se acercó a las murallas de Carcasona y se identificó como pariente de Raymond Roger. Quería parlamentar con el vizconde. Aunque las crónicas no revelan el nombre de este emisario de los cruzados, parece ser que su declaración de parentesco fue admitida. Raymond Roger, acompañado de docenas de hombres de armas, salió a caballo a oír lo que el hombre quería decirle.
El cruzado habló con tono amable. «¡Os deseo […] prosperidad a vos y a vuestro pueblo! —dijo, según Guillermo de Tudela—. Desde luego os aconsejo que resistáis si creéis que pronto llegará el auxilio. Pero debéis ser muy consciente de que ello no sucederá». Tras hacer hincapié en el aislamiento de los Trencavel, el anónimo noble amenazó a Carcasona con la misma suerte que había corrido Béziers. Había llegado la hora de negociar la rendición. Si accedía a reunirse con los señores del norte, se garantizaba al vizconde un salvoconducto para ir y volver del campamento de los cruzados.
Tranquilizado por las palabras de su pariente, Raymond Roger Trencavel se alejó solo de la ciudad y, observado por sus enemigos, cabalgó hacia las tiendas de los grandes nobles del norte. El vizconde fue conducido al pabellón del conde de Nevers, Hervé de Doncy. Jamás volvería a ser un hombre libre.
La discreción de los cronistas favorables a la cruzada, que constituyen las fuentes de aquel memorable verano de 1209, ha ocultado lo que sucedió exactamente dentro de la tienda[75]. Lo que puede conjeturarse es que los nobles acudieron a dar la bienvenida a aquel joven con el respeto debido a un enemigo valeroso. Sin duda Arnaud Amaury estaba presente, dispuesto a neutralizar el menor sentimiento caballeroso que pudiera entorpecer su plan de librarse del vizconde. Éste resultó ser la única razón de aquel asedio. Aunque, como muchos historiadores suponen, todos los líderes cátaros estaban refugiados en Carcasona, el jefe de la cruzada consideró más importante eliminar al vizconde que perseguir a los herejes, lo que era, en teoría, el objetivo declarado de la cruzada.
A las gentes de Carcasona se les dijo que podían marcharse en libertad. De hecho, debían irse. Su vizconde ya no les podía ayudar. Católicos, cátaros y judíos, uno a uno por un estrecho postigo; los habitantes de Carcasona abandonaron su ciudad y sus bienes. Si intentaban salir con algo más que la camisa —joyas, dinero, trajes—, se les confiscaría. «No se les permitió llevarse consigo ni siquiera el valor de un botón», según consta en una crónica. Miles de personas descalzas, apenas vestidas, vagaron por los campos de rastrojos quemados, sin sustento y con la dignidad quebrantada. Se dispersaron en todas direcciones, al azar, por las colinas y siguiendo el curso de los ríos, cada uno en pos de un destino desconocido y del que no hay constancia. Habría que repoblar Carcasona.
Raymond Roger fue conducido encadenado a su ciudad vacía y obligado a bajar las escaleras de piedra de lo que había sido su castillo hasta dos días antes. Lo ataron al muro de su propia mazmorra. Sea cual fuere el acuerdo al que llegara en el campamento de los cruzados para salvar a su gente, es sumamente dudoso que aceptara ese destino para él. Tres meses después, el otrora sano Trencavel, fue hallado muerto en su celda. Su sucesor habló de disentería y de los misteriosos designios de la divina providencia; pero, en el sombrío Languedoc, muchos sospecharon juego sucio.
El sucesor era Simón de Montfort. Un agradecido Arnaud le había concedido las tierras de los Trencavel. A los nobles más importantes de la cruzada primero se les ofrecieron las grandes posesiones, pero todos rechazaron la tentadora recompensa, por principios feudales y, sin duda, por miedo a la reacción de su atento monarca de París. Sin embargo, Simón tenía tan pocas tierras en el norte que su ganancia inesperada no supondría ninguna amenaza para nadie en el reino de Francia, aparte de que sus dotes de guerrero habían quedado sobradamente demostradas. Era una perfecta combinación de ambición y capacidad. El 15 de agosto de 1209, fue nombrado vizconde de Béziers y Carcasona y de todas las posesiones que quedaban en medio. Era la festividad de la otra María, la madre de Jesús.
El gran ejército hizo las maletas y se dispuso a volver a casa; los cruzados habían concluido la cuarentena y se habían asegurado su sórdido lugar en la historia. Simón había arrancado un compromiso de los señores del norte en virtud del cual regresarían si los necesitaba. El conde Raimundo hizo venir a su hijo de doce años de Tolosa y lo presentó cordialmente a Simón y a la nobleza reunida en Carcasona. Dado que uno de los más grandes nobles del Languedoc había sido desposeído de sus bienes de manera ignominiosa, es lógico suponer que Raimundo estaba presentando a su hijo a aquellos norteños para hacer valer la legitimidad de su familia. Según una crónica, el muchacho recibió la aprobación de los presentes.
La mayoría de los cruzados abandonaron el Languedoc y se dirigieron a Francia. Simón se instaló con cuarenta caballeros incondicionales y sus varios cientos de soldados armados en la ciudadela de Carcasona. Casi todos eran nobles de segunda fila de Picardía y de Île-de-France que iban en busca de aventuras y riquezas. Había incluso un irlandés, Hugh de Lacy, un descontento del linaje de los normandos expulsado del condado de Meath. Simón prometió feudos a aquellos hombres si se quedaban y sometían las tierras que habían usurpado. Necesitaría su ayuda, pues más allá de las murallas de Carcasona el nuevo vizconde estaba rodeado de gente que lo odiaba.