En julio de 1209, Raymond Roger Trencavel tenía veinticuatro años y era vizconde de Albi, Carcasona, Béziers y todas las tierras circundantes. Su familia era antigua y poderosa, uno de los dos grandes clanes que controlaban los valles de las tierras bajas del Languedoc. Las noticias procedentes de la Provenza lo alarmaron: el hermano de su madre, el conde Raimundo de Tolosa, encabezaba una multitud de hombres armados a través del delta del Ródano, explicando a los extranjeros en qué lugares podían pasar la noche al raso y encontrar agua potable o por dónde vadear los innumerables afluentes del gran río. El ejército pronto entraría en el territorio de los Trencavel.
Cuando el vizconde Raymond Roger oyó hablar por primera vez de los inquietantes preparativos que se llevaban a cabo en el norte, se daba generalmente por supuesto que el objetivo de la cruzada era Tolosa. A principios de 1209, había rechazado la sugerencia del conde Raimundo de una alianza defensiva[66], fundándose seguramente en la citada suposición. Al igual que muchos otros, creía que era el conde Raimundo quien, pese a sus declaraciones de inocencia, había ordenado el asesinato de Pierre de Castelnau. En su opinión, la osadía de ese crimen se veía superada por el absoluto descaro mostrado por Raimundo al unir sus fuerzas a la cruzada cuya existencia, de hecho, a él se debía. Para Raymond Roger, las consecuencias de la última treta de Raimundo estaban claras: las víctimas serían sus tierras, no las del conde de Tolosa.
El joven Trencavel reparó en el alcance de ese peligro cuando sus espías le explicaron lo grande que parecía ser el ejército de los cruzados. A mediados de julio, el vizconde ensilló el caballo y cabalgó en dirección al este, hacia el Mediterráneo, y después hacia el norte siguiendo el camino de la costa, la Vía Domitia, construida un milenio antes por legionarios romanos. Su destino era Montpellier, ciudad intolerante con el catarismo y última parada de los cruzados antes de entrar en sus tierras. Cuatro años antes, Raymond Roger se había casado con Agnes de Montpellier, matrimonio estratégico que le garantizaba una frontera tranquila en el norte y complacía al soberano tanto de Carcasona como de Montpellier: el rey Pedro II de Aragón. En ese momento no importaba ninguna de esas conexiones feudales; los invasores del norte eran bienvenidos en Montpellier, ciudad que, según instrucciones explícitas del Papa, debían respetar.
Raymond Roger se reunió con Arnaud Amaury y los nobles franceses, y les comunicó que los Trencavel estaban dispuestos a someterse a los deseos de la Iglesia. Al igual que el conde de Tolosa, también expulsaría de sus tierras a los herejes. Y si alguno de sus vasallos se había contagiado de la lepra cátara, sería castigado. Raymond Roger se presentó como un resuelto cristiano que sólo reclamaba unirse a la santa cruzada.
Era ése un cambio de parecer más extravagante incluso que el anunciado unas semanas antes por el conde Raimundo de Tolosa. Arnaud Amaury, como clérigo que había pasado gran parte de la década anterior en el Languedoc, sabía que el joven Trencavel era amigo de los cátaros. A la muerte de su padre en 1194, Raymond Roger había tenido como tutor a Bertrand de Saissac, el hereje que profanaba iglesias y exhumaba cadáveres de abades. Durante la niñez del vizconde, el regente de los Trencavel había sido el conde de Foix, el montañés cuyas hermana y esposa habían llegado a ser cataras perfectas. Arnaud Amaury seguramente vio cómo, a medida que el muchacho crecía, los ultrajes a la Iglesia no hacían más que aumentar. El obispo católico de Carcasona había sido expulsado de la ciudad por atreverse a predicar contra la herejía. Su sustituto fue muy querido por los Trencavel, pues era un inútil y estaba comprometido por el asombroso hecho de que su madre, su hermana y tres de sus hermanos varones habían recibido el consolamentum. A ojos de Arnaud, otro crimen había sido la disposición del vizconde a permitir que su bayle, o representante, en Béziers fuera un judío. Para el monje que encabezaba la cruzada, el joven vizconde había violado tantas leyes de Dios que su fingida ortodoxia de última hora podía entenderse como otra ofensa a la Iglesia.
Arnaud despachó a Raymond Roger. Había tardado diez años en conseguir que los feroces guerreros de Francia despertaran de su letargo. No disolvería la cruzada en la víspera de su primera gran acción.
De regreso en Béziers, Raymond Roger convocó una asamblea de ciudadanos para comunicarles las malas noticias. No habría tregua ni perdón. Los del norte estaban a menos de un día de marcha y no se avendrían a razones. Las gentes de Béziers —los biterrois— estaban asustados pero no aterrorizados. Su ciudad dominaba el río Orb, con elevadas fortificaciones construidas en una ladera ocre. Aunque los tres cronistas favorables a la cruzada, que constituyen nuestras fuentes de este episodio, describen de diversos modos a los biterrois como «estúpidos» y «locos», uno de ellos, Guillermo de Tudela[67], reconoció que los habitantes de la ciudad creían poder resistir fácilmente un asedio. Tenían víveres almacenados, y los campesinos congregados en Béziers habían traído consigo suficiente comida para mantener a los biterrois durante semanas. Creían que el tamaño del ejército sitiador podía resultar su mayor debilidad. «Estaban seguros de que el ejército no podía mantenerse unido —señalaba Guillermo de Tudela—. Se desintegraría en menos de quince días, pues se extendía hasta medir una legua de largo». Los biterrois esperaban que, con tantas bocas que alimentar bajo la implacable luz deslumbrante del sol del verano, los atacantes se verían obligados a irse simplemente para sobrevivir. Y una vez que hubieran terminado su cuarentena —los cuarenta días de servicio—, la mayoría de los soldados no dudaría en regresar a casa, con sus espadas herrumbrosas por el desuso. Según esos cálculos, Béziers aguantaría; la cruzada no.
El obispo de Béziers, que formaba parte del contingente de los cruzados, llegó de Montpellier con una última oferta. Tenía en su poder una lista con doscientos veintidós nombres: los cátaros perfectos de la población[68]. Y exigió que le fueran entregados para su inmediato castigo, de lo contrario al día siguiente los cruzados pondrían sitio a la ciudad. A los impasibles burgueses de Béziers, tal como lo contó el cronista, «ese aviso les merecía la misma opinión que una manzana pelada». Al igual que los prohombres de la ciudad de Tolosa, habían combatido encarnizadamente por su independencia de nobles y obispos; era inaceptable que debieran entregar a ninguno de sus ciudadanos a extranjeros del norte. En 1167, en la iglesia de Sainte-Marie Magdalene de la ciudad, los burgueses de Béziers habían asesinado al abuelo de Raymond Roger Trencavel por oponerse a sus libertades. Su hijo, el padre del vizconde, tomó represalias dos años más tarde, en la fiesta de María Magdalena, perpetrando una masacre. La memoria de esa degollina había penetrado en la cultura ciudadana como recordatorio de lo mucho que había costado conseguir la libertad. Los mercaderes y los comerciantes de Béziers no los abandonarían ahora. Ni católicos ni cátaros traicionarían a los perfectos. Un cronista transcribe la respuesta ciudadana al obispo: «Preferimos ahogarnos en un mar salado que cambiar nada de nuestro gobierno». El obispo montó en su mula y regresó al campamento de los cruzados; muchos de sus clérigos se quedaron atrás, solidarios con sus feligreses.
El vizconde Raymond Roger no se quedó. Dado el legado sangriento de los Trencavel en Béziers, seguramente él y los habitantes de la ciudad abrigaban sentimientos mutuos ambivalentes. Frente a un enemigo común, el joven señor y los biterrois llegaron a un acuerdo. En vez de guarnecer las almenas, Raymond Roger corrió a Carcasona, el centro de su territorio, a reclutar un ejército de entre sus vasallos de Corbiéres y la montaña Negra. Pensaba volver a Béziers tan pronto fuera posible y atacar a los cruzados. A Carcasona lo acompañaron todos los judíos de Béziers. Las cruzadas siempre conllevaban un sino aciago para los judíos, aunque éstos no estuvieran relacionados directamente con la causa ni con la consecuencia.
El día siguiente era 22 de julio de 1209, la festividad de santa María Magdalena.
La fecha no carecía de dramatismo. Desde el siglo XI, los gitanos que vivían cerca de Béziers y costa arriba, en dirección al Ródano, tenían predilección por María Magdalena. Creían que María fue obligada a huir de Palestina en una embarcación poco después de la desaparición de su amado Jesús, y que ella, Marta y el resucitado Lázaro arribaron cerca de Marsella, desde donde difundieron la buena nueva sobre el nazareno entre los paganos de la provincia Narbonensis de Roma. Es esa María —la penitente imperfecta, la antigua pecadora, la primera a quien se dio pruebas de la resurrección de Jesús— la que ha alimentado el fuego de la piedad popular entre las gentes sencillas a lo largo de la costa mediterránea.
María Magdalena tenía incluso más fama entre los gnósticos, los predecesores clásicos de los cátaros[69]. Según muchos de esos pensadores, María era realmente la primera entre los apóstoles, superior a Pedro y sus sucesores en Roma. En la edición de la obra colectiva que vino en llamarse Nuevo Testamento se suprimieron los evangelios gnósticos, pero los que se conservaron en otras partes adjudicaban a menudo a María una posición elevada, de carácter pastoral. Incluso el Evangelio de Juan —ciertamente una rareza si se compara con los Evangelios sinópticos de Mateo, Marcos y Lucas— asigna a María un papel asombrosamente importante, por el que resulta escogida para transmitir el primer mensaje del Cristo resucitado a los apóstoles. Con posterioridad, la ortodoxia intentó minimizar su estatus y la colocó por detrás de Pedro en grado de importancia; muchos herejes no quedaron del todo convencidos. Sin duda, las consecuencias de su primacía apostólica —las mujeres podían también liderar, no sólo criar— se reflejaron en la paridad experimental entre los sexos permitida en algunos credos dualistas. Los cátaros, que valoraban el Evangelio de Juan por sus elementos gnósticos, no habrían considerado a María tan antipática como otros personajes de la ortodoxa comunión de los santos.
Así pues, era oportuno que la fecha más importante de la historia de Béziers, una acrópolis del catarismo defendida por su mayoría católica, coincidiera con la festividad de una santa tan llena de ambigüedad y de significación gnóstica. Tal vez era oportuno pero no especialmente un buen augurio; pese a sus muchos atributos, María Magdalena nunca fue equivalente a la diosa Fortuna.
El 22 de julio la cruzada hormigueaba por los llanos del sur de Béziers. Observados por los biterrois apostados en las murallas, decenas de miles de hombres armaban tiendas, abrevaban a sus caballos y encendían hogueras. Desplegándose hacia el lejano horizonte había un mar de forma cambiante en constante movimiento, desplazándose sin cesar bajo el sol estival. Se cortaban árboles, se construían recintos cerrados, se alzaban mástiles para las banderas. En los pabellones de los señores ondeaban cientos de estandartes, teñidos de colores chillones debido a la gris monotonía del norte. Se oía el canto de los monjes y los rebuznos de las bestias de carga. El ejército se preparaba para una prolongada estancia frente a Béziers.
La cuestión era cuan prolongada sería. Arnaud Amaury ya había convocado a los señores cruzados a una reunión. Durante el tiempo que pasó con Pierre de Castelnau y Raoul de Fontfroide, Arnaud había estado en Béziers con frecuencia. En la marcha de un mes Ródano abajo, el jefe de la cruzada seguramente les había dicho a los nobles franceses que la ciudad parecía inexpugnable. Ahora podían juzgar por sí mismos; sus expertos en asedios cabalgaron hasta una prudente distancia de las murallas y trotaron alrededor de las mismas en busca de grietas o desperfectos. Según opinaban los clérigos, los guerreros franceses, temidos por su valor desde Palestina hasta Inglaterra, hallarían sin duda la manera de derrotar aquella ciudad obstinada y satánica.
Mientras se llevaba a cabo la reunión para discutir lo que había que hacer, el masivo ejército terminaba sus tareas. Partiendo de tres cronistas —Guillermo de Tudela, Pierre de Vaux de Cernay y Guillaume de Puylaurens—, es posible atar cabos y comprender qué sucedió esa tarde fatídica.
Unos cuantos integrantes del séquito del campamento —pinches, muleros, pajes, ladrones— se encaminaron río Orb abajo, sin camisa ni sombrero, para darse un respiro. El Orb pasaba cerca de las fortificaciones de la ciudad, al alcance de la voz. Inevitablemente, los hombres de la orilla y los que estaban en lo alto de las murallas intercambiaron insultos. Uno del bando de los cruzados anduvo temerariamente por el puente tendido sobre el Orb, una diana fácil para cualquiera de los certeros ballesteros defensivos, y se mofó a voz en grito de los ciudadanos de Béziers. La imagen de una chusma medio desnuda ofendió a los orgullosos hombres que había tras las murallas, por lo que unas docenas de jóvenes de Béziers decidieron dar una lección a aquella escoria de cruzados. Reunieron lanzas, palos, estandartes y unos cuantos tambores, abrieron una puerta de par en par y salieron a la carga ruidosamente bajando la cuesta que llevaba al río. El imprudente que se había acercado al puente apenas tuvo tiempo de tragarse su última pulla burlona antes de que cayeran sobre él y lo golpearan y aporrearan hasta dejarlo inconsciente. Mientras sus amigos se precipitaban a la orilla en su ayuda, fue arrojado desde el puente y condenado a chapotear en el cenagoso Orb. Había empezado la reyerta.
Río abajo, más adelante, el «rey» de los secuaces del campamento —los ribauds— vio que el río arrastraba al solitario provocador… y también la puerta abierta de la ciudad. En palabras del cronista, «convocó a todos sus compañeros y gritó: “¡Vamos, al ataque!”». De dos en dos, de tres en tres, después por cientos, una multitud corrió hacia el alboroto, atraída por el aroma de la batalla. Volvemos al relato de Guillermo de Tudela conscientes de la exageración medieval: «Cada uno llevaba un garrote —supongo que por no tener otra cosa— y eran más de quince mil, todos descalzos». La abigarrada masa de combatientes avanzó hacia el puente.
En la puerta abierta de Béziers, los hombres y mujeres seguramente gritaron a sus bravos y jóvenes conciudadanos que andaban por abajo. Desde su posición estratégica en lo alto de la pendiente, los que estaban dentro de la ciudad veían a la muchedumbre cada vez más numerosa que confluía hacia el puente. Los pendencieros biterrois habían cometido un error fatal. Según las convenciones de la guerra medieval, no había que atacar jamás a un ejército sitiador cuando acababa de llegar y estaba aún fresco. Los asedios eran agotadoras pruebas de desgaste para ambos bandos, y era mejor asumir riesgos cuando el adversario estaba cansado. Los cruzados, todavía bien abastecidos de comida y agua, no estaban desmoralizados. Si acaso, impacientes por luchar.
Los jóvenes de Béziers, sorprendidos e inferiores en número, se defendieron mientras regresaban a la muralla, subiendo la cuesta que tan alegremente habían bajado unos momentos antes. Por lo que puede deducirse de las crónicas, los cruzados que esgrimían garrotes llegaron a su altura, se abrieron paso por la puerta abierta y entraron en la ciudad. La orgullosa Béziers ya nunca más tendría la condición de inviolada; los atacantes penetraron en tropel.
Los biterrois de las almenas vieron la mancha que se extendía abajo y abandonaron sus puestos para bajar a las calles y unirse a la pelea. Fuera, los cruzados apoyaron largas escaleras contra las murallas y subieron a toda prisa a las alturas desprotegidas. Béziers era ciudad abierta.
Los nobles reunidos en torno a Arnaud Amaury oyeron los gritos lejanos. «En ese momento los caballeros cruzados gritaban: “¡A las armas! ¡A las armas!”», relataba un cronista. Los grandes señores y sus infantes de armadura, los asesinos más eficaces en cualquier ejército feudal, se preparaban para comenzar el asalto.
Con toda probabilidad fue en ese momento cuando se dio —o no— la célebre orden. Con respecto a si Arnaud Amaury dijo realmente, en lengua vernácula, «Caedite eos. Novit enim Dominus qui sunt eius» (Matadlos a todos; Dios reconocerá a los suyos), la opinión de los profesionales está dividida. Lo más probable es que la frase lapidaria la inventara treinta años después de los hechos un cronista favorable a la cruzada. En todo caso, no hay constancia de que nadie —por supuesto tampoco Arnaud Amaury, jefe de la orden cisterciense y más alto representante del vicario de Cristo— intentara detener ni siquiera entorpecer la carnicería que se estaba fraguando. Los cronistas señalan que ni siquiera el conde Raimundo, que al parecer no tomó parte en el saqueo de la ciudad, trató de oponerse a la orgía de sangre[70].
Señores y peregrinos, monjes y mozos de cuadra… todos se abalanzaron sobre Béziers. Los sacerdotes católicos que había en la ciudad se pusieron la indumentaria para celebrar una misa de difuntos. Repicaron las campanas de la iglesia. En la catedral, donde los canónigos velaban por la fe católica, los soldados del norte cargaron contra los congregados, acuchillando y mutilando con sus espadas hasta que no quedó nadie en pie. Asesinaron también a todos los auxiliares del obispo.
El ataque se desplazó irremediablemente hacia la suave cuesta de la colina de la ciudad, donde los biterrois se replegaban por las estrechas callejuelas. Los cruzados no tuvieron piedad. Mujeres y niños se apiñaban en la iglesia de Sainte-Marie Magdalene, en la parte superior de la ciudad. Rezaban a su patrona, en su festividad, implorando protección. Según el cronista Pierre de Vaux de Cernay eran siete mil, cifra imposible dadas las dimensiones del santuario. Debían de ser unos mil, estimación basada en la capacidad máxima de la iglesia. En cualquier caso, ésta estaba llena de católicos y cátaros que lloraban aterrados cuando los cruzados derribaron las puertas y los mataron brutalmente a todos. En 1840, en las obras de restauración del edificio, se descubrió bajo el suelo un montón de huesos humanos: las víctimas de la matanza.
Después de dar muerte a todos los habitantes de la ciudad, los señores de la cruzada dirigieron su atención hacia las riquezas materiales. Según Guillermo de Tudela, la caterva que se había lanzado en masa hacia el puente ya había comenzado el pillaje: «Los criados se instalaron en las casas que habían tomado, todas llenas de tesoros y riquezas, pero cuando los franceses [los señores] lo descubrieron, montaron en cólera y sacaron a aquéllos de las casas a palos, como si fueran perros». La ira de los caballeros era comprensible. El botín de guerra lo repartían siempre los jefes de los ejércitos, no sus secuaces. En opinión de los señores de la cruzada, los ribauds y mercenarios tomaban lo que a justo título pertenecía a la nobleza victoriosa.
El rey elegido de los ribauds, el hombre que había localizado la puerta abierta tras la escaramuza del puente, gritó a sus hombres que dejaran de saquear. No podrían defenderse contra los caballeros y sus armaduras; no obstante, habría que pagar un precio. «Aquellos mugrientos y apestosos miserables chillaban todos al unísono: “¡A quemarla! ¡A quemarla!” —señaló un cronista—. [Ellos] fueron por enormes teas llameantes como si fueran para la pira de un funeral y prendieron fuego a la ciudad».
Las viviendas de madera de las estrechas calles eran como yesca. Los caballeros observaban impotentes cómo las llamas se tragaban una casa tras otra, un barrio tras otro. El fuego prendió en las vigas del techo de la gran catedral de Saint-Nazaire, que se vinieron abajo. Muy pronto la ciudad entera ardió. La soldadesca se retiró poco a poco del infierno de Béziers. Cruzaron tambaleantes el puente que salvaba el Orb y regresaron al lugar en que habían iniciado aquella porfiada tarde de exterminio cristiano. Veían cómo la ciudad era consumida por el fuego, una verdadera pira funeraria para, según consenso en las estimaciones de los eruditos, un número de víctimas que oscilaba entre quince mil y veinte mil.
En una mañana dieron muerte a todos los habitantes de la ciudad, desde los ancianos cátaros perfectos a los niños católicos recién nacidos. En la época anterior a la pólvora, matar a tanta gente en tan poco tiempo requería un empeño salvaje que supera la imaginación. Los cruzados resentidos por haber perdido el botín de la próspera Béziers debían consolarse pensando que habían hecho el trabajo de Dios con gran eficacia. Esa magnífica victoria aseguraba la salvación personal. En su carta a Inocencio, Arnaud se maravillaba de su éxito. «Casi veinte mil ciudadanos fueron pasados a cuchillo, con independencia de la edad y el sexo —escribió—. La venganza divina ha sido majestuosa».
La mente humana había cruzado un umbral.