Penitencia y cruzada

Un manojo de esquejes de abedul zumbó a través del silencio y cayó con un crujido sobre la carne blanca. Las afiladas ramas golpearon una y otra vez. La multitud, amontonada en las escaleras de la iglesia de Saint-Gilles, miraba fascinada cómo su señor era azotado como el más ruin de los villanos. En el Medievo, época en que el prestigio social era tan importante, causaba siempre gran placer ver a los poderosos humillados en público. Desnudo hasta la cintura y con el cuello enrojecido por la áspera cuerda que lo rodeaba, el conde Raimundo juraba sobre las sagradas reliquias su imperecedera obediencia al Papa y sus legados. Igual que al cronista del norte que registró el suceso, seguramente a la veintena de obispos que asistían les complació mucho ver a Raimundo humillado hasta aquel punto[59].

El conde Raimundo, que entonces contaba cincuenta y pocos años, había dado su consentimiento a esa flagelación en su feudo solariego. Ese día —18 de junio de 1209— acaso fue de un dolor mortificante, pero también la culminación de dieciocho meses de diplomacia desesperada. Desde el asesinato de Pierre de Castelnau, Raimundo había mantenido que era inocente. Según afirmaba, por mucho que aquel fatídico enero del año anterior entre él y Pierre hubiera habido palabras airadas, ordenar a uno de sus hombres que matara al legado habría sido un patinazo de enormes proporciones. Durante toda su vida Raimundo había evitado enfrentamientos y preferido postergar promesas y ahogar discrepancias en un turbio estanque de diplomacia. Insistía en que si hubiera querido asesinar a Pierre desde luego no lo habría hecho lanzando una piedra desde su propia casa. Además, el nefasto monje se había granjeado muchos enemigos en el Languedoc.

No obstante, Raimundo era el principal sospechoso de lo que seguía siendo un misterioso asesinato sin resolver[60]. No cargarle el crimen al conde habría desbaratado los planes de demasiadas personas. Además, sus pretensiones de habilidad diplomática se malograron cuando envió a Roma como abogado suyo a Raymond de Rabastens. Había sido contraproducente que Rabastens, el manirroto que había dejado la diócesis de Tolosa en la indigencia, se presentara ante Inocencio III, el Papa que había dedicado cinco años de esfuerzo a desbancarlo en favor de Fulko.

En cualquier caso, Rabastens tenía pocas posibilidades. Desde el instante en que llegaron a Roma las noticias del asesinato de Pierre, la curia clamó por la cabeza del conde Raimundo. El 10 de marzo de 1208, Inocencio llamó a una cruzada cuyos predicadores tenían que ser el colérico Arnaud Amaury y el elocuente Fulko[61]. Las dos furias de hábito blanco recorrieron Europa pidiendo apoyo armado para aplastar a los cátaros. Sin embargo, los reyes y emperadores del norte dieron respuestas ambiguas. Estaban demasiado ocupados luchando entre sí para aceptar la propuesta de contravenir la costumbre feudal. Ellos no tenían disputas con sus vasallos del Languedoc; ¿por qué debían tomar las armas contra ellos? Sin embargo, Inocencio, Arnaud y Fulko insistieron durante todo el año 1208, acosando a los señores con cartas y exhortos. Por fin, el rey Felipe Augusto de Francia cedió y permitió que sus nobles más poderosos fueran a guerrear contra sus parientes del sur. Nobles cuyo nombre hoy no nos suena de nada —Eudes, duque de Borgoña; Hervé, conde de Nevers; Pierre de Courtenay, conde de Auxerre— suscitaban entonces respeto y temor debido a sus extensas posesiones y al gran número de caballeros provistos de montura que podían reunir. Esos nobles, acompañados de decenas de miles de infantes, se dirigían al sur mientras Raimundo sufría su degradante penitencia.

El azote de Raimundo fue Milo, notario de la curia que había sido nombrado nuevo legado papal. Fue tanta la aglomeración de mirones que a los dos principales protagonistas, castigado y castigador, les fue harto difícil abandonar la plaza y volver al santuario de la iglesia, para lo cual se abrieron paso a codazos entre la gente y se metieron a duras penas por un portal de la fachada. El emparejamiento de aquellos dos hombres no era fruto de la casualidad. Fue Raimundo quien había contribuido al ascenso de Milo: con prisas por llegar a un acuerdo, escribió a Inocencio que estaba dispuesto a negociar con cualquiera menos con Arnaud Amaury. Pero incluso así, las condiciones que Raimundo aceptó a sugerencia de Milo fueron extraordinariamente severas: tenía que ceder todos sus derechos sobre cualquier fundación religiosa que hubiera en sus dominios, entregar siete de sus castillos, no contratar mercenarios nunca más, dejar que los legados pronunciaran sentencia sobre cualquier reclamación presentada contra él, pedir perdón a todos los obispos y abades a los que había ofendido, destituir a todos los judíos de sus cargos, y tratar como herejes a todos los que la Iglesia calificara como tales.

Y debía someterse a ese día de denigración, medio desnudo ante su gente, azotado por los clérigos, por un crimen que él seguía negando haber ordenado y por el que no había sido juzgado y menos condenado. De hecho, lo trataron como si fuera un Enrique Plantagenet moderno que expiara el asesinato de Thomas Becket, comparación que no se le escapó a nadie, y menos aún al papa Inocencio, que recordaba su niñez en la Campania.

Cuando en la iglesia de Saint-Gilles terminó el oficio, por fin Raimundo pudo marcharse. Pero le era imposible; la apiñada multitud de curiosos que había en la nave hacía que cualquier intento de salir por la puerta principal conllevara los baquetazos de una vergüenza aún mayor. Así, el conde fue empujado por una escalera de piedra que iba del altar a la cripta, en la que había una salida subterránea. Los sacerdotes obligaron a Raimundo a detenerse por última vez, ante la tumba de Pierre de Castelnau, definitiva reprensión al noble a quien al fin habían forzado a obedecer. En palabras del cronista, Raimundo permaneció de pie, «desnudo frente a la tumba del bienaventurado mártir… al que había asesinado. Ése era el juicio justo de Dios. Se le conminó a que guardara respeto al cadáver de aquél a quien había menospreciado en vida»[62].

Catorce días más tarde, el conde de Tolosa viajó al norte con sus caballeros para unirse al ejército de cruzados que descendía por la orilla izquierda del Ródano. Era un Saint-Gilles, de la familia que en 1099 había tomado por asalto Jerusalén. Tras su flagelación, Raimundo había anunciado que quería llevar la cruz en alto, perseguir a los herejes, y castigar a todos los que protegieran a los perfectos. No dijo que lo que realmente quería era asegurarse de que los cruzados no entraran en sus tierras: no iban a atacar las posesiones de uno de los suyos. Los hechos demostrarían que el conde de Tolosa no había cambiado nada y que su aversión a perseguir era tan fuerte como antes. En realidad, Raimundo el penitente era un pecador contumaz.

Catapulta, petraria, chatte, cota de mallas, caballo de batalla, estandarte, alabarda, ballesta, pica, balista… las viejas palabras y armas de guerra transmiten un inequívoco mensaje de trauma ancestral que ni la rareza ni su origen extranjero pueden suavizar. El ejército a cuyo encuentro salió Raimundo, en la ciudad de Valence, llevaba esos atroces artefactos en su equipaje, listo para acallar las discusiones entre cátaros y dominicos con el irrefutable argumento de la fuerza. Al marchar, el enorme ejército reunido en Lyon se extendía a lo largo de más de seis kilómetros, acompañado por una flotilla de barcazas que transportaban los suministros. En el siglo XIII habría pocas imágenes más aterradoras.

Como todos los grandes ejércitos feudales, las fuerzas de cruzados de 1209 contaban con cientos de caballeros montados, con sus impresionantes armaduras, que se hallaban en el vértice de la pirámide beligerante. Nobles adiestrados desde la infancia para dar golpes y hachazos en colisiones a galope tendido, los caballeros eran los jefes y, paradójicamente, los principales participantes en cualquier batalla campal. Según fueran sus medios, cada uno llevaba consigo su séquito de mozos de cuadra, preparadores, infantes y arqueros, cuya lealtad a su señor estaba por encima de todo.

Menos ligadas al honor, estaban también las bandas de routiers (mercenarios) que acompañaban a los ejércitos. Algunos de estos routiers eran bandoleros montados a caballo, otros, soldados de infantería cuya causa era el pillaje. Todos constituían las tropas de choque de la máquina de guerra feudal, secundados por los indisciplinados ribauds, la harapienta chusma de buscadores de aventuras sin nada que perder ni que respetar. En general se cree que la sociedad medieval era una pastoral plácida, aunque grosera; de hecho, los que no poseían tierra, los descontentos y los desesperados vagaban por el país en gran número. En una tradición llena de ironía, al inicio de cada campaña los ribauds elegían entre ellos a un «rey», encargado de negociar asuntos como quién robaría a los cadáveres del enemigo o quién pagaría a las putas. En la contratación de routiers y la aceptación de ribauds, la cruzada utilizó dos varas de medir. Los mercenarios, que solían ir por libre haciendo estragos en los monasterios, habían sido una de las principales quejas que la Iglesia había dirigido a la nobleza del Languedoc.

El ejército de 1209 superaba en mucho la media medieval de fervor bélico. Había millares de peregrinos, que llevaban una cruz cosida en el hombro del basto hábito. Se había prometido a los cruzados un perdón total de los pecados, una moratoria de sus deudas y una transferencia de dinero de la Iglesia a sus bolsillos. La expedición tenía todas las ventajas de las que fueron a Palestina sin ninguno de los inconvenientes de la distancia. Para los franceses del norte, la proximidad del Languedoc era ideal para hacer la «cuarentena» —los cuarenta días de servicio militar necesario para merecer una indulgencia de cruzado— y después regresar a casa a tiempo para cosechar y cazar, contentos sabiendo que su alma ya tenía abiertas de par en par las puertas del cielo. Los guerreros consideraban que las futuras víctimas de su cruzada no eran cristianos. Los herejes no eran cristianos, sólo herejes.

Muchos de los nobles que se abrían camino Ródano abajo habían cabalgado juntos siete años antes en la extraña cuarta cruzada. Alentada por Inocencio III, una tropa de caballeros se había puesto en camino para reparar el daño causado por la reconquista de Jerusalén por Saladino en 1187. Tenían pensado triunfar allá donde la tercera cruzada de Barbarroja y Ricardo Corazón de León había fracasado. Pero, en lugar de ello, acabaron siendo mercenarios de los marinos de Venecia, quienes habían pedido un precio tan exorbitante por el pasaje a Palestina que los caballeros sólo pudieron pagar en especies. A tal fin, dedicaron el invierno de 1202-1203 a sitiar y saquear la ciudad cristiana de Zara[63], puerto del Adriático que pertenecía a los rivales comerciales de los venecianos en la región. Tras lo de Zara, los expedidores llevaron a los cruzados a Constantinopla, que, no por casualidad, era el otro competidor marítimo importante de Venecia. Los cruzados vieron la ocasión de salvar cierta respetabilidad de sus lamentables vagabundeos destituyendo al emperador griego ortodoxo y poniendo en su lugar a un títere latino. No obstante, primero debían tomar la ciudad, lo que hicieron en 1204 al modo vandálico, destruyendo en su acción más obras de arte y tesoros culturales que los perdidos en cualquier otro período del milenio medieval. La orgía de robo y rapiña duró tres días y tres noches.

Estas sangrientas diversiones habían llegado a ser características de las cruzadas. Siempre que se juntaba un grupo de personas resueltas a la violencia y con la salvación asegurada, los espectadores neutrales sabían que debían quitarse de en medio. En especial el pueblo judío fue objeto de masacres a manos de los exaltados que iban a combatir al infiel[64]. Un ejército feudal era siniestro; uno que tuviera a Dios de su lado era realmente diabólico. La cruzada del Languedoc prometía ser parecida.

El 2 de julio de 1209, Raimundo llegó al campamento de Arnaud Amaury y solicitó que le dejaran unirse a la santa causa. Arnaud accedió a la petición del conde aunque, como cronista que registró el hecho, sospechó que éste no era sincero en su piedad militante y que sólo deseaba preservar sus tierras de la invasión. Arnaud había recibido instrucciones de Inocencio, que le había nombrado para que dirigiera la cruzada. La carta del Papa consideraba el asunto a largo plazo:

Nos preguntáis con urgencia qué medidas han de adoptar los cruzados con respecto al conde de Tolosa. Seguid el consejo del apóstol que decía: «Fui inteligente, os sorprendí al engañaros…». Sed prudente y ocultad vuestras intenciones; al principio dejadle solo a fin de atacar a aquéllos que sean abiertamente rebeldes. No será fácil aplastar a los partidarios del Anticristo si dejamos que se unan para defenderse en común. Por otra parte, nada será más fácil que aniquilarlos si el conde no los ayuda. Quizá la visión del desastre lo reformará de veras. No obstante, si persiste en sus planes perversos, cuando esté aislado y respaldado sólo por sus propias fuerzas, podemos derrotarlo sin demasiada dificultad[65].

La cruzada de 1209 no desató su furia contra el conde de Tolosa. Él no era el único señor del Languedoc.