Los cátaros y los católicos discutieron. Sobre aspectos de la doctrina y del latín, sobre el papel de la Iglesia y el diablo, acerca de la naturaleza y el significado de la existencia de la humanidad, sobre el principio y el fin del cosmos. En los primeros años del siglo XIII, el Languedoc llegó a ser una tierra de fuertes discusiones, una escuela de verano medieval ocupada por oradores que competían por almas que salvar o demonios que derrotar. Los clérigos buscaban a los herejes y los desafiaban a debatir. Los señores locales avalaban el salvoconducto de los participantes y ponían sus grandes vestíbulos y patios de los castillos, lugares frecuentados generalmente por trovadores y juglares, a disposición de los religiosos y sus hábitos. Los sacerdotes y los perfectos se acomodaron bajo el sol ardiente o iluminados por evanescentes luces de antorchas mientras los laicos llegaban de los campos y las tabernas para escuchar y aprender.
Los cátaros echaron mano del Nuevo Testamento, que conocían por las traducciones tanto latina como occitana, y del ejemplo de su propia vida de pobreza y abnegación. A su leal saber y entender, el catarismo era la verdadera fe, la que provenía de la sencillez y la santidad de los apóstoles de Jesús. Que una maldita camarilla romana se hubiera, en cierto modo, apoderado de un mensaje honrado constituía una prueba, por si hacía falta otra, de la intervención del Maligno.
Los eclesiásticos, habiendo prohibido cualquier versión vernácula de las Escrituras cristianas para evitar precisamente esa clase de interpretaciones desvirtuadas de la verdad revelada, miraron a sus interlocutores como si fueran literalmente demagogos surgidos del infierno. Los adalides de la ortodoxia se apoyaban en siglos de exégesis bíblica, en una tradición que se remontaba a la época de Jerónimo, Ambrosio y Agustín, y en una legitimidad institucional que era al mismo tiempo la fuente de la cultura europea.
Los debates duraron varios días, atrajeron a miles de espectadores, estimularon las opiniones del público. «¡Oh caso doloroso! ¡Pensar que entre los cristianos los ritos de la Iglesia y la fe católica hayan caído en una indiferencia tal que se ha dejado entrar a jueces seculares para pronunciar esas blasfemias!»[51], lamentaba un cronista. Los cátaros ya no tenían por qué ocultar sus creencias heterodoxas como habían hecho dos generaciones antes en Lombers. Sus amigos de la nobleza —el conde Raimundo VI de Tolosa, el vizconde Raymond Roger Trencavel, el conde Raymond Roger de Foix, el rey Pedro II de Aragón— no tenían intención de encender ninguna hoguera.
Ningún bando disimuló su desdén hacia el otro. En 1207, cuando en el transcurso de una discusión una mujer perfecta se levantó para refutar un punto de la controversia, un monje le espetó: «Volved a vuestra rueca, señora, vuestro sitio no está en una reunión como ésta»[52]. Los polemistas cátaros, resentidos por años de calumnias incendiarias en que habían sido acusados de infanticidio y de practicar el beso obsceno, se referían a la Iglesia como «la madre de la fornicación y la abominación»[53].
La fuerza impulsora de este frenesí de insultos era el papa Inocencio III, que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para contener la marea de la herejía, aunque ello significara hablar con aquéllos que deberían haber estado achicharrándose. Raimundo había hecho oídos sordos a sus súplicas y propuestas: una de las primeras decisiones que tomó como Papa fue perdonar al conde, excomulgado por su antecesor en 1195 por comportarse mal con el monasterio de Saint-Gilles, pese a que el ingrato caudillo del Languedoc siguió desentendiéndose de la herejía que crecía en su patria. Las posteriores bravatas del pontífice se encontraron con una indiferencia similar. En 1200, Inocencio promulgó un decreto que ordenaba la confiscación de bienes, el equivalente medieval a lo que la justicia moderna hace cuando decomisa la mercancía de los traficantes de droga. Las propiedades de los herejes serían entregadas a sus perseguidores, con lo que miembros de familias intachables serían desheredados. Pero eso no fue todo; Inocencio declaró también que las posesiones de los católicos que se negaran a perseguir herejes podían asimismo ser incautadas.
No obstante, en el Languedoc estas medidas radicales venían a ser poco más que silbar contra el viento.
Al tiempo que aprobaba las discusiones, el Papa intentó discretamente suscitar el interés de los poderosos en proyectos más ambiciosos. Inocencio trató una y otra vez de organizar una campaña de castigo contra los cátaros[54]. Una serie de cartas papales de 1204, 1205 y 1207 prometían al rey Felipe Augusto de Francia todo el Languedoc si reclutaba un ejército y entraba en el país a sangre y fuego. El rey puso reparos, por escrúpulos feudales —en teoría Raimundo era vasallo suyo— o por su desaforada necesidad de combatir contra el rey Juan de Inglaterra. Además, no quería que el Papa le dijera lo que tenía que hacer.
A causa de su aversión a la herejía y a la nobleza del sur, Inocencio reconoció que en el Languedoc la Iglesia debía reformarse. Su pintoresca calificación del clero de Narbona —perros mudos que ya no saben ladrar— se extendió a otras diócesis. En Aviñón, un concilio pidió a los obispos, entre otras cosas, que se abstuvieran de oír maitines en la cama, de chismorrear en misa y de gastar enormes cantidades de dinero en lujosos ropajes de caza para ellos y sus monturas. El obispo de Tolosa, Raymond de Rabastens, había hipotecado propiedades de la Iglesia para poder contratar mercenarios y llevar a cabo una larga guerra personal contra sus propios vasallos. La diócesis pronto quedó arruinada, si bien el obispo insolvente conservó la amistad y el respaldo afectuosos de aquel inevitable agente irritante: el conde Raimundo. El Papa sustituyó a Rabastens por Fulko de Marsella, que dedicó su primera época como obispo a echar a acreedores; se decía que no osaba llevar sus mulas por agua al pozo público por miedo a que se las embargaran. A la larga, los inútiles prelados de Carcasona, Albi, Béziers, Narbona y otras ciudades del Languedoc fueron relevados de sus funciones, pero sólo después de coaccionarlos durante años.
Para llevar a cabo todos estos discursos, sermones y destituciones, Inocencio contó mucho con los monjes cistercienses, cuya orden, a lo largo del siglo XII, había atraído a la Iglesia a hombres de talento excepcional. La decisión de otorgar la desorganizada diócesis de Tolosa a Fulko de Marsella fue sensata. Clérigo cisterciense que había sido un rico mercader antes de descubrir su vocación y meterse en un monasterio, Fulko tenía la habilidad mundana necesaria para poner orden en el caos económico dejado por Rabastens. Y por si fuera poco, Fulko había sido también trovador; en su Divina comedia, Dante lo coloca en la región celestial de Venus. Un hombre con tres especialidades —espiritual, material y artística— era el más adecuado para encabezar la Iglesia en la bulliciosa y compleja ciudad del Garona.
Como plenipotenciarios papales, o legados, del conjunto del Languedoc, Inocencio nombró a tres hombres del sur que en el mundo cisterciense habían llegado lejos. Arnaud Amaury era el jefe de la orden, el que estaba al cargo de sus seiscientas abadías y miles de monjes. Los otros dos legados papales, Pierre de Castelnau y un tal hermano Raoul, procedían del monasterio de Fontfroide, un lugar primoroso para rezar y meditar que todavía sigue en pie en las montañas que hay más allá de Narbona. Parece que Pierre, un monje-abogado sin paciencia para la discrepancia, fue el más despótico de los tres, pues sus estancias en ciudades y parroquias lejanas le valían de vez en cuando amenazas de muerte. No es que él y sus colegas esperaran adulaciones. Como clérigos regulares, los sacerdotes seculares desconfiaban de ellos; como emisarios de Roma, los cátaros los aborrecían; como dispensadores de excomulgaciones e interdictos, la nobleza y los ciudadanos los despreciaban.
El trío de cistercienses se puso a trabajar con decisión. A tal fin, siguieron con sus detalladas excursiones predicadoras para intimidar al pueblo y volverlo al redil del catolicismo. También obligaban a los ayuntamientos y los señores a jurar vasallaje a la Iglesia so pena de excomunión inmediata. Los legados ofrecían y aceptaban invitaciones para discutir con los cátaros. En 1204, en Carcasona, a petición del rey Pedro de Aragón, Pierre y Raoul se mantuvieron firmes ante el perfecto Bernard de Simone mientras un jurado formado por trece cátaros y trece católicos ejercía de árbitro del proceso. Como cistercienses preparados para obedecer incondicionalmente, hablaban de la belleza de la sumisión y de la necesidad de una autoridad absoluta. Como cabe suponer, ése no era el tipo de razonamiento condenado a recibir aplausos en el Languedoc, y la discusión terminó sin resultados definitivos. Los legados prosiguieron con su misión, reprendiendo a obispos negligentes, intimidando a pequeños nobles para que se unieran contra el conde Raimundo, surcando el territorio con la esperanza de hacer un milagro evangélico. En Montpellier, durante la primavera de 1206, los tres cansados monjes llegaron a la conclusión de que habían fracasado. Pierre de Castelnau había presentado la dimisión un año antes, pero el Papa la había rechazado. Ahora los tres querían abandonar. El número de herejes que habían convertido era irrisoriamente pequeño, y la gente se había sacudido de encima las súplicas y amenazas de los sermones como si fueran moscas. Y lo que es aún peor, en muchos lugares se habían convertido en objeto de chirigota.
En Montpellier se les acercaron dos extranjeros, españoles para más señas. La historia de los cátaros estaba a punto de experimentar un último lance antes de que soltaran a los perros de la guerra. El más joven de los dos, Domingo de Guzmán, el futuro santo Domingo, no acabaría con la herejía, pero la Orden de los Frailes Predicadores, o dominicos, que él mismo fundó diez años después, sería crucial, y cruel, en la eliminación del catarismo. Eran los domini canes: los «perros de Dios».
Los santos y los herejes tienen el mismo problema: ciertos biógrafos tendenciosos han distorsionado tanto su historia que ésta ha acabado obscurecida por las mentiras. De la espesura de la hagiografía, lo que podemos discernir sobre Domingo es su clarividente itinerario de piedad y la influencia que ejerció en sus contemporáneos. Al igual que Inocencio III, era un líder de gran fe y convicciones inquebrantables. Como brillante estudiante de Castilla, impresionó a la nobleza local, a la que pertenecía, al ofrecerse a ser vendido como esclavo para liberar cristianos cautivos en tierra de moros. Diego de Azevedo, obispo de Osma, se fijó en él, y Domingo lo acompañó en dos misiones diplomáticas a Dinamarca antes de dirigirse finalmente a Roma, en el invierno de 1205-1206, para conocer al Papa. Cuando vio a Domingo, Inocencio, diez años mayor, reconoció su poder espiritual. Rechazó la solicitud de los españoles de ir a evangelizar los países bálticos y en vez de ello les ordenó ir al Languedoc.
En marzo de 1206, según muchos biógrafos del santo, Domingo y Diego interrumpieron la conmiseración de Arnaud Amaury, Pierre de Castelnau y Raoul de Fontfroide en Montpellier. Los dos recién llegados tenían varias sugerencias que hacer. En sus viajes habían atravesado el Languedoc y visto a los perfectos cátaros en pleno trabajo. Lo que les impresionó, lo que sin duda estaba en el origen de la popularidad de la herejía entre los laicos, era la pobreza sincera, piadosa, de los jefes cátaros. Vivían como los apóstoles y, con grado extremo de sencillez, sus únicas posesiones eran unos cuantos libros sagrados y la ropa que llevaban puesta. Era previsible que los legados no pudieran hacer progresos contra ellos. Como príncipes de la Iglesia y enviados del Papa, los cistercienses viajaban con gran pompa, con un séquito de secuaces, guardaespaldas, sirvientes y aduladores siempre a su disposición. A los ojos de los buscadores espirituales del Languedoc, los legados aparecían como hipócritas consentidos, incapaces de hablarle al alma. Eran tiempos en que se requería una auténtica indigencia material, no ostentación feudal.
Domingo y Diego habían identificado con acierto el rasgo más atractivo de sus adversarios: la pobreza apostólica. Los miembros de otra secta cristiana heterodoxa, los valdenses, iban de un lado a otro como predicadores paupérrimos y rogaban a otros clérigos que hicieran lo mismo. (Reformistas en el fondo, en 1184 a los valdenses se les había condenado a la ligera como herejes, lo que los radicalizó aún más). Por otro lado, el aliciente de la pobreza no se limitaba al Languedoc. En 1210, un sucio pordiosero que había estado atrayendo multitudes en el centro de Italia fue conducido ante Inocencio III, en el palacio de Letrán, para que éste le interrogara. Tras decirle al hombre que tomara un baño y pasar después una noche agitada soñando en lo que aquél le había contado, el Papa dio astutamente su aprobación a Francisco de Asís, máximo exponente de la no ortodoxia. En el techo de la basílica de Asís, que honra al conocidísimo santo, Giotto inmortalizó el sueño de Inocencio, lo que dio pie a la fundación de la otra gran orden de frailes, los franciscanos. La piedad de los desharrapados casaba a duras penas con las ambiciones del Papa de una Iglesia revitalizada, pero al parecer nadie podía rechazar al bondadoso Francisco.
En Montpellier, Domingo y Diego no provocaron sueño alguno, pero fueron igual de persuasivos. Los grandes cistercienses consintieron, al menos temporalmente, en prescindir de las prebendas de su cargo. El hereje Languedoc seguramente miró estupefacto cómo, durante el verano de 1206, los legados descalzos, guiados por los piadosos españoles, caminaban dando traspiés, pidiendo limosna y predicando sin descanso. Se celebraron debates en Servián, Béziers, Carcasona, Pamiers, Fanjeaux, Montréal y Verfeil, lugar este último donde, a mediados del siglo XII, habían hecho callar al furioso Bernardo de Clairvaux. Los perfectos aceptaron el reto, y las conversaciones, que duraron semanas enteras, fueron interrumpidas por mordaces invectivas y disertaciones teológicas. Fue un momento singular en la historia de la religión.
Entre los paladines del catarismo se contaban su preeminente predicador, Guilhabert de Castres; un noble que se hizo perfecto, Benedict de Termes; un antiguo caballero de la hereje Verfeil, Pons Jordan, y un asceta socarrón llamado Arnold Hot. Según los cronistas católicos, que constituyen nuestras únicas fuentes históricas, Diego y Domingo pagaron con la misma moneda. En Fanjeaux y Montréal, Domingo habló ante multitudes descaradamente hostiles al catolicismo. La gran dama de la región era una admirada perfecta, Blanche de Laurac; tres de sus cuatro hijas habían seguido su ejemplo, y su único hijo, Aimery de Montréal, no se esforzó en ocultar su animadversión por los legados papales. Posteriores tradiciones dominicas hablan de que, durante una de las discusiones, Domingo hizo un milagro. Un hereje arrojó tres veces al fuego las notas del santo, pero no se quemaron. A continuación, los papeles subieron flotando por el aire hasta chamuscar una viga del techo —que actualmente adorna la iglesia de Fanjeaux— y volver a planear hacia abajo ante una asamblea pasmada[55]. Los debates no lograron estimular una deserción masiva de la causa cátara. En esos años Domingo convirtió entre doce y ciento cincuenta personas, número que varía según el estusiasmo del historiador consultado. Sus conquistas espirituales más importantes fueron unas jóvenes nobles reducidas a la miseria que vivían en el hogar de una mujer perfecta. También este logro se completa con el encendido relato de un milagro. Mientras el español estaba de pie en la cumbre de una colina de Fanjeaux mirando las excelentes tierras de labrantío que se extendían hasta la cercana Montréal, tres esferas llameantes cayeron como rayos desde el cielo y llegaron a la diminuta Prouille, una aldea de las tierras bajas en la que, según entendió Domingo, debía fundar un convento para sus muchachas cataras conversas. Con la ayuda de esas grandes bolas de fuego, el santo había vuelto a señalar con acierto otro elemento de la fuerza del catarismo: su red de refugios para el excedente de mujeres en el Languedoc. Según el novelista católico francés Georges Bernanos, Domingo, en su lecho de muerte de Bolonia, confesó: «Me reprocho haber gozado siempre menos conversando con las señoras mayores que con las chicas jóvenes»[56].
La resistencia de Domingo, quizás incluso su vicio secreto, no era compartido por sus compañeros. A principios de 1207, la exigua cosecha de almas, junto con los ardores propios de la vida itinerante, forzaron a los legados papales a volver a su vida anterior. Arnaud viajó a Borgoña para presidir una asamblea general de la orden cisterciense; Pierre, cuyo carácter arrogante se había convertido en algo detestable, se marchó a reanudar sus bravatas a la nobleza amenazando con detener a todos los que habían participado en los recientes debates. El hermano Raoul de Fontfroide, discretamente alentado por Domingo y Diego, creyó que lo más juicioso sería alejar a Pierre de las discusiones para no irritar a públicos hostiles de antemano. Ocupó su puesto otro cisterciense obstinado, aunque menos antipático: Fulko, el obispo de Tolosa.
En el espacio de pocos años, la perseverancia de Domingo por la senda de la pobreza le había granjeado una fama que competía con la de los perfectos. Los interminables viajes por tierras de Foix, Tolosa y Albi le llevaron hasta lo más recóndito del país dualista[57]. Según la leyenda, un buen día unos campesinos herejes lo pararon en mitad de un campo y le preguntaron qué haría si ellos lo atacaban. He aquí la famosa respuesta de Domingo: «Os suplicaría que no me matarais de un golpe, sino que me arrancarais miembro a miembro para que se prolongara mi martirio; me gustaría ser tan sólo un tronco sin miembros, con los ojos arrancados, y revolearme en mi propia sangre, y así quizás obtendría una corona de mártir más digna»[58]. Lo dejaron en paz.
Fue Pierre de Castelnau quien puso punto final a aquellos años de conversaciones, aunque no del modo que pretendía. En la primavera de 1207 visitó a los nobles menos importantes del oeste de la Provenza y les ordenó que persiguieran herejes en vez de utilizar mercenarios en guerras privadas que a menudo lesionaban los intereses de la Iglesia. En aquella época, los provenzales estaban sublevados contra su señor titular, Raimundo de Tolosa. Aunque casi todos juraron obedecer a Pierre en el asunto de los mercenarios, el conde Raimundo se negó rotundamente: no podía llevar sus asuntos sin tropas asalariadas, ni tampoco estaba muy dispuesto a perseguir a su gente por sus creencias religiosas. Pierre lo excomulgó de inmediato al tiempo que rescindía todas las obligaciones feudales contraídas por sus vasallos. Y ello frente a una concurrida reunión, vociferando la rúbrica final de su anatema: «El que os desposea será considerado virtuoso, el que os mate se hará acreedor de una bendición». Según el consenso histórico, fue una acción de Pierre extraordinariamente provocadora que revelaba cierta impaciencia en la campaña de sermones y debates.
Arrinconado, Raimundo hizo lo que había hecho siempre desde que en 1194 llegó a ser conde: prometer lo que no tenía intención de cumplir. Aceptó ser el azote de los herejes y echar a los mercenarios de sus tierras. En agosto de 1207 fue perdonado.
Llegó el otoño y nada sucedió. Domingo predicaba en Prouille, Fulko discutía en Pamiers, Raimundo perdía el tiempo en Saint-Gilles, Arnaud consultaba con Pierre e Inocencio escribía de nuevo al rey de Francia. Finalmente, los clérigos intentaron salir del punto muerto.
Se decidió castigar otra vez a Raimundo. Como señor más poderoso de un Languedoc donde se había difundido la herejía, se le consideró responsable de la repugnante mancha que desfiguraba el rostro de la cristiandad. Se volvió a elaborar una lista de ofensas: había robado propiedades de la Iglesia, agraviado a obispos, ultrajado a abades, utilizado mercenarios, concedido cargos públicos a judíos y respaldado a los cátaros. De ello resultó una nueva excomulgación. Toda Europa estaba invitada a retirarle el respeto, a apoderarse de cualquier cosa del conde con la bendición del Papa.
Raimundo trató de negociar otra vez. A tal fin, ese invierno invitó a Pierre de Castelnau a hablar en su castillo de Saint-Gilles. Según la correspondencia de Inocencio III, nuestra principal fuente de los episodios que siguen, las negociaciones acabaron en saco roto, y Raimundo acabó amenazando físicamente al legado delante de testigos. No cabe duda de que el diplomático conde ya no aguantaba al entrometido monje; más o menos igual que cuando el rey Enrique II de Inglaterra había perdido la paciencia con Becket.
El 13 de enero de 1208, se interrumpieron las conversaciones en una atmósfera de gran acritud. Pierre y su séquito se fueron de Saint-Gilles con destino a Roma. A primera hora de la mañana siguiente, frente a Arles, se dirigieron al embarcadero que cruzaba el Ródano. Mientras esperaban junto a la orilla ocurrió lo irremediable. Un jinete desconocido se les acercó y hundió su espada en la espalda de Pierre.
El legado del papa Inocencio III yacía muerto en el suelo. El diálogo había acabado.