El 22 de febrero de 1198, una generación después del cónclave cátaro de Saint-Félix, los dirigentes de la Iglesia se congregaron en Roma cuando Lotario dei Conti di Segni fue elegido Papa con el nombre de Inocencio III. El solemne cortejo partió de su lugar de reunión en la colina del Vaticano y pasó frente a las iglesias y los palacios fortificados de la ciudad. El serpenteante ceremonial salió de las sombras del mausoleo de Adriano y recorrió el abitato, el laberinto de calles que había en el meandro de la orilla izquierda del Tíber. Hombres con túnica tiraban de las cuerdas de docenas de campanarios para desgarrar el aire con un ensordecedor estrépito de celebración; miles de personas se alineaban a lo largo del recorrido del desfile. Todas las miradas estaban fijas en el Papa de treinta y siete años, que iba montado en un corcel blanco y lucía los atributos de su cargo. Llevaba el palio, una tela de piel de cordero que le cubría los hombros, y la tiara, una corona llena de joyas sujeta a un solideo de seda.
Un milenio antes, en la Ciudad Eterna, un hombre de su calibre podría haber sido emperador del mundo conocido. Para Lotario había poca diferencia entre las dos posiciones, salvo que el Sumo Pontífice de la cristiandad latina era con mucho superior. El Papa era el único custodio terrenal de la verdad absoluta e incontestable. Estar en desacuerdo con él no era disidencia sino traición.
Ni siquiera antes de su elección en segunda votación había tenido Lotario dudas sobre la santidad de su nuevo papel. En sus propias palabras, llegó a ser «superior al hombre, aunque inferior a Dios». «Como Inocencio III —declaró en un sermón dirigido a todo el mundo—, soy el sucesor del Príncipe de los apóstoles, pero no su vicario, no el vicario de ningún hombre ni apóstol, sino el del propio Jesucristo». Por la mañana había mirado hacia abajo, mientras los cardenales se apiñaban en San Pedro ante él y realizaban la proskynesis, o acto de besarle los pies. Cuanto más abyecta la postura, más correcto el gesto. Lotario anduvo el camino teocrático abierto en el siglo XI por Hildebrando, quien, como papa Gregorio VII, había afirmado la superioridad papal sobre todas las testas coronadas de la cristiandad[30]. Antes se creía que la realeza resultaba de un designio divino; Hildebrando y sus sucesores habían informado a un mundo medieval descaminado que correspondía al Papa, y sólo al Papa, decidir quién podía gobernar. El hombre que lucía la mitra de obispo en Roma era más poderoso que cualquier canalla barbudo con un árbol familiar frondoso.
Con todo, Lotario, muy viajado y bien informado, era consciente de que lo que parecía magnífico tras sellarlo con una bulla de plomo (de ahí la «bula» papal) a menudo acababa siendo una carta superflua en las cancillerías reales del norte. Estaba a punto de iniciarse un nuevo siglo, y Lotario quería asegurarse de que los siguientes cien años serían más satisfactorios que los últimos. La primera década del siglo XII no había sido buena para los vicarios de Cristo. Antes de Inocencio, en once de los dieciséis pontificados el Papa tuvo que abandonar Roma expulsado por alborotadores, republicanos o agentes de monarcas lejanos. El municipio de Roma, gobernado por Arnoldo de Brescia, vivió a mediados de siglo un episodio especialmente intenso de una reiterada pesadilla. En 1145, el papa Lucio II murió debido a las heridas recibidas en una batalla por el control del Capitolio; treinta años antes, un débil y anciano Gelasio II, montado de espaldas en una mula, era obligado a soportar las burlas de sus enemigos. Había «antipapas» elegidos regularmente por clanes romanos y clérigos rivales sometidos al emperador germano, la mayor amenaza individual a la independencia del papado.
A principios de los años noventa del siglo XII, el ocupante del trono germano, Enrique VI, hijo de Barbarroja, parecía estar listo para ocupar toda la Europa central y la península italiana. Joven ambicioso y arrogante, cabalgó por todo el continente como un César moderno; Celestino III, anciano Papa en una asediada Roma, poco podía hacer salvo intentar que asesinaran al rey germano. Se descubrió la conspiración, y Enrique devolvió al asesino papal con una corona al rojo vivo clavada en el cráneo. Después, en septiembre de 1197, Enrique cayó enfermo, seguramente de malaria, y murió en Mesina, Sicilia. Bendito mosquito al servicio del papado. Cinco meses más tarde, el hijo pequeño de Enrique, Federico, se había convertido en el pupilo nada más y nada menos que de Lotario dei Conti, el nuevo Papa que pronto urdió hábilmente artificiosas intrigas para ocultar los derechos de primogenitura del niño. El futuro se anunciaba prometedor para la teocracia.
Sin embargo, mientras Lotario cabalgaba por las calles cubiertas de paja y pasaba ante viviendas orgullosas y humildes, tenía que saber que los cielos romanos sobre su pontificado no estaban despejados. Cientos de imponentes torres de piedra, construidas por las familias poderosas de la ciudad, surgían frente a él a modo de bosque amenazante. Como un Conti, Lotario debía luchar contra clanes como los Frangipani, los Colonna, los Annibaldi y los Caetani, quienes contaban en sus filas con cardenales y ricos potentados. Los Vassaletti habían acaparado el mercado de estatuas romanas clásicas para convertirlas en trozos de mármol que vendían en toda Europa. Los Frangipani habían obligado a Gelasio a hacer su vergonzoso paseo en mula. Y eran ellos y sus aliados los que veían con recelo a ese advenedizo papa Conti.
Para las narices patricias romanas, Lotario y sus parientes todavía conservaban un persistente olor a establo. Los Conti eran de la Campania, la ondulada región interior que se extendía hacia el sureste de la ciudad. Su rústico castillo, que todavía corona el pueblo de Gavignano, en la cima de una colina, daba a un acolchado valle que había conocido la mano del hombre desde la época de los etruscos. A unos kilómetros al oeste, tras empinadas y verdes laderas, estaba la importante ciudad de Segni. Entre ésta y Gavignano las fincas de los Conti di Segni producían la riqueza que abastecía su competencia social.
Hacia mediados de siglo, el padre de Lotario, Trasimondo, había hecho la corte y conquistado a Claricia, heredera romana de la influyente familia de los Scotti. Al concedérsele un elevado puesto en la sociedad gracias a la alta cuna de su madre, al final el joven Lotario abandonó las colinas y los valles de Gavignano y viajó a Roma para dejar su impronta en este mundo. Lo más probable es que para entrar en la ciudad tomara la Vía Apia y pasara ante las grandes y pesadas ruinas de la Antigüedad protegidas por hileras de cipreses delgados como lápices. El destino le sonrió en 1187, cuando el hermano de su madre se convirtió en el papa Clemente III y aseguró el ascenso a la fama de su inteligente sobrino. Lotario estudió teología en París, aprendió leyes en Bolonia, y escribió varios tratados razonados con gran precisión. Con uno de ellos, De miseria condicionis humanae (El destino desdichado del hombre), obtuvo un gran reconocimiento entre pesimistas cultos de toda Europa. Su feroz y nunca infundado intelecto legalista, unido a la astucia diplomática de un aristócrata italiano, harían de Lotario un adversario temible para cualquiera que osara interponerse en su camino.
Como los peregrinos que acuden en tropel a los monumentos descritos en Mirabilis Urbis Romae (Las maravillas de la ciudad de Roma), una conocida guía del siglo XII, el recorrido de Lotario pasaría por el barrio construido sobre el Foro romano. La tradición mandaba que los desfiles de la coronación papal hicieran pausas para recibir la aclamación de la multitud y repartir limosnas. Sin duda la comitiva de Lotario se detuvo en el arco de Septimio Severo, que entonces tenía 995 años de antigüedad. De las dos altas torres que los romanos medievales habían considerado adecuado construir en el antiguo arco, la que quedaba más al sur sirvió de campanario de la iglesia de los Santos Sergio y Bacco, donde Lotario había desempeñado su cardenalato. El área del Foro romano había sido el hogar del joven en la ciudad, donde llegó a ser un experto en las complejidades de sus turbulentos episodios políticos. A unos centenares de metros de la iglesia de los Santos Sergio y Bacco, a mitad de camino entre la columna de Trajano y el Coliseo[31], el nuevo Papa encargó la construcción de una torre, la torre de los Conti, como símbolo inequívoco de las ambiciones de su familia. El hermano de Lotario, Ricardo, levantó la torre para proteger el nuevo territorio de Conti, en las cuestas que conducían a la colina Viminal. El monolito de ladrillo obscuro, calificado de «único en el mundo» por un asombrado Petrarca, dominaba entonces el Capitolio y el Quirinal, y aún lo haría si en 1348 un terremoto no hubiera reducido su altura a la mitad. Actualmente sigue perfilándose sobre el Foro de Nerva como un recordatorio de que Lotario no sólo elevó a su familia desde la obscuridad a la grandeza sino que también dio a Roma la efímera impresión de ser de nuevo la capital del mundo.
Más allá del Coliseo, frente a la ladera de la colina Celiana, el cortejo se dirigió a su destino final entre los bien cuidados campos de los dominios privados del pontífice. La basílica de San Juan de Letrán, la más grandiosa y antigua de Roma, había sido construida unos 850 años antes por el emperador Constantino, que donó a la Iglesia la tierra y el palacio contiguo de la finca privada de su esposa, Fausta. Fue Constantino quien decidió que el cristianismo era un culto romano legítimo. Su madre, Helena, había hecho traer la escalera de la residencia de Poncio Pilato de Jerusalén al palacio de Letrán. El Papa podía subir los veintiocho escalones de la Scala Santa a imitación de Jesús cada vez que la responsabilidad de sus funciones le pesara demasiado.
El desfile terminó; Lotario desmontó y entró en San Juan de Letrán, su catedral como obispo de Roma. La iglesia era un tesoro de reliquias[32], recuerdos de celebridades de una época en que la fe eclipsaba a la fama. Sin duda Lotario había visto la colección de Letrán: las cabezas de san Pedro y san Pablo; el Arca de la Alianza; las Tablas de Moisés; el cetro de Aarón; una urna de maná; el manto de la Virgen; cinco panes y dos peces de la comida de los cinco mil; y la mesa de la Última Cena. En la capilla privada del Papa había el prepucio y el cordón umbilical de Jesús. Las creencias de Lotario, como las de los millones a quienes ahora dirigía, estaban fuertemente enraizadas en lo material.
El palacio de Letrán, donde un banquete esperaba a los participantes en el desfile, había sido la principal residencia papal desde que, ocho siglos antes, Fausta, esposa de Constantino, se viera obligada a trasladarse a otro alojamiento. No obstante, Lotario era consciente de que el palacio se hallaba aislado en un archipiélago de baluartes de los Frangipani esparcidos por la colina Celiana. Estaba decidido a no acobardarse ni a permanecer allí cautivo; de modo que fue él quien empujó poco a poco a la corte papal hasta el lugar donde había iniciado su era triunfante, cerca de la tumba de san Pedro, en terrenos del Vaticano[33].
Desde los veranos de su infancia en la Campania hasta ese prodigioso día del invierno de 1198, la vida había modelado a Lotario hasta convertirlo en un líder de convicciones inquebrantables. Era aún un muchacho cuando, en 1173, un Papa que residía temporalmente en su ciudad natal de Segni había proclamado santo al asesinado Thomas Becket. Con sólo trece años, viviendo con su familia en lo alto de Gavignano, seguramente Lotario captó la lección que había tras aquella beatificación: nadie debe jugar con la Iglesia[34]. Becket pasó a ser la supernova del firmamento clerical medieval; cuando en el siglo XVI el apóstata rey Enrique VIII saqueó su tumba, se apoderó de más de 140 kilos de oro[35]. El destino de Lotario estaba entre los cálculos mezquinos de los monarcas y las exaltadas cumbres de la santidad.
Como papa Inocencio III, se le había encargado el gobierno, en sus propias palabras, «no sólo de la Iglesia universal sino del mundo entero». En muchas regiones de Europa, su amada Iglesia, zarandeada por los cambios del siglo XII, había acabado desorganizada, desacreditada o, peor aún, corrompida. Si miraba al este, veía Jerusalén todavía en manos de los musulmanes. En la península Itálica, años de desorden habían privado al papado de las tierras de las que en otro tiempo sacó rédito y prestigio temporal. Y al oeste se hallaba el Languedoc, donde se había dejado que la herida de la herejía se infectara. Había sido elegido un nuevo Papa para un nuevo siglo.