El mosaico de viñas y olivos del Languedoc se extiende desde el mar a las montañas, un arco de prosperidad ganada a duras penas que va desde la desembocadura salada del Ródano al lento flujo del Garona. La tierra, quemada por el sol y batida por el viento, parece creada para una historia de cambio repentino. En las marismas de carrizos de la costa mediterránea están las ciudades de Nímes, Montpellier, Béziers y Narbona, ya bulliciosos puestos avanzados del Imperio cuando los centuriones de Roma denominaban a la región provincia Narbonnensis. En la época de los cátaros, hacía mucho tiempo que estos centros de rudimentaria urbanidad habían salido de la noche del caos que siguió al hundimiento del mundo clásico. Sus almacenes junto a los muelles rebosaban de nuevo de vino y aceite, lana y cuero; sus ciudadanos más prósperos, vestidos con caras sedas y brocados, comerciaban con sus homólogos de España, Italia y regiones más lejanas.
La cálida llanura litoral de los comerciantes enseguida da paso a un entorno más accidentado. Cerca de la costa se alzan las blancuzcas montañas de Corbiéres, una hilera de cumbres de piedra caliza que se extienden tierra adentro hasta el sur del río Aude. Las cimas de esta cadena, ahora rematadas por castillos en ruinas, eran ideales para vigilar la marcha de los ejércitos por el valle del río. Allí, en la arrugada geografía de campos y pueblos, filas de cipreses compiten con las vides para poner orden en el paisaje. Hacia el norte, a lo lejos, se perfila la rocosa meseta del Minervois, con su toldo de pinos balanceándose sobre escarpados barrancos, y la Montagne Noire, la montaña Negra, una amenazante elevación poblada de árboles tirada en el paisaje como una enorme ballena varada en la playa.
Más allá de los torreones y las murallas de Carcasona, a unos sesenta kilómetros de la costa, Corbiéres y la montaña Negra desaparecen, y la tierra se desparrama en abanico en una serie de leves estribaciones. En verano, el suelo se seca y cantan las cigarras; cultivos irregulares suavizan las largas montañas escarpadas en el ondulado panorama. Esta fértil región era el corazón del catarismo. En ciudades como Lavaur, Fanjeaux o Montréal, el dualismo logró el mayor número de adeptos.
Al oeste de estas aburridas poblaciones se halla la amplia y próspera llanura de Tolosa, de verde grisáceo bajo el calor. La gran ciudad, superada en tamaño sólo por Roma y Venecia en la cristiandad latina de 1200, está situada en un meandro del río Garona, que se despliega lentamente en su largo viaje hacia el Atlántico. Lejos, al sur, el río se eleva en la roca y la nieve que separan Francia de España. La majestad tenebrosa y desolada de los Pirineos señala el límite del Languedoc con una determinación inequívoca. A la vista de esas cumbres, puestos avanzados como Montségur y Montaillou presenciaron los últimos capítulos de la historia de los cátaros.
Encajado entre vecinos más famosos —al este, Provenza; al oeste, Aquitania; al sur, Aragón y Cataluña—, el Languedoc nunca ha sido redimido de su pecado original: albergar una herejía. Incorporado a la fuerza al reino de Francia a consecuencia de la cruzada de los albigenses, la región tardó varias generaciones en redescubrir el naciente nacionalismo que, en el siglo XIII, el caballero del norte y el inquisidor dominico estimularon primero y aplastaron después. En la actualidad, todavía es más un constructo imaginario que una entidad unida. No existe como nación o provincia hecha y derecha, lo que encaja en su papel de adalid de los cátaros invisibles.
Incluso su nombre refleja lo quimérico. El Languedoc es una contracción de langue d’oc, es decir, la «lengua del sí» —o, mejor, los idiomas en que la palabra «sí» es oc, no oui—. A la larga, el patois de París y su Île-de-France circundante evolucionó y se convirtió en el francés; las lenguas de oc, u occitano, y sus dialectos afines —languedociano, gascón, lemosín, auvernés, provenzal— se parecían mucho más al catalán y al castellano. Con el tiempo, el occitano quedó categóricamente exiliado en los márgenes más alejados de la conversación en romance[12], y la lengua suave y refinada de los norteños franceses acabó dominando el Languedoc. No obstante, permanece el recuerdo del idioma desplazado, aunque sólo sea en el modo gangoso que adopta el francés en el sur. Mientras que la algarabía de la discusión de café en, pongamos, Normandía, suena como un melifluo intercambio entre vacas parlantes, el tono de la misma conversación en el Languedoc nos recuerda a un músico que está afinando una guitarra grande y muy sonora. Por todas partes puede oírse este eco de la vieja Occitania.
Fue en la lengua occitana donde la poesía de los trovadores floreció por primera vez en el siglo XII. En los campos y arboledas del Languedoc se descubrió el amor y se reavivó lo erótico. Los juglares —intérpretes de las obras trovadorescas— cantaban un juego elegante y tímido de placer aplazado, sublimación exaltada y, al final, satisfacción adúltera. La idea de fine amour era una brisa fresca y embriagadora de trascendencia individual imbuida del espíritu del Languedoc medieval. Mientras más allá del Loira y el Rin los nobles todavía andaban agitados por la épica de las vísceras que se desprendían de la espada de Carlomagno, sus homólogos del soleado sur empezaban a seguir otros caminos. La naturaleza del deseo amoroso, tan enemistado con la mezcla de saqueo y piedad que pasaba por conducta normal en los demás lugares, le daba a la mentalidad espiritual un carácter distinto.
Durante este período, lo característico de la región se ponía de manifiesto en todas partes. En las ciudades costeras, los judíos del Languedoc inventaban y exploraban las repercusiones místicas de la Cábala, demostrando que el fermento espiritual no estaba de ninguna manera limitado a la mayoría cristiana. En el mundo más material, los burgueses del Languedoc arrebatan poder a las familias feudales que habían dominado la tierra desde la época de los visigodos. El dinero, enemigo del sistema agrario de castas, volvía a circular, al igual que las ideas. En los caminos y ríos del Languedoc de 1150 había no sólo mercaderes y trovadores sino también parejas de hombres sagrados itinerantes, reconocibles por la delgada tira de cuero que llevaban atada alrededor de la cintura de su hábito negro. Entraban en los pueblos y ciudades, se ponían a trabajar, a menudo como tejedores[13], y llegaron a ser conocidos por su labor dura y honrada. Cuando llegó el momento, hablaron primero a la luz de la luna tras los muros, después al descubierto, junto a la chimenea de nobles y burgueses, en las casas de los comerciantes, cerca de los puestos del mercado. No pedían nada, ni almas ni obediencia; sólo que los escucharan. En el espacio de una generación, esos misioneros cátaros habían convertido a miles de personas.
El Languedoc había llegado a albergar lo que vendría en llamarse la Gran Herejía.
A principios de mayo de 1167, la pequeña ciudad de Saint-Félix de Lauragais[14], acurrucada en su proa de granito en un mar de verdor ondulante, hervía de visitantes. Desde las ventanas de sus hostales, los recién llegados podían mirar los campos de trigo primaveral y dar las gracias por la felicidad de una época sin escasez. No es que creyeran que el buen Dios había tenido algo que ver en esa suerte material, pues los huéspedes de Saint-Félix eran grandes dualistas —heresiarcas— venidos de tierras lejanas. Se habían reunido allí para hablar abiertamente, sin miedo a la persecución ni a la contradicción, en un gran cónclave que se celebraría en el castillo de un noble de la localidad. Era el primer y único encuentro de esa clase, una Internacional cátara de disidentes espirituales[15]. El obispo católico, que se hallaba en su palacio de Tolosa, a un día de viaje en dirección al oeste, no había sido invitado.
Los habitantes de la ciudad saludaban prestos a los heresiarcas, que vestían hábito, inclinándose gravemente y rezando una oración en que pedían garantías de que su vida tendría un buen final. Este ritual, conocido como melioramentum, revelaba que los suplicantes creían en el mensaje cátaro. Estos creyentes, o crecientes, no eran cátaros propiamente dichos, sino más bien simpatizantes que atestiguaban y mostraban respeto por la fe. Los crecientes tenían que esperar a una vida futura para acceder al estatus de cátaro electo.
Por todo el Languedoc, los creyentes eran muchísimos más que los escasos hombres sagrados, a quienes más adelante la Iglesia calificaría de «perfectos», en el sentido de herejes perfeccionados, plenamente iniciados[16]. Eran los perfectos, los visitantes de Saint-Félix que lucían hábitos negros, los verdaderos cátaros sediciosos. Clase austera de monjes universales, los perfectos mostraban sólo con el ejemplo que había un camino para salir del ciclo de la reencarnación. Su condición sagrada los convertía en santos vivos, de la misma categoría —a ojos de los crecientes— que los apóstoles de Jesús. Tras llegar a la última fase de la existencia material, los perfectos se preparaban para un último viaje; su vida abnegada les aseguraba que tras morir no regresarían, sino que su espíritu encarcelado sería por fin libre para unirse a la divinidad eterna e invisible. A la larga todos estarían entre los perfectos, en la marchita y espartana sala de espera de la beatitud. Entretanto, los simples creyentes cátaros podían comportarse como juzgaran conveniente, si bien era preferible seguir la doctrina de los evangelios: ama a tu prójimo y la paz que la bondad y la honestidad traen consigo.
Los perfectos de Saint-Félix agradecían el homenaje de los crecientes con una respuesta ritual al melioramentum[17]. Por lo general, las palabras pronunciadas eran exclusivamente en occitano, la lengua franca de las onduladas tierras de labrantío de las que Saint-Félix era sólo uno de los muchos pequeños pueblos. Sin embargo, dado lo especial de la ocasión, algunos de los perfectos respondieron en la langue d’oil, ascendiente del francés. Un tal Robert d’Epernon, guía de la fe cátara en el norte de Francia[18], había acudido a la reunión con varios de sus compañeros perfectos. La respuesta al melioramentum también se dio en la lengua que maduraría como italiano. La hablaba un sepulturero milanés de nombre Marcos, uno de los iniciadores del catarismo en Lombardía, donde las ciudades en proceso de crecimiento se estaban arruinando por culpa de las disensiones entre el Papa y el emperador germánico. Ese año de 1167, las ciudades y el papado fundaron la defensiva Liga Lombarda para frustrar los planes del emperador Federico Barbarroja. En las grietas provocadas por esa lucha por el poder pudo prosperar la fe herética de Marcos y sus camaradas.
Marcos había llegado a Saint-Félix como acompañante. Nicetas, su compañero de viaje, hablaba griego, una lengua olvidada en aquel ambiente campesino desde que la pequeña aristocracia latina local lo recitaba en sus academias literarias unos ochocientos años antes. Nicetas, cuya identidad nunca ha sido precisada del todo, era probablemente el obispo de Constantinopla, de la fe bogomila, un credo dualista que había surgido en el este de Europa cuando un monje macedonio del siglo X conocido como el «amado de los dioses» (bogomil, en eslavo) comenzó a difundir las nuevas ideas sobre el bien y el mal. El dualismo, una metafísica conocida por la cristiandad desde los gnósticos antiguos, tenía seguidores en diversas regiones controladas por el Imperio bizantino. Aunque el origen de los cátaros está impregnado de misterio, es razonable suponer que los bogomilos[19] actuaran en un principio como mentores de la herejía occidental, en especial cuando aumentaron los contactos entre el este griego y el oeste latino tras el fin del primer milenio.
Como heresiarca del este, Nicetas llevaba consigo a la reunión de Saint-Félix un impresionante pedigrí de disidente. En el año 1100, uno de sus antecesores, un tal Basilio, había intentado públicamente atraer al emperador bizantino a la senda del dualismo. Al emperador aquello no le divirtió nada, y Basilio, el Bogomilo fue quemado en la hoguera por su temeridad justo en el exterior del hipódromo de Constantinopla. No obstante, para el cátaro perfecto, el martirio sufrido por los bogomilos, al margen de su carácter glorioso, importaba menos que la fuente de legitimidad que representaban.
Por los dedos de Nicetas pasaba el poder del consolamentum, el único sacramento dualista. Éste transformaba al creyente común en uno de los perfectos, que, a continuación, podía «consolar» a otros dispuestos a vivir su vida final, sagrada. El bautismo, la confirmación, la ordenación y, si la recibía a las puertas de la muerte, la extremaunción, todo iba en uno; el consolamentum consistía en la imposición de manos y reiterados requerimientos de vivir una existencia ascética y casta intachable. El perfecto tenía que abstenerse de cualquier forma de intimidad sexual, rezar constantemente y ayunar con frecuencia. Cuando se le permitía comer, debía evitar la carne o los derivados de la reproducción, como el queso, los huevos, la leche o la mantequilla. Sin embargo, podía beber vino y comer pescado, pues el hombre medieval creía que este último surgía en el agua por generación espontánea. Un solo desliz en este régimen severamente impuesto —tan nimio como un bocado de ternera o un beso robado—, y se esfumaba el estatus de perfecto. El reincidente tenía que recibir de nuevo el consolamentum al igual que todos los demás a los que el imperfecto perfecto había llegado a «consolar». Los cátaros rechazaron enseguida el precepto católico de ex opere operato, non ex opere operantis ([la gracia] deriva de lo que es realizado, no de quien lo realiza)[20], en virtud del cual un sacramento sigue siendo válido con independencia de lo corrupto que sea su celebrante. El consolamentum tenía que ser inmaculado.
Ese día, para los perfectos de Saint-Félix no había jerarquía eclesiástica, ni iglesia como tal, ni siquiera un edificio o una capilla. Cuatro años antes, los cátaros franceses del norte se habrían encogido de hombros ante la colocación de la piedra angular de la catedral de Notre Dame de París. Para los dualistas, la continuidad del consolamentum desde la época de los apóstoles era el edificio invisible de lo eterno, transmitido literalmente de una generación a otra como una especie de pillapilla sobrenatural. El sacramento era la única manifestación de lo divino en este mundo. Los cátaros creían que Jesús de Nazaret, una aparición más que un ser material ordinario, había llegado a la tierra como mensajero que llevaba consigo la verdad dualista e iniciador de la cadena del consolamentum. La muerte del nazareno, en caso de que muriera de veras, fue casi fortuita; desde luego no constituyó el extraordinario instante redentor de la historia que ha proclamado la Iglesia.
Los perfectos sostenían que la cruz no era algo que hubiera que venerar, sino tan sólo un instrumento de tortura, perversamente glorificado por la fe romana. También se horrorizaban ante el culto a las reliquias de los santos. Aquellos trozos de hueso o de tela para los que se construían iglesias o se organizaban peregrinaciones pertenecían a la esfera material, la sustancia creada por el demiurgo maligno que moldeó este mundo y la envoltura carnosa de lo humano: el que había hecho el cosmos y tentado a los ángeles hasta expulsarlos del cielo, para después atraparlos en el envase perecedero del cuerpo mortal. En el sistema general de las cosas, lo importante era sólo el espíritu de cada uno, lo que quedaba de la naturaleza del ángel caído, lo que permanecía conectado con el bien. Pensar lo contrario era engañarse. Los sacramentos administrados por la Iglesia no eran más que paparruchas.
Los piadosos proscritos de 1167 aludían a la fe mayoritaria como «la ramera del Apocalipsis» y «la Iglesia de los lobos», y hacían oídos sordos a las pretensiones de Roma de preeminencia temporal y espiritual. Habían pasado noventa años desde que Hildebrando, el radical toscano elegido Papa con el nombre de Gregorio VII, proclamara la supremacía papal sobre todos los demás poderes. Desde entonces, reyes, obispos, cardenales y príncipes habían estado a la greña. Tres años después de la reunión de Saint-Félix, los confidentes más desalmados de Enrique II de Inglaterra entraron a la fuerza en la catedral de Canterbury y asesinaron a Thomas Becket, el arzobispo que desafió la exigencia real de juzgar a sacerdotes criminales en tribunales laicos. El asesinato sería el más famoso de la Europa medieval, pero para los cátaros la acción, aparte de su abominable crueldad, carecía de cualquier otro significado, pues se había producido en el vacío. En este mundo no podía haber reinos ni Iglesias legítimos; por ello, la serie de razonamientos legales presentados tanto por la Iglesia como por la Corona venían a ser un puro sofisma.
A los crecientes se les dijo que pasaran por alto otras historias que se contaban en Roma. El catarismo mantenía que el hombre y la mujer eran iguales. Un ser humano había experimentado muchas reencarnaciones —como campesino, princesa, muchacho, muchacha—, pero, una vez más, lo que importaba era la personalidad divina, inmaterial, asexuada, de cada uno. Si los sexos se empeñaban en juntarse y, por tanto, prolongar su estancia en el mundo material, podían hacerlo libremente, fuera del matrimonio, que era otro sacramento infundado inventado por una voluntad sacerdotal de poder. También había que hacer caso omiso de la denominada delegación petrina, en virtud de la cual el Papa aún reclama su autoridad por ser descendiente directo del apóstol Pedro. El juego de palabras más decisivo de la historia de Occidente —«Tú eres Pedro, y sobre esta piedra levantaré mi Iglesia» (Mateo 16,18)— fracasó en su pretensión de instruir a los perfectos. Para éstos, el Papa se balanceaba sobre una ficción tambaleante, y sus declaraciones constituían una fuente incesante de discordias sin sentido. La manía de las cruzadas, iniciadas en 1095, era un ejemplo reciente. El viaje a Jerusalén, con las espadas vergonzosamente alzadas contra otros desventurados prisioneros de la materia, debía ser repudiado y sustituido por el viaje interior. Toda violencia era odiosa.
No cabe duda de que aquellos hombres y mujeres de Saint-Félix eran verdaderamente heréticos según cualquier definición salvo la suya propia[21]. Nicetas «reconsolaba» a algunos de los que habían viajado desde la Champaña, Île-de-France y Lombardía con el fin de que estuvieran totalmente seguros de sus credenciales espirituales. Para ellos, él no era Papa, ni siquiera un obispo en el sentido tradicional, sino sólo un anciano eminente que había recibido el consolamentum de manera adecuada y que, por ello, debía ser tratado con respeto. Los cátaros tenían sus diferencias individuales —unos eran más radicalmente dualistas que otros— del mismo modo que el catarismo no encajaba del todo con el credo bogomilo de Nicetas. Pero eso apenas importaba. Las crónicas de los extraordinarios días de mayo en Saint-Félix demostraban algo más, algo mucho más preocupante para los exponentes de la cristiandad ortodoxa. Ahora los herejes estaban unidos de una manera nueva, inquietante.
Antes de la asamblea de 1167, la herejía daba la impresión de ser un asunto esporádico, emprendido por solitarios carismáticos que sacaban provecho de un gran aumento del deseo religioso en todo el continente. A lo largo del siglo XII, hubo llamamientos al clero para que fuera más sensible a las necesidades espirituales de las ciudades que iban creciendo. La religión se volvía de nuevo algo personal, y los mesías efímeros y los reformadores excéntricos brotaban como malas hierbas en un jardín desatendido[22].
En Flandes, en 1110, un tal Tanchelm de Amberes trató sin miramientos a ricos prelados y atrajo un ejército de seguidores que, según se decía, lo reverenciaban tanto que incluso bebían el agua en que se bañaba[23]. La campesina Bretaña cayó bajo el dominio de un inculto visionario llamado Eudo, cuyos discípulos saquearon monasterios e iglesias antes de que él fuera declarado loco y encarcelado. Cerca, en Le Mans, Francia, un díscolo monje benedictino llamado Enrique de Lausana se aprovechó de la ausencia del obispo para transformar la ciudad entera en un carnaval anticlerical. Cuando el obispo regresó y por fin logró entrar de nuevo en la población, el locuaz Enrique se puso en camino y se dirigió al sur acompañado de una comitiva de mujeres fascinadas. En el gráfico lenguaje de la época, un cronista señaló que Enrique «ha vuelto al mundo y a la inmundicia de la carne como un perro a sus vómitos».
Al principio, tal vez la Iglesia no dio importancia a Tanchelm, Eudo y Enrique, y sólo consideró que, por exceso de entusiasmo, habían perdido el norte. Al fin y al cabo, en ese apogeo de exaltación espiritual la ortodoxia tenía sus propios agitadores excéntricos. El desaseado Robert de Arbrissel, tan hábil predicador como Enrique, vagabundeó luciendo un pequeño taparrabos y cautivando y captando a seguidoras hasta que por fin se dejó convencer y fundó una abadía para hombres y mujeres en Fontevrault, en el valle del Loira. Otro, Bernard de Tirón, era tan propenso a inducir ataques de llanto que se decía que sus hombros estaban continuamente empapados.
Poco a poco, estos hombres dieron paso a predicadores menos conciliadores. Pedro de Bruys provocó una orgía de pillajes en iglesias y de quema de crucifijos que evocaba a los iconoclastas de Bizancio. Igual que los cátaros, desdeñaba las riquezas de la Iglesia y las imágenes de la cruz. A diferencia de los cátaros, Pedro era imprudente. En una hoguera de estatuas cerca de la desembocadura del Ródano, el Viernes Santo de 1139, volvió la espalda demasiadas veces, y algunas personas furiosas lo arrojaron a las llamas. Aún más alarmante fue Arnoldo de Brescia, antiguo alumno del gran Pedro Abelardo. Agitador que decidió salvar a la Iglesia de sí misma, Arnoldo proclamó la República de Roma en 1146 y expulsó de la ciudad al aterrorizado Papa. Pasaron ocho años antes de que Nicholas Breakspear, el único inglés que sería pontífice, pudiera volver a su residencia del palacio de Letrán gracias a la interesada ayuda del emperador Barbarroja. Como cabía esperar, Arnoldo fue detenido, estrangulado y quemado, y sus cenizas se arrojaron al Tíber para que ninguno de sus numerosos seguidores romanos pudiera crear un culto a su cadáver.
No obstante, incluso esos ejemplos extremos de hostigamiento de la Iglesia podían atribuirse, siendo benevolentes, a un exceso de celo reformista. Ése, evidentemente, no era el caso de los cátaros. Se mantuvieron apartados de la ortodoxia y, como pronto se hizo evidente, no estaban solos. Si eran pocos los que tenían el suficiente aguante físico para vivir como perfectos, los crecientes se contaban por miles.
En 1145, el influyente Bernardo de Clairvaux viajó al Languedoc para hacer que los seguidores de Enrique de Lausana volvieran a sentir temor de Dios. Místico, anoréxico, inteligente, elocuente y polémico (escribió el tropo de los perros enfermos citado anteriormente), Bernardo fue el clérigo más importante del siglo, un monje al que se temía, admiraba y obedecía más que a ningún papa de la época[24]. Obró con júbilo comedido, y festejó y lisonjeó por todas partes hasta alejar a unas cuantas personas de las protestas histriónicas de Enrique. Pero Bernardo no era tonto; notaba que se estaban tramando otras subversiones más importantes. En Verfeil, centro comercial situado al nordeste de Tolosa, sucedió lo inconcebible. Caballeros montados a caballo aporrearon las puertas de la iglesia y entrechocaron sus espadas haciendo que el sermón de Bernardo fuera inaudible y su pico de oro se volviera confuso y vano. El eminente religioso tuvo que abandonar la ciudad entre carcajadas[25].
Tan pronto hubo regresado sin novedad a su celda monástica de la Champaña, Bernardo recuperó la voz e hizo sonar la alarma. Portentoso escritor de cartas, el famoso clérigo informó a sus corresponsales de que lo que antes sólo había sospechado ahora se confirmaba: la reforma realista estaba siendo suplantada por la rebelión metafísica de la herejía. Como las tormentas de un día caluroso y alterado de verano, se avistó a dualistas en todas partes de Europa occidental[26]. Inglaterra, Flandes, Francia, Languedoc, Italia… ningún lugar parecía seguro para la fe cristiana tradicional. En Colonia, Alemania, en 1143 y 1163 se encendieron hogueras bajo los pies de creyentes dualistas, y un monje alemán que presenció su tormento calificó a los desgraciados como «cataros»[27].
De manera comprensible, los dualistas eran dados a la discreción. En 1165, varios de ellos tuvieron que comparecer ante un auditorio en Lombers, ciudad situada a unos quince kilómetros al sur de Albi. Asistieron seis obispos, ocho abades, el vizconde de la región y Constanza, una hermana del rey de Francia. Ese día todos en Lombers sabían que había leña seca en las inmediaciones.
Los perfectos, encabezados por un tal Olivier, eran lo bastante cautelosos para citar largamente el Nuevo Testamento hasta hacerlo soporífero. Con buen tino, no declararon haber rechazado por completo la Biblia hebrea, o Antiguo Testamento, pues creían que el dios algo testarudo allí descrito no era otro que el Maligno, el creador de la materia. En esto, se unían de nuevo a los gnósticos de la antigüedad. En cuanto a Jesús de Nazaret, evitaron decir que era una mera aparición, una alucinación que no pudo haber sido un individuo de carne y hueso. Esto —una opinión herética conocida como docetismo— habría constituido una contradicción flagrante de la doctrina ortodoxa de la encarnación y los habría delatado enseguida.
Finalmente, preguntados acerca de los juramentos[28], los cátaros fueron pillados en falta. Citando las Sagradas Escrituras, dijeron que estaba prohibido jurar sobre cualquier cosa, lo cual era una señal de peligro en una sociedad en que la lealtad bajo juramento conformaba el vínculo —sancionado por la Iglesia— de todas las relaciones feudales. Esta aversión a jurar era un sello característico de la creencia cátara, una extensión lógica de la nítida línea divisoria que ellos percibían entre el mundo de los hombres y el éter del bien. Cuando se evocó el papel de la Iglesia en el mundo, el velo acabó de caer del todo, y Olivier y sus compañeros cátaros atacaron a los obispos y abades de Lombers tildándolos de «mercenarios», «lobos voraces», «hipócritas» y «engatusadores». Aunque ofensivos en sumo grado para los eclesiásticos, tal vez formular estas acusaciones complació secretamente a los laicos allí reunidos, que no abrigaban grandes simpatías hacia los clérigos recaudadores de impuestos. Al final, pese a la sensación general de que Olivier y sus amigos eran herejes, se les dejó volver a sus casas sanos y salvos.
Seguramente el señor de Lombers pensaría que era una imprudencia dar muerte a unos héroes del pueblo.
Cuando los cátaros se reunieron en Saint-Félix, a unos cincuenta kilómetros al sur de Lombers, sólo habían pasado dos años desde aquella situación crítica. Nicetas y los perfectos congregados, tranquilos y sin miedo, emprendieron la tarea de organizar la fe creciente. Se levantaron diócesis cataras y se nombraron o confirmaron «obispos»[29], coordinadores en lugar de inspectores feudales como eran sus homólogos católicos. Conocemos los nombres de los hombres al cargo de la patria cátara: Sicard Cellerier en Albi, Bernard Raymond en Tolosa, Guirald Mercier en Carcasona. Con calma, sin la teatralidad de los primeros herejes, los cátaros fueron poniendo los cimientos de una revolución. Después de Saint-Félix, el gran temor de los ortodoxos —la aparición de una Iglesia rival fuerte— cada vez estaba más cerca de hacerse realidad.