Albi, de «albigense», la más célebre herejía de todos los tiempos. En una luminosa tarde de verano de hace algunos años, me hallaba deambulando por las silenciosas calles de Albi en compañía de mi hermano. Ambos estábamos sorprendidos de habernos tropezado con una ciudad cuyo nombre nos resultaba familiar. Habíamos llegado a Albi por casualidad, en un coche alquilado en París una semana antes para ir al sur y recorrer el campo francés sin rumbo fijo. Era nuestra versión de lo que los ingleses llaman una «excursión misteriosa», un viaje con destino desconocido. Tan pronto los tejados de pizarra y los muros blancuzcos del norte del Loira hubieron dejado paso al acogedor ladrillo del Midi, empezamos a sentirnos agradablemente desorientados. En Clermont Ferrand observamos las primeras boinas inveteradas; en Aurillac, tuvimos un accidente al ir marcha atrás; en Rodez, vimos cómo nuestra camarera se desprendía de su vestido. Habíamos llegado al Languedoc, el suroeste mediterráneo de Francia.
Tras un largo almuerzo en un restaurante de carretera, recorrimos Albi, la ciudad cuyo nombre conserva un aire de infamia. Sabíamos que la cruzada de los albigenses había sido un cataclismo de la Edad Media, una violenta campaña de sitios, batallas y hogueras durante la cual los seguidores de la Iglesia católica intentaron eliminar a los herejes conocidos como albigenses, o cátaros. A la cruzada del siglo XIII, dirigida no contra musulmanes de la lejana Palestina sino contra disidentes cristianos del mismo corazón de Europa, siguió la fundación de la Inquisición, una máquina implacable creada en concreto para acabar con los cátaros supervivientes de la guerra. Debido a la convulsión, el Languedoc, antaño orgulloso territorio independiente, quedó anexionado al reino de Francia. Cruzada, Inquisición, conquista… Albi tenía asegurado su lugar en la Historia, si no en el recuerdo afectuoso.
Aquel día de verano nos pareció como si la ciudad hubiera escogido una apática amnesia sobre su pasado. Vagamos por un viejo barrio vacío, frente a casas y tiendas cerradas por ser la hora de la siesta, mientras los ladrillos y alféizares de color rojo vino nos bañaban de un fulgor rosado. Junto a una puerta dormía un gato blanco, sin que ningún fantasma lo molestara. Era difícil cuadrar la impresión de bienestar desmemoriado de Albi con su singular legado. Yo sólo tenía que remontarme más o menos una década para recordar a un profesor de la universidad que describía la cruzada de los albigenses como colonialismo naciente, y a un necio compañero de habitación divagando sin parar, en un estilo más obsesivo, sobre cómo los herejes habían sido perseguidos por la primera policía del pensamiento. En ese momento, hallándome realmente en Albi, estos recuerdos parecían inadecuados, una grosera intrusión en los dulces sueños de la ciudad.
En una elevación sobre el río Tarn, las estrechas calles se abrían para formar una amplia plaza. Mi hermano y yo nos miramos. Eso ya estaba mejor.
Allí, perfilándose sobre un revoltijo de viviendas terraplenadas junto al río, se alzaba una fortaleza roja, monolítica y amenazante, una magnífica montaña de ladrillos amontonados de treinta metros de altura y cien de anchura. Sombríamente rectangular, sus ventanas poco más que ranuras alargadas, el edificio parecía indestructible, un yunque de mirada ceñuda arrojado desde los cielos. Sus treinta y dos contrafuertes, como chimeneas cortadas a lo largo por la mitad, circundaban ciclópeos muros en los cuatro costados y se elevaban lejos, como la línea horizontal de un tejado remotísimo. La silueta semejaba una máquina de cambio de monedas espantosamente grande, como las que en otro tiempo llevaban los conductores y las cobradoras de autobús: un contrafuerte para los peniques, otro para las monedas de cinco centavos, etcétera. Sin embargo, esta comparación doméstica resultaba afeada por una estructura más alta incluso, una torre, un cohete de ladrillo rojo que sobresalía más de treinta metros por encima del tejado que había a lo largo del muro occidental.
La torre albergaba campanas que tañían los domingos. El edificio era una iglesia.
Sobre la amnesia de Albi íbamos errados. La espantosa rareza que es la catedral de Sainte-Cécile jamás permitirá que los habitantes de la ciudad olviden su relación con los albigenses. Levantado entre 1282 y 1392, el edificio es un imponente matón que empequeñece y domina a sus vecinos. No tiene crucero, de modo que la iglesia ni siquiera posee la redentora forma de la cruz. Durante siglos tuvo sólo una puerta pequeña. A diferencia de otras grandes catedrales francesas, como las de París, Chartres, Reims, Bourges, Ruán y Amiens, bajo la altísima bóveda de Sainte-Cécile no había desordenados mercadillos, ni caminantes roncando tirados en el suelo, ni excrementos de ganado por la mañana, ni grandes portales que dejaran entrar el aire que respiran hombres corrientes. El exterior de la iglesia era —y todavía es— un monumento al poder.
Bernard de Castanet era el obispo medieval que aprobó los planos, reunió el dinero necesario y comenzó la construcción. Mientras lo hacía, en los años ochenta del siglo XIII, Castanet también acusó de herejes a muchos ciudadanos destacados, aunque la cruzada de los albigenses había terminado dos generaciones antes y desde entonces los inquisidores habían estado intimidando al pueblo sin cesar. Los adversarios del obispo, en concreto un fraile franciscano sin pelos en la lengua llamado Bernard Délicieux, afirmaban que Castanet se valía de las amenazas de la Inquisición para amordazar a hombres libres y obtener dinero mediante la extorsión. Sea cual fuere la verdad, la iglesia-fortaleza se elevaba implacable, ladrillo a ladrillo, hasta que quedaba claro su principal mensaje: someteos o seréis aplastados.
En el aspecto de Sainte-Cécile no había nada sutil[1]; nada justificaba la existencia de alguna monografía especializada que detallara gárgolas, motivos ornamentales y cosas por el estilo. Caminamos alrededor del voluminoso gigante, maravillados de que el silencio de media tarde de Albi hubiera sido tan engañoso. Al final, la rojiza catedral era un bramido enfurecido del obispo Castanet y sus sucesores. Habían creído que el credo subversivo de los cátaros ponía en peligro su mundo —su poder, sus privilegios, sus creencias— y habían vociferado su ira en aquella monstruosa montaña de ladrillos. Nos colmaba los ojos y los oídos. Sólo un desacuerdo sobre algo tan insondable como el alma de una civilización podía provocar un grito tan fuerte que todavía era audible a través de un abismo de setecientos años.
No es extraño que aquella tarde resonara largo tiempo en mi memoria. En los años siguientes, me acordé una y otra vez de Albi y los cátaros al aparecer espontáneamente en libros y revistas y en las conversaciones de los parisinos entre los que yo vivía. Mucha gente había oído el grito. Empecé a frecuentar los puestos de libros junto al Sena. Mis amigos buscaban en sus estantes y siempre encontraban otro estudio en francés sobre los cátaros nuevo para mí. Ciertas bibliotecas especializadas tenían traducciones de crónicas difíciles de conseguir, correspondencia y archivos de la Inquisición. En 1997, años después de mi primera visión momentánea de Sainte-Cécile, me trasladé al suroeste de Francia para mirar —y escuchar— con más atención los lugares donde habían vivido y muerto los cátaros. El destino de mi excursión misteriosa resultó ser el origen de este libro.
«Matadlos a todos, Dios reconocerá a los suyos». El único lema del conflicto cátaro que ha pasado a la posteridad se atribuye a Arnaud Amaury, el monje que dirigió la cruzada de los albigenses. Un cronista refirió que Arnaud dio su orden fuera de la ciudad comercial mediterránea de Béziers, el 22 de julio de 1209, cuando sus guerreros cruzados, a punto de tomar la población por asalto tras haber abierto brecha en sus defensas, se dirigieron a él en busca de consejo sobre cómo distinguir al católico creyente del cátaro hereje. Las sencillas instrucciones del monje fueron obedecidas, y todos sus habitantes —más o menos veinte mil— asesinados indiscriminadamente. La destrucción y el saqueo de Béziers convirtieron la población en la Guernica de la Edad Media.
Si Arnaud Amaury pronunció de veras esta orden despiadada es aún motivo de controversia[2]. Con todo, lo que nadie pone en duda es que la frase ilustra primorosamente las pasiones homicidas presentes en la cruzada de los albigenses. Incluso en una época considerada generalmente bárbara —«mil años sin tomar un baño»[3] transmite una benigna idea despectiva de la Edad Media—, la campaña contra los cátaros y sus seguidores destaca por su desnuda crueldad. Al principio, las historias de Béziers y otras atrocidades apadrinadas por la Iglesia conmocionan, y después encajan en la idea de que el milenio transcurrido entre la Antigüedad y el Renacimiento fue una atroz pesadilla. Recurriendo a la imaginación gótica del siglo XIX, la cultura popular ha sacado partido de esa idea; en Pulp Fiction, de Quentin Tarantino, por poner un ejemplo conocido, un gángster colérico le susurra amenazante a un enemigo: «Te voy a joder en “plan medieval”»[4]. Sólo la palabra ya asusta.
En este sentido, la historia de los cátaros es el no va más de lo medieval. La cruzada de los albigenses, que duró desde 1209 hasta 1229, debe su andadura al papa más poderoso de la Edad Media, Inocencio III, y en un principio la llevó a cabo un guerrero de talento, Simón de Montfort, bajo la mirada aprobadora de Arnaud Amaury. Al asolar el Languedoc, el gran arco que se extiende desde los Pirineos a la Provenza e incluye ciudades como Tolosa, Albi, Carcasona, Narbona, Béziers y Montpellier, la cruzada, respuesta implacable a las cuestiones planteadas por una herejía popular, sentó un funesto precedente en cuanto al modo en que la cristiandad enfocaría la disidencia.
Las dos décadas de carnicería a cargo de la cruzada dieron paso a quince años de rebelión y represión irregular, que culminaron en 1244 en el sitio de Montségur. Fortaleza solitaria situada en lo alto de un risco, al final Montségur se rindió, y más de doscientos de sus defensores, líderes de la fe cátara alzada en armas, fueron conducidos a un claro nevado y allí quemados vivos. Por entonces, la Inquisición, guiada desde su fundación, en 1233, por los inflexibles intelectos de la orden de los dominicos, había desarrollado las técnicas que atormentarían a las católicas Europa y Latinoamérica durante los siglos venideros y, andando el tiempo, proporcionarían el modelo del reciente control totalitario de la conciencia individual. A mediados del siglo XIV, la Inquisición había eliminado de la faz de la tierra cristiana toda traza residual de la herejía albigense, y los cátaros del Languedoc habían desaparecido. El calvario de aquellas gentes tuvo sus estaciones —quemarlas en masa, dejarlas ciegas, colgarlas, catapultar partes de su cuerpo contra los muros de los castillos, la rapiña, el saqueo, las melopeas de los monjes tras los arietes, los juicios secretos, la exhumación de cadáveres, el potro de tortura—, que armonizan de sobra con nuestra fantasmagoría de lo medieval.
Si el relato fuera sólo esto, una especie de historieta novelada, los cátaros quedarían relegados a una nota a pie de página en los anales del terror. Sin embargo, su ascenso y su caída evocan otras connotaciones de lo medieval: la sublime, misteriosa y dinámica Edad Media que a menudo resulta eclipsada por los destellos de las armaduras de los caballeros. La herejía cátara, una rama pacifista de la cristiandad que abrazó la tolerancia y la pobreza, gozó del máximo prestigio en mitad del llamado renacimiento del siglo XII, época en que Europa se libró de la apatía intelectual en que había estado sumida durante siglos. Era un período de cambio, de experimentación, de apertura de nuevos horizontes. Después de 1095, el papa Urbano II había exhortado a la cristiandad a recuperar Jerusalén, y decenas de miles marcharon hacia allí en busca de aventuras y de la salvación… y regresaron como hombres y mujeres que habían visto, si no comprendido, que en otras partes la vida estaba organizada de manera distinta. En su patria, las ciudades comenzaron a crecer por primera vez desde la caída del Imperio romano, y se inició la gran era de la construcción de catedrales. Se fundaron escuelas, liberadas de los reparos de una jerarquía vigilante. La difusión de nuevas ideas y el nacimiento de nuevas ambiciones provocaba a menudo descontento hacia una Iglesia medieval primitiva, mejor adaptada a una época ignorante de monjes acurrucados y campesinos estremecidos de miedo. El gran despertar del siglo XII anunció un período de anhelo espiritual que buscaba, y con frecuencia hallaba, lo sublime fuera de los muros de la ortodoxia. A los cátaros se unieron otros grupos heréticos —en especial los valdenses, u «hombres pobres de Lyon»— para fustigar con dureza la religión oficial.
El catarismo prosperó en regiones alejadísimas desde la Edad de las Tinieblas: las ciudades comerciales de Italia, los centros de la Champaña y las tierras del Rin, y, sobre todo, el díscolo tablero de posesiones familiares y poblaciones independientes que a finales del siglo XII constituía el Languedoc. El destino de los cátaros estuvo unido al del Languedoc, pues fue allí donde los herejes crecieron más y captaron discípulos en todos los sectores de la sociedad, desde pastores de la montaña y pequeños agricultores a nobles de las tierras bajas y mercaderes urbanos. Cuando fueron atacados, la pequeña clase sacerdotal del credo —es decir, los ascetas conocidos como los «perfectos»— se encontraron con una multitud militante de protectores en su amplia red de parientes, conversos y simpatizantes anticlericales. La herejía de los perfectos se adaptaba de manera ideal, realmente perfecta, al feudalismo tolerante del Languedoc, por lo que su pueblo pagaría un tributo atroz. La región introdujo en el siglo XIII una locuaz anomalía en el coro de la cristiandad europea, y su cultura fue impulsada por trovadores poetas y cátaros revolucionarios; cien años después, los monarcas de Francia habían engullido el Languedoc, y sus terribles ciudades se habían convertido en el banco de pruebas de inquisidores ambiciosos y magistrados reales.
Sin los cátaros, los nobles comprometidos con la monarquía de los Capetos y su pequeño territorio de bosques alrededor de la ciudad de París —la-Île-de-France— jamás habrían tenido un pretexto para precipitarse hacia el Mediterráneo y forzar la improbable anexión del Languedoc a la corona de Francia. El Languedoc compartía cultura y lengua con sus parientes al sur de los Pirineos, el reino de Aragón y el condado de Barcelona, uno de los feudos cristianos que al final hizo retroceder a los moros musulmanes del resto de la península Ibérica. Se podría decir que el Languedoc «se llevaba» mejor con Aragón que con los francos del norte que algún día crearían la entidad conocida como Francia[*]. Sin la convulsión de la cruzada de los albigenses, el mapa y la composición de Europa podrían haber sido muy distintos.
Aunque firmemente enraizada en la política y la sociedad de su tiempo, la historia de los cátaros también constituye un importante —y desgarrador— capítulo de la historia de las ideas. La herejía giraba en torno a la cuestión del bien y el mal. No es que uno de los bandos de la contienda del Languedoc fuera bueno y el otro malo, aunque eso afirmaban los propagandistas de una y otra parte. Lo que sucedía más bien es que el desacuerdo esencial entre la ortodoxia católica y la heterodoxia cátara, su irreductible manzana de la discordia, estaba ligado al papel del mal en la existencia.
Para los cátaros, el mundo no era obra de un Dios bueno, sino la creación de una fuerza de las tinieblas, inherente a todas las cosas. La materia era corrupta, por tanto no tenía nada que ver con la salvación. Había que hacer poco caso —o ninguno— a los complejos sistemas ideados para intimidar a la gente y obligarla a obedecer al hombre que tenía la espada más afilada, la bolsa más llena de dinero o el mayor palo de incienso. La autoridad mundana era un fraude, y si estaba basada en cierto decreto divino, como sostenía la Iglesia, era también una rotunda hipocresía.
El dios que merecía la adoración cátara era un dios de luz, que gobernaba en el mundo invisible, etéreo y espiritual; este dios, sin interés en lo material, no se preocupaba por si alguien hacía el amor antes de estar casado, tenía por amigos a judíos o musulmanes, trataba a hombres y mujeres como iguales, o hacía alguna otra cosa contraria a la doctrina de la Iglesia medieval. Correspondía a cada individuo (hombre o mujer) decidir si estaba dispuesto a renunciar a lo material y llevar una vida de abnegación. Si no era así, seguiría volviendo a este mundo —esto es, se reencarnaría— hasta estar preparado para abrazar una vida lo bastante inmaculada para permitirle el acceso, tras la muerte, al mismo estado dichoso que hubiera experimentado como ángel antes de haber sido tentado hasta perder el cielo al principio de los tiempos. Así, salvarse significaba llegar a ser santo. Condenarse era vivir, una y otra vez, en este mundo corrupto. El infierno estaba aquí, no en cierta vida futura inventada por Roma para que la gente estuviera siempre aterrorizada.
Creer en lo que se conoce como los Dos Principios de la creación (el Mal en el mundo visible, el Bien en el invisible) es ser dualista, partidario de una idea que ha sido compartida por otros credos en los esfuerzos por abordar lo desconocido habidos durante la larga historia de la humanidad. No obstante, el dualismo cristiano de los cátaros postulaba un lugar de confluencia entre el bien y el mal: el corazón de cada ser humano. Allí, nuestro vacilante destello divino, remanente de aquel estado angelical anterior, esperaba pacientemente verse liberado del ciclo de reencarnaciones.
Incluso una descripción rápida de la fe cátara nos da una idea de lo sediciosa que era la herejía. Si sus dogmas eran verdaderos, los sacramentos de la Iglesia devenían forzosamente nulos y sin valor por el simple motivo de que la propia Iglesia era un engaño. ¿Por qué, pues, se preguntaban los cátaros, hacer caso de la Iglesia? Y más en concreto, ¿por qué pagarle impuestos y diezmos? Para los cátaros, los atavíos eclesiásticos de riqueza y poder mundano servían sólo para poner de manifiesto que la Iglesia pertenecía a la esfera de lo material. En el mejor de los casos, el Papa y sus subalternos eran unos ignorantes; en el peor, agentes activos del creador maligno.
Tampoco el resto de la sociedad eludía las consecuencias revolucionarias del pensamiento cátaro. Esto fue especialmente cierto en el tratamiento a las mujeres. El statu quo sexual medieval habría sido socavado si todos hubieran creído, como creían los cátaros, que un hombre noble en una vida puede ser una ordeñadora en la siguiente, o que las mujeres estaban capacitadas para ser guías espirituales. Quizás incluso más subversiva que este protofeminismo era la repugnancia que sentían los cátaros por la costumbre de hacer juramentos. Aunque hoy nos parezca una idea fútil, el hombre medieval pensaba de otra forma, pues el juramento era el reforzamiento contractual de la primitiva sociedad feudal. Proporcionaba un valor sagrado al orden existente; no podía crearse ni transferirse ningún reino, propiedad o vínculo de vasallaje sin establecer un lazo en forma de juramento, sancionado por el clero, entre el individuo y la divinidad. Como dualistas, los cátaros creían que intentar unir los hechos del mundo material a la imparcialidad del buen Dios era un ejercicio de ilusionismo. Con asombrosa facilidad, el predicador cátaro podía representar la sociedad medieval como un imaginario e ilegítimo castillo de naipes.
En resumen, para los poderes existentes el catarismo era una herejía perfecta y, por tanto, inspiró un odio que casi no conoció límites. Roma no podía permitir que el éxito de los cátaros la humillara públicamente. Aunque a menudo la doctrina cátara escapaba a la comprensión de sus adversarios, se urdieron y repitieron —de buena fe— fantásticas calumnias sobre sus costumbres. Su nombre, que en otro tiempo se creía que significaba «los puros», no fue invención suya; actualmente se considera que «cátaro» es un juego de palabras alemán que significa «el adorador de los gatos». Durante mucho tiempo se rumoreó que los cátaros realizaban el denominado «beso obsceno» en el trasero de un gato[5]. Y se decía que consumían las cenizas de niños pequeños muertos y se entregaban a orgías incestuosas. También era habitual el epíteto bougre, degradación de «búlgaro», referencia a una Iglesia hermana de dualistas heréticos en el este de Europa. A la larga, bougre se convirtió en «bujarrón», que pretendía señalar otra tendencia atribuida tiempo atrás a los entusiastas cátaros. El término «albigense», rechazado por las convenciones históricas modernas porque limita el alcance geográfico del catarismo, fue idea de un caballero cruzado según el cual los herejes creían que nadie podía pecar de cintura para abajo[6]. Hoy sabemos que los cátaros se referían a sí mismos, muy discretamente, como «buenos cristianos».
No obstante, hubo quien prestó oídos a los rumores de que les gustaban los gatos y quemaban a los niños pequeños, así como a relatos más precisos sobre el desarrollo de un credo cristiano alternativo. El poder de la Europa feudal cayó sobre el Languedoc con furia virtuosa. En muchos aspectos, el odio suscitado por los herejes enmascaraba una antipatía más profunda que oponía la exaltación espiritual del siglo XII a la cultura de elaboración de leyes y codificación propia del siglo XIII[7]. Así pues, en un sentido más amplio, las guerras cataras se produjeron porque la civilización occidental se hallaba en una encrucijada: de manera sugerente, el historiador R. I. Moore ha considerado que los años cercanos a 1200 constituyeron un momento decisivo que dio lugar a «la formación de una sociedad perseguidora»[8]. Se tardaría siglos en reparar el daño causado por ciertas decisiones. Con menos grandiosidad, puede contemplarse el destino de los cátaros como la historia de una disidencia no preparada para hacer frente a la fuerza de sus adversarios. El Languedoc de los cátaros estaba demasiado debilitado por la tolerancia para resistir las resueltas certidumbres de sus vecinos.
Este relato del drama cátaro, destinado a no especialistas, se basa en las diligentes investigaciones llevadas a cabo por historiadores académicos en la segunda mitad del siglo XX. Las principales fuentes varían en función de la acción que se esté revelando. En cuanto al ascenso de los herejes desde los años cincuenta del siglo XII en adelante, el archivo documental es desigual, y los documentos que existen —sobre todo cartas y las actas de los concilios de la Iglesia— fueron escritos por sus enemigos. Si en aquella época los cátaros tenían un corpus escrito, lo destruyeron los inquisidores dominicos encargados de extirpar la herejía cien años después. Ironías de la vida, tuvo que ser un fraile dominico del siglo XX, Antoine Dondaine, el que disipara las brumas de calumnias y conjeturas que rodearon el catarismo primitivo removiendo en archivos para poner al descubierto catecismos y tratados heréticos antes desconocidos para los historiadores[9].
En cuanto a los años del ocaso de la herejía, los dominicos volvieron a desempeñar un papel esencial para nuestro conocimiento. Pese a lo mucho que destruyeron en general del catarismo, los frailes medievales resultaron ser magníficos conservadores de ese declive al poner por escrito las actas de sus investigaciones. En los últimos años se ha podido disponer de transcripciones de los interrogatorios de la Inquisición, de palabras pronunciadas por campesinos y burgueses desaparecidos hace siglos, que constituyen una ayuda valiosísima para los estudiosos de aquel período. Sólo hemos de remitirnos a Montaillou: The Promised Land of Error, la obra clásica de Emmanuel Le Roy Ladurie sobre uno de los últimos reductos del catarismo, para verificar el valor de los archivos de la Inquisición en la reconstrucción del pasado.
No obstante, el núcleo de la historia tiene lugar entre el ascenso y la caída de los cátaros, en el trascendental momento del conflicto abierto que se inició con el saqueo de Béziers en 1209 y acabó en la rendición de Montségur en 1244. Por fortuna, hubo cuatro cronistas contemporáneos[10] —de los cuales sólo uno estaba en el bando del Languedoc— que presenciaron y registraron los triunfos y los cambios imprevistos de ese agitado período, así como varios comentaristas medievales posteriores que con gran acierto consideraron que la narración despertaba un interés enorme. En conjunto, las fuentes —los manuscritos que nos han legado cronistas, comentaristas, inquisidores, clérigos y señores— ofrecen un cuadro detallado y complejo de una época en que abundaban las gentes de fuertes convicciones y gran valentía. La Iglesia y sus aliados contaban, entre otros, con Lotario dei Conti di Segni, el carismático magnate romano elegido Papa con el nombre de Inocencio III; Domingo de Guzmán, santo Domingo descalzo, que clamó en el desierto cátaro; Simón de Montfort, un guerrero devoto que pretendió construir un imperio; el obispo Fulko de Tolosa, trovador convertido en perseguidor, y Arnaud Amaury, el legado papal que carecía del menor escrúpulo. En el otro campo tenemos al conde Raimundo VI de Tolosa, el principal libertino, diplomático y noble del Languedoc; Raymond Roger de Foix, señor de la montaña consagrado a horrorosas venganzas; Guilhabert de Castres, destacado fugitivo cátaro que escapó tanto de los cruzados como de los inquisidores; Pierre Autier, rico notario que se volvió cabecilla de los herejes, y Guillaume Bélibaste, hombre sagrado asesino cuya muerte en la hoguera en 1321 marcó la desaparición de la fe.
Los misioneros cátaros recorrieron los caminos del Languedoc rural dos siglos enteros antes de la época de Juana de Arco; tres antes de Martín Lutero; cuatro antes del Mayflower. La inmensa distancia entre ellos y nosotros sería incluso más desalentadora si no fuera por la verdad que encierra el axioma enunciado por un discípulo de David Hume: «El pasado no existe salvo como sucesión de estados mentales presentes». Por tanto, el epílogo de este trabajo examinará la exuberante singularidad del catarismo en nuestra propia época, que ha visto cómo los cátaros salían de las sombras de un mundo recóndito y entraban en el ingobernable mercado de la memoria europea. En efecto, los cátaros han recibido el apoyo, con distintos grados de seriedad, de vegetarianos, nacionalistas, feministas, buscadores de tesoros, seguidores de la New Age, libertarios, anticlericales y pacifistas. Sus antiguos escondites —castillos en ruinas al pie de los Pirineos— ya forman parte de las rutas turísticas. Entre sus admiradores menos recomendables se incluyeron los nazis y, más recientemente, los integrantes de la Orden del Templo Solar que se autoinmolaron. En una reciente novela francesa aparecen neocátaros que luchan contra las fuerzas del imperialismo norteamericano[11]. En algunas zonas, los cátaros inspiran la misma mezcla de admiración y respeto misterioso que rodea a los pueblos indígenas del Nuevo Mundo. Los herejes de Montségur se han convertido en sustitutos de los hopis, y sus creencias indican una opción espiritual grabada al aguafuerte no sobre una imagen onírica sino contra el fondo de una pesadilla medieval. Pese al gran abismo de los siglos, los cátaros todavía recorren las tierras eternas del Languedoc.