En la residencia de ancianos de Maggie había un hombre mayor que creía que, cuando llegara al cielo, le sería devuelto todo aquello que había perdido durante su vida. «¡Oh, sí, qué buena idea!», dijo Maggie cuando el hombre se lo contó. Ella supuso que se refería a cosas intangibles, como la energía de la juventud, por ejemplo, o como la disposición de los jóvenes para dejarse emocionar y apasionarse. Pero luego, a medida que él fue hablando, se percató de que el hombre pensaba en cosas más concretas. En las puertas del cielo, le dijo, san Pedro se lo entregaría todo en un saco de arpillera. El jersecito que su madre le hiciera justo antes de morir, olvidado por él en un autobús cuando hacía cuarto grado y que desde entonces siempre había echado de menos con toda su alma. Aquella navaja tan especial que su hermano mayor le había arrojado por despecho a un maizal. El anillo de diamantes que su primera novia no le devolvió cuando ella rompió el compromiso y se fugó con el hijo del predicador.
Entonces, Maggie pensó en lo que ella podría encontrar en su propio saco de arpillera: Las polveras, los pendientes desparejados y los paraguas extraviados, que en algunos casos no había echado en falta entonces, sino semanas, o incluso meses, después. («¿No tenía yo un…?» «¿Qué ha sido de mi…?») Incluso objetos a los que ella había renunciado voluntariamente y que luego volvió a desear tener. Por ejemplo, aquellas faldas de los años cincuenta que había dado a Goodwill, ahora que las faldas cortas volvían a estar de moda una vez más. Y Maggie dijo otra vez: «¡Oh, sí!», pero un poco menos convencida, porque le parecía que sus pérdidas no habían sido tan amargas como las del anciano.
Ahora, sin embargo (mientras colocaba los restos de pollo frito en un recipiente de plástico, para los almuerzos de Ira), volvió a pensar en el saco de arpillera, y esta vez abultaba mucho más. Recordó un vestido verde que un día admirase Natalie, la mujer de su hermano, Josh. Maggie le había dicho: «Llévatelo, hace juego con tus ojos», porque realmente era verdad, y se había alegrado de que Natalie se lo llevara. La quería como a una hermana. Pero luego Josh y Natalie se divorciaron, y Natalie se mudó de casa y ya no estuvieron en contacto nunca más, como si también se hubiera divorciado de Maggie, y ahora Maggie quería volver a tener aquel vestido. ¡Solía moverse con tanta soltura cuando lo llevaba! Era uno de esos vestidos con los que puedes ir a cualquier parte, que parecen adecuados para todas las ocasiones.
Y también quería volver a tener aquella divertida gatita, Thistledown, que fue el primer regalo de Ira en los tiempos de su noviazgo. Era una criatura juguetona y traviesa, luchando siempre con sus dientes como agujas y suaves y grisáceas garras contra enemigos imaginarios, y Maggie e Ira solían pasarse horas jugando con ella. Pero luego, Maggie, al poner en marcha la secadora de su madre sin antes inspeccionar el interior, asesinó sin querer a la pobre criatura, y, cuando fue a sacar la ropa, se encontró con Thistle tan fláccida y despeinada y deshuesada como un estropajo, y Maggie lloró y lloró. Después, hubo toda una serie de gatitos —Lucy y Chester y Pumpkin—, pero ahora, de repente, Maggie quería tener a Thistle de nuevo. Sin duda, san Pedro admitiría animales en el saco de arpillera, ¿no? ¿Admitiría también a todos los flacos y modestos perros de la calle Mulraney, aquellos perros mestizos, cuyas distantes voces y ladridos la acunaron todas las noches de su niñez? ¿Admitiría al pequeño hámster de los niños, girando año tras año incansablemente en su rueda de alambre, hasta que Maggie se apiadó de él y lo dejó en libertad y Pumpkin lo cazó y se lo comió?
Y el viejo llavero que tuvo casi siempre: un disco de metal que giraba alrededor de un eje, con ME QUIERE en una cara y NO ME QUIERE en la otra. Se lo había regalado Boris Drumm. Y, cuando Jesse sacó el carnet de conducir, Maggie se lo dio a él con sentimentalismo. Se lo puso en la palma de la mano tras haberlo llevado en coche hasta casa después del examen de conducir, pero, por desgracia, mientras ella se apeaba, el coche, que todavía estaba en marcha, comenzó a rodar. «¡Oh, fantástico, mamá!», le había dicho Jesse mientras tiraba del freno de mano. Y en su arrogante regocijo había algo que hizo que Maggie lo viera por primera vez como a un hombre. Pero ahora Jesse llevaba las llaves en un pequeño estuche de piel, de piel de serpiente, creía Maggie. Le gustaría volver a tener aquel llavero. Podía incluso sentirlo entre sus dedos; el metal ligero y barato, y las letras repujadas, y cómo lo hacía girar distraídamente mientras hablaba de pie con Boris: Me quiere - No me quiere. Y una vez más vio a Boris alzarse ante su coche mientras ella practicaba cómo frenar. Resultaba evidente que todo cuanto había tratado de decirle era: ¡Estoy aquí! ¡Préstame un poco de atención!
Y, claro, también su collar de cuentas marrón claro, que parecía algo así como de ámbar oscuro. Plástico antiguo, había dicho la chica de la tienda de gangas. Dos términos contradictorios, se diría, pero Maggie estaba enamorada de aquel collar. Y también Daisy, que en los días de su niñez solía pedírselo prestado junto con un par de zapatos de tacón alto, y que, al final, lo perdió un día en el callejón de detrás de la casa. Se lo puso una noche de verano que jugaron a la comba y regresó a casa llorando porque había desaparecido. Sin duda alguna, también el collar estaría en el saco de arpillera. Y la noche de verano, también. ¿Por qué no? Los niños con olor a sudor y a luciérnagas, las cálidas tablas del suelo del porche pegándose un tanto a las mecedoras y las voces procedentes del callejón: «¿A eso le llamas tú un golpe?» y «La señorita Mary Mack, Mack, Mack, vestida siempre de negro va y va…»
Maggie guardó los recipientes de pollo en la parte delantera del frigorífico, donde Ira no pudiera dejar de verlos, y se imaginó el asombro de san Pedro cuando observara todo lo que iba saliendo: una botella de viento, una caja de nieve fresca y una de esas nubes que, iluminadas por la luna, surgían amenazadoras y solían flotar como dirigibles por encima de sus cabezas cuando Ira la acompañaba a casa después del ensayo del coro.
Ahora los platos de la escurridora ya estaban secos y Maggie los apiló y los guardó en un armario. A continuación se preparó un enorme bol de helado. Lamentó que no hubieran comprado helado de menta con trocitos de chocolate. El biscuit sabía poco a chocolate. Subió las escaleras tomando cucharadas de helado. Al llegar a la puerta de la habitación de Daisy se detuvo. Daisy estaba arrodillada en el suelo, metiendo libros en una caja de cartón.
—¿Quieres un poco de helado? —le preguntó Maggie.
Daisy levantó la vista y dijo:
—No, gracias.
—Sólo has cenado un muslito de pollo.
—No tengo hambre —dijo Daisy, y se apartó un mechón de pelo que le caía sobre la frente.
Se había vestido con ropa que no pensaba llevarse: unos tejanos holgados y una blusa con un ojal deshilachado. Su habitación ya daba la sensación de estar deshabitada. Las chucherías que por lo general reposaban sobre las estanterías habían sido empaquetadas varias semanas atrás.
—¿Dónde están tus animalitos de felpa? —preguntó Maggie.
—En la maleta.
—Creía que ibas a dejarlos en casa.
—Sí, pero he cambiado de idea.
Había estado callada durante la cena. Maggie adivinaba que estaba desasosegada por lo del día siguiente. Pero era muy propio de Daisy no decir nada al respecto. Uno tenía que descifrar los signos: su falta de apetito y, después de todo, su decisión de llevarse los animalitos de felpa.
Maggie dijo:
—Bueno, cariño, si necesitas ayuda, avísame.
—Gracias, mamá.
Maggie cruzó el rellano para dirigirse a la habitación que compartía con Ira. Ira estaba cómodamente sentado en la cama, disponiendo las cartas para hacer un solitario. Se había quitado los zapatos y se había arremangado las mangas de la camisa.
—¿Te parece un poco de helado? —le preguntó Maggie.
—No, gracias.
—Yo tampoco debería tomarlo, pero, no sé por qué, viajar es tan agotador… Me siento como si hubiera quemado un millón de calorías con sólo estar sentada en el coche.
Sin embargo, en el espejo de encima de la cómoda, Maggie estaba rotundamente gruesa. Dejó el helado sobre el tapete de la cómoda y se inclinó hacia adelante para examinar su rostro, chupándose las mejillas para darse a sí misma un aspecto más sumido. Suspiró y se alejó. Fue al cuarto de baño en busca de su camisón.
—Ira —exclamó Maggie. Las baldosas reflejaron el sonido de su voz—. ¿Crees que Serena todavía estará enfadada con nosotros?
Tuvo que asomarse por la puerta para poder percibir la respuesta: un encogimiento de hombros.
—Se me ocurre que tal vez podría llamarla para saber qué tal está —dijo Maggie—, pero no soportaría que me colgara el teléfono.
Se desabrochó el vestido, se lo quitó por la cabeza y lo lanzó sobre la tapa del retrete. Después se quitó los zapatos con los pies.
—¿Te acuerdas de aquella vez que la ayudé a meter a su madre en la residencia de ancianos? —preguntó Maggie—. Entonces estuvo sin hablarme durante meses y, cada vez que yo la llamaba, ella me colgaba. No soportaba que me lo hiciera. Hacía que me sintiera tan pequeñita. Me parecía que volvía a estar en tercer curso.
—Eso era porque ella se portaba como si estuviera en tercer curso.
Maggie salió en combinación para coger otra cucharada de helado.
—Ni siquiera sé por qué se enfadó tanto —le dijo a Ira, mirando su imagen en el espejo—. ¡Fue un error del todo sincero! ¡Yo lo hice con las mejores intenciones del mundo! Le dije a su madre: «Escuche, ¿quiere caerles en gracia a sus compañeros de residencia? ¿Quiere demostrarle en seguida al personal que usted no es una de esas viejas insulsas?» ¡Es que se trataba de Anita! ¡Que solía llevar unos pantalones de torero rojos! No podía dejar que la subvaloraran, ¿no? Por eso le dije a Serena que no deberíamos ingresarla hasta el domingo por la tarde, víspera de Todos los Santos, y por eso cosí en mi máquina de coser aquel traje de payaso y me recorrí toda la avenida Eastern hasta dar con una… no sé cómo se llaman. ¿Cómo se llaman?
—Una tienda de accesorios teatrales —dijo Ira, mientras distribuía otra fila de cartas.
—… una tienda de accesorios teatrales para comprar maquillaje. ¿Cómo iba a saber yo que aquel año habían celebrado la fiesta de disfraces el sábado?
Maggie se fue con el helado hasta la cama y se instaló en ella apoyando la almohada contra la cabecera. Ira, frunciendo el entrecejo, miraba la disposición de las cartas.
—A juzgar por cómo se portó luego Serena —le dijo Maggie a Ira—, cualquiera diría que yo había procurado convertirla adrede en el hazmerreír de todo el mundo.
Pero en quien de verdad pensaba Maggie no era en Serena, sino en Anita: con la cara pintada, el pelo de hilo rojo y los triángulos que ella le había dibujado con el lápiz de los labios debajo de los ojos y que daban a éstos un aspecto alegre, antinatural o, incluso, lloroso, como si fuera un verdadero payaso de circo. Y después, la barbilla temblorosa y hundiéndosele hacia adentro, mientras se sentaba en la silla de ruedas y contemplaba cómo Maggie se iba.
—Fui una cobarde —dijo Maggie de pronto, mientras dejaba el bol en el suelo—. Debería de haberme quedado allí para ayudar a Serena a cambiarla. Pero me sentí tan ridícula, tuve la sensación de que lo había liado todo. Sólo dije: «¡Adiós!», y me fui. Y aquella fue la última vez que la vi, sentada con un espantajo de peluca como alguien… extravagante y senil y patético, con toda la gente que la rodeaba vestida con ropas normales.
—Bueno, cariño, pero se adaptó perfectamente a ese sitio, al fin. ¿Por qué darle tanta importancia?
—Dices eso porque no viste su aspecto, Ira. Y, además, también llevaba uno de esos aparatos de contención, un Posey, porque ya no podía mantenerse derecha en la silla. ¡Un payaso y un Posey! Fui una estúpida, en serio.
Maggie tenía la esperanza de que Ira siguiera llevándole la contraria, pero él se limitó a colocar una jota de trébol encima de una dama.
—No sé por qué me hago la ilusión de que voy a ir al cielo —le dijo Maggie.
Silencio.
—Así qué, ¿la llamo o no?
—¿Si llamas a quién?
—A Serena, Ira. ¿De quién estamos hablando todo el rato?
—Claro, si quieres —dijo él.
—Pero, ¿y si me cuelga?
—En ese caso, piensa en todo lo que te habrás ahorrado cuando venga la factura del teléfono.
Maggie le dedicó una mueca.
Cogió el teléfono de la mesilla de noche y se lo colocó sobre las rodillas. Lo estuvo pensando unos instantes. Descolgó el auricular. Discretamente, Ira se inclinó más sobre las cartas y empezó a silbar. (Era así de considerado respecto a la intimidad, aunque Maggie sabía por experiencia que, mientras uno pretendía estar absorto en algo, podía llegar a oír bastante.) Marcó el número de teléfono de Serena muy lenta y cautelosamente, como si ello fuera a facilitar la conversación.
El teléfono de Serena dio los timbrazos cortos en lugar de uno largo. Maggie pensó que era rural y algo atrasado. Ring-ring, hizo. Ring-ring.
—¿Diga? —dijo Serena.
—¿Serena?
—¿Sí?
—Soy yo.
—¡Ah, hola!
Tal vez no había caído en la cuenta de quién era ese «yo». Maggie se aclaró la voz.
—Soy, Maggie.
—¡Hola, Maggie!
Maggie se recostó contra la almohada y estiró las piernas.
—Te llamo para saber qué tal estás.
—¡Muy bien! Bueno, en realidad, no sé. No tan bien, a decir verdad. No paro de ir de acá para allá, de una habitación a otra. Parece que no pueda estarme quieta en ningún sitio.
—¿No está Linda contigo?
—La he echado.
—¿Por qué?
—Me crispaba los nervios.
—¿Ah, sí? ¿Y eso?
—Oh, por varias cosas. No me acuerdo. Me invitaron a cenar y… reconozco que en parte fue culpa mía. Todo el rato estuve llevando la contraria. No me gustaba el restaurante y no soportaba a la gente que estaba comiendo allí. No dejaba de pensar en lo bien que estaría sola, sin nadie más en casa. Pero ahora estoy en casa y todo está tan silencioso… Es como si me hallara envuelta en algodón o algo así. Me ha hecho tanta ilusión que sonara el teléfono.
—Ojalá vivieras más cerca.
—No tengo a nadie para hablar de cosas triviales: cómo están las cañerías y cómo las hormigas rojas han vuelto a invadir la cocina.
—Puedes contármelo a mí —dijo Maggie.
—Sí, pero no son tus hormigas rojas también, ¿no lo entiendes? Quiero decir que tú y yo no estamos juntas en esto.
—Oh —dijo Maggie.
Se produjo una pausa.
¿Qué era lo que Ira estaba silbando? Alguna canción del disco que Leroy había puesto aquella tarde. Maggie tenía la letra en la punta de la lengua. Ira cogió una fila de diamantes y la colocó encima de un rey.
—¿Sabes? —dijo Serena—. Cuando Max se iba de viaje de negocios, siempre teníamos tanto que contarnos cuando volvía a casa. Él hablaba y hablaba sin cesar, y yo hablaba y hablaba y hablaba sin cesar, y entonces, ¿sabes qué hacíamos?
—¿Qué?
—Teníamos una pelea de padre y muy señor mío.
Maggie se rió.
—Y después hacíamos las paces y entonces nos íbamos juntos a la cama —dijo Serena—. De locos, ¿verdad? Y no dejo de preguntarme si, suponiendo que Max resucitara en este instante, sano y salvo, ¿tendríamos también nuestra espantosa pelea?
—Bueno, supongo que sí —dijo Maggie.
Maggie se preguntó cómo se sentiría ella de saber que había visto a Ira por última vez en su vida. Supuso que le resultaría difícil creérselo. Tal vez durante varios meses esperaría que Ira entrara tranquilamente en casa, como se presentó, con toda tranquilidad, en el ensayo del coro treinta años atrás.
—Eh… además, Serena —dijo Maggie—, quería pedirte disculpas por lo que pasó después del funeral.
—Ah, olvídalo.
—No, de verdad. Los dos nos sentimos francamente mal.
Maggie confiaba en que Serena no pudiera oír, de fondo, a Ira; ello haría que sus disculpas parecieran poco sinceras. «Se me acaba de ocurrir», silbaba Ira la mar de alegre, «que ha sido un viaje largo y extraño…»
—Olvídalo, perdí los estribos —dijo Serena—. El nerviosismo de sentirme viuda, o algo así. Ha sido una estupidez. Ya no tengo edad para ir deshaciéndome sin más ni más de los viejos amigos. No puedo permitirme ese lujo.
—¡Oh, no digas eso!
—¿Qué? ¿Quieres que me deshaga de ti?
—No, no…
—Sólo era una broma. Maggie, gracias por llamar. De verdad. Me ha alegrado mucho oírte.
—Ya sabes…
—Adiós.
—Adiós.
Serena colgó. Maggie lo hizo al cabo de unos instantes.
El helado ya ni siquiera podía comerse. Maggie había dejado que se convirtiera en una sopa. Además, se sentía llena en exceso. Se contempló a sí misma: el corpiño de la combinación le quedaba ceñidísimo en la parte del pecho.
—Estoy hecha un elefante —le dijo a Ira.
—No empieces otra vez.
—En serio.
Ira se golpeó ligeramente el labio superior con la punta de los dedos y estudió las cartas.
Bueno. Maggie se levantó y, desnudándose mientras caminaba, se fue al cuarto de baño, y descolgó de su percha el camisón. Al metérselo por la cabeza, sintió que se deslizaba por su cuerpo suavemente, proporcionándole una sensación de holgura y frescor y ligereza. «¡Vaya!», dijo. Se lavó la cara y los dientes. Un sendero de ropa interior conducía de la habitación al cuarto de baño. Maggie la recogió y la metió en el cesto.
A veces, después de un día especialmente difícil, sentía el vivo deseo de quemar toda la ropa que había llevado.
Luego, mientras colocaba el vestido en una percha, se le ocurrió una idea. Echó una mirada a Ira. Apartó la vista. Colgó el vestido en el armario, junto a su única blusa de seda.
—Dios mío —dijo Maggie volviéndose de nuevo hacia Ira—. ¿Verdad que Cartwheel es pequeñísimo?
—¿Eh?
—Ya no me acordaba de lo pequeñísimo que es.
—¿Eeeh?
—Seguro que la escuela también es pequeñísima.
No hubo respuesta.
—¿Crees que la escuela de Cartwheel proporciona una buena educación?
—No sabría decirte —dijo Ira.
Maggie cerró con firmeza la puerta del armario.
—Pues yo sí —le dijo a Ira—. Seguro que con relación a las escuelas de Baltimore va un año atrasada. Tal vez dos.
—Y, evidentemente, las escuelas de Baltimore son excelentes.
—Bueno, por lo menos, mejores que las de Cartwheel.
Ira miró a Maggie alzando una ceja.
—Quiero decir que es lo más probable —dijo Maggie.
Ira cogió una carta, la puso sobre otra y después, cambiando de idea, volvió a dejarla donde estaba.
—Te diré lo que podríamos hacer —dijo Maggie—. Le escribimos a Fiona y le preguntamos si ha pensado en la educación de Leroy. Le proponemos que la matricule en Baltimore y que deje a Leroy viviendo con nosotros nueve meses al año.
—No —dijo Ira.
—O incluso doce, si es necesario. Ya sabes cómo se encariñan los niños con sus compañeros de clase. Tal vez no quiera marcharse.
—Maggie, mírame.
Maggie, con las manos en las caderas, le miró.
—No —dijo él.
Ella podía aducir muchas razones. ¡Toda clase de razones!
Pero, por algún motivo, no lo hizo. Dejó caer sus manos y se acercó lentamente a la ventana.
Hacía una noche calurosa, intensa, tranquila, y la brisa que soplaba bastaba para que la cuerda de la persiana se balancease. Maggie subió un poco más la persiana, y se asomó, oprimiendo la frente contra la áspera tela metálica. El aire olía a caucho de neumáticos y a hierba. De la televisión de los Lockes, los vecinos de al lado, llegaban ráfagas de música de aventuras. Al otro lado de la calle, los Simmons subían las escaleras principales; el marido hacía tintinear las llaves de la casa. Ellos no se acostarían aún. Seguro que no. Eran un matrimonio joven y sin hijos, de esos que sólo tenían ojos el uno para el otro y, sin duda, regresaban de cenar en algún restaurante y ahora harían… ¿Qué harían? Pondrían un poco de música romántica, algo con violines, tal vez, y se sentarían a hablar plácidamente en su inmaculado y blanco sofá de dos plazas, alzando cada uno de ellos una copa de vino hecha de ese cristal tan fino y en extremo frágil, que ni siquiera tiene un reborde alrededor. O tal vez bailarían. Ella los había visto bailar una vez en el porche principal: la esposa llevaba zapatos de tacón puntiagudo y el pelo recogido en forma de iglú, y el marido la sujetaba a determinada distancia, de un modo formal, admirativo.
Maggie dio media vuelta y regresó a la cama.
—¡Oh, Ira! —dijo ella, dejándose caer a su lado—. ¿En qué pondremos nosotros dos nuestras ilusiones el resto de nuestras vidas?
Le había desordenado un montón de cartas, pero Ira contuvo amablemente el impulso de arreglarlas y, en cambio, alargó un brazo y acomodó a Maggie junto a él. Sin dejar de asirla, puso un cuatro de pie sobre un cinco, y Maggie apoyó la cabeza contra su pecho y se quedó mirando. Ahora había llegado la parte interesante del juego, observó Maggie. La fase inicial y superficial, en la que cualquier número de jugadas parece posible, había quedado atrás, y ahora el número de posibilidades era más reducido y él tenía que demostrar verdadero virtuosismo y juicio. Maggie notó que algo, como un sofoco, una especie de ligereza interior, la invadía, y alzó la cabeza para besar la cálida superficie de su mejilla. Después, se apartó suavemente de Ira y se desplazó por la cama hasta su lado, porque al día siguiente les aguardaba un viaje muy largo y sabía que necesitaba descansar antes de emprender el camino.