Pese a cómo estaba aparcado detrás del suyo el coche de la señora Stuckey, les quedaba espacio suficiente para maniobrar y poder salir. O esto era lo que afirmaba Ira. Maggie creía que estaba equivocado.
—Podrías arreglártelas si ese buzón no estuviera ahí —dijo ella—, pero está, y cuando salgas chocarás con él.
—Sólo si fuera sordo, mudo y ciego —dijo Ira.
En el asiento de atrás, Fiona dio un pequeño suspiro.
—Mira —le dijo Ira a Maggie—. Ve y ponte junto al buzón. Avísame cuando esté cerca. Sólo tengo que girar unos pies hacia el jardín, retroceder mucho hacia la derecha hasta la entrada…
—Yo no quiero hacerme responsable. Chocarás con el buzón y me echarás a mí la culpa.
—Tal vez deberíamos pedirle a mamá que moviera el Maverick —sugirió Fiona.
—Oh, bueno… —dijo Maggie.
Pero Ira dijo:
—No, estoy seguro de que lo conseguiremos.
Ninguno de los dos quería ver a la señora Stuckey desfilando ante ellos molesta.
—Muy bien, ponte tú al volante —le dijo Ira a Maggie—, y yo te guiaré.
—Entonces seré yo la que chocará con el buzón y de un modo u otro me echarás la culpa.
—Maggie, hay por lo menos diez pies entre el buzón y el Maverick. De modo que, cuando hayas dejado atrás el Maverick, sólo tienes que enfilar la entrada y ya está. Yo te diré cuándo.
Maggie se quedó pensando.
—Prométeme que no chillarás si choco contra el buzón —dijo.
—No chocarás contra el buzón.
—Prométemelo, Ira.
—¡Cielo santo! De acuerdo. Te lo prometo.
—Y no mirarás al firmamento ni harás ese siseo con los dientes.
—Quizá sería mejor que fuera a buscar a mamá —dijo Fiona.
—No, no, si está tirado —le dijo Ira a Fiona—. Cualquier imbécil podría hacerlo. Créeme.
A Maggie, aquello no le sonó nada bien.
Ira se apeó del coche y fue a situarse junto al buzón. Maggie se acomodó en el asiento. Asió el volante con ambas manos y comprobó el retrovisor. El ángulo no era el correcto. Estaba orientado para la estatura de Ira y no para la suya, de modo que extendió el brazo para ajustarlo. La parte superior de la cabeza de Leroy apareció de súbito en el espejo, con un brillo mate, como la tapa posterior de la caja de un reloj de bolsillo, seguida de la enjuta figura de Ira, con los codos alzados y las manos enfundadas en los bolsillos de atrás. A su lado, el buzón era una pequeña estructura.
El asiento del conductor también estaba colocado para Ira, demasiado atrás, pero Maggie supuso que para una distancia corta daba lo mismo. Puso marcha atrás. Ira gritó:
—Vale, gira mucho esa cosa hacia tu izquierda.
¿Cómo era que Ira usaba siempre el femenino para referirse a las tareas difíciles? Aquel coche nunca había sido «esa cosa» hasta que había tenido que ejecutar una maniobra complicada. Lo mismo pasaba cuando se refería a tornillos recalcitrantes y botes cerrados herméticamente y voluminosos muebles al ser transportados.
Maggie viró en dirección al jardín de tierra comprimida y pasó junto al Maverick, avanzando tal vez un poco demasiado deprisa, pero sin perder el control. Después, buscó el freno con el pie. No había freno. O sí había, pero estaba mal colocado, más cerca de lo que ella esperaba, considerando que el asiento estaba tan atrás. Su pie topó con el eje en lugar de apretar el pedal, y el coche prosiguió libremente su marcha. Ira gritó: «¿Qué demon…?» Maggie, con la mirada todavía fija en el retrovisor, vio una mancha que corría en busca de un refugio donde zambullirse. ¡Uuuap!, dijo el buzón cuando Maggie chocó con él. Leroy dijo, con tono atemorizado: «Caramba.»
Maggie puso el punto muerto y sacó la cabeza por la ventanilla. Ira estaba levantándose del suelo. Se sacudió las manos.
—Tenías que demostrarnos que estabas en lo cierto respecto a lo del buzón, ¿verdad, Maggie? —dijo.
—¡Ira, lo has prometido!
—La luz izquierda de atrás se ha hecho añicos —dijo Ira, mientras se agachaba para examinarla.
Dio unos golpecitos a algo con la punta del dedo. Se oyó un sonido metálico. Maggie volvió a meter la cabeza en el coche y miró hacia adelante.
—Ha prometido que no diría ni una sola palabra —les dijo Maggie a Fiona y a Leroy—. Ya veréis cómo vuelve al ataque.
Fiona golpeaba distraídamente la desnuda rodilla de Leroy.
—Ha quedado hecha trizas —gritó Ira.
—¡Has dicho que no te quejarías!
Ira gruñó. Maggie vio que estaba enderezando el buzón. Desde donde ella estaba, ni siquiera parecía abollado.
—Supongo que no será necesario que le digamos nada de todo esto a tu madre —le dijo Maggie a Fiona.
—Ya se ha enterado —dijo Leroy—. Está mirando desde casa.
Cierto que una de las persianas venecianas estaba inclinada de un modo sospechoso. Maggie dijo:
—Oh, hoy ha sido un día tan… no sé —y se deslizó en su asiento hasta sentarse más o menos sobre las paletillas de su espalda.
Entonces apareció Ira en la ventanilla.
—Prueba las luces —le dijo a Maggie.
—¿Eh?
—Que pruebes las luces. Quiero ver si esta cosa funciona o no.
Ya estaba de nuevo con lo de «esta cosa». Maggie alargó la mano con hastío y oprimió el botón.
—Justo lo que pensaba —gritó Ira desde atrás—. La luz izquierda de detrás no funciona.
—No quiero oír hablar de eso —dijo Maggie, mirando al techo.
Ira volvió a aparecer en la ventanilla y le hizo señas de que se corriera a un lado.
—Por culpa de esto nos pondrán una multa. ¿Qué te apuestas? —dijo Ira, abriendo la puerta y metiéndose en el coche.
—Me trae completamente sin cuidado —dijo Maggie.
—Con el retraso que llevamos —dijo Ira (otro reproche)— se hará de noche antes de llegar a medio camino de casa, y la policía estatal nos parará por conducir sin una de las luces posteriores.
—Entonces, detengámonos en algún sitio para que te la reparen —dijo Maggie.
—Sí, bueno, pero ya sabes cómo son las estaciones de servicio de las autopistas —dijo Ira.
Cambió de marcha, echó un poco hacia adelante y después salió con suavidad del camino dando marcha atrás. Al parecer, Ira no encontraba en ello la menor dificultad.
—Te cobran un ojo de la cara por algo que yo puedo conseguir prácticamente gratis en Suministros Rudy para el Automóvil —dijo Ira—. Creo que me arriesgaré.
—Siempre puedes alegar que tu mujer es tonta de remate.
Ira no se lo discutió.
Cuando cogieron la carretera, Maggie echó una mirada al buzón. Estaba algo inclinado, pero por lo demás no parecía haber sufrido daño alguno. Se retorció en el asiento hasta quedarse mirando a Fiona y a Leroy, con sus rostros pálidos y asombrados, inquietantemente parecidos.
—¿Vosotras dos estáis bien?
—Por supuesto —respondió Leroy en nombre de las dos. Apretaba el guante de béisbol contra su pecho.
—¿A que no esperabas que tuviéramos un accidente antes de salir del camino de entrada de vuestra casa? —dijo Ira.
—Tampoco esperábamos que tú anduvieras buscando uno —le dijo Fiona.
Ira miró a Maggie con las cejas levantadas.
Ahora el sol había desaparecido ya y el cielo había perdido su color. Una súbita brisa inclinó los pastos.
—Por cierto —dijo Leroy—, ¿cuánto dura el viaje?
—Una hora o algo así, nada más —le dijo Fiona—. Tú ya sabes lo que se tarda en llegar a Baltimore.
—¿Leroy se acuerda de Baltimore? —preguntó Maggie.
—De ir a visitar a mi hermana.
—Ah, claro —dijo Maggie.
Maggie contempló el paisaje durante un rato. Algo en la luz que iba desvaneciéndose daba a las casas un aire dócil y de derrota. Por último, Maggie se forzó a sí misma a preguntar:
—¿Cómo está tu hermana, Fiona?
—No está mal, después de todo. ¿Sabías que había perdido a su marido?
—Ni siquiera sabía que se había casado.
—No, claro, supongo que no lo sabías. Se casó con Avery, ¿sabes?, su novio, y el pobre se mató en un accidente de construcción cuando no hacía ni seis semanas de la boda.
—Oh, pobre Crystal —dijo Maggie—. ¿Qué está pasando aquí? Todo el mundo pierde a sus maridos. ¿Te he dicho que nosotros venimos del funeral de Max Gill?
—Sí, pero me parece que no le conocía.
—¡Seguro que le conocías! Estaba casado con Serena, mi amiga del colegio. Los Gill. Estoy segura de que los conocías.
—Bueno, pero ellos ya eran viejos. O quizá no viejos, pero ya sabes. Crystal y Avery acababan de regresar como quien dice de su luna de miel. Y cuando sólo llevas casada seis semanas, todo es perfecto todavía.
Y después, no, eso era lo que Fiona daba a entender. Maggie no podía discutírselo. Sin embargo, no dejó de entristecerse al advertir que todo el mundo daba aquello por sentado.
Frente a ellos se perfilaba una señal de stop. Ira aminoró la velocidad y giró por la carretera uno. Después de las carreteras comarcales por las que habían estado circulando, la carretera uno parecía más impresionante. Los camiones avanzaban en dirección a ellos, algunos con los faros ya encendidos. Alguien había colocado un rótulo escrito a mano en el porche de un pequeño café: SE SIRVEN CENAS. Buenas comidas de campo, sin duda: mazorcas de maíz y panecillos.
—Creo que deberíamos parar por el camino para comprar algunos comestibles —dijo Maggie—. ¿Leroy, tienes mucha hambre?
Leroy asintió con la cabeza enérgicamente.
—Yo no he comido nada desde esta mañana, salvo unas patatas fritas y unas galletas saladas —dijo Maggie.
—Eso, y una cerveza que te has tomado en pleno día —le recordó Ira.
Maggie fingió que no le oía.
—Leroy —dijo—, dime cuáles son tus platos preferidos.
—¡Ay, no sé! —dijo Leroy.
—Tienes que saber alguno.
Leroy dio un puñetazo en la palma de su guante de béisbol.
—¿Hamburguesas? ¿Perros calientes? —le preguntó Maggie—. ¿Bistec a la brasa? ¿O tal vez cangrejos?
—¿Quieres decir cangrejos con el caparazón? ¡Uf!
De pronto, Maggie se sintió perdida.
—Le encanta el pollo frito —dijo Fiona—. Siempre le está pidiendo a mamá que haga pollo frito. ¿Verdad Leroy?
—¡Pollo frito! Perfecto —dijo Maggie—. Camino de la ciudad, compraremos todo lo que haga falta. ¡Qué bien! ¿Verdad?
Leroy permaneció callada, y no era de extrañar. Maggie sabía lo alegre y artificial que había sonado su voz. Una persona mayor, esforzándose al máximo. Ojalá Leroy pudiera ver que, por debajo, Maggie todavía era joven y que esa juventud asomaba por detrás de una máscara vieja.
Ahora, de repente, Ira se aclaró la voz. Maggie se puso tensa. Ira dijo:
—Eh… Fiona, Leroy… ya sabéis que mañana tenemos que llevar a Daisy a la universidad.
—Sí, Maggie me lo ha dicho —dijo Fiona—. No me lo puedo creer. La pequeña Daisy.
—Quiero decir que vamos a ir nosotros dos. Saldremos por la mañana temprano.
—No tan temprano —dijo Maggie rápidamente.
—Bueno, alrededor de las ocho o las nueve, Maggie.
—¿Qué estás intentando decirnos? —le preguntó Fiona a Ira—. ¿Crees que no deberíamos ir a visitaros?
—¡No, Dios mío! Ira no quería decir eso en absoluto.
—Pues a mí me lo ha parecido —dijo Fiona.
—Sólo quería cerciorarme de que sabes en lo que te metes —dijo Ira—. Quiero decir, que tendrá que ser una estancia muy corta.
—Pero eso no es ningún problema, Ira —le dijo Maggie—. Si quiere, por la mañana puede irse a casa de su hermana.
—Vale, muy bien. Pero está oscureciendo y ni siquiera estamos a mitad de camino. A mí me parece que…
—Tal vez sea mejor que nos bajemos aquí mismo y nos volvamos por donde hemos venido —dijo Fiona.
—¡Oh, no, Fiona! —gritó Maggie—. ¡Ya estábamos de acuerdo en que vendríais!
—Para empezar, ahora mismo soy incapaz de recordar por qué he dicho que iríamos —dijo Fiona—. ¡Señor! ¿En qué estaría yo pensando?
Maggie se desabrochó el cinturón de seguridad y se retorció para quedar de cara a Fiona.
—Fiona, por favor —le dijo—. Será muy poco tiempo, y hace tanto tiempo que no vemos a Leroy. Hay tantas cosas que quiero enseñarle. Quiero que conozca a Daisy y además tenía la intención de llevarla a casa de las hermanas Larkin. Les parecerá imposible lo mucho que ha crecido.
—¿Quiénes son las hermanas Larkin? —preguntó Leroy.
—Dos ancianitas. Solían dejar fuera un caballito de balancín para que montaras en él.
—No lo recuerdo —dijo Fiona.
—Pasábamos por delante de su porche, y no había nada, y luego, cuando dábamos media vuelta para volver a casa, nos encontrábamos con que allí estaba el caballito, esperando.
—No recuerdo nada de eso —dijo Fiona.
—Yo tampoco —dijo Leroy.
—Claro que no. ¡Cómo ibas a acordarte tú! —le dijo Fiona. No eras más que un bebé. Si apenas viviste allí.
A Maggie esto le pareció injusto.
—Caramba, Fiona, ¡si Leroy tenía casi un año cuanto te marchaste!
—Mentira. Apenas tenía siete meses.
—Eso no es verdad. Entonces tendría, oh, ocho meses, por lo menos. Si te fuiste en septiembre…
—Siete meses, ocho meses, ¿qué más da? —preguntó Ira—. ¿Por qué hacer de esto un caso federal?
Ira se encontró con el rostro de Leroy en el espejo, y dijo:
—Seguro que tampoco te acuerdas de cuando tu abuelita intentaba enseñarte a decir «papá».
—¿Yo hice eso? —preguntó Maggie.
—Sería una sorpresa para el cumpleaños de tu papá —le dijo Ira a Leroy—. Maggie había establecido que, cuando ella diera una palmada, tú dijeras: «papá». Pero ella dio la palmada y tú sólo te reíste. Creías que era un juego.
Maggie procuró recordarlo. ¿Por qué sus recuerdos nunca coincidían con los de Ira? Era como si ambos fueran turnándose, como si hubieran acordado repartirse su vida en común: una vez le tocaba recordar a él y, a la próxima, a ella. (Sin lógica alguna, a Maggie siempre le preocupaba saber si, durante los momentos que tenía olvidados, ella se había portado correctamente.)
—¿Y salió bien o no?
—¿Si salió bien?
—¿Aprendí a decir «papá»?
—Bueno, en realidad, no —dijo Ira—. Eras aún demasiado pequeña para hablar.
—Oh.
Leroy parecía digerir aquello. Después se echó tan hacia adelante, que su nariz por poco toca la de Maggie. Sus ojos tenían unas motas de azul más oscuro, como si también ellos fueran pecosos.
—Podré verle, ¿verdad? —dijo Leroy—. Quiero decir que no estará actuando en algún concierto ni nada por el estilo ¿no?
—¿Quién? —preguntó Maggie, aunque, claro, ya lo sabía.
—Mi… Jesse.
—Pues claro que sí. Le verás esta noche en la cena, cuando salga de trabajar. Le encanta el pollo frito, como a ti. Debe ser algo genético.
—El caso es que… —empezó a decir Ira.
—¿Qué quieres de postre, Leroy? —dijo Maggie.
—El caso es que —dijo Ira— es sábado por la noche. ¿Qué pasa si Jesse ha hecho otros planes y no puede venir a cenar?
—Pero es que sí puede venir a cenar, Ira. Ya te lo he dicho.
—O si tiene que irse nada más acabar. Quiero decir, ¿qué estamos haciendo, Maggie? Ya no tenemos juguetes, ni material deportivo y el televisor está estropeado. No tenemos nada con que mantener distraída a una niña. Y ¿quieres hacer el favor de mirar hacia adelante y ponerte el cinturón? Me estás poniendo nervioso.
—Sólo trato de averiguar qué postre hemos de comprar —dijo Maggie.
Pero se dio la vuelta y se abrochó el cinturón.
—El postre favorito de tu padre es helado de menta con pedacitos de chocolate —le dijo a Leroy.
—Oh, el mío también —dijo Leroy.
—¿Qué estás diciendo? Tú odias el helado de menta con trocitos de chocolate —dijo Fiona.
—Me encanta —dijo Leroy.
—En absoluto.
—No, mami, de verdad. Sólo cuando era pequeña no me gustaba.
—Pues entonces, señorita, la semana pasada eras pequeña.
—¿Qué otros sabores te gustan, Leroy? —dijo Maggie con precipitación.
—Pues el biscuit, por ejemplo —dijo Leroy.
—¡Oh, qué coincidencia! A Jesse le vuelve loco.
Fiona puso los ojos en blanco.
—¿De verdad? —dijo Leroy—. A mí me parece que el biscuit es sencillamente maravilloso.
—Yo te he visto no tomar nada de postre, si lo único que había era helado de menta con trocitos de chocolate —le dijo Fiona a Leroy.
—¡Como si tú lo supieras todo de mí! —exclamó Leroy.
—¡Jesús, Leroy! —dijo Fiona, y se hundió en el asiento cruzando los brazos.
Ahora se encontraban en Maryland, y Maggie imaginó que el paisaje tenía un aspecto distinto, más fastuoso. Las laderas, desprovistas de ganado, se habían tornado de un verde oscuro, perfecto, y, bajo la luz mortecina, las blancas vallas despedían un tenue fulgor semejante al resplandor de la luna. Ira silbaba Muchacha hogareña. Durante unos instantes, Maggie no pudo adivinar el motivo. ¿Significaba que Ira estaba cansado o qué? Pero entonces cayó en la cuenta de que a buen seguro seguía recordando aún los días de la infancia de Leroy. Ésa era la canción que, él y Maggie, solían cantarle a un tiempo para que se durmiera. Maggie recostó la cabeza en el respaldo del asiento y siguió en silencio la letra que Ira iba silbando:
Cuando te gusta estar en casa, jugar en casa,
a las ocho, muchacha hogareña…
De pronto, Maggie se miró la muñeca y vio que llevaba dos relojes. Uno era su reloj de siempre, un pequeño Timex, y el otro, un viejo reloj de hombre, grande, grueso y pesado, con una ancha correa de piel. En realidad, era de su padre, pero se había extraviado o perdido años atrás. La esfera del reloj era un rectángulo rosáceo y los números eran de un azul pálido que brillaba en la oscuridad. Maggie ahuecó la mano sobre su muñeca, acercándose mucho para formar una pequeña cueva oscura que le permitiera ver cómo brillaban los números. Sus dedos olían a chicle. A su lado, Serena dijo: «Sólo cinco minutos más. Es todo lo que te pido. Si para entonces no ha pasado nada, te prometo que nos iremos.»
Maggie alzó la cabeza y, a través de las hojas, contempló los dos leones de piedra que había al otro lado de la calle. Entre ellos se extendía un blanco camino pavimentado que, curvándose a lo largo de un inmaculado jardín, desembocaba finalmente en una majestuosa casa colonial hecha de ladrillos, y en esa casa vivía precisamente el hombre que era el padre de Serena. La puerta principal era de ese tipo de puertas que no tienen cristales, ni siquiera de aquellos diminutos colocados demasiado arriba para ser útiles. Maggie se preguntó cómo era posible que Serena fuese capaz de mirar con tanta atención algo tan vacío y yermo. Se hallaban incómodamente agachadas entre las retorcidas ramas de un rododendro. Maggie dijo: «Eso mismo me has dicho hace media hora. No va a venir nadie.»
Serena colocó una mano sobre el brazo de Maggie, indicándole que se callara. La puerta se abría de par en par. Salió el señor Barrett y después se volvió para decir algo. Apareció su mujer, enfundándose unos guantes. Llevaba un ceñido vestido marrón de manga larga y el traje del señor Barrett era de hecho del mismo color. Ni Maggie ni Serena le habían visto llevando algo que no fuera un traje completo, ni tan siquiera durante los fines de semana. El señor Barrett parecía un muñeco sacado de una casa de muñecas, pensó Maggie; una figura de plástico, de esas articuladas, con la ropa pintada e imposible de quitar, y un rostro perfilado y anónimo. El señor Barrett cerró la puerta, cogió del brazo a su esposa y echaron a andar por el camino. Sus tacones producían un sonido arenoso. Al pasar por entre los dos leones de piedra, dio la impresión de que miraban directamente a Maggie y a Serena. Maggie podía ver los alfileres plateados del cabello cortado al cepillo del señor Barrett. Pero la expresión de éste no le dijo nada, como tampoco la de su esposa. De pronto giraron hacia su izquierda y se dirigieron a un Cadillac azul que había aparcado junto a la acera. Serena lanzó un suspiro. Maggie tuvo una sensación casi sofocante de frustración. ¡Qué hermética era aquella gente! Podías estarla observando un día entero y aún así no llegar a conocerla. (Tal vez sucedía lo mismo con otros matrimonios.) Había momentos —la primera vez que hicieron el amor, por ejemplo, o, por ejemplo, la conversación que tuvieron cuando uno de ellos se despertó asustado en medio de la noche— que ninguna otra persona del mundo conocía en absoluto.
Maggie se volvió hacia Serena y le dijo: «Oh, Serena, siento tantísimo que le hayas perdido.» Serena llevaba el mismo vestido rojo del funeral y se secaba las lágrimas con el fleco de su chal negro. «Querida, lo siento tantísimo», dijo Maggie, y, cuando despertó, ella también estaba llorando. Creía estar en su cama y que Ira dormía a su lado; su respiración era tan uniforme como el silbido de los neumáticos al rodar por la calzada, y Maggie apoyaba la cabeza sobre el brazo desnudo de Ira, pero lo que de verdad notaba sólo era el respaldo del asiento del coche. Maggie se incorporó y se restregó los ojos con las puntas de los dedos.
La luz había disminuido un grado más hacia el crepúsculo y ahora habían llegado a aquel largo y enmarañado tramo comercial del norte de Baltimore. Rótulos resplandecientes pasaban como rayos: SUMINISTROS SANITARIOS HI-Q, y CECIL’S GRILL y COME COME COME. Ira no era más que una silueta gris y, cuando Maggie se volvió para mirar a Leroy y a Fiona, se encontró con que habían perdido todo el color, a excepción de las luces de neón que destellaban en sus rostros.
—Debo de haberme dormido —les dijo a Fiona y a Leroy, y ellas asintieron con la cabeza.
—¿Cuánto falta? —le preguntó a Ira.
—Unos quince minutos, más o menos. Ya hemos entrado en la carretera de circunvalación.
—Recuerda que hemos de pararnos en alguna tienda de comestibles.
Maggie estaba enfadada consigo misma por haberse perdido parte de la conversación. (¿O acaso no habían hablado? Eso habría sido peor.) Se notaba la cabeza como de algodón y nada parecía del todo real. Pasaron por delante de una casa con un porche acristalado e iluminado en el que se veían expuestos juegos de tambores, los tambores más pequeños apilados encima de los más grandes, algunos salpicados de oro, como un traje largo de lamé, y todos de reluciente cromado, y Maggie se preguntó si no estaría soñando de nuevo. Se volvió para seguir la casa con la mirada. Los tambores fueron haciéndose más pequeños, pero siguieron brillando misteriosamente como los peces de un acuario.
—He tenido el más extraño de los sueños —dijo Maggie al cabo de unos instantes.
—¿Y salía yo? —quiso saber Leroy.
—Que yo recuerde, no. Pero es posible que sí.
—La semana pasada, mi amiga Valerie soñó que yo me había muerto —dijo Leroy.
—¡Ay, no digas esas cosas!
—Soñó que me había atropellado un camión remolque —dijo Leroy con satisfacción.
Maggie se giró para llamar la atención de Fiona. Quería asegurarle que ese sueño no significaba nada o, tal vez, quería asegurarse ella misma. Pero Fiona no escuchaba. Estaba mirando el conglomerado de pequeñas tiendas de comestibles y pizzerías.
—Supermercado Gran Ahorro —dijo Ira. Conectó el intermitente de la izquierda con un ligero golpecito.
—¿Gran qué? —dijo Maggie—. Nunca lo había oído.
—Está a mano, eso es lo que cuenta —le dijo Ira.
Lo detuvo una oleada de coches que se aproximaba, pero, al final, encontró un hueco y cruzó la calle como un rayo, deteniéndose en un aparcamiento por el que se esparcían abandonados varios carritos de la compra. Aparcó junto a una camioneta de reparto y paró el motor.
Leroy dijo que ella también quería ir. Maggie dijo: «Pues claro», y entonces Ira, que acababa de empezar a repantingarse en su asiento, se incorporó y abrió la puerta como si desde el primer instante hubiera tenido la intención de ir con ellas. Esto hizo sonreír a Maggie. (¡Que no intentara decirle precisamente a ella que su nieta no le importaba!) Fiona dijo: «Bueno, por descontado que no quiero quedarme sentada aquí sola», y se apeó del coche para seguirles. Según Maggie recordaba, nunca le había gustado mucho ir de compras a las tiendas de comestibles.
El Gran Ahorro resultó ser uno de esos sitios inmensos, fríos, blancos y resplandecientes, con una larga hilera de mostradores con cajas registradoras, cerradas ya en su mayor parte. Por el altavoz se oía una pegajosa canción de amor. Maggie, llevando el compás de la música, aminoró el paso contra su voluntad. Deambuló por la sección de frutas y verduras, haciendo oscilar su bolso, mientras los demás seguían avanzando. Leroy echó una carrera con un carrito vacío, después se montó en la parte de atrás y, debido al impulso, rodó hasta alcanzar a Ira, quien ya había llegado a la sección de pollería. Ira se volvió y le sonrió. Desde donde Maggie estaba, el perfil de Ira parecía anguloso y feroz: hambriento, en realidad. Tenía algo que ver en cómo avanzaba su rostro hacia Leroy.
Maggie ignoró a Fiona y llegó junto a él. Deslizó su brazo por el de él y frotó con suavidad su mejilla contra el hombro de Ira.
—¿Muslos o pechugas? —le preguntaba Ira a Leroy.
—Muslos —contestó Leroy al punto—. Yo y mami preferimos la parte baja de los muslos.
—Nosotros también —le dijo Ira, y cogió un paquete de muslos partidos y los dejó caer en el carrito que llevaba Leroy.
—Yo y mami también comemos a veces muslos, pero en cambio las alas nos tienen sin cuidado —dijo Leroy.
«Yo y Mami» esto, «yo y mami» lo otro. ¿Cuánto tiempo hacía que Maggie no ocupaba una posición tan central en la vida de nadie? Y aquella «mami» no era otra que Fiona, una Fiona de huesos frágiles que andaba pavoneándose por el pasillo con los shorts cortados de unos pantalones largos.
Tarareando la música que se oía por el altavoz, Ira colocó un paquete de muslos enteros sobre los medios muslos que había en el carrito.
—Ahora a por el helado —dijo.
Leroy se alejó montada en el carrito y Maggie e Ira la siguieron. Maggie todavía iba cogida del brazo de Ira. Fiona les seguía detrás.
En la sección de congelados no tuvieron ningún problema en decidirse por un helado de biscuit, pero había muchas marcas para escoger: la marca de Gran Ahorro y las marcas estándar, y después las marcas selectas con nombres que parecían extranjeros y a las que Ira denominaba «postres de diseño». Por principio, Ira estaba en contra de los postres de diseño; él quería coger el de Gran Ahorro. Fiona, que había descubierto la sección de Cuidados del Cabello, no opinaba nada, pero Leroy dijo que ella y mami siempre preferían la Breyer. Y Maggie propuso que echaran la casa por la ventana y comprasen algo extranjero. Hubieran podido pasarse la vida discutiendo de no haber sido porque, por el altavoz, ahora se oía Esta noche me perteneces y, a media canción, Ira empezó a canturrearla. «Caminando», canturreaba distraído, «por el arroyo…» Entonces Maggie no pudo resistir la tentación de intervenir en aquel trocito alegre y para voz de soprano: «Qué dulce parecerá…»
Empezó como una broma, pero acabó siendo una auténtica actuación. «Una vez más, sólo soñar, a la luz de la luna.» Sus voces se trenzaban en el estribillo y después se separaban para volver a reunirse y entrelazarse de nuevo. Fiona se olvidó de la caja de tinte para el pelo que estaba examinando; Leroy se agarró las manos con admiración por debajo de la barbilla; una ancianita se detuvo en el pasillo para dirigirles una sonrisa. Fue la ancianita la que hizo que Maggie bajara de las nubes. De pronto tuvo la sensación de que en aquella escena había algo de fraude, alguna mentira que, con su dúctil armonización y la romántica mirada que se dirigían mutuamente, favorecían tanto Maggie como Ira. Maggie se detuvo en plena frase de un solo.
—Patience and Prudence —informó Maggie a Leroy con energía—. Mil novecientos cincuenta y siete.
—Cincuenta y seis —dijo Ira.
—Lo que sea —dijo Maggie.
Volvieron a centrar su atención en el helado.
Al final optaron por el de la casa Breyer, con crema de chocolate, que cogieron del estante de encima del congelador.
—¿Crema de chocolate Hershey o Nestlé? —preguntó Ira.
—Os lo dejo a vosotros dos.
—O de la marca Gran Ahorro, también hay. ¿Qué os parece si cogemos ésta?
—Mientras no sea Brown Cow —le dijo Leroy a Ira—. No soporto la crema de chocolate Brown Cow.
—Entonces, nada de Brown Cow —dijo Ira.
—Brown Cow huele a cera —le dijo Leroy a Maggie.
—¡Oh! —dijo Maggie, y contempló la afilada carita de Leroy, y sonrió.
Fiona le preguntó a Maggie:
—¿Has pensado alguna vez en usar un mousse?
—¿Un qué?
—Un mousse moldeador. Para el cabello.
—¡Ah, el cabello! —dijo Maggie—. Creía que hablabas de alguna crema para helados. Pues no, no creo que lo haya hecho.
—Muchas de nuestras peluqueras lo recomiendan.
¿Estaría Fiona recomendándoselo a Maggie? ¿O, tal vez, hablaba simplemente en términos generales?
—¿Y qué hace, exactamente? —preguntó Maggie.
—Bueno, en tu caso, le daría al cabello más, no sé, más forma o algo parecido. Digamos que lo organizaría un poco.
—Pues compraré uno —decidió Maggie.
Cogió un envase plateado, además de una botella de champú Affinity, puesto que todavía guardaba el cupón. (Le devuelve la plenitud que el tiempo se ha llevado prometía un cartel comercial.) Después, todos fueron a la caja registradora, achuchados por Maggie, porque, según su reloj, ya eran más de las seis y ella le había dicho a Jesse a las seis y media. Ira le dijo a Maggie: «¿Tienes suficiente dinero? Podría ir a buscar el coche mientras vosotras pagáis.»
Maggie asintió con la cabeza y él se fue. Leroy colocó en orden sobre el mostrador la compra. El cliente que tenían delante de ella sólo había comprado pan. Pan de centeno, pan blanco, panecillos y bollos de trigo integral. Tal vez estaba intentando engordar a su mujer. Supongamos que era un hombre celoso y que su mujer era muy delgada y hermosa. El cliente se fue, llevándose los panes consigo. Leroy dijo: «Una bolsa doble, por favor», con voz mandona y experta. El muchacho de la caja gruñó sin mirar. Era musculoso y apuesto, muy moreno, y por el cuello abierto de la camisa le asomaba una hoja de afeitar de oro que llevaba colgada de una cadena. ¿Qué demonios podía significar aquello? Marcó todos los números a gran velocidad, apuñalando las teclas. El champú fue lo último. Maggie hurgó en el bolso hasta dar con el cupón y, a continuación, se lo dio. «Tenga», dijo ella. «Esto es para usted.»
El muchacho lo cogió y le dio la vuelta. Lo leyó minuciosamente, sin apenas mover los labios. Después volvió a dárselo a Maggie. Dijo: «Bueno, eh, gracias» y, acto seguido: «Serán dieciséis con cuarenta y tres.»
Maggie se sintió desconcertada, pero contó el dinero y cogió la bolsa. Cuando se alejaban de la caja, le preguntó a Fiona:
—¿No aceptan cupones en Gran Ahorro o qué?
—¿Cupones? No sabría qué decirte.
—Tal vez haya caducado —dijo Maggie.
Se cambió de mano la bolsa, para poder mirar con atención la fecha de caducidad. Pero la gruesa caligrafía azul de Durwood Clegg, escrita de través, cubría el texto impreso: Abrázame, estréchame, hazme estremecer de placer…
Maggie notó que el rostro se le ruborizaba. Dijo:
—¡Será presuntuoso!
—¿Qué? —preguntó Fiona.
Pero Maggie no contestó. Arrugó el cupón y lo dejó caer en la bolsa de la compra.
Ahora fuera estaba mucho más oscuro. El aire era de un azul intenso y transparente, y los insectos revoloteaban alrededor de los faroles que se alzaban por encima del aparcamiento. Ira estaba apoyado en el coche estacionado en el arcén. «¿Quieres dejar la bolsa en el maletero?», le preguntó a Maggie, pero ella dijo: «No, da lo mismo. Ya la llevaré yo.» De pronto se sintió vieja y agotada. Parecía que nunca iban a llegar a casa. Se metió en el coche y se desplomó en el asiento, dejando que la bolsa de la compra cayera de cualquier manera sobre sus rodillas.
El Arcángel San Miguel. Licores Selectos Charlie. Comerciantes de Coches de Segunda Mano, uno tras otro. Iglesia Gatch Memorial. Marisquería Los Dedos del Difunto. UNA HORA FELIZ TODAS LAS NOCHES, con burbujas de neón azul y rojo burbujeando sobre una copa de cóctel de neón. Cementerios y casas de madera de aspecto lastimoso y restaurantes baratos y terrenos de juego vacíos. Torcieron por una calle a la derecha de Belair —al fin, al fin dejaban atrás la carretera uno— y se metieron en su calle. Las casas de madera fueron haciéndose más numerosas. Sus ventanas eran cuadrados de luz amarilla, traslúcidos unos a causa de los visillos, del todo descubiertos otros, revelando recargadas lámparas decorativas o estatuillas de porcelana colocadas con minuciosidad en el centro de los alféizares. Sin razón alguna en particular, Maggie recordó los paseos en coche que daban ella e Ira durante su noviazgo, cuando pasaban por delante de casas en las que todas las demás parejas del mundo parecían disponer de un espacio en el que estar a solas. Lo que ella hubiera dado en aquellos tiempos por tener aunque sólo hubiera sido la más pequeña de esas casas, aunque sólo hubieran sido ¡cuatro paredes y una cama! Al recordar aquel lejano dolor, Maggie sintió en el pecho una saciedad dulce y triste.
Pasaron por delante del Centro de Quiromancia el Ojo Vidente. De hecho, no era más que una casa particular con un rótulo apoyado en la ventana de la sala de estar. En las escaleras exteriores, había una chica, tal vez aguardando turno. Tenía una cara pequeña, en forma de corazón, e iba vestida toda ella de negro, a excepción de unos zapatos de color morado que, a la luz del porche, destacaban con claridad. Por la acera pasaba andando con dificultad un hombre con una niñita que, montada en sus hombros, agarraba dos puñados de sus cabellos. El paisaje parecía haberse convertido en algo más íntimo, más específico. Maggie se volvió hacia Leroy y le dijo:
—Supongo que nada de esto te resulta familiar.
—Oh, ya lo había visto —dijo Leroy.
—¿Ah, sí?
—Sólo de paso —dijo Fiona, corrigiendo de inmediato a Leroy.
—¿Cuándo fue eso?
Leroy miró a Fiona, quien dijo:
—Es posible que hayamos pasado por aquí en coche una o dos veces.
—Ah, claro —dijo Maggie.
Ira aparcó delante mismo de su casa. Era una de esas casas que en su mayor parte parecen ser un porche frontal, por lo menos desde la calle; achaparrada y vulgar, nada impresionante, como Maggie era la primera en admitir. Deseó que por lo menos las luces hubieran estado encendidas. Hubiera parecido más acogedora. Pero todas las ventanas estaban a oscuras. «Bueno», dijo Maggie de un modo en exceso cordial. Abrió la portezuela y se apeó del coche, cogiendo la compra. «¡Venga, adentro todo el mundo!»
Se arremolinaron en la acera algo así como atontados. Llevaban viajando demasiado tiempo. Cuando Ira empezó a subir la escalera, empujó accidentalmente la maleta de Fiona contra la barandilla y estuvo muy torpe trajinando con la llave durante un rato antes de conseguir abrir la puerta.
Entraron en la oscuridad mohosa y con olor a cerrado del vestíbulo principal. Ira, con un ligero golpe, pulsó el interruptor de la luz. Maggie gritó: «¿Daisy?», sin esperanza alguna de que Daisy contestara. Era evidente que la casa estaba desierta. Se cambió de lado la bolsa con la compra, colocándola sobre su cadera izquierda, y cogió el bloc de notas que yacía sobre la estantería. He ido a despedirme de Lavinia, decía la precisa escritura inclinada de Daisy. «Está en casa de Doña Perfecta», le dijo Maggie a Ira.
«Bueno, ¡ya vendrá! ¿Cuánto puede tardarse en decir adiós? Estará aquí dentro de nada.»
Todo esto lo decía en bien de Leroy, para demostrarle que Daisy existía de verdad, que en la casa no sólo había personas mayores.
Leroy daba vueltas por el vestíbulo, sujetando bajo un brazo su guante de béisbol. Echó una ojeada a los retratos que cubrían las paredes. «¿Quién es éste?», preguntó señalando uno de ellos.
Ira estaba de pie bajo la moteada luz del sol, sosteniendo con torpeza, como un padre joven, un bebé. «Ése es tu abuelito, sosteniendo a tu papá», le dijo Maggie a Leroy.
Leroy dijo: «¡Oh!», y se marchó en seguida. Probablemente esperaba que aquél fuese Jesse sosteniéndola a ella. Maggie echó un vistazo a la habitación para ver si podía localizar un retrato así. Debido al gran número de retratos que había colgados, apenas podía distinguirse el dibujo del papel de las paredes. Todos ellos habían sido enmarcados de un modo profesional por Ira, y todas las orlas y molduras eran distintas, como si fuera un muestrario. Allí estaba Jesse, de niño, de chiquillo montado en un patinete, con la cara del tamaño de una chincheta entre filas de otras caras de quinto curso. Pero ningún retrato de Jesse adulto, observó Maggie. Ni de adolescente, siquiera. Y, desde luego, ninguno como padre. Para entonces ya se habían quedado sin espacio en la pared. Además, la madre de Maggie siempre andaba diciendo lo vulgar que era exhibir los retratos de familia en cualquier otro lugar que no fuera el dormitorio.
Fiona empujaba su maleta hacia las escaleras, dejando en la madera del suelo dos finas rayas. «Oh, no te preocupes», le dijo Maggie. «Ira te la subirá luego.»
¿Cómo se sentiría Fiona al regresar al cabo de tanto tiempo, al cruzar el porche en el que había decidido tener a su hija, al atravesar la puerta principal por la que tantas veces saliera corriendo enojada? Parecía cansada y desanimada. La súbita luz le había arrugado la piel alrededor de los ojos. Abandonó la maleta y señaló un retrato que había en lo alto de una pared. «Da la casualidad de que allí estoy yo», le dijo a Leroy. «Por si te interesa.»
Fiona se refería a la foto de su boda. Maggie se había olvidado de ella. Regalo de boda de Crystal, que había llevado a la boda una cámara. En la foto se veía a una muchacha inexperta con el vestido arrugado. El marco era un negro marco de plástico, como los que se usan para los diplomas, procedente, con toda probabilidad, de los almacenes Woolworth. Leroy observó sin la menor expresión la fotografía. Después entró en la sala de estar, donde Ira estaba encendiendo las lámparas.
Maggie llevó la compra hasta la cocina. Fiona la seguía de cerca.
—¿Y bien? ¿Dónde esta él? —preguntó Fiona en voz baja.
—Bueno, es muy probable… —dijo Maggie.
Con un simple golpecito pulsó el interruptor de la lámpara del techo y echó una mirada al reloj.
—Le he dicho a las seis y media, y ahora apenas es la media y ya sabes cómo pierde la noción del tiempo, de modo que no te preocupes…
—¡No estoy preocupada! ¿Quién ha dicho que esté preocupada? No me importa que venga o no.
—Ya, claro que sí.
Fiona se dejó caer pesadamente en una silla de la cocina y tiró el bolso sobre la mesa. Como el más correcto de los invitados, Fiona paseaba aquel bolso de habitación en habitación. Algunas cosas no cambian nunca. Maggie suspiró y empezó a guardar la compra. Puso el helado en el congelador y después abrió a lo largo los paquetes de pollo y los vació en un cuenco.
—¿Qué verdura le gusta a Leroy? —preguntó Maggie.
Fiona dijo:
—¿Eh? ¿Verdura?
No parecía pensar en la pregunta. Contemplaba el calendario de la pared, todavía en el mes de agosto. Oh, bueno, aquella no era una casa muy organizada, pero no es que Fiona tuviera ningún derecho a quejarse. Por sí solas, las encimeras parecían coleccionar objetos perdidos. Los armarios estaban llenos de polvorientos frascos de especias y de cajas de cereales y de platos de distintos tamaños. Los cajones colgaban abiertos, dejando al descubierto un revoltijo de chismes. Uno de los cajones llamó la atención de Maggie y fue hasta él a fin de repasar a toda prisa las capas de papeles apretujados en su interior.
—A ver… Creo que por algún lado —dijo—, casi me atrevería a jurar que…
Encontró una circular de la Asociación de Padres y Profesores. Una receta arrancada para hacer algo llamado «Asombroso Pastel de Pasas». Un paquete de postales para desear una pronta recuperación, que había estado buscando desde el día en que las comprara. Y entonces:
—Ajá —dijo Maggie, sosteniendo en alto un folleto.
—¿Qué es?
—Una fotografía en la que sale Jesse de mayor. Para Leroy.
Se la acercó a Fiona: una mala reproducción oscura de una fotografía del conjunto. Delante, sentado con sus tambores, estaba Lorimer, y detrás, de pie, Jesse, con los brazos colgando alrededor de los cuellos de los otros dos: Dave y el otro tipo. Todos iban de negro. Jesse había fruncido adrede el ceño. Bajo la foto se leía DALE VUELTAS AL GATO en letras peludas y rayadas como la piel de un tigre, y más abajo quedaba un espacio en blanco para poder escribir a mano la hora y sitio concretos.
—Claro que no ha salido muy favorecido —dijo Maggie—. Estos grupos de rock siempre procuran parecer tan, no sé, tan malhumorados. ¿Te has dado cuenta? Tal vez debería limitarme a enseñarle a Leroy la foto que llevo en mi billetero. En ésa tampoco está sonriendo, pero por lo menos no tiene el ceño fruncido.
Fiona cogió el folleto y lo observó con mayor detenimiento.
—¡Qué curioso! —dijo—. Todos están exactamente igual.
—¿Igual?
—Me refiero a que parecía que iban a llegar tan lejos. ¿Tú no lo creías así? Tenían planes tan pretenciosos. Y siempre estaban cambiando, cambiando su concepto de la música. Mira, una vez Leroy me preguntó qué tipo de canciones cantaba su papá: new wave, o punk, o heavy metal, o qué exactamente. Yo creo que quería impresionar a sus amigas. Y le dije: «Ahora puede ser cualquier cosa; no tengo la más mínima idea.» Pero sólo hay que verles.
—¿Qué? —dijo Maggie—. ¿Qué es lo que hay que ver?
—Lorimer todavía lleva ese corte de pelo idiota, corto por delante y con esa coleta en la nuca que siempre me moría por cortarle. Incluso siguen vistiendo el mismo estilo de ropa. El mismo estilo anticuado de los Ángeles del Infierno.
—¿Anticuado? —preguntó Maggie.
—Era fácil imaginarse que cumplirían los cuarenta y todavía seguirían tocando juntos los fines de semana que sus esposas les dejaran, tocando para las reuniones del Rotary Club y cosas así.
A Maggie le preocupó oír aquello, pero lo disimuló. Volvió a su cuenco de pollo.
—¿A quién trajo a cenar? —preguntó Fiona.
—¿Cómo?
—Dijiste que una vez trajo a una chica a cenar.
Maggie le lanzó una ojeada. Fiona todavía sostenía la foto y la miraba ensimismada.
—A nadie importante —dijo Maggie.
—Bueno, pero ¿quién era?
—Una chica que había conocido en algún sitio, nada más. Hemos conocido a muchas como ésa. Nadie que durara mucho tiempo.
Fiona dejó la fotografía sobre la mesa, pero siguió mirándola.
En el cuarto de estar empezó a oírse el rasgueo de una música discordante procedente del hi-fi. Evidentemente, Leroy había encontrado uno de los discos arrinconados de Jesse. Maggie oyó Hola hola y Cada día, y un tañido de cuerdas familiar, aunque no sabía con exactitud quién tocaba. Del frigorífico cogió un cartón de crema de leche y lo vertió sobre el pollo. Un dolor de cabeza le tensaba la piel de la frente. Ahora que lo pensaba, advirtió que llevaba molestándola hacía rato.
—Voy a llamar a Jesse —le dijo a Fiona de repente.
Fue hasta el teléfono que había en la pared y descolgó el auricular. No había línea. En cambio, oyó un pitido al otro extremo.
—Ira debe de estar usando el supletorio —dijo Maggie, y volvió a colgar el teléfono—. Bueno, vamos a ver. Verdura. ¿Qué verdura querrá Leroy?
—Le gusta la ensalada variada —dijo Fiona.
—Oh, Dios mío, tenía que haber comprado una lechuga.
—Maggie —dijo Ira, entrando en la cocina—, ¿qué le has hecho a mi contestador automático?
—¿Yo? Yo no le he hecho nada.
—Seguro que algo le has hecho.
—¡No es verdad! Ya te he contado lo del pequeño accidente de anoche, pero luego dejé otro mensaje.
Ira dobló el dedo repetidas veces, indicándole así que se acercara al teléfono.
—Pruébalo —dijo.
—¿Para qué?
—Prueba a llamar a la tienda.
Maggie se encogió de hombros y fue hasta el teléfono. Después de marcar, en el otro extremo se oyeron tres timbrazos y un clic.
«Bueno, vamos allá», decía la propia voz de Maggie, lejana y metálica. «Vamos a ver: pulsar el botón A, esperar a que la luz roja… Oh, maldita sea.» Maggie pestañeó. «Debo de estar haciendo mal algo», continuó diciendo su voz. Después, con la voz de falsete que solía poner cuando hacía el payaso con sus hijos, dijo: «¿Quién? ¿Yo? ¿Que yo estoy haciendo algo mal? ¿La perfecta de mí? ¡La simple idea me escandaliza!» Se oyó el chirrido de una cinta, como cuando se hace avanzar una cassette a gran velocidad, seguido de un sonido agudo. Maggie colgó.
—Bueno, yo…
—Sabe Dios lo que habrán pensado mis clientes —le dijo Ira a Maggie.
—A lo mejor no ha llamado nadie —dijo ella animosa.
—Ni siquiera sé cómo te las arreglaste para hacerlo. Se supone que ese aparato no puede estropearse.
—Pues eso te demuestra que hoy en día no puedes fiarte ni del más sencillo de los productos.
Maggie volvió a descolgar el auricular y empezó a marcar el número de Jesse. Mientras el teléfono sonaba una y otra vez, Maggie retorcía nerviosamente entre sus dedos el cordón. Era consciente de que Fiona, sentada a la mesa y con la barbilla apoyada en su mano cóncava, los estaba mirando.
—¿A quién llamas? —preguntó Ira.
Maggie fingió no oírlo.
—¿A quién está llamando, Fiona?
—Bueno, a Jesse, supongo —le dijo Fiona.
—¿Te has olvidado de que el teléfono no le funciona?
Maggie le miró.
—¡Oh! —le dijo.
Volvió a colgar y se quedó mirándolo con aflicción.
—Bueno —dijo Fiona—, tal vez esté de camino. Después de todo, es sábado por la noche. ¿Trabaja hasta muy tarde?
—Nada de eso —le respondió Ira.
—¿Dónde trabaja, ahora que lo pienso?
—En la Tienda de Motocicletas Chick. Vende motocicletas.
—¿No habrán cerrado ya?
—Claro que han cerrado. Cierran a las cinco.
—Entonces, ¿a qué molestarse en llamar?
—No, no. Maggie ha llamado a su apartamento —dijo Ira.
—A su… —dijo Fiona.
Maggie volvió al cuenco de pollo. Lo removió bien junto con la crema de leche. De uno de los cajones, cogió una bolsa de papel de estraza doblada y echó en ella un poco de harina.
—¿Jesse tiene un apartamento? —le preguntó Fiona a Ira.
—Sí, claro.
Maggie midió la levadura, la sal y la pimienta y lo echó todo en la bolsa de papel.
—¿Un apartamento lejos de aquí?
—En la calle Calvert.
Fiona se quedó pensativa.
—Fiona, hay una cosa que siempre he querido preguntarte —dijo Maggie. Por algún motivo su voz había vuelto a adquirir aquel tono alegre—. ¿Te acuerdas de que, al cabo de unos meses de irte, Jesse te llamó y te dijo que tú le habías llamado primero y entonces tú dijiste que no lo habías llamado? Bueno, ¿fuiste tú o no? ¿Fuiste tú la que llamó aquí y cuando yo dije «Fiona» colgaste?
—Oh, madre mía… —dijo Fiona vagamente.
—Yo digo que tenías que ser tú o, si no, ¿por qué tenían que colgar cuando yo dije tu nombre?
—La verdad es que no me acuerdo —dijo Fiona y, a continuación, cogió el bolso y se levantó. Caminando con pasos ligeros y ningún propósito fijo, se alejó de la cocina llamando «¿Leroy? ¿Dónde te has metido?»
—¿Lo ves? —le dijo Maggie a Ira.
—¿Eh?
—Era ella. Siempre lo he sabido.
—No ha dicho que fuera ella.
—Oh, Ira. A veces eres tan obtuso —dijo Maggie.
Cerró la bolsa de papel de estraza y la agitó para que se mezclaran los condimentos. No se puede tener todo, tenía que haberle dicho a Fiona. No puedes reírte de él por no haber cambiado y luego molestarte si cambia. ¡Pues claro que se había mudado! ¿Acaso suponía Fiona que iba a quedarse allí sentado esperándola todos aquellos años?
Y, sin embargo, Maggie sabía cómo se sentía Fiona. Te forjas la imagen de una persona, la escondes en algún rincón de tu mente y allí ocupa una posición fija y determinada.
Maggie miró de nuevo la foto del conjunto, que descansaba sobre la mesa. Hubo un tiempo en que se habían sentido tan entusiasmados, pensó Maggie. Habían invertido tantas energías. Recordó los primeros ensayos en el garaje de los padres de Lorimer, y los meses y meses que estuvieron encantados de tocar gratis incluso, y la noche en que Jesse volvió a casa agitando, triunfante, un billete de diez dólares: lo que le correspondía del primer cheque que habían cobrado.
—¿Es Daisy? —preguntó Ira.
—¿Qué?
—Me ha parecido oír la puerta principal.
—¡Oh! —dijo Maggie—. Tal vez sea Jesse.
—No cuentes con ello —le dijo Ira.
Pero Jesse era el único que hacía que la puerta golpeara de ese modo contra la estantería. Maggie se sacudió las manos.
—¿Jesse? —gritó.
—Aquí estoy.
Maggie salió corriendo hacia el vestíbulo e Ira la siguió más despacio. Jesse estaba de pie junto a la puerta. Miraba en dirección a la sala de estar, donde Leroy, al igual que un animalito sobresaltado, se había quedado en equilibrio, con las manos juntas ante sí y un pie levantado hacia atrás.
Jesse dijo:
—Eh, hola.
—Hola —dijo Leroy.
—¿Qué tal estás?
—Bien.
Jesse miró a Maggie. Maggie dijo:
—¿Verdad que ha crecido?
Los alargados ojos negros de Jesse volvieron a mirar a Leroy.
Ahora Maggie, para conseguir que avanzara más por el interior de la casa, se acercó a él. (Siempre parecía estar a punto de irse.) Le cogió por el brazo y dijo:
—Estoy friendo un poco de pollo. Estará listo dentro de unos minutos. Vosotros dos podéis quedaros aquí, sentados, para intimar un poco.
Pero Jesse nunca se había dejado manejar con facilidad. Llevaba un jersey de punto y, bajo el delgado tejido, Maggie notó su resistencia: la dureza del músculo por encima del codo. Sus botas permanecieron clavadas en el suelo. No iba a precipitarse.
—¿Qué estás escuchando? —le preguntó a Leroy.
—Oh, es sólo un disco.
—¿Eres una fan de los Dead?
—¿De los Dead? Mmm, claro.
—Entonces deberías escuchar algún disco mejor que éste. Éste es demasiado popular entre las masas.
—Oh, sí, claro —dijo ella—. Lo mismo estaba pensando yo.
Jesse volvió a mirar a Maggie. La expresión que mantenía en su rostro le alargaba la barbilla, exactamente igual que le sucedía a su padre cuando intentaba reprimir una sonrisa.
—También es una deportista —le dijo Maggie—. Se ha traído su guante de béisbol.
—¿Es eso cierto? —le preguntó Jesse a Leroy.
Leroy asintió con la cabeza. La punta del pie que mantenía levantado apuntaba con delicadeza hacia el suelo, como habría hecho una bailarina.
Entonces se oyó un estrépito en el piso de arriba, y Fiona gritó:
—Maggie, ¿dónde…?
Fiona llegó al rellano de las escaleras. Todos levantaron la vista hacia ella.
—Oh —dijo Fiona.
Y empezó a bajar las escaleras tranquila y silenciosamente, deslizando con suavidad una mano por la barandilla. Sólo se oía el ruido de sus sandalias al golpear contra sus talones desnudos.
—Me alegro de verte, Fiona —dijo Jesse.
Fiona llegó al vestíbulo y le miró.
—Yo también me alegro de verte —dijo.
—Te has hecho algo nuevo en el pelo, ¿verdad?
Fiona, sin apartar de él los ojos, alzó una mano y se tocó las puntas de los cabellos.
—¡Oh! Quizá.
—Bien —dijo Maggie—, creo que será mejor que vuelva a…
E Ira dijo:
—¿Necesitas ayuda en la cocina, Maggie?
—¡Sí por favor! —dijo Maggie, alegre.
—Estaba arriba buscando mi jabonera —le dijo Fiona a Jesse.
Maggie vaciló.
—¿Tu jabonera? —preguntó Jesse.
—He mirado en el cajón de tu cómoda, pero está vacío. Sólo he encontrado bolas de naftalina. ¿Te llevaste mi jabonera cuando te mudaste al apartamento?
—¿De qué jabonera estás hablando?
—¡De mi jabonera de carey! La que tú guardabas.
Jesse miró a Maggie. Maggie dijo:
—¿Recuerdas su jabonera de carey?
—Pues no, no puedo decir que sí —dijo Jesse, y se agarró el mechón de pelo como hacía siempre que se sentía desorientado.
—Tú la guardaste después de que ella se fuera —le dijo Maggie a Jesse—. Yo te vi con ella. En su interior había una pastilla de jabón, ¿te acuerdas? Uno de esos jabones a través de los cuales puede verse.
—¡Ah, sí! —dijo Jesse, soltándose el mechón de pelo.
—¿La recuerdas?
—Claro.
Maggie se relajó. Le dirigió una confortante sonrisa a Leroy, que ahora había puesto el pie en el suelo y miraba con incertidumbre.
—¿Y dónde está, entonces? —preguntó Fiona—. ¿Dónde está mi jabonera, Jesse?
—Pues, yo… ¿No se la llevó tu hermana?
—No.
—Yo creía que se la había llevado con todos lo demás.
—No —dijo Fiona—. Tú la guardabas en tu cómoda.
—¡Dios santo, Fiona! En ese caso, tal vez ya se haya tirado. Pero mira, si tanto significa par ti, con mucho gusto te…
—Pero tú la guardabas porque te recordaba a mí. ¡Olía igual que yo! Tú cerrabas los ojos y te acercabas la jabonera a la nariz…
La mirada de Jesse volvió a girar hacia Maggie.
—¿Mamá? ¿Es eso lo que le has contado a Fiona?
—¿Quieres decir que no es verdad? —le preguntó Fiona a Jesse.
—¿Tú le has dicho que yo andaba por ahí oliendo jaboneras, mamá?
—¡Es cierto que lo hacías! —dijo Maggie, aunque odió tener que repetirlo en su cara. Nunca había pretendido avergonzarlo.
Maggie se volvió hacia Ira (que tenía la exacta expresión de asombro y de reproche que ella esperaba) y dijo:
—La guardaba en el cajón de arriba.
—El cajón de tus tesoros —le dijo Fiona a Jesse—. ¿Crees acaso que hubiera venido hasta aquí como cualquier otra… admiradora de tu conjunto de rock, si tu madre no me hubiera dicho eso? ¡No tenía que haber venido! ¡Yo me las arreglaba bien! Pero tu madre dice que te aferraste a mi jabonera y que no dejaste que Crystal se la llevara, que cerraste los ojos y aspiraste profundamente, que la has guardado hasta hoy, dijo; que nunca te separas de la jabonera y que por las noches duermes con ella debajo de la almohada.
—¡Yo nunca he dicho que…! —exclamó Maggie.
—¿Qué crees que soy yo? ¿Un perdedor nato? —le preguntó Jesse a Fiona.
—Ahora escuchadme —dijo Ira.
Todo el mundo pareció alegrarse de prestarle atención a Ira.
—Pongamos las cosas en claro —dijo Ira—. Estáis hablando de una jabonera de plástico.
—De mi jabonera de plástico —dijo Fiona—. Con la que Jesse duerme por las noches.
—Bueno, parece ser que ha habido un malentendido —dijo Ira—. ¿Cómo iba Maggie a saber una cosa así? Jesse tiene su apartamento ahora. Que yo sepa sólo duerme con una recepcionista de automóviles.
—¿Una qué?
—Oh, lo mismo da.
¿Qué es una recepcionista de automóviles?
Se produjo un silencio. Después, Ira dijo:
—Ya sabes: es una persona que, cuando vas a comprar un coche, está en la puerta. Toma tu nombre y tu dirección y luego llama a un vendedor.
—¿Una recepcionista? ¿Quieres decir que es una mujer?
—Exacto.
—¿Jesse duerme con una mujer?
—Exacto.
—Tenías que estropearlo, ¿verdad, Ira? —dijo Maggie.
—No. Lo que ha estropeado las cosas es la pura verdad, Maggie, y la pura verdad es que Jesse está enredado con otra ahora.
—¡Pero esa mujer no es nadie importante! Quiero decir que ni están comprometidos, ni casados, ni nada. A Jesse no le importa en realidad.
Maggie miró a Jesse para que la apoyara, pero él estaba examinando atentamente la punta de su bota izquierda.
—¡Vamos, Maggie, admítelo! —dijo Ira—. ¡Las cosas están así! Así es y será él. Nunca le ha ido el papel de marido. Pasa de una novia a otra y, al parecer, no puede conservar un empleo más allá de unos pocos meses. Y, cada vez que pierde un empleo, la culpa es de otro. El jefe es un idiota, o los clientes son unos idiotas, o los demás trabajadores son unos…
«Un moment…», empezó a decir Jesse, al tiempo que Maggie decía:
—¡Oh!, ¿por qué siempre, siempre has de exagerar, Ira? Estuvo trabajando en la tienda de discos un año entero. ¿Lo has olvidado?
—Todo el que conoce a Jesse —acabó de decir Ira con tranquilidad—, por alguna mágica coincidencia, acaba siendo un idiota.
Jesse dio media y vuelta y salió de la casa.
Por alguna razón, el hecho de que, en lugar de dar un portazo, dejara que la puerta se cerrase tras él con suavidad, perturbó más las cosas.
—Volverá —dijo Maggie.
Se lo decía a Fiona, pero como Fiona no contestó (su rostro era casi de madera: su mirada se había ido tras de Jesse), en su lugar le dijo a Leroy:
—Ya has visto lo mucho que se ha alegrado de verte, ¿no?
Leroy se quedó simplemente boquiabierta.
—Sólo está enfadado por lo que Ira ha dicho de él. Eso es todo —le dijo Maggie, y, después, añadió—: Ira, nunca te perdonaré lo que has hecho.
—¿Yo?
—¡Callad! —dijo Fiona.
Ambos se volvieron.
—¡Callad, los dos! —dijo Fiona—. Estoy hasta la coronilla de todo esto. Estoy hasta la coronilla de Jesse Moran y estoy hasta la coronilla de vosotros dos, de que repitáis las mismas discusiones estúpidas y reparéis en minucias y os peleéis por tonterías: Ira siempre tan honesto y Maggie tan dispuesta siempre a estar equivocada.
—Vaya… Fiona —dijo Maggie.
Se sentía ofendida. Puede que por su parte fuera una bobada, pero siempre había creído en secreto que los extraños admiraban con envidia su matrimonio.
—No estamos peleándonos —dijo Maggie—. Estamos resumiendo nuestros puntos de vista.
—¡Oh, olvídalo! —dijo Fiona—. No sé cómo he podido creer que aquí habría cambiado algo.
Y entró en la sala de estar y abrazó a Leroy, que tenía los ojos muy abiertos y asombrados. Le dijo: «¡Ya! ¡Ya! ¡Cielito!», y ocultó su cabeza en la curva del cuello de Leroy. Evidentemente, la que necesitaba que la consolasen era la propia Fiona.
Maggie lanzó una mirada a Ira. Después miró a otra parte.
¿Una jabonera? —preguntó Ira—. ¿Cómo has podido inventarte una historia semejante?
Maggie no contestó. (Dijera lo que dijera podría interpretarse como una pelea.) En lugar de esto, se alejó de Ira. Maggie se dirigió a la cocina, donde esperaba hallar un profundo silencio, pero Ira la siguió, diciendo:
—Mira, Maggie, no puedes estar siempre mangoneando de este modo la vida de los demás. ¡Enfréntate con los hechos! ¡Despierta y espabila!
La expresión favorita de Ann Landers: Despierta y espabila. No soportaba que Ira citara a Ann Landers. Fue hasta la encimera y empezó a meter trozos de pollo en la bolsa de papel.
—¡Una jabonera!
Ira se maravillaba.
—¿Quieres guisantes con pollo —preguntó Maggie— o judías verdes?
Pero Ira contestó:
—Me voy a lavar.
Y se fue.
De modo que allí estaba Maggie, sola. ¡Bueno! Se secó las lágrimas que tenía en las pestañas. Estaba a malas con todos los de la casa y se lo merecía: como de costumbre, había actuado de forma insistente y entrometida. Y, sin embargo, en el momento de hacerlo, no le parecía que estaba entrometiéndose. Simplemente le había parecido que el mundo estaba algo desenfocado, que los colores no acababan de estar exactamente dentro de su contorno correspondiente —algo así como el anuncio mal impreso de un periódico— y que, sólo con que ella efectuara un pequeñísimo ajuste, todo encajaría en su lugar a la perfección.
«¡Estúpida!», se dijo a sí misma, mientras agitaba los trozos de pollo en la bolsa de papel. «¡Vieja estúpida y entrometida!» Colocó con brusquedad una cacerola sobre la cocina y vertió en ella demasiado aceite. Giró con rabia uno de los mandos y luego se retiró y esperó a que el quemador se calentara. Y mira ahora: numerosas gotitas de aceite habían salpicado la parte delantera de su mejor vestido, en el montículo de su estómago. Era torpe y barriguda, y ni siquiera tenía el buen sentido de ponerse un delantal para cocinar. También había pagado demasiado por aquel vestido, sesenta y cuatro dólares en Hetch, lo que escandalizaría a Ira si se enterara. ¿Cómo podía haber sido tan codiciosa? Se frotó ligeramente la nariz con el dorso de la mano. Respiró hondo. Bueno. Al fin y al cabo.
El aceite no estaba todavía lo bastante caliente, pero empezó a echar el pollo. Por desgracia había bastante. Demasiado, parecía ahora. (A menos de que lograra persuadir a Jesse para que volviera antes de la hora de cenar.) Se vio forzada a apretujar en exceso todos los trozos para poder encajar los últimos muslitos de pollo.
¿Guisantes o judías verdes? Aún no lo habían decidido. Se secó las manos con un trapo de cocina y fue a la sala de estar para averiguarlo.
—Leroy —dijo Maggie—, ¿qué…?
Pero la sala de estar se hallaba vacía. El disco de Leroy sonaba ahora como desgastado, como si fuera la segunda o la tercera vez que sonara. «Voy tirando, he cobrado las fichas…», cantaba con tenacidad un grupo de hombres. Tampoco había nadie sentado en el sofá ni en ninguna de las sillas.
Maggie cruzó el vestíbulo hasta alcanzar el porche principal, y gritó:
—¿Leroy? ¿Fiona?
Ninguna respuesta. Cuatro mecedoras vacías miraban hacia la farola.
—¿Ira?
—Aquí arriba —gritó él. Su voz sonó amortiguada.
Maggie se alejó de la puerta. Gracias a Dios, la maleta de Fiona todavía estaba al pie de las escaleras, de modo que no podía haberse ido muy lejos.
—Ira, ¿está Leroy contigo? —gritó Maggie.
Ira apareció en el rellano con una toalla colgándole alrededor del cuello. Secándose aún la cara, Ira la miró.
—No la encuentro —le dijo Maggie—. No encuentro a ninguna de las dos.
—¿Has mirado en el porche?
—Sí.
Ira bajó las escaleras con la toalla.
—Bueno, tal vez estén fuera, en la parte de atrás.
Maggie le siguió a través de la puerta principal y alrededor de la casa. El aire de la noche era cálido y húmedo. Un cínife o mosquito le zumbó junto a la oreja y ella lo apartó con la mano. ¿A quién le gustaría estar allí fuera en una noche como aquélla? Ni a Leroy, ni a Fiona, evidentemente. El jardín de atrás era, cuando llegaron a él, un pequeño y vacío cuadrado de oscuridad.
—Se han marchado —le dijo Ira.
—¿Marchado? ¿Quieres decir para siempre?
—Seguro.
—Pero su maleta sigue en el vestíbulo.
—Bueno, pesaba bastante —dijo él, y cogió a Maggie del brazo, y la condujo por las escaleras del porche de atrás.
—Si se han ido a pie, lo más probable es que no haya querido llevársela.
—A pie —dijo Maggie.
En la cocina, el pollo chisporroteaba. Maggie no le prestó atención, pero Ira bajó la llama.
—Si van a pie, podemos alcanzarlas —dijo Maggie.
—Espera, Maggie…
Demasiado tarde. Maggie ya se había ido. De nuevo pasó como un rayo a través del vestíbulo, de la puerta, de las escaleras que conducían a la calle. La hermana de Fiona vivía por allí, en alguna parte, cerca de Broadway. En este caso, habrían torcido hacia la izquierda. Protegiéndose los ojos contra la deslumbrante luz de la farola, Maggie observó con atención la larga acera desierta. Vio un gato blanco paseando sólo, con la parte trasera alzada y con pasos vacilantes, como suelen hacer los gatos cuando los alrededores no les resultan familiares. Al cabo de unos instantes, una chica de pelo largo y moreno salió disparada de un callejón y lo cogió gritando: «¡Turker! ¡Estabas aquí!» Se esfumó meneando la falda. Pasó un coche, dejando tras de sí un fragmento de algún partido de béisbol: «… ningún out y todas las bases ocupadas, y esta noche, amigos, en la calle Treinta y Tres se respira un ambiente de lo más emocionante…» El cielo esparcía un rosa grisáceo por encima del parque industrial.
Ira se acercó y le puso una mano sobre el hombro.
—Maggie, cariño —le dijo.
Pero Maggie se lo quitó de encima y retrocedió hacia la casa.
Cuando estaba enfadada, perdía todo sentido de la orientación, y ahora se concentraba en su camino como un ciego: tanteando, con los brazos extendidos y de modo vacilante, para tocar el pequeño seto de boj que había junto a la acera, y tropezando dos veces al subir los peldaños del porche. «Mi vida», dijo Ira tras ella. Maggie cruzó el vestíbulo hasta llegar al pie de las escaleras. Colocó la maleta en el suelo, en posición horizontal, y se arrodilló para abrir los cierres.
Dentro encontró un camisón de algodón de color rosa y un par de pijamas infantiles y algunas braguitas de encaje. Nada estaba doblado, sino que todo se hallaba estrujado como escurridos trapos de fregar. Y, debajo de todo ello, un estuche de cremallera con cosméticos, dos montones de tebeos cochambrosos, media docena de revistas de belleza, una caja de dominó y un gigantesco y descolorido volumen de relatos sobre caballos. Cosas todas ellas de las que Fiona y Leroy podían prescindir. Aquello que les era imprescindible —el bolso de Fiona y el guante de béisbol de Leroy— se había ido con ellas.
Examinando con cuidado aquellas capas de pertenencias, mientras Ira permanecía mudo detrás de ella, Maggie tuvo la súbita sensación de que su vida era circular. Iba repitiéndose eternamente sobre sí misma, y carecía por completo de esperanza.