Cuando Ira estaba atónito de verdad, el rostro se le quedaba así como trabado en una posición fija. En esta ocasión, Maggie temió que se enfureciera, pero no, se limitó a dar un pasó atrás y a quedársela mirando, y entonces el rostro se le quedó trabado, sin expresión e impasible, como esculpido en madera dura.
—¿Que Fiona qué? —dijo.
—Que Fiona viene a hacernos una visita —dijo Maggie—. Qué bien, ¿verdad?
Ninguna reacción.
—Fiona y Leroy, las dos —le dijo Maggie.
Ninguna reacción aún.
Tal vez hubiera sido mejor que se enfureciera.
Maggie pasó por delante de él, sin dejar de sonreír.
—Leroy, tesoro, tu mamá te está llamando —gritó—. Quiere que la ayudes a hacer la maleta.
Leroy se mostró menos sorprendida que Ira, evidentemente. «Muy bien», dijo, y, antes de salir brincando hacia la casa, lanzó el platillo contra Ira con un experto movimiento. El platillo rebotó en la rodilla izquierda de Ira y aterrizó en el suelo. Él se quedó mirándolo con aire distraído.
—Deberíamos haber limpiado el coche a fondo —le dijo Maggie a Ira.
—Si hubiera sabido que hoy íbamos a andar acarreando tantos pasajeros…
Maggie se fue hasta el Dodge, bloqueado ahora por un Maverick rojo, que sin duda debía de pertenecer a la señora Stuckey. Era evidente que el Dodge acababa de recorrer una distancia considerable. Presentaba un aspecto vencido y polvoriento. Abrió una de las puertas traseras y emitió un chasquido. En el asiento de atrás yacían tirados un montón de libros de la biblioteca y, aplastado y arrugado, sin duda a consecuencia de que el señor Otis se hubiera sentado encima, un jersey de ganchillo que había estado buscando durante días. El suelo se veía alfombrado con opacas tapas de plástico procedentes de vasos de refresco. Se metió dentro para recoger los libros: descollantes e importantes novelas de Dostoievski y de Thomas Mann. En un arranque de buenas intenciones, las había sacado de la biblioteca pública a principios de verano, e iba a devolverlas sin haberlas leído y con un considerable retraso.
—Abre el maletero, ¿quieres? —le dijo a Ira.
Sin cambiar la expresión de su rostro, Ira se dirigió lentamente hacia el maletero y lo abrió. Maggie tiró en él los libros y volvió a por el jersey.
—¿Cómo ha podido ocurrir una cosa así? —preguntó Ira.
—Bueno, verás, estábamos hablando de su jabonera y…
—¿De su qué? Me refiero a que ha sucedido tan a prisa. Tan de sopetón. Te dejo sola para jugar una partidita con el platillo y, al cabo de unos instantes, te encuentro aquí fuera con el aliento oliéndote a cerveza y con todo un puñado de invitados sorpresa.
—Vaya, Ira, he supuesto que te alegraría —le dijo Maggie.
Dobló el jersey y lo dejó en el maletero.
—Pero es que ha sido como si, en el preciso instante en que yo cerraba la puerta tras de mí, vosotras dos os hubierais puesto manos a la obra —dijo Ira—. ¿Cómo os las arregláis para estas cosas?
Maggie empezó a recoger del suelo del coche las tapas de los vasos de refresco.
—Ya puedes cerrar el maletero ahora —dijo.
Las llevó hasta la parte trasera de la casa y las dejó caer en un arrugado cubo de basura. La tapa del cubo sólo era algo simbólico, una abollada boina metálica que Maggie volvió a colocar torcida sobre él. Y las paredes de la casa estaban tiznadas de humedad, y de debajo de un depósito de combustible, fijado bajo la ventana, se escurrían manchas de herrumbre.
—¿Cuánto tiempo van a quedarse? —le preguntó Ira cuando ella regresó.
—Sólo hasta mañana.
—Mañana tenemos que llevar a Daisy a la universidad, ¿te has olvidado?
—No, no me he olvidado.
—Ajá. Tu plan diabólico: dejar solos a Jesse y a Fiona. Te conozco, Maggie Moran.
—No precisamente del todo.
Si las cosas iban tal y como ella esperaba que fueran aquella noche, no tendría necesidad alguna de tramar plan ninguno para el día siguiente.
Maggie abrió su puerta delantera del Dodge y se acomodó en el asiento. El interior del coche resultaba sofocante. Se secó el labio superior con el borde de la falda.
—¿Y cómo vamos a plantearlo? —preguntó Ira—. ¡Sorpresa, sorpresa, Jesse, hijo! Aquí está tu ex esposa, aquí tienes a la hija que perdiste tiempo atrás. Da lo mismo que vosotros dos os separaseis legalmente hace años, nosotros hemos decidido que ahora volváis a juntaros.
—Bien, para tu información, te diré que ya le he dicho a Jesse que van a ir, y estará en casa para la cena.
Ira se inclinó para mirar a Maggie.
—¿Que ya se lo has dicho?
—Exacto.
—¿Cómo?
—Por teléfono, claro.
—¿Le has llamado por teléfono? ¿Quieres decir ahora mismo?
—Exacto.
—¿Y estará allí para la cena?
—Exacto.
Ira se enderezó y se apoyó contra el coche.
—No lo entiendo —dijo al fin.
—¿Qué hay que entender?
—Es demasiado simple.
Maggie sólo podía ver la parte central de Ira: una camisa blanca que parecía hueca y que caía lacia sobre el cinturón. ¿No estaría Ira asándose? Seguro que aquel metal debía irradiar tanto calor como una plancha. Sin embargo, era cierto que ahora el aire se había vuelto más fresquito y que el sol, que ya había empezado a escabullirse tras un lejano garabato de árboles, no era tan directo.
—Ese Maverick me tiene preocupada —dijo Maggie, mirando la hebilla del cinturón de Ira.
—¿Eh?
—El Maverick de la señora Stuckey. No soportaría tenerle que pedir que lo moviera, y no estoy segura de que tengamos espacio suficiente para salir.
Eso, tal y como Maggie había supuesto, atrajo su atención: una cuestión de logística. Ira desapareció bruscamente. Maggie notó que el coche se mecía. Ira se alejó para comprobar la posición del Maverick, y Maggie reclinó la cabeza contra el respaldo y cerró los ojos.
¿Por qué era Ira tan negativo con Jesse? ¿Por qué siempre que hablaba con él su voz adquiría tono escéptico? Oh, Jesse no era perfecto, Dios mío, no, pero tenía toda clase de cualidades encantadoras. Era tan generoso y cariñoso. Y, si perdía la paciencia con facilidad, bueno, también con facilidad la recuperaba, y nunca se le había visto guardando rencor a nadie, no pudiéndose decir lo mismo de Ira.
¿Sería pura envidia, la envidia henchida, reprimida, que un hombre sentía por alguien despreocupado por naturaleza?
Cuando Jesse no era más que un bebé, Ira siempre andaba diciendo: «No lo cojas cada vez que llore. No le des de comer cada vez que tenga hambre. Vas a malcriarle.»
«¿Malcriarle?», le preguntaba Maggie. «¿Darle de comer cuando tiene hambre significa malcriarle? Eso son tonterías.»
Pero no estaba tan convencida como su voz daba a entender. ¿De verdad lo estaba malcriando? Aquella era su primera experiencia con un bebé. Maggie había sido la más pequeña de la familia y nunca tuvo el contacto casual con bebés que algunas de sus amigas habían experimentado. Y Jesse era un niño tan enigmático: aquejado de cólicos, no mostraba, en un principio, ningún indicio del alegre chiquillo en que luego se convertiría. En plena noche y sin motivo aparente alguno, le daban pequeñas rabietas que hacían que la cara se le pusiera roja. Maggie se veía obligada a pasearlo de modo interminable, llegando a abrir, literalmente, un camino en la alfombra alrededor de la mesa del comedor. ¿Sería posible, se preguntaba, que ella no le gustara a aquel niño, y nada más? ¿Dónde estaba escrito que un niño fuera siempre compatible con sus padres? Cuando te detenías a pensar en ello, resultaba asombroso que tantas familias se llevaran bien. Sólo había que confiar en la buena suerte: los genes apropiados de la personalidad salían como los dados de un juego de azar. Y, en el caso de Jesse, tal vez la buena suerte había sido más bien escasa. Maggie notaba que Jesse estaba irritado con sus padres. Eran demasiado limitados, demasiado sosegados, demasiado conservadores.
Una vez en que llevaba a Jesse berreando por el pasillo de un autobús urbano, Maggie quedó sorprendida al notar que, de pronto, Jesse se relajaba entre sus brazos. Se había callado, y entonces ella contempló su cara. Tenía la mirada fija en una mujer rubia, muy bien vestida, que iba sentada. Jesse empezó a sonreírle. Tendió sus brazos. Una persona de su tipo, ¡al fin! Pero, por desgracia, la mujer rubia leía una revista y en ningún momento llegó a echarle ni tan solo una mirada.
Y después, así que descubrió a otros niños, que se quedaban prendados de él al instante, bueno, empezó a pasarse el día entero correteando por la calle y, desde entonces, apenas sí se le vio más por casa. Pero Ira también tuvo que criticarle por eso, ya que Jesse nunca llegaba a casa a la hora, se olvidaba de ir a cenar y descuidaba sus deberes porque prefería un improvisado partido de baloncesto en el callejón. El señor Momento-a-momento, solía llamarle Ira. Y Maggie tenía que admitir que el nombre era apropiado. ¿Podía ser que algunas personas nacieran, simplemente, sin la habilidad necesaria para enlazar un momento con el siguiente? En tal caso, Jesse, indiferente a las consecuencias y desconcertado por la costumbre ajena de guardarle rencor por cosas que habían pasado hacía…, bueno, ¡horas!, ¡días!, ¡una semana incluso!, era una de ellas. Que alguien pudiera seguir enfadado con él por algo que él mismo había olvidado al instante, le dejaba de verdad perplejo.
Una vez, cuando Jesse tenía once o doce años, estaba en la cocina, bromeando con Maggie, dando puñetazos con su guante de cátcher y tomándole el pelo a Maggie por su modo de cocinar, y sonó el teléfono y él lo cogió: «¿Quién? ¿El señor Bunch?» El señor Bunch era su profesor de sexto curso, de modo que Maggie comprendió que la llamada era para él y ella volvió a su trabajo. Jesse dijo: «¿Eh?» Dijo: «Un momento. ¡Usted no puede echarme a mí la culpa de eso!» Después colgó con violencia el auricular y Maggie le echó un vistazo y descubrió en su rostro las oscuras y reveladoras ojeras. «¿Jesse? ¿Cariño? ¿Qué ocurre?», le preguntó ella. «Nada», contestó él con aspereza, y se fue. Dejó sobre la cocina su guante de cátcher, desgastado, profundamente manoseado y curiosamente lleno de vida. La cocina retumbó.
Pero no habían pasado ni diez minutos cuando Maggie lo vio en el jardín de delante con Herbie Albright, riendo de forma estruendosa, metiéndose con ímpetu por el pequeño seto de boj, tal y como se le había dicho más de cien veces que no lo hiciera.
Sí, era su risa lo que Maggie imaginaba cuando pensaba en él: sus ojos luminosos y danzarines, sus dientes de un blanco intenso, su cabeza echada hacia atrás y revelando el nítido contorno de su morena garganta. (¿Y por qué motivo Maggie recordaba siempre su risa, en tanto que Ira recordaba sus rabietas?) En una familia en que la vida social era de hecho inexistente, Jesse era intensa y casi ridículamente sociable, en extremo popular. Sus compañeros de clase iban con él a su casa cada tarde al salir de la escuela, y, a veces, hasta siete u ocho se quedaban a pasar el fin de semana, con los sacos de dormir invadiendo todo el suelo de su habitación y chaquetas abandonadas y pistolas de seis tiros y piezas de aviones en miniatura desparramadas por todas partes hasta el vestíbulo. Por la mañana, cuando Maggie iba a despertarles para las tortitas de harina, el olor almizcleño y salvaje de niño pendía de la puerta como una cortina, y Maggie parpadeaba y regresaba a la seguridad de su cocina, donde la pequeña Daisy, envuelta hasta los pies en uno de los delantales de Maggie, de pie sobre una silla, removía con toda aplicación la pasta para las tortitas.
Una primavera le dio a Jesse por correr y estuvo corriendo como un maníaco, poniendo en ello todas sus energías, como hacía con todo lo que le interesaba, aunque sólo fuera por un breve período de tiempo. Entonces tenía quince años y aún no tenía carnet de conducir, por lo que a veces le pedía a Maggie que lo llevara hasta su circuito preferido, el de la Escuela Ralston, en forma de óvalo y con el suelo recubierto de briznas de cedro, en los bosques de las afueras del condado de Baltimore. Maggie le aguardaba en el coche, leyendo un libro de la biblioteca y alzando de vez en cuando la vista para comprobar qué tal lo hacía. Siempre podía reconocerlo, incluso en los casos en que el circuito estaba atestado de señoras de mediana edad en chandal rojo y de chicos de la Escuela Ralston vestidos con uniformes numerados. Jesse llevaba unos tejanos andrajosos y una camiseta negra a la que le había quitado las mangas, pero no sólo podía identificarlo por su ropa, sino por su característico estilo de carrera. Su paso era libre y amplio, como si no reservara energías para la vuelta siguiente. Alzaba las piernas con soltura, y con los brazos efectuaba amplios movimientos, cogiendo a puñados el aire que se extendía ante él. Cada vez que Maggie lo localizaba, sentía en el corazón una punzada de amor. Después, Jesse desaparecía en el extremo del circuito poblado de árboles y Maggie tornaba a su libro.
Pero un día, Jesse no salió del bosque. Maggie estuvo esperándolo, pero él no apareció. Y, sin embargo, los demás sí salieron, incluso los más lentos, incluso la gente de aspecto ridículo que corría al estilo sueco, y cuyos codos, agitados con vigor hacia arriba y hacia abajo, parecían alas de gallina. Por último, bajó del coche y se dirigió al circuito, protegiéndose los ojos contra el sol. Ni rastro de Jesse. Siguió la curva del óvalo hasta adentrarse en el bosque. Los zapatos de suela de crepé que llevaba en el trabajo se le hundían en las briznas de cedro, por lo que notaba una pesadez en los músculos de las pantorrillas. La gente desfilaba por su lado con paso torpe, levantando por un momento la vista y dándole a Maggie la sensación de que dejaban atrás sus rostros. En el bosque que se encontraba a su izquierda, Maggie advirtió algo blanco que destellaba. Se trataba de una chica, vestida con una blusa y unos pantalones blancos, tumbada de espaldas sobre la hojarasca, y Jesse estaba echado encima de ella. Iba completamente vestido, sí, pero estaba del todo encima de ella, y la muchacha había entrelazado sus blancos brazos alrededor de su cuello. «Jesse, yo tendré que irme pronto a casa», gritó Maggie. A continuación, dio media vuelta y se encaminó hacia el coche, sintiéndose abatida y torpe. Al cabo de unos instantes, las briznas de cedro crujieron detrás de ella, y Jesse la adelantó a gran velocidad, con sus zapatillas de gimnasia asombrosamente grandes, aterrizando con habilidad, plop-plop, y cortando el aire con sus musculosos y morenos brazos.
Conque entonces fueron las chicas, chicas y más chicas: un desfile de chicas abriéndose paso a codazos. Todas ellas eran rubias y delgadas y bonitas, de rostro suave y poco maduro, y vestidas de un modo aseado. Le llamaban por teléfono y le enviaban cartas impregnadas de perfume y, en ocasiones, se presentaban sin más en la puerta de casa, tratando a Maggie con una deferencia tal que la hacía sentirse terriblemente vieja. Le hacían alegres cumplidos, «Oh, señora Moran, me encanta esa blusa», mientras trataban de descubrir a Jesse detrás de ella. Maggie tenía que reprimir el impulso de enseñar las uñas, de prohibirles la entrada. ¿Quién mejor que ella podía saber cuán solapadamente pueden portarse las chicas? ¡Los chicos no tenían, ninguno de ellos, la más mínima posibilidad! Pero entonces Jesse se acercaba despacio, sin cambiar siquiera de expresión al verlas, sin hacer el más mínimo esfuerzo, con la camiseta despidiendo un oloroso vaho a sudor fresco y con el cabello ocultándole los ojos. Las chicas iban adquiriendo confianza en sí mismas y se iban tornando más desenvueltas, y entonces Maggie sabía que eran ellas las que no tenían la menor posibilidad. Se sentía triste y orgullosa, ambas cosas. Se avergonzaba de ella misma por sentirse orgullosa y, a modo de compensación, se portaba de un modo en especial amable con todas las chicas que acudían. A veces se portaba con tanta amabilidad que las chicas seguían visitándola durante meses después de que Jesse hubiera dejado de salir con ellas. Solían sentarse en la cocina, y le confiaban sus secretos, no sólo sobre Jesse, sino sobre otras cosas por el estilo. A Maggie aquello le encantaba. Por regla general, Daisy también se sentaba con ellas, con la cabeza inclinada sobre sus deberes, y Maggie tenía la sensación de que las tres formaban parte de una cálida comunidad de mujeres, una comunidad de la que ella no pudo disfrutar mientras crecía entre sus hermanos.
¿Fue también por aquella época cuando empezó la música? Una música fuerte, de ritmo machacón. Un día inundó sencillamente la casa, como si el hecho de que Jesse se hubiera convertido en un adolescente hubiera abierto una puerta por la que, de pronto, entraron a raudales los tambores y las guitarras eléctricas. Si iba un segundo a la cocina para prepararse un sandwich, el radio-reloj empezaba a berrear Ojos mentirosos. Si subía corriendo a su habitación para recoger el guante de cátcher, su estéreo empezaba a tocar de repente Delicia del atardecer. Y, era evidente, nunca apagaba ninguno de los aparatos, por lo que, después de haberse ido, la música seguía sonando durante un buen rato. Tal vez era eso lo que él deseaba. Era su firma, la huella que imprimía a sus vidas. «Voy a salir al mundo, ahora, pero no me olvidéis», era lo que Jesse estaba diciendo, y ellos permanecían sentados, dos adultos monótonos y una recatada chiquilla, mientras ¿Cuándo me amarán? sonaba de modo discordante a través del vacío que dejaba tras él.
Después dejó de gustarle lo que a sus compañeros de clase les gustaba y declaró que los Cuarenta Principales era música de dentista, música de ascensor. («Oh», dijo Maggie, con tristeza, porque a ella le había gustado esa música o, al menos, parte de ella.) Así, las canciones que llenaron la casa fueron convirtiéndose en quejumbrosas y resbaladizas, o en manifiestamente coléricas, y las cantaban grupos desaliñados, de aspecto beatnik, vestidos con harapos, pingajos y alguna que otra prenda militar. Mientras tanto, los viejos álbumes iban trasladándose, poco a poco, a la planta baja y alineándose en el estante que había debajo del hi-fi de la sala de estar. Cada vez que Jesse entraba en una nueva etapa, aumentaba la colección de álbumes desechados de Maggie, quien a veces los escuchaba a escondidas, cuando no había nadie en la casa.
Y después empezó a escribir sus propias canciones, con títulos tan peculiares y modernos como Cuarteto de microondas y El blues del magnetófono. Cuando Ira no estaba cerca, Jesse le cantaba a Maggie alguna de esas canciones. Tenía un estilo nasal e inexpresivo, muy similar a lo que una podía escuchar por la radio, pero claro, ella era su madre, y nada más. No obstante, sus amigos también estaban impresionados; ella lo sabía. Su amigo Don Burnham, que tenía un primo segundo que estuvo a punto de entrar a trabajar como montador de escenarios para los Ramones, dijo que Jesse era lo bastante bueno como para formar su propio grupo y cantar en público.
Ese tal Don Burnham era un chico muy agradable y bien educado, que se había trasladado al instituto de Jesse al comenzar el undécimo curso. La primera vez que Jesse lo llevó a casa, Don le dio conversación a Maggie (cosa que, en un chico de su edad, no se daba por supuesto) y se estuvo sentado con mucha educación mientras miraba la colección de postales de las capitales de Estados Unidos que Daisy le enseñaba. «La próxima vez que venga», le dijo a Maggie de repente, «le traeré mi álbum de recortes de Doonesbury.» Y aunque Maggie no tenía conocimiento de esas tiras cómicas izquierdistas, contestó: «Oh, qué bien, me encantará verlo.» Pero, la próxima vez que fue, llevó consigo su guitarra acústica, y Jesse le cantó una de sus canciones, mientras Don le acompañaba rascando la guitarra. «Parece que hoy en día el viejo mundo gira a muchas revoluciones…» Después, Don le dijo a Jesse que debería actuar en público y, a partir de ese mismo instante (o eso parecía retrospectivamente), Jesse desapareció para siempre.
Jesse, con un puñado de chicos mayores, la mayoría de los cuales habían abandonado el instituto, formó un conjunto llamado Dale Vueltas al Gato. Maggie no tenía ni idea de dónde los había sacado. Empezó a vestirse con ropas más duras, como si se fuera a la guerra; llevaba negras camisetas de tela de tejanos y tejanos negros y unas arrugadas botas de cuero de motorista. Venía a todas horas con el aliento oliéndole a cerveza y a tabaco o, quién sabe, tal vez a algo peor que el tabaco. Acumuló un séquito de chicas muy distintas, más decididas y llamativas, que no se tomaban la molestia de halagar a Maggie ni de sentarse en su cocina. Y en primavera descubrieron que llevaba algún tiempo sin ir al instituto y que no podría pasar del penúltimo al último curso.
Diecisiete años y medio y ya había echado a perder su futuro, dijo Ira, y todo por culpa de un único amigo. Daba lo mismo que Don Burnham ni siquiera formara parte del conjunto de Jesse y que él sí hubiera pasado sin problemas al último curso. Según la versión que Ira daba de los hechos, el consejo de Don había dado justo en el blanco, y la vida ya nunca volvió a ser igual. Don había sido una especie de instrumento de la providencia, el mensajero del destino. Según la versión que Ira daba de los hechos.
O cambias o te largas, le dijo Ira a Jesse. O, asistiendo a las clases del curso de verano te ganas el crédito que has perdido, o ya puedes buscarte un empleo y mudarte a un apartamento propio. Jesse dijo que ya se había dado un atracón de estudiar. Que estaría encantado de buscarse un empleo, dijo, y que estaba impaciente por marcharse a su propio apartamento, donde podría entrar y salir cuando le diera la gana y donde nadie le atosigaría. Jesse salió de casa y recorrió pesadamente el porche con sus botas de motorista. Maggie rompió a llorar.
¿Como podría Ira ser capaz de imaginarse la vida de Jesse? Ira era una de esas personas que han nacido competentes. Todo le había sido fácil. Era imposible que pudiera comprender a fondo cómo se sentía Jesse cada mañana cuando, con la cabeza muy alta metida entre los hombros, el cuello de la chaqueta levantado y retorcido, y las manos bien hundidas en los bolsillos, se encaminaba trabajosamente a la escuela. ¡Qué debía sentirse al ser Jesse! Con una hermana menor que se portaba a la perfección y con un padre tan intachable e infalible. En realidad, lo único que le salvaba era su madre, su atolondrada e ingenua madre, se dijo Maggie a sí misma. Estaba haciendo uno de sus retorcidos chistes personales, pero en el fondo lo decía en serio. Y Maggie deseó que Jesse se pareciera más a ella. Que, como hacía ella, por ejemplo, supiera ver el lado bueno de las cosas. Que, a la hora de aceptar y adaptarse, tuviera el mismo don que ella.
Pero no. Con ojos escudriñadores y cautos, sin pizca de su antiguo desenfado, Jesse merodeaba por la ciudad en busca de trabajo. Esperaba encontrar un empleo en una tienda de discos. Ni siquiera tenía dinero para los gastos menudos (por entonces, su conjunto todavía tocaba gratis, para «darse a conocer», según decían ellos), de modo que tenía que pedirle a Maggie el dinero para el autobús. Y cada día regresaba a casa más taciturno que la víspera, y cada tarde él e Ira se peleaban. «Si acudieras a las entrevistas vestido como una persona normal», le decía Ira.
«De todos modos, tampoco me gustaría trabajar en un sitio donde se preocuparan tanto por el aspecto de uno», había dicho Jesse. «Fantástico, entonces será mejor que empieces a aprender a cavar zanjas, porque ése es el único trabajo en el que no les importa el aspecto de nadie.» Entonces Jesse cogía la puerta y se volvía a ir, y ¡qué monótono parecía todo cuando él se había ido! ¡Qué superficial, qué falto de vitalidad! Maggie e Ira se miraban fija y tristemente de un lado al otro de la sala de estar. Maggie le echaba la culpa a Ira: era demasiado severo. Ira le echaba la culpa a Maggie: era demasiado blanda.
A veces, en lo más profundo de su alma, Maggie también se echaba la culpa a sí misma. Ahora se daba cuenta de que en todas las decisiones que ella había tomado como madre había un único tema: el simple hecho de que sus hijos fueran unos niños, condenados a sentirse impotentes y desorientados y limitados durante años, hacía que Maggie se compadeciera tanto de ellos, que añadir más dificultades a sus vidas le pareciera del todo imposible. Podía dejarles pasar cualquier cosa, perdonárselo todo. Quizá hubiera sido una madre mejor si no recordara tan bien lo que uno sentía cuando era niño.
Maggie soñó que Jesse estaba muerto; que se había muerto, en realidad, cuando todavía era un chiquillo risueño y travieso, y que ella, por algún motivo, no se había percatado de ello. Soñó que lloraba de un modo incontrolable; no había forma alguna de superar una pérdida tal. Entonces, entre la multitud que atestaba la cubierta (porque de pronto se encontraba viajando en un barco), descubría a un niño que, parecido a Jesse, estaba con sus padres y al que nunca había visto con anterioridad. El niño la miró y, rápidamente, apartó la vista, pero pudo adivinar que ella le resultaba familiar. Maggie sonrió al niño. Él volvió a mirarla y, a continuación, apartó de nuevo la vista. Ella se acercó con cautela unas pocas pulgadas, mientras fingía observar el horizonte. El niño había vuelto a la vida en el seno de otra familia. Así se lo explicaba Maggie a sí misma. Ahora él ya no le pertenecía, pero daba lo mismo. Volvería a empezar. Conseguiría que volviera a su lado. Sintió que sus ojos la miraban de nuevo y notó lo desconcertado que se sentía. Y Maggie supo que, en el fondo, él y ella se querrían siempre.
Por aquel entonces, Daisy tenía nueve años, o estaba a punto de cumplirlos. Era de suponer que todavía era lo bastante niña como para tener a Maggie completamente ocupada. Pero es el caso que, justo en esa misma época, a Daisy también se le metió en la cabeza empezar a crecer y a distanciarse. Siempre había sido un tanto precoz. Cuando era pequeñita, Ira la llamaba «Señoritiña», debido a su madurez y carácter reservado, y a su diminuto rostro repleto de opinión. A los trece meses ya se hallaba iniciada en el aprendizaje de ir al retrete. Cuando estaba en primer curso, su despertador sonaba una hora antes que el de cualquier persona de la casa, y cada mañana se deslizaba hasta la planta baja para seleccionar entre la ropa limpia un conjunto apropiado. (Ya entonces sabía planchar mejor que Maggie, y le gustaba ir limpia como una patena y llevar colores que armonizaran entre sí.) Y ahora parecía haber alcanzado aquel estado en que el mundo exterior goza de prioridad sobre la familia. Tenía cuatro amigas muy formales que eran de su misma opinión y entre las cuales figuraba una, Lavinia Murphy, que contaba con una madre perfecta. La perfecta señora Murphy dirigía la Asociación de Padres y Profesores, y la Venta de Pasteles y (puesto que no trabajaba) podía permitirse el lujo de llevar a las chiquillas a todo tipo de acontecimientos culturales y organizar maravillosas fiestas en su casa, y las amiguitas de su niña se quedaban allí a pasar la noche y jugaban a la caza del tesoro. Durante toda la primavera del setenta y ocho, Daisy vivió prácticamente con los Murphy. Maggie regresaba a casa y llamaba: «¿Daisy?», pero sólo se encontraba con una casa vacía y una nota en la estantería del vestíbulo.
Una tarde, no obstante, en la casa no sólo se respiraba silencio, sino murmullos y conspiración. Se dio cuenta nada más entrar, y en el piso de arriba la puerta de la habitación de Jesse estaba cerrada. Maggie llamó con los nudillos. Tras un silencio sobrecogedor, Jesse exclamó: «Un momento.» Se oyeron susurros y cuchicheos. Cuando salió, lo hizo en compañía de una chica. Su larga cabellera rubia se veía despeinada y sus labios parecían magullados. Pasó furtivamente por delante de Maggie, con los ojos bajos, y descendió las escaleras detrás de Jesse. Maggie oyó abrirse la puerta principal. Oyó a Jesse decir adiós en voz baja. Tan pronto como volvió a subir (dirigiéndose descaradamente hacia ella), Maggie le dijo que a la madre de aquella chica, quienquiera que fuese, le horrorizaría saber que su hija había estado a solas con un chico en la habitación de éste. Jesse dijo: «Ah, no. Su mamá vive en algún lugar de Pennsylvania. Fiona vive con su hermana, y a su hermana no le importa.» «Pues a mí, sí», dijo Maggie.
Jesse no se lo discutió y la chica dejó de ir por casa. O por lo menos, cuando Maggie regresaba cada día del trabajo, no estaba a la vista. No obstante, tenía un presentimiento; había reunido algunos indicios. Advirtió que Jesse se pasaba más tiempo que nunca fuera de casa, que regresaba ensimismado, que sus largos paréntesis en casa se caracterizaban por largas conversaciones privadas en el teléfono del piso de arriba y, si por casualidad Maggie levantaba el auricular, siempre oía la misma voz, dulce e interrogativa.
Jesse encontró al fin empleo en una fábrica de sobres, empleo relacionado con el departamento de expediciones, y empezó a buscar un apartamento. El único problema consistía en que los alquileres eran muy elevados y su sueldo insignificante. Estupendo, dijo Ira. Tal vez ahora tendría que enfrentarse con las duras realidades de la vida. Maggie deseó que Ira tuviera la boca cerrada. «No te preocupes», le decía ella a Jesse. «Ya saldrá algo.» Esto era hacia finales de junio. En julio todavía vivía en casa. Y, un miércoles del mes de agosto por la tarde, Jesse cogió a Maggie a solas en la cocina y le comunicó, de forma tranquila y directa, que, al parecer, había dejado embarazada a una chica que conocía.
La atmósfera de la cocina se tornó extrañamente sosegada. Maggie se secó las manos con el delantal.
—¿Es esa tal Fiona?
Jesse asintió con la cabeza.
—¿Y ahora qué? —preguntó Maggie.
Estaba tan tranquila como Jesse; se sorprendió de sí misma. Parecía que todo aquello estuviera sucediéndole a otra persona. O tal vez había estado esperándolo sin ella saberlo. Tal vez era algo que desde el principio se había estado acercando, dirigiéndose hacia ellos como un glaciar.
—Bueno —dijo Jesse—, de eso quería hablarte. Me refiero a que lo que yo quiero y lo que quiere ella son dos cosas distintas.
—¿Y qué es lo que tú quieres? —le preguntó Maggie, pensando que ya sabía cual sería la respuesta.
—Quiero que tenga el niño.
Por un momento, fue como si no le hubiera entendido. Incluso la palabra en sí, «niño», le pareció incongruente en boca de Jesse. En cierto modo y aunque fuera espantoso, casi le pareció bonito.
—¿Que lo tenga? —dijo ella.
—He pensado que yo podría empezar a buscar un apartamento para los tres.
—¿Eso significa que quieres casarte?
—Exacto.
—Pero si ni siquiera tienes dieciocho años. Y seguro que esa chica tampoco los tiene. Sois demasiado jóvenes.
—Mi cumpleaños es dentro de dos semanas, mamá, y el de Fiona también está al caer. Y, en cualquier caso, tampoco le gusta la escuela: la mitad de las veces se salta las clases y anda rondando conmigo por ahí. Además, siempre me ha hecho ilusión tener un crío. Es exactamente lo que me hacía falta: algo que fuera mío.
—¿Algo que fuera tuyo?
—Sólo tendré que buscar un empleo mejor pagado. Eso es todo.
—Jesse, tienes toda una familia tuya. ¿De qué estás hablando?
—Pero no es lo mismo. Yo nunca he sentido que… No sé. Bueno, el caso es que he estado buscando un empleo en el que pueda ganar más. Es que un niño necesita muchos objetos y cosas. He hecho una lista de acuerdo con el doctor Spock.
Maggie le miró fijamente. Lo único que se le ocurrió fue:
—¿Y de dónde demonios has sacado tú a ese tal doctor Spock?
—De la librería. ¿De dónde si no?
—¿Has ido a una librería y te has comprado un libro sobre cómo cuidar a un bebé?
—Claro.
Aquello parecía lo más sorprendente de todo. Maggie no podía imaginárselo.
—He aprendido muchas cosas —le dijo Jesse—. Creo que Fiona debería darle el pecho.
—Jesse…
—En la Revista de hobbies del hogar he encontrado unos planos que explican cómo construir una cuna.
—Cariño, tú no sabes lo duro que es. Si vosotros mismos sois todavía unos niños. No podéis asumir la responsabilidad de un hijo.
—Te estoy pidiendo una cosa, mamá. Hablo en serio —dijo Jesse.
Y sus labios adquirieron el mismo aspecto afilado que adquirían siempre que estaba más que convencido de algo.
—Pero ¿qué me estás pidiendo exactamente? —dijo Maggie.
—Quiero que vayas y hables con Fiona.
—¿Cómo? ¿Que hable con ella de qué?
—Que le digas que tú crees que debería tener el niño.
—¿Quieres decir que piensa tenerlo para darlo y que lo adopten? O tal vez… pues… ¿interrumpir el embarazo?
—Bueno, eso es lo que ella dice, pero…
—¿Cuál de las dos cosas?
—La segunda.
—Ah.
—Pero no es eso lo que en realidad quiere. Estoy seguro. Pero es tan testaruda. De mí espera lo peor, parece ser. Da por sentado que voy a abandonarla o algo parecido. Mira, en primer lugar, ni siquiera me dijo nada sobre el asunto. ¿Puedes creerlo? ¡Me lo ocultó! Estuvo preocupada durante semanas y nunca me dijo una sola palabra, aun cuando me veía cada día, más o menos. Y después, cuando la prueba sale positiva, ¿qué hace? Pedirme dinero para deshacerse del niño. Yo digo: «¿Qué? ¿Para qué? A ver, espera un momento», le digo. «¿No crees que te estás saltando algunos de los pasos de costumbre? ¿Qué pasa con lo de ‘¿tú que opinas, Jesse?’ y con ‘¿qué decisión vamos a tomar tú y yo?’ ¿No vas a darme una oportunidad?», le pregunto. Y ella me dice: «¿Una oportunidad para qué?» «Bueno, ¿y el matrimonio?», le pregunto yo. «¿Qué tal si me dejaras asumir mis propias responsabilidades, por el amor de Dios?» Y ella dice: «No quiero favores, Jesse Moran.» Yo le digo: «¿Favores? Estás hablando de mi hijo, ¿sabes?» Y ella va y dice: «Oh, no me hago ilusiones. Ya sabía lo que eras cuando te eché la vista encima: libre y sin compromiso», me dice ella. «El primer cantante de un conjunto de rock duro. No tienes que darme explicaciones.» Yo me sentí como si me hubiera retratado con una plantilla o algo así. Quiero decir que ¿de dónde ha sacado ella esa imagen de mí? De nada que haya sucedido en la vida real, te lo puedo asegurar. De modo que le digo: «No, no te daré el dinero. No señor, de ningún modo», y ella va y dice: «Debía de haber supuesto que dirías eso», dándole una interpretación deliberadamente equivocada a mis palabras. Detesto que la gente haga eso, que se comporten adrede como si las hubieran ofendido y que se hagan las víctimas. «Tenía que habérmelo imaginado», dice ella, «que no podría contar contigo para la ridícula cantidad que cuesta un aborto.» Pronunció la palabra sin rodeos de ninguna clase. Fue como si hubiera cortado el aire con ella. De verdad que durante unos instantes me quedé sin habla. «Maldita sea, Fiona…» Y ella va y dice: «Oh, fantástico, maravilloso, para colmo sólo faltaba que encima me dijeras palabrotas.» Y yo le digo…
—Jesse, cariño —dijo Maggie. Se frotó la sien izquierda. Tenía la sensación de que estaba perdiendo el hilo de algo importante—. Con sinceridad, creo que Fiona ha tomado una decisión.
—El lunes a primera hora de la mañana irá a esa clínica de la avenida Whitside. El lunes es el día que su hermana tiene libre. La acompañará su hermana. ¿Te das cuenta? No me ha pedido que sea yo quien la acompañe. Y he estado hablando con ellas horas y horas. Ya no sé qué más puedo decirle. De modo que esto es lo que te pido: quiero que vayas tú. Quiero que vayas a la clínica y se lo impidas.
—¿Yo?
—Tú siempre te has llevado bien con mis amigas. Tú puedes hacerlo. Estoy seguro. Cuéntale lo de mi empleo. Dile que voy a dejar la fábrica de sobres. He solicitado un puesto en una tienda de informática, donde van a enseñarme a reparar ordenadores y me pagarán mientras esté allí aprendiendo. Han dicho que hay muchas posibilidades de que me contraten. Y, además, la madre de Dave, uno del conjunto, tiene una casa en Waverly, cerca del estadio, y toda la planta superior es un apartamento que quedará libre en noviembre, baratísimo, dice Dave, con una habitación pequeña para el niño. Se supone que el niño no ha de dormir en la misma habitación que sus padres; también he leído eso. Te quedarías sorprendida de todo lo que sé. He decidido que estoy a favor de los chupetes. Hay personas a las que su aspecto no les gusta, pero, si les das un chupete, luego no se chupan el dedo. Además, eso de que los chupetes tuercen hacia fuera los dientes de delante es una mentira.
Hacía meses que no hablaba tanto, pero lo triste de ello era que, cuanto más hablaba, más joven parecía. Aquellas zonas del cabello por las que se había pasado la mano se le habían quedado enmarañadas, y su cuerpo, al moverse con violencia de un lado para otro de la cocina, no era sino un conglomerado de ángulos agudos.
—Jesse, cariño —dijo Maggie—, ya sé que algún día serás un padre maravilloso, pero lo cierto es que, de hecho, es la chica la que ha de decidir. La chica es la que pasa el embarazo.
—Pero no sola. Yo le prestaré mi apoyo. La confortaré. Yo cuidaré de ella. Quiero hacerlo, mamá.
Maggie no sabía qué más decir y, sin duda, Jesse lo advirtió. Dejó de ir y venir por la cocina. Se detuvo delante de Maggie, cara a cara. Le dijo:
—Mira, tú eres mi única esperanza. Sólo te pido que le digas a Fiona cuál es mi opinión. Después, que decida lo que quiera. ¿Qué puede haber de malo en eso?
—Pero ¿y por qué no le dices tú cuál es tu opinión?
—¿Acaso crees que no lo he intentado? Estoy cansado de repetírselo. Pero, al parecer, todo lo que digo está mal. Ella se ofende, yo me ofendo. No sé por qué, siempre acabamos hechos un verdadero lío. Ya no tenemos nada más que decirnos. Hemos tocado fondo.
Bien, Maggie sabía sin duda cómo se sentía uno en tales circunstancias.
—¿No podrías pensarlo un poco? —le preguntó a Jesse.
Maggie ladeó la cabeza.
—¿Pensar en la posibilidad?
—Oh —dijo Maggie—, la posibilidad, tal vez…
—Sí, ¡es lo único que te pido! Gracias, mamá. Un millón de gracias.
—Pero, Jesse…
—Y no le dirás nada a papá, ¿verdad?
—No, por ahora no —dijo Maggie sin demasiada convicción.
—Ya puedo suponer lo que diría —dijo Jesse.
Después le dio a Maggie uno de sus súbitos abrazos y desapareció.
Durante unos días, Maggie se sintió preocupada, indecisa. Le venían a la mente ejemplos de la inconstancia de Jesse, cómo (al igual que la mayoría de los chicos de su edad) avanzaba de continuo hacia nuevas etapas y nuevas ilusiones, y se olvidaba de las viejas. ¡Y uno no podía olvidarse de su esposa y de un bebé! Pero luego también acudían a su mente otras imágenes: por ejemplo, el año en que todos, salvo Jesse, cogieron la gripe y él tuvo que cuidarlos. Maggie le vislumbraba confusamente a través de la vaguedad de la fiebre: Jesse se sentaba en el borde de su cama y le daba, cucharada a cucharada, un tazón de caldo de pollo, y, cuando entre sorbo y sorbo caía dormida, él se quedaba aguardando sin rechistar hasta que ella se despertaba de un sobresalto, y entonces él le daba otra cucharada.
«No te has olvidado, ¿verdad?», le preguntaba ahora Jesse siempre que se cruzaba con ella. Y: «Mantendrás tu promesa, ¿no?»
«Sí, sí», decía ella. Y después: «¿Qué promesa?» ¿A qué se había comprometido ella con exactitud?
Un día Jesse le colocó un trozo de papel en la palma de la mano: unas señas correspondientes a la avenida Whitside. La clínica, supuso ella. Lo dejó caer en el bolsillo de su falda. Maggie dijo: «Supongo que te das cuenta de que yo no puedo…», pero Jesse ya se había evaporado, con la misma habilidad que un ladrón.
Aquellos días Ira estaba de buen humor, porque se había enterado del empleo de la tienda de informática. Tal y como Jesse había previsto, se lo habían dado y tenía que empezar el aprendizaje en septiembre. «Eso está mejor», le dijo Ira a Maggie. «Se trata de algo con futuro. Y ¿quién sabe? Tal vez al cabo de un tiempo decida volver al instituto. Estoy seguro de que querrán que termine los estudios antes de ascenderle.»
Maggie permanecía callada, pensando.
El sábado tuvo que ir a trabajar, de modo que eso mantuvo su mente ocupada, pero el domingo estuvo sentada un buen rato en el porche. Hacía un día espléndido y daba la sensación de que todo el mundo había salido a pasear con sus bebés. Los llevaban en sus cochecitos y sillitas, y los hombres caminaban impetuosos con los bebés en mochilas. Maggie se preguntó si Jesse consideraría la mochila como pieza esencial a incluir entre los accesorios del bebé. Seguro que sí. Maggie ladeó la cabeza en dirección a la casa, escuchando. Ira estaba viendo un partido de béisbol por la tele y Daisy había ido a casa de doña Perfecta. Jesse todavía dormía, puesto que, tras haber tocado en un baile del condado de Howard, había regresado tarde. Le había oído subir la escalera un poco después de las tres, canturreando «Chavala, si pudiera te pondría a descongelar…»
«Ahora la música es tan diferente», le había dicho Maggie a Jesse en una ocasión. «Antes era algo así como Ámame eternamente y ahora es Ayúdame a sentirme mejor esta noche.» «Venga, mamá», le dijo él. «¿No lo entiendes? Antes lo disimulaban más, pero siempre ha sido Ayúdame a sentirme mejor esta noche.» Maggie se acordó de una línea de una canción que fue popular cuando Jesse era un chiquillo: «He de encontrar la forma», decía discreta y tanteadoramente, «de penetrar en tu corazón…»
Cuando Jesse era un chiquillo, disfrutaba contándole cuentos a Maggie mientras ella cocinaba. Al parecer, creía que ella necesitaba distraerse. Podía empezar con algo así como: «Había una vez una mujer que a sus hijos sólo les daba de comer donuts», o: «Erase una vez un hombre que vivía en una noria.» Todos sus cuentos eran extraños e imaginativos, y, ahora que pensaba en ello, advirtió que todos tenían en común el tema de la felicidad, el triunfo de la pura diversión sobre el sentido práctico. Hubo un cuento en particular que duró semanas y semanas: trataba de un padre retrasado mental que con el dinero de la compra adquirió un órgano eléctrico. Maggie supuso que lo de retrasado mental lo había sacado de su tía Dorrie. Pero tal como él lo contaba venía a ser una especie de virtud. Dicho padre decía: «¿Para qué necesitamos la comida, a fin de cuentas? Prefiero que mis hijos oigan buena música.» Cuando ella le repitió el cuento a Ira, Maggie se rió, pero Ira no pareció encontrarle la gracia. En primer lugar se sintió ofendido por Dorrie (no le gustaba la expresión «retrasado mental») y luego por él mismo. ¿Por qué tenía que ser el padre el retrasado? ¿Por qué no podía ser la madre?, es lo que, mucho más realista y considerando los defectos de Maggie, probablemente quiso decir. O tal vez no quiso decir nada de todo ello, pero Maggie lo interpretó así y acabaron peleándose.
Ahora le parecía que, debido a Jesse, había estado peleando desde el día en que éste nació y adoptando siempre las mismas posturas. Ira lo criticaba, Maggie lo disculpaba. Ira afirmaba que Jesse era incapaz de ser cortés, que se negaba a borrar de su rostro aquella expresión obstinada y que, cuando le echaba una mano en la tienda, era un inepto total. Sólo necesitaba sentirse seguro de sí mismo, decía Maggie. Había quien tardaba más que otros en conseguirlo. «¿Décadas, tal vez?», preguntaba Ira. Ella decía: «Ten un poco de paciencia, Ira.» (Un cambio: Ira era el paciente, Maggie la irascible.)
¿Por qué no se dio cuenta ella de joven del poder que tenían los jóvenes? Ahora veía aquello como una oportunidad perdida. En su juventud se había sentido intimidada con tanta facilidad; nunca pudo imaginarse que los niños fueran capaces de desencadenar tales tormentas en una familia.
Aunque ella e Ira procuraban mantener en secreto sus propias tormentas, era seguro que Jesse llegaba a oírlas un poquitín. O tal vez sólo percibía la impresión que dejaban, porque, a medida que Jesse iba aproximándose a la adolescencia, era a Maggie a quien le ofrecía, más cada vez, sus retazos de conversación, en tanto que iba distanciándose más y más de Ira. Para cuando Jesse le dijo a Maggie lo del niño, ella misma se sentía ya bastante alejada de Ira. Habían atravesado por demasiadas discusiones, habían vuelto a sacar el tema de Jesse miles de veces, demasiadas. No sólo era su promesa lo que le impedía a Maggie contarle a Ira lo del niño: era la fatiga del combate. ¡Ira pondría el grito en el cielo! Y con razón.
Pero Maggie recordó las veces en que Jesse le había rozado los labios con la cuchara, animándola a comer. En ocasiones, cuando la fiebre había alcanzado su punto máximo, se despertaba y oía una música débil, triste y lejana, que emergía de los auriculares que Jesse llevaba en la cabeza, y ella se quedaba convencida de que era el sonido de sus pensamientos más íntimos que, por fin, Jesse le manifestaba.
El lunes por la mañana se fue a trabajar como de costumbre, a las siete, pero a las nueve menos cuarto, alegando que se encontraba mal, solicitó permiso para marcharse y se dirigió en coche a la avenida Whitside. La clínica era un almacén transformado, con una gran vidriera cubierta por una cortina. Al principio no la localizó gracias al número de la calle, sino al grupo de manifestantes reunidos ante ella. Había tres mujeres, varios niños y niñas, y un hombre bajito y atildado. ESTA CLÍNICA ASESINA A INOCENTES, rezaba una pancarta, y otra mostraba la fotografía ampliada de un precioso y risueño bebé, sobre cuyos mechones de negro y rizado pelo podía leerse DALE UNA OPORTUNIDAD, impreso en letras blancas. Maggie aparcó delante de una compañía de seguros que había al lado. Los manifestantes la miraron durante unos instantes y después volvieron a fijar su atención en la clínica.
Se paró un coche y de él salieron una chica con tejanos y un chico. La chica se inclinó para decirle algo al conductor; después agitó la mano y el coche se alejó. La pareja se dirigió con paso ligero a la clínica, a la vez que los manifestantes se agolpaban a su alrededor. «Dios ve lo que estáis a punto de hacer», gritó una mujer, y otra se interpuso en el camino de la muchacha, pero ésta la esquivó. «¿No tienes conciencia?», gritó tras ella el hombre. Ella y el muchacho desaparecieron por la puerta. Los manifestantes volvieron a dispersarse a fin de ocupar sus posiciones. Discutían algo acaloradamente. Parecían discrepar. Maggie tuvo la impresión de que algunos de ellos opinaban que tenían que haberse mostrado más contundentes.
Al cabo de unos minutos, una mujer se apeó de un taxi. Tal vez tenía la misma edad que Maggie. Iba muy bien vestida y nadie la acompañaba. Los manifestantes parecían dispuestos a resarcirse de sus fracasos anteriores. La rodearon. Tenían tanto que decirle que a los oídos de Maggie sólo llegó el barullo de un zumbido de abejas. La apabullaron con panfletos. La más grandullona de las mujeres le rodeó los hombros con un brazo. La paciente, suponiendo que lo fuera, gritó: «¡Suélteme!», y le dio un codazo en plena caja torácica. Después, también ella desapareció. La manifestante se inclinó, de dolor, pensó Maggie en principio, pero simplemente estaba cogiendo en brazos a uno de los niños. Retornaron a sus posiciones iniciales. Con el calor que hacía, se movían tan despacio que su indignación parecía forzada y fingida.
Maggie intentó hallar en su bolso un trozo de papel con el que abanicarse: Le hubiera gustado salir del coche, pero entonces ¿dónde esperaría? ¿Junto a los manifestantes?
Se oyeron pasos, dos pares de pisadas aproximándose. Maggie alzó la vista y descubrió a Fiona y a una chica algo mayor que ella; probablemente su hermana.
El que tal vez no fuera capaz de reconocer a Fiona, puesto que sólo la había visto de un modo confuso aquella única vez, la había tenido preocupada. Pero la reconoció en el acto: la larga cabellera rubia, el rostro pálido en el que aún no había nada escrito. Llevaba tejanos y una viva camiseta de color rosa gamba. Daba la casualidad de que Maggie tenía prejuicios en contra del color rosa gamba. Opinaba que era de clase baja. (¡Oh, qué extraño se le hacía ahora recordar que hubo un tiempo en que pensaba que Fiona era de clase baja! Creyó adivinar en ella algo de baratija y de fruslería. Desconfió de la suave palidez de su rostro y sospechó que el excesivo maquillaje de su hermana ocultaba el mismo aspecto enfermizo. ¡Pura estrechez de miras! Maggie era capaz de admitirlo ahora, después de haber descubierto las cualidades de Fiona.)
De todos modos, Maggie salió del coche. Se acercó hasta ellas y dijo:
—¿Fiona?
—Ya te he dicho que intentarían hacer algo —murmuró la hermana.
Debió pensar que Maggie era una manifestante. Y Fiona siguió andando, con los párpados caídos, de modo que parecían dos medias lunas blancas.
—Fiona, soy la madre de Jesse —dijo Maggie.
Fiona aminoró el paso y la miró. La hermana se detuvo.
—No voy a entrometerme, si estás segura de que sabes lo que haces —dijo Maggie—, pero, Fiona, ¿has considerado todos los puntos de vista?
—No es que haya muchos que considerar precisamente —dijo sin rodeos la hermana—. Tiene diecisiete años.
Entonces Fiona, mirando aún a Maggie por encima de su hombro, se dejó conducir por su hermana.
—¿Lo has hablado con Jesse? —le preguntó Maggie, y corrió tras ellas—. ¡Jesse quiere el niño! Me lo ha dicho él.
La hermana contestó:
—¿Lo va a dar a luz él? ¿Será él quien se levante por las noches y le cambie los pañales?
—Pues sí —dijo Maggie—. Bueno, él no lo dará a luz, claro…
Habían llegado a donde estaban los manifestantes. Una mujer les tendió un folleto. En la portada se veía la foto de un feto, al parecer fuera ya de la fase embrional. En realidad, parecía a punto de nacer.
Fiona retrocedió.
—Déjela en paz —le dijo Maggie a su mujer—. Fiona, Jesse se preocupa de verdad por ti. Tienes que creerme.
—Estoy tan harta de Jesse Moran que no quiero volver a verle nunca más en la vida —dijo la hermana.
Empujó a una mujer gorda que iba con dos niños pequeños y que llevaba a un bebé colgando de los hombros.
—Hablas así porque le has asignado un papel determinado —le dijo Maggie—: el de un miembro de un conjunto de rock que ha dejado embarazada a tu hermana pequeña. ¡Pero no es tan sencillo! ¡No hay reglas fijas! Ha comprado un libro del doctor Spock. ¿Te lo ha dicho Jesse, Fiona? Ha estado investigando sobre los chupetes y él cree que deberías darle el pecho.
La mujer gorda le dijo a Fiona:
—Todos los ángeles del cielo sienten lástima de ti.
—Oiga —le dijo Maggie a la mujer—, el hecho de que usted tenga demasiados hijos no es razón suficiente para desearle la misma suerte a los demás.
—Los ángeles lo llaman asesinato —dijo la mujer.
Fiona se encogió.
—¿No ve usted que la desconcierta? —dijo Maggie.
Ahora habían llegado ya a la puerta de la clínica, pero el hombre bajito y atildado les cerraba el paso.
—Apártese de ahí —le dijo Maggie—. Fiona, piénsalo despacio. Es lo único que te pido.
El hombre se mantuvo firme, lo cual le dio tiempo a Fiona para volverse hacia Maggie. Tenía los ojos un tanto llorosos.
—A Jesse no le importa.
—¡Claro que le importa!
—Él me dijo: «No te preocupes, Fiona. No te fallaré.» ¡Como si yo fuera una especie de obligación! ¡Una causa benéfica!
—No quiso decir eso. Lo interpretas mal. Quiere casarse contigo de verdad.
—¿Y con qué dinero van a vivir? —preguntó la hermana. Tenía una voz ronca, desagradable, mucho más profunda que la de Fiona—. Ni siquiera tiene un empleo con un sueldo decente.
—Lo tendrá. Ordenadores. ¡Con oportunidad de ascender!
Se veía forzada a hablar telegráficamente, porque la hermana de Fiona se las había apañado para despejar a los manifestantes de delante de la puerta y ahora tiraba de ella con fuerza.
Una mujer sostuvo una postal ante el rostro de Fiona: de nuevo el bebé del pelo rizado. Maggie apartó de un golpe la postal.
—Por lo menos, vente conmigo a mi casa para que tú y Jesse podáis hablar —le dijo a Fiona—. Eso no te compromete a nada.
Fiona vaciló. Su hermana dijo: «Por el amor de Dios, Fiona», pero Maggie no dejó escapar su oportunidad. Asió a Fiona por la muñeca y se la llevó por entre la gente, manteniendo un continuo flujo de estímulos.
—Dice que va a construir una cuna. Ya tiene los planos. (Eso le partiría el corazón a cualquiera.) ¡Déjenla en paz, maldita sea! ¿Tendré que llamar a la policía? ¿Qué derecho tienen a molestarnos?
—¿Qué derecho tiene a asesinar a su hijo? —gritó una mujer.
—¡Todo el derecho del mundo! Fiona, estamos hablando de un protector nato. Tendrías que haber visto a Jesse durante la gripe de Hong Kong.
—¿La qué?
—O de Bangkok, o de Sing Sing, una de esas gripes que… De todos modos, lo suyo no tiene nada que ver con la beneficencia. Quiere a ese hijo más que a nada en el mundo.
Fiona miró su rostro con atención.
—Y dices que está construyendo una… —dijo.
—Está construyendo una cuna. Una cuna preciosa, con un dosel —dijo Maggie.
Si después resultaba que no tenía dosel, siempre podría decir que se había confundido.
La hermana de Fiona pasó corriendo junto a ellas, taconeando con energía.
—Fiona, si no entras ahí ahora mismo, yo me lavo las manos respecto a todo este asunto. Te lo advierto. Fiona. ¡Te están esperando!
Y los manifestantes se arremolinaron perplejos unos pocos pasos atrás. La muñeca de Fiona era suave y en extremo delgada, como una caña de bambú. Para abrir la puerta del coche, Maggie la soltó contra su voluntad. «Entra», dijo. «Largaos», les dijo a los manifestantes. Y a la hermana le dijo: «Encantada de haberte conocido.»
Los manifestantes quedaron atrás. Una de ellos dijo:
—Y ahora escuche ¿eh?…
—Por si le interesa, le diré que la constitución nos autoriza a hacer esto.
La mujer quedó confundida, al parecer.
—Me encargo de buscar una clínica —dijo la hermana de Fiona—, me la llevo para que le hagan pruebas, pido hora, sacrifico un día libre que podía haber empleado para ir a Ocean City con mi novio…
—Todavía puedes ir —dijo Maggie mirando el reloj.
Temerosa de que Fiona intentara escapar, se apresuró a dar la vuelta alrededor del coche para alcanzar el lado del conductor, pero cuando se metió dentro, Fiona estaba allí sentada, abandonada, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados.
Su hermana se inclinó para asomarse por la ventanilla:
—Fiona, sólo quiero que me digas una cosa: si tan ardientemente desea Jesse Moran ese niño, ¿por qué no ha venido él a buscarte hasta aquí?
Fiona levantó la vista y miró a Maggie.
—Lo intentó —dijo Maggie—. Ha estado intentándolo durante días. Tú sabes que es verdad. Pero por algún motivo, entre vosotros dos siempre surge algún malentendido.
Fiona volvió a cerrar los ojos.
Maggie arrancó el coche y se alejó.
Lo más curioso del caso era que, si bien Maggie había ganado, por lo menos de momento, no se sentía en absoluto triunfante. Sólo agotada. Y algo confusa, a decir verdad. ¿Cómo era posible que las cosas hubieran terminado así, cuando ella no había dejado de repetirle a Jesse que ni remotamente era lo bastante mayor? Oh, Señor. ¿En qué berenjenal se había metido? Miró a Fiona con discreción. Daba la impresión de que su piel era resbaladiza, casi barnizada.
—¿Te encuentras mal? —le preguntó.
—No me extrañaría nada que devolviera —dijo Fiona, sin apenas mover los labios.
—¿Quieres que pare el coche?
—No, sigamos.
Maggie condujo más despacio, como si transportara una cesta de huevos.
Aparcó frente a la casa, se apeó y dio la vuelta para ayudar a Fiona a bajar. Fiona era un peso muerto. Se apoyaba pesadamente en Maggie. Pero despedía un olor joven —a algodón recién planchado y a los cosméticos dulzones que usan las mocosas y que se encuentran en los almacenes de baratijas—, lo que tranquilizó a Maggie. ¡Oh, aquella chica no tenía mal corazón! Apenas si era mayor que Daisy. Era una jovencita corriente, sincera, que se encontraba desconcertada por lo que le sucedía.
Cruzaron poco a poco la acera y subieron los peldaños del porche. Los zapatos de ambas hicieron que las maderas del suelo sonaran a hueco.
—Siéntate aquí —dijo Maggie, y ayudó a Fiona a sentarse en la misma silla en que ella estuvo sentada toda la tarde anterior—. Necesitas aire. Respira muy hondo. Yo voy a buscar a Jesse.
Fiona cerró los ojos.
Dentro, las habitaciones estaban frescas y a oscuras. Maggie subió la escalera, fue hasta el dormitorio de Jesse y llamó a la puerta. Asomó la cabeza.
—Jesse —dijo Maggie.
—Hmm.
Las persianas estaban echadas, por lo que apenas podía distinguir la forma de los muebles. La cama era una maraña de sábanas retorcidas.
—Jesse, he traído a Fiona. ¿Podrías bajar al porche?
—¿Eh?
—¿Podrías bajar al porche y hablar con Fiona?
Jesse se movió un poco y levantó la cabeza, lo que indicó a Maggie que ya podía dejarlo. Bajó las escaleras y se fue a la cocina, donde llenó un vaso con té helado que vertió de una jarra del frigorífico. Puso el vaso en un plato de porcelana, colocó a su alrededor galletas saladas y se lo llevó a Fiona.
—Aquí tienes —dijo—. Cómete estas galletas a mordisquitos. Bébete el té a sorbos pequeños.
Fiona ya tenía mejor aspecto. Ahora se mantenía derecha en la silla y, cuando Maggie le colocó el plato sobre las rodillas, dijo «Gracias». Mordisqueó una esquina de una de las galletas. Maggie se acomodó en una mecedora junto a ella.
—Cuando estaba embarazada de Daisy —dijo—, estuve alimentándome sólo de galletas saladas durante dos meses. Me encontraba tan mal con Daisy que creí que me moriría, pero, con Jesse, jamás sentí la más mínima molestia. ¿Verdad que es curioso? Se supone que debería haber sido al revés.
Fiona dejó la galleta en el plato.
—Debería haberme quedado en la clínica —dijo.
—¡Oh, cariño! —dijo Maggie.
De pronto se sintió deprimida. Tuvo una instantánea y espeluznantemente clara visión de la cara que pondría Ira cuando se enterara de lo que había hecho.
—Fiona, no es demasiado tarde —dijo—. Sólo estás aquí para hablar del asunto, ¿verdad? No te has comprometido a nada.
Pero, en cuanto pronunció estas palabras, vio cómo la clínica se alejaba de modo irreversible. Aquello era algo parecido a saltar a la comba, pensó. Si no saltas en la fracción de segundo en que la entrada es posible, lo echas todo a rodar. Maggie se inclinó hacia un lado y tocó el brazo de Fiona.
—Y, después de todo —dijo—, vosotros dos os queréis de verdad, ¿no es cierto? ¿Verdad que os queréis?
—Sí, pero, si nos casamos, es posible que Jesse empiece a guardarme rencor. ¡Quiero decir que Jesse es un cantante! Es muy probable que quiera irse a Inglaterra o a Australia, o a algún sitio así, cuando sea famoso. Y, mientras tanto, su conjunto apenas si ha empezado a ganar dinero. ¿Dónde vamos a vivir? ¿Cómo nos las arreglaremos?
—Al principio podríais vivir con nosotros. Después, en noviembre, podéis mudaros a un apartamento que sabe Jesse, en Waverly. Jesse ya lo tiene todo calculado.
Fiona miró con fijeza hacia la calle.
—Si me hubiera quedado en la clínica, ahora ya todo habría terminado —dijo al cabo de unos instantes.
—Oh, Fiona. ¡Por favor! ¡No me digas que he hecho mal!
Echó una mirada a su alrededor, en busca de Jesse. ¿Qué le retenía? No era ella la que tenía que cultivar aquel noviazgo.
—Espera aquí —le dijo a Fiona.
Se levantó y entró corriendo en la casa.
—¡Jesse! —gritó Maggie.
Pero él no contestó y Maggie oyó el agua de la ducha. Ese chico se empeñaría en ducharse antes, aunque la casa estuviera ardiendo, pensó. Subió corriendo las escaleras y aporreó la puerta del baño.
—¿Jesse, bajas? —gritó.
—¿Qué? dijo Jesse y cerró el agua.
—¡Sal ahora mismo!
No hubo respuesta. Pero Maggie oyó que la cortina de la ducha chirriaba a lo largo de la barra.
Maggie entró en la habitación de Jesse y subió de golpe las dos persianas. Quería encontrar el libro del Dr. Spock. Serviría como estrategia de venta hasta que bajara Jesse. O, cuando menos, proporcionaría un tema de conversación. Pero no pudo encontrarlo. Sólo ropa sucia, cajas de cartón de patatas fritas y discos fuera de sus fundas. Entonces empezó a buscar los planos de la cuna. ¿Cómo serían? ¿Copias azules? Ni rastro de ellos. Bueno, claro, seguro que los habría bajado al sótano, donde Ira guardaba sus herramientas. Volvió a bajar las escaleras a toda velocidad, aprovechando para gritar «¡ya baja!» en dirección al porche, mientras pasaba por delante de él. (Se imaginaba a Fiona levantándose y yéndose.) Atravesó la cocina y, por unos estrechos peldaños de madera, descendió hasta el banco de carpintero de Ira. Tampoco allí había ningún plano. Las herramientas de Ira, colocadas cada una correctamente sobre su silueta pintada, colgaban con pulcritud del tablero situado detrás: segura prueba de que Jesse no se había acercado por allí. Sobre el banco había dos hojas cuadradas de papel de lija y un haz de cortar varas de madera para ensamblar, atadas aún por una goma, y que formaban parte de un tendedero que Ira había prometido construir en un extremo del porche de atrás. Maggie cogió las varas de madera y subió corriendo las escaleras del sótano.
—Mira —le dijo a Fiona, abriendo de golpe la puerta de tela metálica—. La cuna de Jesse.
—¿La cuna? —dijo ella dubitativa.
—Será de barrotes. Eso es —dijo Maggie—. Al estilo antiguo.
A juzgar por cómo observaba Fiona aquellas varas, cualquiera hubiese supuesto que se podía leer en ellas.
Entonces salió Jesse, trayendo consigo la fragancia del champú. Llevaba el pelo mojado y desgreñado, y su piel resplandecía.
—¿Fiona? ¿No lo has hecho?
Y ella, sujetando aún las varas como si fueran una especie de cetro, alzó la cabeza y dijo:
—De acuerdo, Jesse, si es lo que tú quieres. Supongo que podríamos casarnos, si es lo que tú quieres.
Entonces Jesse la rodeó con sus brazos y dejó caer su cabeza sobre el hombro de ella. Y hubo algo en aquella imagen —el pelo negro de él junto al rubio pelo de ella— que a Maggie le recordó cómo, antes de casarse, se había imaginado con frecuencia el matrimonio. Por alguna razón se lo había imaginado muy distinto de lo que en realidad era, más como una alteración de la vida de las personas: dos opuestos que se unían con dramático e impresionante ruido. Había supuesto que cuando se casara desaparecerían todos sus problemas, que sería algo así como cuando uno se va de vacaciones y deja sin acabar unas cuantas tareas intrincadas, como si nunca tuviera que volver y enfrentarse con ellas. Y, por supuesto, se había equivocado. Pero, al contemplar a Jesse y a Fiona, casi llegó a creer que aquella primera imagen era la correcta. Maggie entró en silencio en la casa y cerró tras de sí con suavidad la puerta metálica. Y supuso que, después de todo, las cosas saldrían bien.
Se casaron en Cartwheel, en la sala de estar de la señora Stuckey. Sólo asistió la familia. Ira adoptó una expresión ceñuda y permaneció callado, la madre de Maggie se quedó sentada muy tiesa e indignada toda ella, y el padre de Maggie parecía perplejo. Sólo la señora Stuckey mostró la actitud festiva adecuada. Llevaba un traje de pana con pantalones y un ramillete tan grande como su cabeza, y antes de la ceremonia les dijo a todos que lo único que lamentaba enormemente era que el señor Stuckey no viviera para poder ver ese día. Aunque, tal vez, dijo, su espíritu estuviera allí. Y entonces siguió explicando con bastante detalle su teoría personal acerca de los fantasmas. (Constituían la realización de las acciones que los muertos tuvieron la intención de llevar a cabo, y cuyos planes inacabados se mantenían flotando en el aire. Era algo así como cuando no puedes recordar por qué motivo has ido a la cocina, y entonces expresas el movimiento por medio de gestos, como, por ejemplo, girando la muñeca, lo que te recuerda que habías ido hasta allí para cerrar el grifo que estaba goteando. De modo que, ¿no cabía la posibilidad de que el señor Stuckey, tras haber soñado que algún día llevaría a sus dos preciosas hijas al altar, estuviera allí mismo, en la sala?) Después dijo que, en su opinión, el matrimonio era tan educativo como el instituto de segunda enseñanza, o tal vez incluso más. «Quiero decir que yo abandoné los estudios», dijo, «y no lo he lamentado nunca ni una sola vez.» La hermana de Fiona puso los ojos en blanco. Pero fue una suerte que la señora Stuckey opinara de ese modo, puesto que Fiona no cumpliría los dieciocho hasta enero y, para obtener una licencia matrimonial, precisaba el permiso de sus padres.
Fiona llevaba un vestido beige, holgado en la cintura, vestido que ella y Maggie fueron a comprar juntas, y Jesse quedaba muy distinguido con traje y corbata. De hecho, parecía un adulto. Daisy, cuando estaba cerca de él, se sentía vergonzosa, y no dejaba de asirse al brazo de su madre y de mirarle. «¿Qué te pasa? Ponte derecha», le decía Maggie. Por algún motivo, estaba muy irritable. Le preocupaba que Ira pudiera estar enfadado para siempre con ella. Parecía que la hiciese única responsable de toda aquella situación.
Después de la boda, Jesse y Fiona pasaron una semana en Ocean City. Luego regresaron a casa y ocuparon la habitación de Jesse, donde Maggie había instalado una cómoda adicional. También había cambiado su vieja litera por una cama de matrimonio que adquirió a buen precio en los almacenes J. C. Penney. En la casa se notaba una mayor aglomeración de gente, claro está, pero era una aglomeración agradable, alegre y prometedora. Fiona parecía encajar a la perfección. ¡Era tan agradable y estaba siempre tan dispuesta, mucho más de lo que habían estado jamás sus propios hijos, a que Maggie se hiciera cargo de todo! Jesse salía cada mañana contento y feliz hacia su trabajo de ordenadores y regresaba cada tarde con algún chisme nuevo para el cuidado del bebé: un paquete de imperdibles en forma de conejito para los pañales o una ingeniosa taza con un pitorro para aprender a beber. Estaba informándose sobre el parto y de continuo adoptaba nuevas teorías, cada vez más y más peculiares. (Por ejemplo: en una ocasión propuso que el parto se llevara a cabo debajo del agua, pero no pudo hallar ningún médico que accediera a ello.)
Daisy y sus amigas se olvidaron por completo de Doña Perfecta y acamparon en la sala de estar de Maggie: cinco chiquillas boquiabiertas y fascinadas que miraban con reverencia el vientre de Fiona. Y Fiona las adulaba, invitándolas a veces a su habitación para que admiraran la canastilla, en constante aumento, después de lo cual, en ocasiones, las hacía sentar de una en una ante el espejo para que ella pudiera practicar con sus cabellos. (Su hermana era peluquera y le había enseñado todo lo que sabía, decía Fiona.) Después, por las tardes, si el conjunto de Jesse tenía que ir a tocar a alguna parte, él y Fiona salían juntos y no regresaban hasta las dos o las tres de la madrugada, y Maggie, semidespierta, les oía susurrar en la escalera. Cuando la cerradura de la habitación de ellos dos chasqueaba sigilosamente, Maggie, contenta, caía de nuevo dormida.
Incluso Ira, una vez que se hubo recuperado del susto, parecía resignado. Oh, al principio estaba tan indignado que Maggie pensó que se iría de casa y no volvería jamás. Se pasó días enteros sin hablar, y, cuando Jesse entraba en la habitación en que estaba él, Ira se iba. Pero poco a poco fue cediendo. Ira se sentía del todo a sus anchas cuando, pensaba Maggie, podía comportarse de un modo tolerante y resignado, y, sin duda, ahora tenía la oportunidad de hacerlo. Todos sus temores se habían confirmado: su hijo había dejado embarazada a una chica, y su mujer se había entrometido de forma imperdonable, y ahora la chica vivía en la habitación de Jesse rodeada de pósteres de Iggy Pop. Ira suspiraba y decía: «¿No te lo decía yo? ¿No te lo había advertido siempre?» (O, al menos, ésta era la impresión que daba, aunque nunca lo hubiera dicho en voz alta.) Cada mañana, cuando Fiona se dirigía al baño con una vaporosa bata rosa y unas enormes zapatillas de borla rosa y llevando consigo su jabonera de carey, pasaba por su lado, y entonces Ira se pegaba contra la pared como si ella fuera el doble de grande de lo que era. Pero siempre la trataba con cortesía. Cuando el aburrimiento de estar sentada en casa todo el día llegó a ser excesivo, incluso le enseñó su complicado solitario y le dejó los libros de La Biblioteca del Marino: toda una hilera de memorias escritas por personas que habían navegado solas por el mundo y otras cosas por el estilo. Durante años, Ira había estado insistiendo a sus hijos para que los leyeran. («Para mí», le decía Fiona a Maggie, «esos libros no son más que “Cómo seguí la ruta Tal-y-Cual”, que a los hombres siempre les parece tan fascinante.» Pero nunca se lo dijo a Ira.) Y en noviembre, cuando se suponía que el apartamento de Waverly debía de quedar libre, Ira no preguntó por qué no se mudaban.
Como tampoco lo hizo Maggie. Evitaba el tema con sumo cuidado. De hecho, por lo que ella sabía, el proyecto del apartamento se había ido a paseo por alguna razón. Tal vez los inquilinos que lo ocupaban entonces habían cambiado de planes. En cualquier caso, Jesse y Fiona no dijeron nada de irse. Ahora Fiona iba detrás de Maggie como lo hicieran sus hijos cuando eran muy chiquitines. La seguía de habitación en habitación, haciéndole preguntas quejumbrosas: «¿Por qué me siento tan torpe?», le preguntaba, y: «¿Alguna vez volverán a vérseme los huesos de los tobillos?» Había empezado a asistir a las clases de parto y quería que Maggie estuviera con ella en la sala de partos. Puede que Jesse, decía, se desmaye o algo parecido. Maggie le decía: «¿Cómo? Si Jesse se muere de ganas por estar contigo», pero Fiona decía: «No quiero que me vea de ese modo. Ni siquiera es pariente mío.»
Tampoco lo era Maggie, podía haberle dicho Maggie. Aunque, en cierto modo, parecía que lo fuese.
En compañía de Jesse, Fiona empezó a adoptar un tono compungido y quejica. Se quejaba de la injusticia: de cómo Jesse se iba cada día a trabajar mientras ella se quedaba en casa engordando más y más. Después de todo, decía, debería haber seguido yendo al instituto, por lo menos durante el semestre de otoño. Pero no, no, había que hacer lo que Jesse decía: la esposa hogareña, la encarnación de la madrecita. Cuando hablaba de este modo, en su voz había algo de antigua matrona, y, cuando Jesse contestaba, lo hacía de mal humor. «¿Has oído algo de lo que te he dicho?», le preguntaba Fiona, y Jesse respondía: «Sí, ya te he oído, ya te he oído.» ¿Qué era lo que a Maggie le resultaba tan familiar? Se trataba casi de una melodía. Era la melodía de las discusiones que Jesse solía tener con sus padres. Eso era. Jesse y Fiona se parecían a un niño y a su madre más que a un marido y a su mujer.
Pero Fiona no se encontraba bien; no era de extrañar que estuviera irritable. Nunca perdió del todo la somnolencia de los primeros meses del embarazo, ni tan siquiera en el séptimo o en el octavo mes, cuando la mayor parte de las mujeres rebosan energía. Jesse solía decirle: «Venga, vístete, esta noche tocamos en la Taberna del Granito. Y nos pagan dinero de verdad», y ella contestaba: «Ay, no sé. Tal vez podrías ir sin mí.»
«¿Sin ti?», le preguntaba él. «¿Quieres decir solo?» Y ponía cara de aflicción y de sorpresa. Pero se iba. Una vez, ni siquiera cenó. Se fue en el instante mismo en que ella le dijo que no iría con él, aunque apenas si habían dado las seis de la tarde. Entonces Fiona tampoco cenó, se limitó a quedarse allí, sentada, jugando con la comida y con una lágrima que, de vez en cuando, le resbalaba por la mejilla. Después se puso la cazadora con capucha, que ya no le abrochaba en la cintura, y se fue a dar un larguísimo paseo. O tal vez a visitar a su hermana. Maggie no tenía ni idea. Alrededor de las ocho, Jesse llamó por teléfono y Maggie tuvo que decirle que Fiona se había ido a alguna parte.
—¿Qué quieres decir con eso de que se ha ido? —le preguntó él.
—Pues eso, que se ha ido, Jesse. Pero estoy segura de que volverá pronto.
—Ha dicho que se encontraba demasiado cansada para salir. No podía venir a la Taberna del Granito porque se encontraba demasiado cansada.
—Oh, tal vez Fiona…
Pero Jesse ya había colgado: un sonido sordo y metálico resonó en su oído.
Bueno, estas cosas ocurrían a veces. (¿No sabía Maggie que ocurrían estas cosas?) Y, a la mañana siguiente, Jesse y Fiona volvían a estar bien: en algún momento habían hecho las paces y se comportaban más cariñosamente que nunca. Resultó que Maggie se había preocupado sin motivo alguno.
El niño tenía que nacer a principios de marzo, pero el día uno de febrero Fiona se despertó con dolor en la espalda. Maggie se emocionó nada más enterarse.
—¿Qué te apuestas a que ha llegado el momento? —le dijo a Fiona.
—¡No puede ser! —dijo Fiona—. Aún no estoy a punto.
—Claro que estás a punto. Tienes la canastilla, la maleta hecha…
—Pero Jesse todavía no ha construido la cuna.
Era verdad. A pesar de las cosas que Jesse había comprado, aquella cuna no había tomado forma.
—No importa —dijo Maggie—, puede hacerla mientras tú estés en el hospital.
—De todos modos, se trata de un dolor de espalda normal y corriente. A menudo he tenido esa misma sensación, incluso antes de estar embarazada.
Sin embargo, al mediodía, cuando Maggie la llamó desde el trabajo, Fiona no estaba tan segura.
—Me dan como una especie de retortijones de estómago —dijo—. ¿Podrás venir pronto a casa, por favor?
—Claro. ¿Ya has llamado a Jesse?
—¿A Jesse? No.
—¿Por qué no le llamas?
—De acuerdo, pero prométeme que vendrás. Que vendrás enseguida.
—Ahora mismo salgo.
Al llegar, se encontró a Jesse calculando la regularidad de las contracciones de Fiona, para lo que usaba un cronómetro como los oficiales, comprado en especial para aquella ocasión. Estaba alborozado.
—Vamos por buen camino —le dijo a Maggie.
Fiona parecía asustada. No paraba de emitir pequeños quejidos, no durante las contracciones, sino entre dos de ellas.
—Cariño, me parece que no estás respirando correctamente —le dijo Jesse a Fiona.
—Vete al cuerno con la respiración. Respiro como me da la gana.
—Bueno, sólo quiero que estés lo mejor posible. ¿Estás bien? ¿Se mueve el niño?
—No lo sé.
—¿Se mueve o no? ¿Fiona? Has de tener una ligera idea.
—Te digo que no lo sé. No. No se mueve.
—El niño no se mueve —le dijo Jesse a Maggie.
—No te preocupes. Se está preparando —dijo Maggie.
—Seguro que algo va mal.
—Nada va mal, Jesse. Créeme.
Pero él no la creyó. Y por ello acabaron saliendo hacia el hospital demasiado pronto. Maggie conducía. Jesse dijo que, si conducía él, podían tener un accidente, pero luego se pasó todo el trayecto protestando a cada maniobra que hacía Maggie.
—¿Cómo se te ha ocurrido ponerte detrás de un autobús? Cambia de carril. ¡Ahora no, por el amor de Dios! Mira por el retrovisor. ¡Oh, Dios mío, nos van a matar a todos y tendrán que abrirle la barriga y sacarle el niño en plena calle Franklin!
Al oír esto, Fiona lanzó un grito, lo cual desconcertó tanto a Maggie que frenó en seco, lanzándolos a los tres contra el parabrisas.
—Déjanos bajar —dijo Jesse—. ¡Será mejor que vayamos a pie! ¡Deja que tenga al niño en la acera!
—Estupendo —dijo Maggie—. Bajaos del coche.
—¿Qué? —dijo Fiona.
—Venga, mamá, calma —dijo Jesse—. No tienes por qué ponerte histérica. —Y a Fiona—: Cuenta con mamá para que pierda los estribos ante cualquier emergencia insignificante.
Realizaron el resto del recorrido en silencio, y Maggie los dejó ante la entrada del hospital y se fue a aparcar.
Cuando los localizó en la Sección de Ingresos, Fiona estaba acomodándose en una silla de ruedas.
—Quiero que mi suegra venga conmigo —le dijo a la enfermera.
—Sólo el papá puede ir contigo —le dijo la enfermera—. La abuelita ha de quedarse en la sala de espera.
¿La abuelita?
—No quiero al papá, quiero a la abuelita —gritó Fiona, como una niña de seis años.
—Allá vamos —dijo la enfermera.
Se la llevó en la silla de ruedas. Jesse las siguió, con aquella expresión de dolor y desamparo que Maggie había observado en él tan a menudo últimamente.
Maggie se fue a la sala de espera, que era del tamaño de un campo de fútbol. Una vasta extensión de moqueta beige quedaba interrumpida por arracimadas disposiciones de sofás y sillas de vinilo de color beige. Se sentó en un sofá vacío y escogió una revista con los bordes ondulados que reposaban sobre le mesa de madera beige adosada al sofá. «Cómo mantener la ¡chispa! de su matrimonio», rezaba el primer artículo. Le recomendaba que actuase de modo imprevisible, que cuando su marido volviera del trabajo lo recibiera llevando un delantal de encaje negro sin ninguna otra prenda debajo. Ira pensaría que había perdido el juicio, por no decir nada de Jesse y Fiona y de las cinco chiquillas fascinadas. Deseó haber llevado consigo su labor de punto. No es que Maggie fuera muy habilidosa con las agujas —por alguna razón, los puntos le salían durante unas pulgadas al galope tendido y luego se apretujaban en apretados fruncidos, lo que a ella le recordaba uno de esos coches que dan sacudidas y se calan—, pero últimamente se había lanzado a tejer un jersey de futbolista de color violeta para el niño. (Iba a ser niño; todo el mundo lo creía así, de modo que sólo pensaron en nombres de niño.)
Maggie dejó la revista y se encaminó hacia la serie de teléfonos públicos que se alineaban a lo largo de una pared. Primero marcó el número de casa. Cuando nadie contestó, ni siquiera Daisy, quien por regla general regresaba de la escuela a las tres, miró su reloj y descubrió que apenas si eran las dos. Creía que era mucho más tarde. Marcó el número del trabajo de Ira.
—Tienda de Marcos Sam —dijo Ira.
—¿Ira? ¡Adivina! Estoy en el hospital.
—¿En serio? ¿Qué te ha pasado?
—A mí no me ha pasado nada. Fiona va a dar a luz.
—Oh.
Creía que Maggie había tenido un accidente con el coche o algo por el estilo.
—¿Quieres venir a esperar conmigo? Todavía tardará un poco.
—Bueno, tal vez debería ir a casa para vigilar a Daisy —dijo Ira.
Maggie suspiró.
—Daisy está en la escuela —dijo—. Y, de todos modos, hace años que no necesita que la vigilen.
—Pero bien querrás que alguien se encargue de preparar la cena.
Maggie se dio por vencida. (Que Dios la librara de que su lecho de muerte fuera un hospital: lo más probable era que Ira no acudiese.)
—Bien, haz lo que quieras, Ira —dijo—, pero yo imaginaba que querrías ver a tu propio nieto.
—Ya lo veré pronto, ¿no?
Maggie vislumbró a Jesse cuando éste cruzaba la sala de espera.
—Ahora he de irme —dijo ella, y colgó—. ¡Jesse! —gritó Maggie, aproximándose a toda prisa a él—. ¿Hay alguna novedad?
—Todo va bien. O, por lo menos, eso es lo que dicen.
—¿Cómo está Fiona?
—Asustada, y yo trato de tranquilizarla, pero los del hospital me echan fuera a cada momento. Cada vez que se acerca algún empleado, me pide que me vaya.
Vaya con el progreso, pensó Maggie. A los hombres todavía se les excluía de todo aquello en verdad importante.
Jesse regresó junto a Fiona, pero, reapareciendo poco más o menos cada media hora para hablar con conocimiento de causa sobre fases y pulgadas, iba manteniendo a Maggie al corriente. «Avanza bastante de prisa», le dijo una vez, y otra: «Mucha gente cree que un niño de ocho meses corre más peligro que uno de siete, pero eso es un cuento de viejas. Pura superstición.» El pelo se le levantaba en espesos mechones, como hierba zarandeada por el viento. Maggie reprimió el impulso de extender el brazo y alisárselo. De improviso, le recordó a Ira. Aunque en otros aspectos los dos fueran distintos, ambos creían que, si se informaban de algo, se preparaban para algo, eran capaces de dominar ese algo.
Pensó en irse un rato a casa (eran casi las cinco), pero sabía que no haría más que preocuparse y moverse inquieta de un lado a otro, de modo que se quedó donde estaba y se mantuvo en contacto por teléfono. Daisy la informó de que Ira estaba preparando una cena a base de tortitas. «¿Y nada de verduras?», preguntó Maggie. «¿No habrá verduras?» Ira se puso al teléfono para asegurarle que serviría aros de manzana silvestre como acompañamiento. «Los aros de manzana silvestre no son verdes, Ira», le dijo Maggie. Notó que empezaba a ponerse más y más llorosa. Debería estar en casa supervisando la alimentación de su familia; debería asaltar la sala de partos a fin de animar a Fiona; debería coger a Jesse en sus brazos y acunarlo, porque sólo era un niño aún, demasiado joven para lo que le estaba ocurriendo. En cambio, estaba allí sentada, asida a un auricular con olor a sal, en la cabina de un teléfono público. Sintió su estómago hecho un nudo y tirante. No hacía tanto tiempo que ella misma había sido una paciente de la sala de partos, y sus músculos lo recordaban a la perfección.
Se despidió de Ira y cruzó las puertas por las que Jesse desaparecía constantemente. Avanzó por un pasillo, esperando encontrarla por lo menos una nursery que, llena de recién nacidos, la animara. Pasó por delante de otra sala de espera, más pequeña, que tal vez llevaba a un laboratorio o a una oficina privada. Un matrimonio anciano estaba sentado en dos sillas moldeadas en plástico y, frente a ellos, se encontraba sentado un hombre robusto vestido con un mono salpicado de pintura. Cuando Maggie aminoró el paso para echar un vistazo, una enfermera dijo: «¿Señor Plum?», y el señor anciano se levantó y se dirigió hacia la habitación anexa, olvidándose una revista nueva por completo. Maggie entró con despreocupación, como si tuviera perfecto derecho a estar allí, y, mientras hacía una desmañada semirreverencia a la mujer, para demostrarle que no pretendía entrometerse, cogió la revista. Se acomodó junto al hombre del mono. Daba lo mismo que sólo fuera una revista más para mujeres; por lo menos las páginas todavía despedían olor a tinta, a nuevo, y las estrellas de cine que divulgaban sus secretos iban peinadas a la última. Echó una ojeada a un artículo relativo a un nuevo tipo de dieta. Escogías una sola cosa para comer, algo por lo que sintieras predilección, y podías comer cuanto quisieras, tres veces al día, pero, a excepción de aquello, no podías tomar ninguna otra cosa. Maggie hubiera escogido los burritos de ternera y fríjoles de Lexington Market.
En la habitación de al lado, la enfermera dijo:
—Bien, señor Plum. Voy a darle este frasco para la orina.
—¿Para la qué?
—La orina.
—¿Cómo dice?
—¡Para la orina!
—Hable más alto. No la oigo.
—Orina he dicho. ¡Se lleva este recipiente a casa! ¡Recoge en él toda la orina! ¡Durante veinticuatro horas! ¡Me trae el recipiente otra vez!
En la silla que había enfrente de Maggie, la esposa se rió entre dientes, medio avergonzada.
—Está más sordo que una tapia —le dijo a Maggie—. Con él, tiene una que gritar tanto que todo el mundo se entera.
Maggie sonrió y, sin saber de qué otro modo reaccionar, meneó la cabeza. Entonces el hombre del mono se agitó un poco en su asiento. Colocó sus grandes y peludas manos sobre sus rodillas. Se aclaró la voz.
—¿Saben? —dijo—. Es muy curioso. Puedo oír perfectamente la voz de esa enfermera, pero, en cambio, no entiendo una sola palabra de lo que está diciendo.
A Maggie se le llenaron los ojos de lágrimas. Dejó caer la revista y buscó a tientas en su bolso un kleenex. Y el hombre dijo:
—¿Señora? ¿Está usted bien?
No podía decirle que lo que la había trastornado había sido su bondad, semejante delicadeza en una persona de quien nunca lo hubiera esperado. De modo que dijo:
—Es mi hijo. Está dando a luz. Quiero decir, la mujer de mi hijo.
El hombre y la anciana aguardaron, con sus rostros preparados para adoptar la apropiada expresión de sobresalto y compasión en cuanto oyeran las malas noticias. Y Maggie no podía decirles: «Todo ha sido por mi culpa. Yo fui la que, atropelladamente, sin pensar ni por un sólo instante en las consecuencias, puso todo esto en marcha.» De modo que dijo:
—Todavía le faltan muchos meses. No le tocaba, ni por asomo…
El hombre chasqueó la lengua. Su frente se arrugó sobre sí misma como si fuera de tela. La anciana dijo:
—Oh, Dios mío, debe de estar usted terriblemente preocupada. Pero no pierda usted la esperanza, porque la mujer de mi sobrino Brady, Angela…
Y éste fue el motivo de que, al cabo de unos minutos, cuando Jesse atravesó el pasillo después de salir de la sala de partos, se encontrara a su madre en aquel cubículo lateral, rodeada de un corro de desconocidos. Le daban palmaditas en la espalda y le murmuraban palabras de consuelo: una anciana, un trabajador de algo, una enfermera con un bloc de notas y un anciano encorvado que sostenía un recipiente vacío.
—Mamá —dijo Jesse, entrando en la habitación—. Ya está aquí, y Fiona y el bebé se encuentran bien.
—¡Alabado sea Dios! —exclamó la anciana, levantando los brazos hacia el techo.
—El único problema —dijo Jesse, mirando a la mujer de manera recelosa— es que es niña. No sé por qué, yo no contaba con una niña.
—¿Y permites que una cosa así te preocupe? —preguntó la anciana con tono indignado—. ¿En un momento como éste? ¡Esa niña ha sido arrancada de las garras de la muerte!
—¿De las…? —dijo Jesse, y luego añadió—: ¡Ah, no! ¡Es sólo una superstición el que un bebé de ocho meses…!
—Salgamos de aquí —dijo Maggie.
Y se abrió camino a codazos entre la gente para cogerlo del brazo y llevárselo afuera.
¡Cómo se adueñó aquella niña de la casa! Sus gritos de furia y sus arrullos de paloma torcaz, su mezcla de olores a talco y agua amoniacal, sus brazos y sus piernas agitándose continuamente. Tenía el colorido de Fiona, pero la vitalidad e intrepidez de Jesse (nada de «Señoritiña» esta vez). Sus delicados y hermosos rasgos se le apretujaban, muy juntos todos ellos, en la parte inferior de la cara, de modo que, cuando Fiona le recogía en un quiquiriquí en la parte superior de la cabeza el poco cabello que tenía, parecía una muñeca Kewpie. Y como a una muñeca la hacían rodar por todas partes las chiquillas fascinadas, que, para poderla arrastrar por las axilas y agitarle el sonajero demasiado cerca de los ojos e inclinarse sobre ella, respirando profundamente, mientras Maggie la bañaba, hubieran dejado de ir a la escuela si ello les hubiera estado permitido. Incluso Ira mostró determinado interés, si bien él fingía lo contrario. «Avisadme cuando sea lo bastante mayor para jugar al béisbol», decía, pero, cuando no tenía más de dos semanas, Maggie le pilló mirando de soslayo el cajón de la cómoda donde Leroy dormía, y, para cuando ya había aprendido a estar sentada, los dos se enfrascaban en aquellas conversaciones que mantenían en exclusiva.
¿Y Jesse? Estaba del todo dedicado a ella. Siempre se ofrecía para echar una mano, incluso llegaba a ponerse pesado y todo, si escuchabas a Fiona. Jesse la paseaba cuando se ponía majadera, y se levantaba de su tibia cama para hacerla eructar y, a continuación, llevarla a la habitación de Maggie después de la toma de las dos. Y una vez que Maggie llevó a Fiona de compras, Jesse se quedó él solo al cuidado de Leroy toda la mañana, y la devolvió sana y salva, pese a que el esmero con que la había vestido —con los tirantes del mono mal abrochados alrededor del cuello de la blusita, que aplastaban de mala manera la doble hilera de volantes— hizo que, por alguna razón, Maggie se entristeciera. Jesse aseguraba que de ninguna manera había deseado un varón; o, si lo había deseado, no podía recordar por qué.
—Las niñas son perfectas —dijo—. Leroy es perfecta. Salvo que, ¿sabes?…
—¿Salvo qué? —preguntó Maggie.
—Pues que… caramba, antes de que Leroy naciera, yo tenía como una especie de ansia. Y ahora no ansío nada, ¿sabes?
—Oh, se te pasará —le dijo Maggie—. No te preocupes.
Pero luego, ella le dijo a Ira:
—Nunca había oído que los padres tuvieran depresiones post-partum.
Tal vez si no la tenía la madre, la tenía el padre. ¿Funcionaría así? Porque Fiona se mostraba alegre e inconsciente. A menudo, cuando Fiona iba por ahí con la niña, se parecía más a una de las chiquillas fascinadas que a una madre. Le prestaba demasiada atención a los accesorios de Leroy, pensaba Maggie, a sus vestidos con volantes, al lacito del quiquiriquí. O, tal vez, sólo se lo parecía. O tal vez Maggie estaba celosa. Era cierto que odiaba tener que renunciar a la niña cuando todas las mañanas se iba a trabajar. «¿Cómo puedo dejarla?», le decía a Ira lastimeramente. «Fiona no tiene ni la más remota idea de cómo cuidar a un bebé.»
«Bueno, es la única forma de que aprenda alguna vez», le decía Ira. De modo que Maggie se marchaba, aunque su interior se quedaba allí, y llamaba a casa varias veces al día para saber qué tal iban las cosas. Y las cosas iban siempre bien.
Una tarde, en la residencia de ancianos, Maggie oyó a un visitante de mediana edad que hablaba con su madre: una mujer inexpresiva, de mandíbulas caídas y sentada en una silla de ruedas. El hombre le contó cómo estaba su esposa, cómo estaban los niños. Su madre se alisó la manta que tenía sobre las rodillas. Le contó cómo le iba en el trabajo. Su madre arrancó una mota de pelusa con los dedos y la arrojó al suelo. Le contó que en casa se había recibido una tarjeta postal para ella. La iglesia estaba organizando una tómbola para Pascua y la requerían para que dijera qué tarea prefería como voluntaria. Esto le chocaba al hijo por cómico, vista la incapacidad de su madre. «Te ofrecen para que escojas», dijo, riéndose entre dientes. «Puedes encargarte del pabellón de labores o atender a los niños.» Las manos de su madre se extendieron inmóviles. Alzó la cabeza. Su rostro se iluminó y pareció florecer. «¡Oh!», exclamó con suavidad. «¡Atenderé a los niños!»
Maggie comprendía ahora lo que aquella mujer había sentido.
Leroy era una cría larga y delgada y a Fiona le preocupaba que no cupiera en el cajón de la cómoda donde dormía. «¿Cuándo vas a empezar a construir la cuna?», le preguntó a Jesse, y Jesse dijo: «Cualquier día.»
Maggie dijo:
—Quizá podríamos comprar una camita. La cuna es para un recién nacido; dentro de nada no cabrá.
Pero Fiona dijo:
—No, he puesto mi empeño en una cuna.
Y a Jesse le dijo:
—Lo prometiste.
—No recuerdo haberlo prometido.
—Pues lo hiciste.
—¡De acuerdo! La haré. ¿No te dije que la haría?
—No tienes por qué gritarme.
—No estoy gritando.
—Sí, estás gritando.
—Yo no.
—Sí.
«¡Niños! ¡Niños!», dijo Maggie fingiendo que se divertía.
Pero sólo lo estaba fingiendo.
Una vez, Fiona pasó la noche en casa de su hermana. Cogió rápidamente a la niña y se largó. Fue después de una pelea. O, más que una pelea, para ser exactos, un malentendido sin importancia. El conjunto tenía que tocar en un club del centro de Baltimore, y Fiona tenía la intención de ir con Jesse, como de costumbre, hasta que Jesse dijo que estaba preocupado por el resfriado de Leroy y que creía que no debían dejarla. Fiona dijo que Maggie cuidaría de ella a la perfección, y Jesse dijo que una niña resfriada necesitaba a su madre, y Fiona dijo que resultaba asombroso lo considerado que él era con aquella niña y lo desconsiderado que era con su esposa, y entonces Jesse dijo…
Bueno.
Fiona se fue y no regresó hasta la mañana siguiente. Maggie temía que se hubiera ido para siempre, poniendo en peligro la vida de aquella pobre criatura enferma, que necesitaba muchos más cuidados de los que Fiona podía proporcionarle. En realidad, seguro que desde el principio había tenido la intención de abandonarlos. ¡Pero si sólo pensaba en su jabonera! ¿No era curioso que llevara casi un año llevándose al cuarto de baño, dos veces al día, una jabonera de carey, un tubo de pasta dentífrica Aim (no era la marca de los Moran) y un cepillo de dientes metido en un cilindro de plástico? ¿Y que sus objetos de aseo estuvieran siempre encima del tocador, guardados en un neceser de vinilo transparente? Como si fuera un huésped. Nunca tuvo la intención de quedarse definitivamente.
«Ve tras ella», le dijo Maggie a Jesse, pero Jesse le preguntó: «¿Y por qué tendría que ir? Ha sido ella la que se ha marchado.» Jesse estaba en el trabajo cuando al día siguiente Fiona regresó, triste y con los ojos hinchados. Algunos mechones de su despeinada cabellera se confundían con el adorno de piel sintética que llevaba en la capucha de su cazadora, y Leroy iba envuelta con torpeza en una chillona colcha cuadrada de punto, que sin duda pertenecía a su hermana.
Lo que dijera la madre de Maggie era cierto: en aquella familia, las generaciones iban degradándose. Se iban deteriorando en todos los sentidos, no sólo en lo tocante a profesiones y educación, sino también en el modo de criar a sus hijos y en el de gobernar sus hogares. («¿Cómo has podido caer en la vulgaridad?», recordó Maggie de nuevo.) La señora Daley veía dónde dormía Leroy y se mordía los labios en señal de desaprobación. «¿Cómo pueden meter a un bebé en el cajón de una cómoda? ¿Cómo pueden dejarla aquí, contigo y con Ira? ¿En que estarán pensando? Seguro que es cosa de esa Fiona. Con sinceridad, Maggie, esa Fiona es tan… ¡Pero si ni siquiera es de Baltimore! ¡Cualquiera que diga Wicomico en lugar de Wiiko-Miiko, bueno…! ¿Y qué jaleo es ese que estoy oyendo?»
Maggie ladeó la cabeza para escuchar. «Es Canned Heat», decidió.
«¿Candi qué? No pregunto cómo se llama. Me refiero a por qué suena. Cuando vosotros erais pequeños, yo os ponía Beethoven y Brahms. ¡Os ponía todas las óperas de Wagner!»
Sí. Y Maggie todavía recordaba su sensación de aburrimiento mientras la fuerza grandiosa de Wagner retumbaba por toda la casa. Y su frustración cuando, al empezar a contar algo importante con «Yo y Emma hemos ido a…», su madre la interrumpía con brusquedad: «Emma y yo, por favor…» Y Maggie se juró que ella nunca haría lo mismo con sus hijos, porque preferiría oír lo que tuvieran que contarle y dejar que las cuestiones gramaticales se resolvieran por sí solas. Pero éstas no se resolvieron por sí solas, por lo menos no en el caso de Jesse.
Tal vez la degradación de Maggie era deliberada. En tal caso, le debía una disculpa a Jesse. Quizá él se limitaba a llevar a cabo el secreto plan de revolución de Maggie o, de lo contrario, ¿quién sabe?, quizá hubiera llegado a ser abogado, como el padre de la señora Daley.
Leroy aprendió a gatear y gateó hasta salirse del cajón de la cómoda. Y, al día siguiente, Ira se presentó en casa con una camita. La montó, sin comentarios, en la habitación de Maggie y de él. Sin comentarios, Fiona le observó desde la puerta. La piel de debajo de sus ojos tenía un aspecto cetrino, manchado.
Un sábado del mes de septiembre celebraron el cumpleaños del padre de Ira. Maggie había convertido en tradición el pasar el día de su cumpleaños en el hipódromo de Pimlico, todos juntos, aunque ello significara tener que cerrar la tienda de marcos. Se llevaban una descomunal comida campestre y un billete de diez dólares para cada uno, que destinaban a las apuestas. Hasta entonces, toda la familia se había apretujado en el coche de Ira, pero, evidentemente, ahora ya no podían seguir haciéndolo. Aquel año tenían que contar con Jesse y con Fiona (que el año pasado se encontraban de luna de miel) y también con Leroy e, incluso, con Junie, la hermana de Ira, que había decidido que tal vez afrontaría la excursión. De modo que Jesse cogió prestada la furgoneta que utilizaba su conjunto para transportar los instrumentos. En el lateral se leía «DALE VUELTAS AL GATO», con la «D» y la «G» rayadas como la cola de un tigre. Cargaron la parte de atrás con las cestas de comida y suministros para el bebé, y después fueron en la furgoneta hasta la tienda, para recoger al padre de Ira y a sus hermanas. Junie iba vestida con su habitual disfraz callejero, cortado todo él al bies, y llevaba una sombrilla que se negaba a cerrarse y que, cuando Junie se metió en la furgoneta, causó algunos problemas. Y Dorrie se abrazaba a la caja del abrigo de Hutzler, lo que todavía causó más problemas. Pero todo el mundo se portaba con amabilidad, incluso el padre de Ira, que siempre decía que ya era demasiado mayor para armar tanto jaleo por su cumpleaños.
Hacía un día precioso, un día de esos en que amanece fresquito, hasta que el sol te calienta suavemente por dentro primero y por fuera después. Daisy intentaba que cantasen Las carreras de Camptown, y el padre de Ira sonreía con timidez y a regañadientes. Así tenían que ser las familias, pensó Maggie. Y en el autobús que les trasladó desde el aparcamiento hasta el interior —autobús que ellos habían medio llenado, teniendo en cuenta las cestas de la comida que se balanceaban en los asientos vacíos, y la bolsa de los pañales, y el cochecito de Leroy, plegado y obstruyendo el pasillo—, Maggie sintió lástima por los demás pasajeros, sentados solos o de dos en dos. La mayoría de ellos tenían una actitud de a diario. Vestían con prendas prácticas y la expresión de sus rostros era severa y práctica. Estaban allí para ganar. Los Moran estaban allí para una celebración.
Ocuparon por completo una de las filas de las gradas, y dejaron a Leroy al lado, en su cochecito. Entonces, el señor Moran, que se vanagloriaba dé sus conocimientos hípicos, se fue hasta la pista de carreras pará evaluar la situación, e Ira también fue, para hacerle compañía. Jesse se encontró con una pareja de conocidos —un hombre vestido con equipo de motorista y una muchachita ataviada con unos pantalones de ante con flecos—, y desapareció con ellos: Jesse no era muy jugador. Las mujeres se dispusieron a seleccionar sus caballos por la sonoridad de sus nombres, método que parecía funcionar tan bien como cualquier otro. Maggie estaba a favor de uno llamado Misericordia Infinita, pero Junie no estaba de acuerdo: Dijo que a ella no le sonaba con la suficiente combatividad.
Debido a la niña, que estaba echando los dientes, o algo por el estilo, y que se portaba de forma un tanto gruñona, escalonaron sus viajes a las ventanillas de apuestas. Fiona fue la primera en ir, con las hermanas de Ira, mientras Maggie se quedaba con Leroy y Daisy. Después, regresaron las otras, y fueron Maggie y Daisy, Daisy sin parar de proporcionar un buen asesoramiento. «Lo que tienes que hacer», dijo, «es apostar dos dólares al que quede en tercer lugar. Es lo más seguro.» Pero Maggie dijo: «Si quisiera seguridad me habría quedado en casa», y apostó los diez dólares a Número Cuatro. (Tiempo atrás había propuesto que toda la familia reuniera hasta el último centavo de que dispusieran y se fueran directamente a la ventanilla donde se exigía una apuesta mínima de cincuenta dólares, juego peligroso y emocionante al que Maggie ni siquiera había conseguido acercarse, pero ahora ya sabía que no valía la pena intentarlo.) Por el camino se encontraron con Ira y su padre, que iban hablando de estadísticas. Los pesos de los jockeys, sus records anteriores, los tiempos más rápidos y en qué tipo de pista obtenían mejores resultados. Había muchos aspectos a considerar, si uno quería. Maggie apostó sus diez dólares y se fue, mientras Daisy se unía a los hombres y los tres se quedaban deliberando.
«Esta niña me está matando», dijo Fiona cuando Maggie regresó. Leroy, evidentemente, no quería que la llevaran en brazos y no paraba de hacer esfuerzos para bajarse al suelo, que se encontraba lleno de pestañas de latas de cerveza y de colillas. Dorrie, en lugar de echar una mano, como se suponía que debía de haber hecho, había abierto la caja del abrigo y estaba disponiendo, de un extremo de la grada al otro, una ordenada fila de dulces de merengue. Maggie dijo: «Ven aquí, yo te cogeré, pobrecita», y se llevó a Leroy hasta la valla para admirar los caballos que, en aquel preciso momento, se alineaban, con pasos inquietos y menudos, en la barrera de salida. «¿Qué dicen los caballitos?», preguntó Maggie. «¡Nicker-nicker-nicker!», respondió ella misma. Ira y su padre regresaron, discutiendo todavía. Ahora, el tema era la hoja informativa sobre carreras hípicas que el señor Moran le había comprado a un hombre sin dientes. «¿A cuáles habéis votado?», les preguntó Maggie.
«No se vota, Maggie», le dijo Ira. Los caballos empezaron a correr. Por alguna razón, le parecieron pintorescos y como de juguete. Pasaron galopando con un sonido que a Maggie le recordó el de una bandera agitada por el viento. Después, en un abrir y cerrar de ojos, la carrera había terminado ya. «¡Tan pronto!», se lamentó Maggie. Nunca lograba sobreponerse a la rapidez con que todo había ocurrido; apenas había nada que mirar. «Sinceramente, el béisbol te da una noción del tiempo mucho mejor», le dijo Maggie a la niña.
Los resultados iluminaron el marcador eléctrico: Número Cuatro no se veía por ninguna parte. Para Maggie fue, en cierto modo, un alivio. No tendría que volver a escoger. De hecho, la única persona que ganó algo fue el señor Moran. Ganó seis dólares con Número Ocho, caballo que le había recomendado la hoja informativa. «¿Lo ves?», le dijo a Ira. Daisy no había apostado nada; se reservaba para una carrera que le inspirara mayor seguridad.
Maggie le dio la niña a Daisy y empezó a desempaquetar la comida. «Hay jamón con pan de centeno, pavo con pan blanco, rosbif con pan integral», anunció Maggie. «Hay ensalada de pollo, huevos rellenos, ensalada de patatas y ensalada de col. Melocotones, fresas naturales y bolitas de melón. No os olvidéis de dejarle sitio al pastel de cumpleaños.» Las gentes de alrededor mascaban las porquerías que habían comprado en el hipódromo mismo. Miraban con atención y curiosidad las cestas de comida, forradas cada una de ellas por Daisy con un almidonado paño a cuadros, cuyos bordes había recogido en pequeños pliegues alrededor de la parte superior. Maggie repartió servilletas. «¿Dónde está Jesse?», preguntó, buscándole entre la multitud.
«No tengo ni idea», dijo Fiona. Sin saber cómo, había acabado por cargar de nuevo con Leroy. La zarandeaba con fuerza contra su hombro, mientras la niña apretaba la cara y profería pequeños quejidos. Bueno, Maggie podía haberlo pronosticado con facilidad. Con un bebé no debe emplearse un ritmo tan rápido. ¿No debería Fiona saberlo ya? ¿No se lo dictaba el simple instinto? Maggie sintió en la región lumbar un agudo pinchazo de irritación. En realidad, no era Fiona quien la enojaba, sino más bien los quejidos de Leroy: los «eh, eh» que emitía de forma entrecortada e irregular. Si Maggie no hubiera estado sirviendo la comida en los platos de cartón, hubiera podido ocuparse ella misma, pero, tal y como estaban las cosas, sólo podía hacer sugerencias.
—Prueba a ponerla en el cochecito, Fiona. Tal vez se duerma.
—No se dormirá; se bajará de nuevo —dijo Fiona—. ¡Oh!, ¿dónde está Jesse?
—Daisy, ve a ver dónde está tu hermano —ordenó Maggie.
—No puedo. Estoy comiendo.
—Ve de todos modos. Por el amor de Dios, yo no puedo hacerlo todo.
—¿Acaso tengo yo la culpa de que se haya ido con sus estúpidos amigos a alguna parte? —preguntó Daisy—. Ahora mismo acabo de empezar el sandwich.
—Escúchame, jovencita… ¿Ira?
Pero Ira y su padre se habían vuelto a ir a las ventanillas de apuestas.
—¡Oh!, por el… —dijo Maggie—. ¿Dorrie, podrías ir tú a buscar a Jesse en mi lugar?
—Es que estoy ordenando estos dulces de malvavisco —dijo Dorrie.
Los dulces se extendían en una línea perfecta y continua a lo largo de toda la grada, como un punteado. En consecuencia, ninguno de ellos podía sentarse. La gente se detenía de continuo en el otro extremo de la grada con la intención de tomar asiento, pero entonces descubría los dulces y seguía adelante. Maggie suspiró. A sus espaldas, en el aire tranquilo y transparente flotó el sonido de un clarín, pero Maggie, de cara al graderío, siguió buscando a Jesse entre la multitud. Entonces Junie desalineó con cuidado unos cuantos dulces y se sentó de repente, asiendo la sombrilla con ambas manos.
—Maggie —murmuró—. Me siento tan, no sé, de pronto todo…
—Respira hondo —le dijo Maggie enérgicamente. Aquello sucedía de vez en cuando—. Recuérdate a ti misma que estás aquí como si fueras otra persona distinta.
—Creo que voy a desmayarme —dijo Junie.
Y, sin previo aviso, lanzó por los aires sus sandalias de tacones afilados y se echó cuan larga era sobre la grada. La sombrilla seguía en sus manos, brotando de su pecho como si estuviera plantada allí mismo. Dorrie, sin prestarle atención a Junie, se precipitó hacia allí, para intentar retirar el mayor número posible de dulces.
—Daisy, el que está allí arriba con aquella gente ¿no es tu hermano? —preguntó Maggie.
—¿Dónde? —dijo Daisy.
Pero Fiona fue más rápida. Giró sobre sus talones y dijo:
—Desde luego que es él. —Y luego chilló con todas sus fuerzas—: ¡Jesse Moran! ¡Ven aquí inmediatamente!
Su voz era del tipo filamentoso y penetrante. Todo el mundo la miró con asombro.
—Bueno, no creo que… —dijo Maggie.
—¿Me has oído? —gritó Fiona, y Leroy empezó a llorar de veras.
—No tienes por qué gritar, Fiona —dijo Maggie.
—¿Qué? —dijo Fiona.
Ignorando los berridos de la niña, miró a Maggie airadamente. Era uno de aquellos momentos en los que Maggie deseaba dar marcha atrás y volver a empezar. (Siempre se había sentido paralizada en presencia de una mujer enfurecida.) Mientras tanto, Jesse, quien por fuerza tenía que haber oído que le llamaban, empezó a abrirse paso hacia ellos.
Maggie dijo:
—¡Ah, ya viene!
—¿Me estás diciendo que no le grite a mi propio marido? —preguntó Fiona.
Esto también lo dijo gritando. Si quería que, por encima de los chillidos de la niña, la oyesen, no le quedaba otro remedio. Leroy tenía la cara roja y unos mechones de pelo húmedo pegados a la frente. Su aspecto era más bien feúcho, para ser francos. Maggie sintió un vivo deseo de alejarse de todo el grupo, de hacer ver que no tenía nada que ver con ellos, pero en cambio, procurando que su voz sonara más suave, dijo:
—No, sólo quería decir que no estaba tan lejos de nosotras y que…
—Tú no has querido decir nada de eso —dijo Fiona, apretujando a la niña con demasiada fuerza—. Estás tratando de mangonearnos, como siempre, tratando de mangonear nuestras vidas.
—No, de verdad, Fiona…
—¿Qué pasa? —preguntó Jesse alegremente al llegar junto a ellas.
—Mamá y Fiona se están peleando —dijo Daisy, y dio un delicado mordisco a su sandwich.
—No es verdad —exclamó Maggie—. Yo sólo he querido que…
—¿Peleándose? —dijo Ira—. ¿Qué?
Él y el señor Moran aparecieron de pronto en el pasillo, junto a Jesse.
—¿Qué pasa? —preguntó Ira por encima de los chillidos de Leroy.
—¡No pasa nada! —le dijo Maggie—. Por el amor de Dios, sólo he dicho que…
—¡Vaya familia! ¿No se os puede dejar solas ni un instante? —preguntó Ira—. ¿Y qué hace Junie tendida de ese modo? ¿Cómo pasan estas cosas con tanta rapidez?
Injusto, injusto. Cualquiera que le oyese hablar pensaría que cada día tenían una escena así. Pensaría que Ira aspiraba al Premio Nobel de la Paz.
—Para tu información —le dijo Maggie—, yo estaba aquí ocupándome de mis propios asuntos…
—Tú nunca, ni una sola vez desde que te conozco, te las has apañado para ocuparte de tus propios asuntos —dijo Fiona.
—Bueno, cálmate, Fiona —dijo Jesse.
—¡Y tú! —gritó Fiona, volviéndose hacia él—. ¿Tú crees que esta niña es sólo mía? ¿Cómo es que siempre soy yo quien acaba cargando con ella, mientras tú te vas por ahí con tus amigotes, eh? Contéstame.
—No son amigotes, sólo son…
—Y además estaba bebiendo con ellos —murmuró Daisy, con los ojos fijos en el sandwich.
—¡Oh, ya ves! —dijo Jesse.
—Y bebía de una especie de botella plateada y plana que tenía esa chica.
—¿Y qué, señorita Santurrona?
—Vamos a ver —dijo Ira—. ¿Por qué no nos sentamos todos un minuto y nos calmamos? Estamos tapando la vista a la gente.
Ira se sentó, dando ejemplo. Después, volvió la cabeza y miró hacia atrás.
—¡Mis dulces! —chilló Dorrie.
—No puedes dejarlos aquí, Dorrie. No queda sitio donde sentarse nadie.
—¡Has desordenado mis dulces!
—Creo que voy a devolver —dijo Junie, hablando hacia arriba, en dirección a las varillas de la sombrilla.
Los berridos de Leroy habían alcanzado la fase en que tenía que hacer esfuerzos para respirar.
Ira se levantó de nuevo, sacudiéndose los fondillos de los pantalones.
—Ahora oídme, familia…
—¿Por qué no dejas de llamarnos familia? —exigió Fiona.
Ira se calló, alarmado al parecer.
Maggie notó un tirón en la manga y se volvió. Era el señor Moran, quien en algún momento se había abierto paso hasta situarse detrás de ella. Sostenía en alto un vale.
—¿Qué? —le preguntó Maggie.
—He ganado.
—¿Que ha ganado qué?
—He ganado la última carrera. Mi caballo ha llegado el primero.
—¡Oh, la carrera…! ¡Vaya! Eso sí que es…
Pero su atención se desvió hacia Fiona, quien estaba soltando una lista de agravios que, al parecer, había estado guardando para Jesse todos aquellos meses.
—… Desde el principio supe que casarme contigo sería una locura. ¿No lo decía yo? Pero tú estabas tan y tan entusiasmado, tú y tus chupetes y tu doctor Spock…
La gente de las gradas posteriores miraba sutilmente en diversas direcciones, pero cambiaba entre sí miradas significativas y discretas sonrisitas. Los Moran se habían convertido en un espectáculo. Maggie no podía soportarlo.
—¡Por favor! ¿Por qué no nos sentamos? —dijo.
—Tú y tu famosa cuna —le dijo Fiona a Jesse—, de la que, después de habérmelo prometido, no has llegado a montar ni un solo palo. Tú me juraste que…
—¡Yo nunca te juré nada! ¿Por qué demonios estás siempre sacando el tema de la cuna?
—Lo juraste sobre la Biblia.
—¡Madre mía! ¡Dios Todopoderoso! Puede que alguna vez me pasara por la cabeza la idea de construir una, pero hubiera tenido que estar loco para decidirme a hacerla. Ya lo veo: papá a mi lado criticándome al menor martillazo, haciéndome saber lo inútil y zoquete que soy y, para cuando la hubiera terminado, tú estarías de acuerdo con él, como siempre. ¡No me hubiera dejado enredar de ningún modo en una cosa así!
—Muy bien, pero compraste la madera, ¿no?
—¿Qué madera?
—Compraste unas largas varas de madera.
—¿Varas? ¿Para una cuna? Yo no compré ninguna vara.
—Tu madre me dijo que…
—¿Cómo iba a utilizar varas para hacer una cuna?
—Como barrotes, me dijo ella.
Ambos miraron a Maggie. Por casualidad, la niña había dejado de llorar en aquel momento para respirar profundamente y soltar un hipo. Por el altavoz, se oyó una voz cavernosa anunciando que Malversación había sido retirado.
Ira se aclaró la voz y dijo:
—¿Estáis hablando de unas varas de madera para ensamblar? Son mías.
—Ira, no —gimió Maggie, porque, si Ira no insistía en explicar cada uno de los insignificantes y aburridos detalles, todavía quedaba alguna posibilidad de que las cosas se suavizaran.
—Eran los barrotes para la cuna —le dijo a Jesse—. Ya tenías las copias azules de los planos, ¿no?
—¿Qué copias azules? Yo sólo dije que…
—Si no recuerdo mal —interrumpió Ira con su estilo grandilocuente—, esas varas se compraron para el tendedero del porche de atrás. Todos vosotros habéis visto ese tendedero.
—Un tendedero —dijo Fiona, y siguió mirando a Maggie.
—Oh, bueno —dijo Maggie—, qué asunto tan tonto este de la cuna, ¿verdad? Quiero decir que es como el collar comprado en una tienda de baratijas por el que todos los familiares empiezan a pelearse después del funeral. No es más que… Y, además, ¡Leroy ya ni siquiera podría usar una cuna! Ahora tiene la preciosa camita que le compró Ira.
Leroy, todavía con hipo, seguía callada, contemplando a Maggie con atención.
—Me casé contigo por esa cuna —le dijo Fiona a Jesse.
—¡Vaya! ¡Eso es sencillamente ridículo! ¡Por una cuna! Nunca había oído una…
Maggie se detuvo, con la boca abierta.
—Si te casaste con Jesse por una cuna —le dijo Ira a Fiona—, cometiste un triste error.
—¡Oh, Ira! —exclamó Maggie.
—Cállate, Maggie. Maggie no tenía por qué decirte eso —le dijo Ira a Fiona—. Es su debilidad. Cree que tiene derecho a cambiar la vida de los demás. Cree que las personas que ella quiere son mejores de lo que en realidad son y, por ello, luego empieza a cambiar las cosas, para que esas personas se adapten a la idea que se ha forjado de ellas.
—Todo eso es mentira —dijo Maggie.
—Pero lo cierto es —le dijo Ira a Fiona con toda calma— que Jesse es incapaz de llevar nada a cabo, ni siquiera una simple cuna. Le falta algo. Sé que es mi hijo, pero le falta algo, y más vale que lo afrontes. No es un tipo de persona perseverante. Hace un mes que perdió el empleo que tenía y ahora se pasa los días enteros holgazaneando con sus amigotes en lugar de buscar trabajo.
Maggie y Fiona dijeron a la vez:
—¿Qué?
—Descubrieron que no se había graduado —les dijo Ira.
Y después, como si fuera algo que se hubiera olvidado de decir, añadió:
—Además está saliendo con otra chica.
¿De qué estás hablando? —dijo Jesse—. Esa chica no es más que una amiga.
—No sé cómo se llama ella —dijo Ira—, pero forma parte de un conjunto de rock llamado Muchachas en Apuros.
—Sólo somos buenos amigos, de verdad. Esa chica es la chica de Dave.
Fiona parecía de porcelana. Tenía la cara por completo inmóvil y blanca; sus pupilas eran negras puntas de alfiler.
—Si sabías todo eso —le preguntó Maggie a Ira en tono exigente—, ¿por qué nunca has dicho nada?
—No me creía con derecho a hacerlo. Yo, por lo menos, no apruebo el ir cambiando la vida de la gente —dijo Ira.
Y entonces (justo cuando Maggie estaba a punto de odiarlo) se le aflojó la cara y se dejó caer con cansancio en la grada.
—Y tampoco debería haberlo dicho ahora.
Ira había tirado una sección completa de dulces de malvavisco, pero Dorrie, que podía ser sensible a las atmósferas, se limitó a agacharse para recogerlos.
Fiona extendió la palma de la mano.
—Dame las llaves —le dijo a Jesse.
—¿Eh?
—Las llaves de la furgoneta. Dámelas.
—¿A dónde vas?
—No lo sé. ¿Cómo voy a saberlo? Pero tengo que irme de aquí.
—Fiona, si he hablado algunas veces con esa chica, ha sido porque ella no cree que sea una especie de inútil, como parecéis creer todos los demás. Tienes que creerme, Fiona.
—Las llaves —dijo Fiona.
—Dáselas, Jesse —dijo Ira.
—Pero…
—Cogeremos el autobús.
Jesse se metió la mano en el bolsillo de atrás de los tejanos. Sacó un puñado de llaves sujetas a una zapatilla de gimnasia de goma negra en miniatura.
—¿Estarás en casa? ¿O qué? —dijo Jesse.
—No tengo ni idea —le dijo Fiona, y le arrebató las llaves de la mano.
—Bueno, pero ¿dónde estarás? ¿En casa de tu hermana?
—En cualquier parte. No es asunto tuyo. No sé dónde. Sólo quiero seguir con mi propia vida.
Y Fiona, colocando a la niña con mayor firmeza en su cadera, se fue con paso airado, dejando tras de sí la bolsa de los pañales y el cochecito y su plato de cartón, con la ensalada de patatas tornándose de un patético color marfil.
—Volverá —le dijo Maggie a Jesse, y después añadió—: Nunca te perdonaré lo que has hecho, Ira Moran.
Notó otro tirón en la manga y se volvió. El padre de Ira seguía sosteniendo en alto el vale.
—Hice bien en comprar esa hoja informativa —dijo—. ¿Qué sabe Ira de hojas informativas?
—Nada —dijo Maggie, furiosa. Y empezó a envolver de nuevo el sandwich de Fiona.
A su alrededor Maggie no oía más que murmullos, como ondas de agua extendiéndose a través de un estanque.
—¿Qué ha dicho él?
—Hoja informativa.
—¿Y ella qué ha dicho?
—Nada.
—Ha dicho algo, le he visto mover los labios.
—Ha dicho, «nada».
—Pues me ha parecido ver…
Maggie se enderezó y miró hacia la gente alineada en las gradas.
—He dicho «nada», eso he dicho —gritó con claridad.
Alguien contuvo la respiración. Todos miraron hacia otra parte.
Es asombroso, solía decir Ira, cómo las personas se engañan a sí mismas creyendo lo que quieren creer. (Cómo Maggie se engañaba a sí misma, quería decir.) Ira lo dijo cuando, aquella vez que acusaron a Jesse de embriaguez y alteración del orden público, Maggie amenazó con demandar al departamento de policía. Lo dijo cuando Maggie juró que Dale Vueltas al Gato sonaba mejor que los Beatles. Y volvió a decirlo cuando Maggie se negó a aceptar que Fiona se había ido para siempre.
Aquella tarde, después de las carreras, Maggie se quedo levantada hasta tarde, fingiendo hacer punto, aunque deshacía tanto como hacía. Jesse tamborileaba los dedos en el brazo de su sillón.
—¿No podrías estarte quieto por una vez en tu vida? —le preguntó Maggie, y después añadió—: Tal vez deberías probar otra vez a llamar a su hermana.
—Ya lo he intentado tres veces, por el amor de Dios. Seguro que lo dejan sonar y sonar.
—Quizá deberías ir personalmente.
—Eso sería peor. Yo aporreando la puerta mientras ellas, escondidas dentro, se quedan escuchando. Seguro que se reirían y se mirarían la una a la otra con los ojos desorbitados.
—¿Cómo iban a hacer eso?
—Me parece que voy a devolverle la furgoneta a Dave.
Se levantó para irse. Maggie no trató de impedírselo, porque imaginó que después de todo, iría a escondidas a casa de la hermana.
Cuando regresaron a Pimlico, la furgoneta estaba aparcada delante de la casa. Durante unos instantes de alivio, todo el mundo supuso que Fiona estaría en casa. Y las llaves estaban encima de la estantería de junto a la puerta, donde la familia dejaba siempre las llaves y los guantes extraviados y las notas diciendo cuándo estarían de vuelta. Pero no había ninguna nota de Fiona. En la habitación que compartía con Jesse, la cama deshecha tenía un aspecto helado. Cada uno de los montecillos de las sábanas parecía haberse endurecido. En la habitación de Maggie y de Ira, la camita se veía vacía y desolada. Sin embargo, no podía tratarse de una ausencia permanente. No había nada empaquetado, no faltaba nada. Incluso los artículos de tocador de Fiona reposaban sobre la cómoda en el neceser de viaje. «¿Ves?», le dijo Maggie a Jesse, porque él también estaba preocupado, ella lo sabía, y señaló el neceser de viaje. «Ah, sí», dijo él, tranquilizado. Maggie cruzó el rellano hasta alcanzar el cuarto de baño, y encontró la flota habitual de patos de goma y remolcadores. «¡Cómo sois!», dijo Maggie feliz. Al salir y pasar una vez más por delante del cuarto de Jesse, lo encontró de pie ante la cómoda con los ojos medio cerrados y la nariz metida hasta el fondo de la jabonera de Fiona. Le comprendió perfectamente. Los olores podían hacer que recordásemos a una persona con mayor claridad que las fotografías. ¿No lo sabía ella bien?
Cuando ya hacía mucho rato que se había hecho de noche y Jesse aún no había regresado, Maggie se dijo que era seguro que Jesse había encontrado a Fiona. Lo más probable era que ahora estuvieran teniendo una larga y amable conversación. Deshizo todas las chapuceras vueltas que había tejido con las agujas de hacer punto, volvió a enrollar el ovillo de hilo y se fue a la cama.
—¿Ya ha regresado Jesse? —masculló Ira en la oscuridad.
—No, y Fiona tampoco, ninguno de los dos.
—Oh bueno, Fiona… Fiona se ha ido para siempre.
Su voz sonó con una repentina claridad. Era la voz de alguien que habla en sueños, lo que hizo que sus palabras parecieran proféticas y decisivas. Maggie sintió una nítida sacudida de cólera. ¡Para él, muy fácil decirlo! Él podía olvidarse de la gente sin más.
A Maggie le pareció muy significativo que el concepto que Ira tenía de la diversión fueran aquellos interminables libros sobre hombres que navegaban por el Atlántico completamente solos.
Sin embargo, él tenía razón. Por la mañana, Fiona todavía no había regresado. Jesse bajó a desayunar con la misma expresión de aturdimiento en el rostro. Maggie odiaba tener que preguntarle, pero al final dijo:
—¿Cariño? ¿No la encontraste?
—No —contestó él secamente y, a continuación, solicitó de tal modo que le pasaran la mermelada de naranja amarga que eliminó toda posibilidad de ulteriores preguntas.
La idea de una situación apurada no se le ocurrió hasta media tarde. ¿Cómo no se les había ocurrido antes? Claro, cualquiera que viajara con un bebé no dejaría atrás todo lo que Fiona había dejado: la bolsa de los pañales, el cochecito, la taza rosa para aprender a beber y con la que Leroy disfrutaba bebiendo su zumo de frutas. Seguro que alguien las había raptado o, peor aún, las había herido durante un asalto en la vía pública. Tendrían que notificárselo de inmediato a la policía. Se lo dijo a Ira, que estaba leyendo el periódico del domingo en la sala de estar. Ira ni siquiera levantó la vista.
—Ahórrate la vergüenza, Maggie —le dijo tranquilamente.
—¿La vergüenza?
—Se ha ido por su propia voluntad. No molestes a la policía con eso.
—Ira, las madres jóvenes no se van sólo con su bolso. Hacen las maletas. ¡Tienen que hacerlo! ¡Piensa! ¿Recuerdas todo lo que se llevó para una simple excursión a Pimlico? ¿Sabes qué sospecho? Sospecho que regresó aquí, aparcó la furgoneta, se fue con Leroy hasta la tienda de comestibles para comprar galletas para la dentición, ayer por la mañana le oí decir que andaba corta de galletas para la dentición, y se encontró de lleno en un atraco a mano armada. Ya has leído que los atracadores ¡siempre cogen como rehenes a mujeres y niños! Es más efectivo. Consiguen lo que quieren.
Ira la contempló medio ausente por encima del periódico, como si sólo le encontrara un interés marginal.
—Pero mira ¡si incluso se ha dejado su jabón! ¡Su cepillo de dientes! —insistió ella.
—Su neceser de viaje —puntualizó él.
—Sí, y de haberse ido por su propia voluntad…
—Su neceser de viaje, Maggie, como el que usaría en un hotel. Pero ahora ha vuelto a… no sé dónde, a casa de su hermana o de su madre, donde están sus verdaderas pertenencias, y no necesita un neceser de viaje.
—Oh, eso no son más que tonterías. Y además, mira su armario. Está lleno de ropa.
—¿Estás segura?
—Por supuesto, ha sido lo primero que he mirado.
—¿Estás segura de que no falta nada? ¿Su jersey preferido? ¿Esa chaqueta que tanto le gusta?
Maggie se quedó pensativa unos instantes. Después se levantó y cruzando el vestíbulo fue al cuarto de Jesse.
Jesse estaba tumbado en la cama, completamente vestido, con los brazos cruzados detrás de la cabeza. Miró a Maggie cuando ésta entró. «Perdona un momento», le dijo ella, y abrió la puerta del armario.
La ropa de Fiona estaba colgada dentro, sí, pero ni rastro de la cazadora ni de aquella enorme bata a rayas que tanto le gustaba llevar por casa. Sólo había dos o tres faldas (casi nunca llevaba faldas), unas cuantas blusas y un vestido con chorrera del que siempre acababa diciendo que la hacía parecer gorda. Maggie giró en redondo y fue hacia la cómoda de Fiona. Jesse la miraba desde la cama. Abrió con brusquedad un cajón y encontró unos únicos tejanos azules (desteñidos artificialmente con lejía, procedimiento que ya no se estilaba) y, debajo de ellos, dos jerséis de cuello alto del invierno anterior y, debajo de ellos, unos pantalones de pre-mamá, con una sección elástica en la parte delantera. Era como las capas de una excavación arqueológica. Por breves instantes, Maggie se imaginó que, si seguía buscando, encontraría los jerséis que llevaba cuando animaba los partidos de béisbol, después las faldas con peto de la escuela primaria, después los vestiditos de cuando Fiona era un bebé. Volvió a alisar las diferentes capas y cerró el cajón.
—Pero ¿dónde puede estar? —le preguntó a Jesse.
Durante un rato largo pareció que no iba a contestar. Pero finalmente dijo.
—Supongo que en casa de su hermana.
—Has dicho que no la habías encontrado allí.
—No fui.
Maggie lo pensó. Después dijo:
—Oh, Jesse.
—No tengo la menor intención de hacer el ridículo.
—Jesse, cariño…
—Si he de suplicarle, entonces prefiero no tenerla —dijo Jesse.
Y se volvió de cara a la pared, dando por finalizada la conversación.
La hermana de Fiona no llamó hasta pasados dos o tres días.
—¿Señora Moran? —dijo, con aquella voz ronca que Maggie reconoció al instante—. Soy Crystal Stuckey. La hermana de Fiona.
—¡Ah, sí!
—Quería saber si estará usted en casa en los próximos minutos, porque pasaríamos a recoger las cosas.
—Claro, por supuesto, venid ahora mismo.
Porque daba la casualidad de que Jesse también estaba en casa, de nuevo tumbado en la cama. Fue en su busca tan pronto como colgó.
—Era la hermana de Fiona —dijo—. ¿Cristina?
Jesse miró a Maggie de reojo.
—Crystal —dijo él.
—Crystal. Viene a buscar sus cosas.
Jesse se incorporó poco a poco y desplazó sus piernas por la cama hasta poner los pies en el suelo.
—Yo voy a salir a hacer unas compras —le dijo Maggie.
—¿Qué? No, espera.
—Tendréis la casa para vosotros solos.
—Espera, no te vayas. ¿Cómo voy a…? tal vez te necesitemos.
—¿A mí? ¿Para qué?
—No quisiera decir lo que no debo.
—Cariño, estoy segura de que no dirás lo que no debes.
—Mamá, por favor —dijo él.
De modo que Maggie se quedó, pero, a fin de no estorbar, se fue a su propia habitación. Su habitación estaba en la parte delantera de la casa y por ello, cuando oyó que se aproximaba un coche, pudo apartar la cortina y ver quién se acercaba. Eran Crystal y un joven fornido. Sin duda, el famoso novio que Fiona siempre estaba mencionando. Por eso Crystal había dicho «pasaríamos»; a Fiona no se la veía por ninguna parte. Maggie dejó caer la cortina. Oyó que llamaban a la puerta, oyó que Jesse gritaba: «Ya voy», y que bajaba estrepitosamente las escaleras de dos en dos. Después, tras una pausa, oyó un breve refunfuño. La puerta se cerró de golpe. ¿Los habría echado a patadas o qué? Apartó de nuevo la cortina y miró hacia abajo, pero a quien vio fue a Jesse y no a las visitas: Jesse corriendo como una bala por la acera, mientras se enfundaba en su cazadora de piel negra. En el vestíbulo inferior, Crystal llamó: «¿Señora Moran?», con una voz ronca esta vez, más insegura.
—Un momento —dijo Maggie.
Crystal y su novio habían traído cajas de la botillería y Maggie les ayudó a llenarlas. O trató de ayudarles. Deslizó una blusa de su percha y la dobló despacio, pesarosa, pero Crystal dijo: «Puede dar esas blusas a los pobres. Fiona me ha dicho que me olvidara de lo que fuera de fibra. Ahora vive de nuevo en casa y no tiene mucho sitio en el armario.» Maggie dijo: «Ah», y dejó la blusa a un lado. Sintió un arrebato de envidia. ¿No sería maravilloso guardar tan sólo lo que fuera de primera clase y auténtico y puro, y tirar todo lo demás?
Cuando Crystal y su novio se alejaron en el coche, tras ellos sólo dejaron las migajas.
Después Jesse encontró empleo en una tienda de discos y dejó de pasar tanto tiempo tumbado en la cama, y Daisy y las chiquillas fascinadas regresaron junto a Doña Perfecta. Sin más ni más, la habían privado de todos los cotilleos y los acontecimientos y las ojeadas a otros hogares que los niños son capaces de proporcionar. Entonces fue cuando empezó a hacer aquellas salidas de espionaje a Cartwheel, y eso que nunca llegaron a ser muy satisfactorias. O, a veces, al salir del trabajo, prefería llegarse andando hasta la tienda de marcos, en lugar de quedarse sentada en una casa vacía. Pero entonces se preguntaba por qué había ido, puesto que Ira solía estar demasiado ocupado para hablar con ella y, de todos modos, como decía él, estaría en casa al cabo de sólo un par de horas, ¿no? ¿Para qué se quedaba Maggie allí perdiendo el tiempo?
De modo que Maggie subía las escaleras que llevaban al apartamento de la familia de Ira y se pasaba un ratito escuchando el último serial televisivo que le contaban las hermanas o la lista de achaques del padre. Además de su denominado débil corazón, el señor Moran también padecía de artritis y le fallaba la vista. Después de todo, tenía más de ochenta años. Tradicionalmente, los hombres de esta familia engendraban los hijos a edad tan avanzada que, cuando el señor Moran hablaba de su bisabuelo, se refería a un hombre nacido en el siglo XVIII. Antes, esto nunca había sorprendido a Maggie, pero ahora le parecía del todo espeluznante. ¡En qué atmósfera senil, quebradiza, vivía Maggie! Por las mañanas, en la residencia de ancianos; por las tardes, en casa de los Moran; por las noches, con los solitarios de Ira… Ante la noticia de la indigestión de su suegro, Maggie se arrebujó más en su jersey y chasqueó la lengua. «Antes podía comer cualquier cosa», le dijo él a Maggie. «¿Qué ha ocurrido aquí?» La miró de hito en hito, con sus ojos opacos, como si esperara respuesta. De un tiempo a esta parte, sus párpados superiores habían desarrollado unas gruesas arrugas, en forma de bolsa; su abuela cherokee iba emergiendo con mayor evidencia cada año. «Roña no supo lo que era esto», le dijo a Maggie. Roña era la madre de Ira. «Murió antes de pasar por esto», dijo él. «Arrugas y huesos deformados y articulaciones que crujen y acidez de estómago… no conoció todo esto.» «Bueno, pero sufrió otros dolores», le recordó Maggie. «Tal vez peores.» «Es como si no hubiera vivido una vida real», dijo él, sin escucharla. «Una vida completa, quiero decir, con la parte mala y toda la pesca, que llega al final.»
Se mostraba malhumorado, parecía pensar que su esposa había logrado salirse con la suya. Maggie volvió a chasquear la lengua y le dio palmaditas en la mano. Le produjo la misma sensación, imaginó Maggie, que le hubiera producido la pata de un águila.
Finalmente, bajaba de nuevo a ver a Ira, le convencía de que cerrara la tienda unos minutos antes y de que la acompañara a casa andando. Ira caminaba con los hombros caídos y arrastrando los pies, rodeado por una especie de oscura bruma y con algo vuelto hacia dentro en su mirada. Cuando pasaban por delante de la casa de las hermanas Larkin, Maggie echaba siempre un vistazo, y después apartaba la vista muy aprisa. En los viejos tiempos, cuando volvía de pasear a Leroy en su cochecito, se encontraban con que, en el porche delantero de las Larkin, había un caballito balancín aguardando de un modo esperanzador. Aparecía por arte de magia en la parte alta de las escaleras, donde antes no había nada: un pequeño y descolorido animal de madera con una tímida sonrisa y unas largas y negras pestañas dirigidas hacia abajo. Pero ahora no se veía rastro de él. Incluso aquellas dos ancianitas habían llegado a saber que los Moran no habían conseguido mantener unida a la familia.
¡Oh!, ¿cómo lograría Fiona atesorar la constante vigilancia que la niña requería? No era sólo cuestión de darle de comer y de cambiarla. Leroy era una de esas intrépidas criaturas que se arrojan con despreocupación desde los rellanos de las escaleras y los bordes de las sillas, confiando en que habrá alguien que las coja. Fiona no estaba ni mucho menos lo bastante alerta. Y apenas si tenía olfato, había observado Maggie. En cambio, Maggie era capaz de oler un incendio antes casi de que hubiera empezado. Maggie era capaz de entrar en una galería comercial y detectar, de modo infalible, el olor de aquellos productos que no habían sido manipulados del modo correcto; una acidez mohosa, parecida al éter, no muy distinta del olor de un niño con fiebre. Nadie más habría advertido nada, pero «¡alto!», gritaría Maggie, levantando la palma de la mano, mientras los demás se encaminaban al puesto de sándwiches. «¡Allí no! ¡En cualquier parte, menos allí!»
Maggie tenía tanto que ofrecer. Ojalá alguien quisiera aceptarlo.
Ahora parecía inútil cocinar una verdadera cena. Jesse nunca estaba en casa, y Daisy cenaba, por lo general, en casa de Doña Perfecta, o, si la obligaban a cenar en casa, se enfurruñaba de tal modo que no valía la pena. De modo que Maggie sólo calentaba un par de cenas congeladas o una lata de sopa. A veces ni siquiera eso. Una noche, después de haberse pasado dos horas sentada a la mesa de la cocina, con la mirada perdida, en lugar de haber ido a la tienda de marcos, llegó Ira y dijo: «¿Qué hay de cenar?», y ella dijo: «¡No pude hacerme cargo de la cena! ¡Fíjate!», y señaló con la mano la lata de sopa que tenía frente a sí. «Dos raciones y tres cuartos», leyó Maggie en voz alta. «¿Qué esperan? ¿Que tenga a comer a dos personas y tres cuartos? ¿O a tres y que a una de ellas le ponga menos sopa, y ya está? ¿O tal vez se supone que debo guardar el resto para otra comida? Pero, ¿sabes cuánto tiempo me llevaría conseguir un número redondo? Primero me sobrarían tres cuartos de ración y después seis cuartos y después nueve. Tendría que abrir cuatro latas de sopa para que no quedaran restos. ¡Cuatro latas! ¡De veras! ¡Cuatro latas con el mismo sabor exacto!»
Maggie rompió a llorar, dejando que las lágrimas le resbalaran suntuosamente por las mejillas. Se sintió como se sentía cuando era una niña y sabía que estaba portándose de un modo irrazonable, cuando sabía que escandalizaba a los mayores y se portaba como un verdadero diablo, pero de pronto quería portarse de modo irrazonable e incluso hallaba determinado placer en ello.
Ira hubiera podido dar media vuelta y desaparecer. Maggie medio lo esperaba. En cambio, se dejó caer en la silla que había ante ella. Colocó los codos sobre la mesa y escondió la cara entre sus manos. Maggie dejó de llorar. Dijo:
—¿Ira?
Él no respondió.
—Ira ¿qué pasa?
Maggie se levantó y se inclinó sobre él y le abrazó. Se puso en cuclillas a su lado y trató de verle la cara. ¿Le había sucedido algo a su padre? ¿A una de sus hermanas? ¿Era simplemente que estaba tan indignado con Maggie que no podía soportarlo? ¿Qué pasaba?
La respuesta pareció llegar a través de su espalda, a través de la curva de protuberantes vértebras que recorrían su cálida y delgada espalda en forma de «C». Los dedos de Maggie fueron los primeros en percibir la respuesta.
Ira estaba tan triste como Maggie y por las mismas y exactas razones. Se encontraba solo y cansado y carecía de esperanzas y su hijo no le había salido como él esperaba y su hija no le tenía en mucha estima, y él todavía no podía explicarse en qué se había equivocado.
Ira dejó caer su cabeza contra el hombro de Maggie. Su pelo era grueso y áspero, y lo recorrían hebras canosas que Maggie nunca había advertido con anterioridad, y que le traspasaron el corazón como sus propias y escasas canas nunca lo habían hecho. Le abrazó fuertemente y acurrucó su cara contra el pómulo de la de él.
—Todo se arreglará —le dijo—. Todo se arreglará.
Y se arregló, con el tiempo. Aunque Maggie no supo cómo. Bueno, en primer lugar, Jesse estaba de verdad encantado con su nuevo trabajo y, poco a poco, parecía recobrar su antigua vitalidad. Y después Daisy les anunció, al fin, que Doña Perfecta era demasiado snob, y volvió a ocupar su puesto en la familia. Y Maggie renunció a sus salidas de espionaje, como si, por algún motivo, hubiera dejado a Fiona y a Leroy descansando en algún rincón de su mente. Pero ninguna de estas razones era la más importante. Estaba más relacionada con Ira, pensó Maggie, con aquel momento vivido con Ira en la cocina. A pesar de que nunca más volvieron a mencionarlo y de que Ira no se comportó de un modo distinto, y la vida fue avanzando sencillamente como siempre.
Maggie se enderezó en su asiento y miró a través del parabrisas, buscando a los demás. Ya deberían estar a punto. Sí, ahí venía Leroy, saliendo de la casa y caminando hacia atrás con una maleta más grande que ella. Ira trasteaba en el maletero y silbaba una alegre melodía. El rey de la carretera, eso era lo que estaba silbando. Maggie se apeó del coche para abrir la portezuela de atrás. Le pareció que, sin ella saberlo, desde que se había levantado por la mañana, había estado persiguiendo un único objetivo: llevar finalmente a Leroy y a Fiona a casa.