Maggie tenía una canción que le gustaba cantar con Ira cuando viajaban. De nuevo en la carretera, se llamaba. No era el refrito de Willie Nelson, sino una pieza que sonaba como el blues de uno de los viejos álbumes de Canned Heat de Jesse, con música de jazz y compases marcados. Ira llevaba el ritmo: «¡Bum-da-da, bum-da-da, bum-da-da, bum-bum!» Maggie cantaba la letra. «Sigue mi consejo, mamá, ¡por favor, no llores más!», cantaba Maggie. Los postes telefónicos parecían avanzar siguiendo el ritmo. Maggie se sentía libre y despreocupada. Reclinó la cabeza contra el asiento y empezó a girar el tobillo, llevando el compás.
En los viejos tiempos, cuando conducía sola por aquella carretera, el paisaje se le había antojado hostil: territorio enemigo. En medio de aquellos bosques y pedregosos pastos, su única nieta se hallaba retenida como rehén, y Maggie (cubierta de bufandas, o envuelta en una gabardina anodina, o medio oculta bajo la espumosa peluca roja de Junie) conducía como si estuviera deslizándose entre algo. Tenía la sensación de estar resbalando, evadiéndose. Con la mente fija en aquella niña, mantenía con firmeza su rostro ante sí: una radiante cara de bebé, redonda como un centavo, unos ojos que se abrían con entusiasmo cada vez que Maggie entraba en la habitación, unas manos con hoyuelos que, con sólo verla, se disparaban. ¡Ya voy, Leroy! ¡No me olvides! Pero luego, aquellas salidas habían resultado, una y otra vez, en extremo decepcionantes, culminando en la terrible ocasión en la que Leroy se retorció en su cochecito y gritó: «¿Mamá, mamá?», buscando a su otra abuela, a su abuela menos abuela. Y Maggie se dio al fin por vencida y, a partir de entonces, se limitó a las excepcionales visitas oficiales con Ira. E incluso ésas se interrumpieron bastante pronto. Leroy empezó a desvanecerse y a empequeñecerse, hasta que un día no fue más grande que alguien observado por el lado incorrecto de un telescopio: alguien todavía querido, pero muy distante.
Maggie pensó en el último verano, cuando Pumpkin, su viejo gato, murió. Su ausencia le afectó de modo tan intenso que se convirtió en una presencia: la ausencia de su peludo cuerpo deslizándose por entre sus tobillos cada vez que ella abría la puerta del frigorífico, la ausencia de su ronroneo de lancha motora en la cama cada vez que se despertaba durante la noche. Estúpidamente, le había recordado la marcha de Leroy y Fiona, aunque, claro, no podía compararse. Pero aún había algo más estúpido: al cabo de un mes o algo más, cuando ya el frío había comenzado, Maggie desconectó el deshumidificador del sótano, como hacía cada año, e incluso esa ausencia la afectó. Lamentó de una forma en extremo personal el silencio que había acabado con el constante y fiel zumbido que solía hacer que las maderas del suelo tamborileasen. ¿Qué diablos le estaba ocurriendo?, se preguntó. ¿Iba a pasarse el resto de su vida lamentando por igual todas las pérdidas: una nuera, un gato, un aparato de secar el ambiente?
¿Así se sentía una al hacerse vieja?
Ahora los campos eran del color del cobre, tan bellos como la fotografía de un calendario. No encerraban ningún significado especial. Tal vez la ayudaba el hecho de que Ira estuviera con ella: un aliado. Tal vez sólo fuera que, más pronto o más tarde, incluso el dolor más intenso acaba por amortiguarse.
«Pero no recorreré sola esa vieja y larga, solitaria carretera», cantaba Maggie de modo maquinal, e Ira cantaba: «Bum-da-da, bum-da-da…»
Si Fiona volvía a casarse, lo más probable es que adquiriera una nueva suegra. Maggie no había pensado en ello. Maggie se preguntó si Fiona y esa mujer estarían unidas. ¿Pasarían juntas cada instante libre que tuvieran, con la misma intimidad que lo harían dos amigas?
—¡E imagina que tenga otro niño! —dijo Maggie.
Ira interrumpió sus bum-da-das para preguntar:
—¿Eh?
—¡Me pasé con ella los nueve meses enteros! ¿Qué hará sin mí?
—¿De quién estás hablando?
—De Fiona, evidentemente. ¿De quién suponías?
—Bueno, estoy seguro de que sabrá apañárselas de un modo u otro.
—Puede que sí o puede que no —dijo Maggie.
Apartó los ojos de él para mirar de nuevo los campos. Su falta de textura parecía antinatural.
—Yo la empujé a tomar clases para el parto —dijo Maggie—. Yo le hice practicar todos los ejercicios. Yo fui su entrenadora oficial de parto.
—Pues bien, ahora ya sabe todo lo que tiene que saber.
—Pero son cosas que has de repetir a cada embarazo. Has de ser perseverante.
Recordó lo perseverante que había sido con Fiona, a quien el embarazo volvió apática e indecisa, de modo que, de no haber sido por Maggie, se hubiera pasado todo el último trimestre echada en el sofá ante el televisor. Maggie daba enérgicas palmadas —«¡Muy bien!»— y apagaba la reposición de Vacaciones en el mar y abría las cortinas de par en par, dejando que la luz del sol inundara la oscura atmósfera de la sala de estar y el revoltijo de revistas de rock y botellas de Fresca. «¡Es la hora de tus ejercicios de pelvis!», gritaba, y Fiona se encogía y levantaba un brazo para protegerse los ojos de la luz del sol.
«Ejercicios de pelvis, qué horror», decía Fiona. «Abdominales. Todo esto se me hace tan cuesta arriba.» Pero se levantaba penosamente con un suspiro. Incluso embarazada, su cuerpo era como el de una adolescente: delgado y casi de goma. A Maggie le recordaba a las muchachas ligeramente vestidas que había visto en las playas y que daban la impresión de pertenecer a una especie del todo diferente de la suya. El promontorio de su bebé era una carga aparte, una especie de paquete que sobresalía por delante de ella. «Ejercicios respiratorios. ¡Hay que ver!», había dicho Fiona, dejándose caer en el suelo con un ruido sordo. «¿No crees que ahora ya debería saber cómo respirar?» «Oh, encanto, tienes mucha suerte con que te brinden cosas así», había dicho Maggie. «En mi primer embarazo no había forma de encontrar un curso como éstos, y yo estaba muerta de miedo. Me hubiera encantado hacer ejercicios. Y después, recuerdo que salí del hospital con Jesse y que pensé: ‘Un momento. ¿Van a dejar que me lo lleve? No sé ni jota de niños. Para esto no tengo un carnet. Ira y yo sólo somos unos aficionados.’ Quiero decir que te dan toda clase de lecciones para cosas sin importancia: cómo tocar el piano, cómo escribir a máquina. Te enseñan durante años y años a resolver ecuaciones, cosa que bien sabe Dios que nunca tendrás que hacer en la vida corriente. Pero, ¿y qué pasa con cómo ser padres? O con el matrimonio, ahora que lo pienso. Antes de que puedas conducir un coche necesitas un curso de aprendizaje aprobado por el Estado, pero conducir un coche no es nada, nada, comparado con vivir día tras día con un marido y con criar a un nuevo ser humano.» Lo que tal vez no fue una idea muy tranquilizadora, porque Fiona había dicho: «¡Ostras!», y había escondido la cabeza entre las manos. «Pero estoy segura de que tú lo harás estupendamente», había dicho Maggie a toda prisa. «Y, además, claro, me tienes a mí para ayudarte.» «¡Ostras!», había dicho Fiona.
Ira torció por una pequeña calle lateral llamada Elm Lane: una doble fila de calamitosas casitas de una sola planta con RVs en la mayoría de los caminos de entrada y en ocasiones una caravana de estaño inclinada en la parte trasera.
—¿Quién se levantará ahora por las noches y le llevará el bebé para que le dé de mamar? —preguntó Maggie.
—Su marido, se supone. O quizás esta vez tenga al niño en su habitación, como deberías haberle dicho tú que hiciera la otra vez.
Después, Ira se encogió ligeramente de hombros, como si estuviera librándose de algo, y dijo:
¿Qué niño? Fiona no va a tener ningún niño. Sólo va a casarse, o eso es lo que tú afirmas. No nos precipitemos, ¿eh?
Sí, de acuerdo, pero la otra vez sí que se precipitaron. Fiona estaba embarazada de dos meses cuando se casó con Jesse. No es que Maggie quisiera recordárselo. Además, ahora estaba pensando en otra cosa. Se vio asaltada por un inesperado y lacerante recuerdo físico: llevar a Leroy para que Fiona le diera de mamar a las dos de la madrugada. La delicada y suave cabecita tambaleándose sobre el hombro de Maggie, la boquita de pajarillo buscando la curva de la nuca de Maggie por debajo del cuello del albornoz y, después, el calor íntimo y oliendo a sueño de la habitación de Jesse y Fiona.
«Oh», dijo Maggie sin querer, y luego, «¡Oh!», porque allí, en el jardín de la señora Stuckey (sólo un trozo de tierra dura y apretada, nada que se pareciera a un jardín) había una niña flacucha con una melenita recta de color rubio pálido que le llegaba justo hasta el nivel de la mandíbula. Acababa de lanzar un platillo volador de juguete amarillo, que avanzó vibrando en dirección al coche y que aterrizó con un golpe seco sobre el capó cuando Ira se metía por el camino de entrada.
—Ésa no es… —dijo Maggie—. ¿Es ésa…?
—Debe de ser Leroy —le dijo Ira.
—¡Imposible!
Evidentemente tenía que serlo, pero Maggie se vio forzada a dar un salto tan grande en el tiempo: del bebé en su hombro a aquella desgarbada niña, todo ello en tan sólo unos breves instantes. Le resultaba un poco difícil. La niña dejó caer los brazos a los lados y los miró con fijeza. El ceño fruncido le arrugaba la frente. Llevaba una camiseta de tirantes de color de rosa con una mancha roja en la parte delantera, zumo de fresa tal vez, y unos bombachos de deslumbrante estampado hawaiano. Tenía la cara tan delgada que resultaba triangular, como la cara de un gato, y sus brazos y sus piernas eran delgados como palillos blancos.
—Tal vez sea la niña de algún vecino —le dijo Maggie a Ira, en un último esfuerzo.
Ira no se tomó la molestia de responder.
Así que desconectó el motor, Maggie salió del coche, coche.
—¿Leroy? —gritó Maggie.
—Qué.
—¿Eres Leroy?
La niña se quedó pensando unos instantes, como si no estuviera segura, y a continuación asintió con la cabeza.
—¡Bueno! —dijo Maggie—. ¡Hola! ¿Qué tal?
Leroy siguió mirando fijamente. No parecía haber perdido ni una pizca de desconfianza.
En realidad, pensó Maggie (ajustándose ya a los nuevos acontecimientos), aquélla era una de las edades más interesantes. Siete años y medio, lo bastante mayor como para conversar, pero no lo suficiente como para no estar dispuesta a admirar a un adulto, siempre que ese adulto jugara sus cartas del modo correcto. Cautelosamente, Maggie dio la vuelta al coche y se acercó a la niña sosteniendo el bolso con ambas manos, resistiéndose a la tentación de abrir sus brazos de par en par para abrazarla.
—Supongo que no te acuerdas de mí —dijo Maggie, deteniéndose a una distancia prudencial.
Leroy movió la cabeza en sentido negativo.
—Pero encanto, ¡si soy tu abuelita!
—¿De verdad? —dijo Leroy.
A Maggie le recordó a alguien que estuviera atisbando a través de un velo.
—Tu otra abuelita. Tu abuelita Moran.
Era de locos que tuviera que presentarse de ese modo a alguien que era de su propia sangre. Y más de locos todavía, pensó Maggie, que Jesse hubiera tenido que hacer lo mismo. No había visto a su hija desde… ¿cuándo? Justo desde que él y Fiona se separaron, antes de que Leroy cumpliera un año, incluso. ¡Qué vida más triste y dividida parecían llevar todos!
—Soy de la familia de tu padre —le dijo a Leroy.
Y Leroy dijo:
—¡Oh!
Así que por lo menos sabía que tenía un padre.
—Y éste es tu abuelito —dijo Maggie.
Leroy volvió la cabeza para mirar a Ira. De perfil, su nariz parecía pequeña y en extremo afilada. Maggie hubiera podido quererla sólo por eso.
Ira ya había salido del coche, pero no se acercó enseguida a Leroy. En lugar de eso, fue a recoger el platillo de encima del capó. Después cruzó el jardín hasta llegar junto a ellas, examinando entretanto el platillo y dándole vueltas y más vueltas en sus manos, como si antes nunca hubiera visto ninguno. (¿No era aquello típico de él? Dejaba que Maggie se precipitara, mientras él se quedaba discretamente atrás, aunque era obvio que la seguía a distancia y que compartía cualquier beneficio que Maggie pudiera obtener.) Cuando Ira llegó ante Leroy le lanzó el platillo con suavidad, y las manos de la niña se alzaron como dos arañas delgaduchas para atraparlo.
—Gracias —dijo.
Maggie deseó que hubiera sido ella la que hubiera pensado en el platillo.
—¿No te somos nada familiares? —le preguntó Maggie a Leroy.
Leroy negó con la cabeza.
—¡Vaya! Pues cuando tú naciste yo estaba allí, ¿sabes? Estaba en el hospital, esperando a que tú nacieras. Viviste con nosotros los primeros ocho o nueve meses de tu vida.
—¿Sí?
—¿No recuerdas haber vivido con nosotros?
—¿Cómo va a acordarse, Maggie? —le preguntó Ira.
—Bueno, pues podría ser —dijo Maggie, porque ella recordaba con claridad un vestido de cuello áspero que no soportaba que le pusieran cuando sólo era un bebé. Y, además, era de suponer que todos aquellos amorosos cuidados hubieran dejado algún rastro, ¿no?—. O Fiona podría habérselo contado.
—Mi mamá me ha dicho que viví en Baltimore —dijo Leroy.
—Con nosotros —dijo Maggie—. Tus padres vivieron en Baltimore con nosotros, en la antigua habitación de niño de tu papá.
—¡Oh!
—Después, tú y tu mamá os fuisteis.
Leroy se frotó la pantorrilla con el empeine de su pie descalzo. Permanecía de pie, muy erguida, al estilo militar, dando la impresión de que sólo el sentido del deber la retenía allí.
—Luego, te visitamos cada cumpleaños, ¿te acuerdas?
—No.
—¡Pero si era muy pequeñita, Maggie! —dijo Ira.
—Vinimos durante tus tres primeros cumpleaños —siguió insistiendo Maggie. (A veces uno podía pescar un recuerdo y con él empezar a tirar de la nada, siempre que se utilizara el anzuelo apropiado)—. Pero el día que cumpliste dos años os fuisteis a Hershey Park y no pudimos verte.
—Yo he estado seis veces en Hershey Park —dijo Leroy—. Mindy Brant sólo ha estado dos.
—Por tu tercer cumpleaños te trajimos un gatito.
Leroy ladeó la cabeza. El pelo se le quedó flotando en el aire, hacia un lado: como barbas de maíz, más ligero que el aire.
—Uno atigrado —dijo Leroy.
—Exacto.
—Todo él rayado, incluso en la barriguita.
—¡Ah, te acuerdas!
—¿Vosotros me trajisteis aquel gatito?
—Sí, nosotros —dijo Maggie.
Leroy, entre ellos dos, miró hacia adelante y hacia atrás. Tenía la piel delicadamente cubierta de pecas, como si se la hubieran espolvoreado con uno de esos cedazos para el azúcar que se usan en pastelería. Seguro que le venía por la parte de los Stuckey. La familia de Maggie nunca había sido pecosa, y, por supuesto, la de Ira, con su ascendencia india, tampoco.
—¿Y después que pasó? —preguntó Leroy.
—¿Qué pasó cuándo?
—¿Qué pasó con el gatito? Seguro que os lo llevasteis.
—Oh, no, encanto, no nos lo llevamos. Mejor dicho, sí que nos lo llevamos, pero porque resultó que tú eras alérgica, nada más. Empezaste a estornudar y se te pusieron los ojos llorosos.
—Y después de eso, ¿qué?
—Bueno, yo quería venir otra vez a verte —dijo Maggie—, pero tu abuelito me dijo que no debía hacerlo. Lo deseaba con toda mi alma, pero tu abuelito me dijo que…
—Quiero decir que qué hicisteis con el gatito.
—Oh. El gatito. Bueno… Se lo regalamos a las hermanas de tu abuelito, tus… tías abuelas, supongo que son, madre mía.
—¿Y aún lo tienen?
—No, en realidad lo atropelló un coche.
—Oh.
—No estaba acostumbrado al tráfico y por algún motivo se escapó cuando alguien dejó la puerta abierta.
Leroy miró hacia delante, fijamente. Maggie esperó no haberla disgustado.
—Conque, dime: ¿Tu mamá está en casa? —dijo Maggie.
—¿Mi mamá? Claro.
—¿Podríamos verla, quizá?
—Tal vez esté ocupada —dijo Ira.
—No, no está ocupada —dijo Leroy, y dando media vuelta se encaminó hacia la casa.
Maggie no sabía si debía seguirla o no. Miró a Ira. Estaba de pie, con los hombros caídos y las manos metidas en los bolsillos de los pantalones, de modo que ella siguió su ejemplo y se quedó donde estaba.
—Mami —gritó Leroy, subiendo los dos peldaños de acceso a la puerta principal. Su voz tenía determinado timbre de mosquito que armonizaba con su delgada carita—. ¿Mami? ¿Estás ahí? —abrió la puerta de tela metálica—. ¡Eh, mami!
De pronto Fiona apareció asomada al umbral, con un brazo extendido para evitar que la puerta de tela metálica volviera a cerrarse de golpe. Llevaba unos shorts cortados de unos tejanos largos y una camiseta con algo escrito encima.
—No hace falta que grites —dijo Fiona.
En ese momento vio a Maggie e Ira. Fiona se puso más erguida.
Maggie dio unos pasos hacia adelante agarrando el bolso.
—¿Cómo estás, Fiona?
—Pues… bien —dijo Fiona.
Y entonces miró más allá de donde ellos estaban. Oh, Maggie no se equivocaba respecto a eso. Su mirada recorrió furtivamente el jardín y se posó en el coche durante un brevísimo instante. Sentía curiosidad por saber si Jesse también había ido. Todavía le importaba lo suficiente como para sentir curiosidad. Volvió a mirar a Maggie.
—Espero que no te molestemos —dijo Maggie.
—Oh, hmmm, no…
—Pasábamos por aquí y se nos ocurrió que podíamos detenernos a saludaros.
Fiona levantó el brazo que tenía libre y con el dorso de la mano se retiró el cabello de la frente; un gesto que dejó al descubierto la blanca superficie satinada del interior de su muñeca y que la hizo parecer confundida, desorientada. Todavía llevaba el pelo bastante largo, pero algo se había hecho que le daba más volumen. Ahora no le caía tan lacio. Y también había engordado un poco. Su cara era ligeramente más ancha en la zona de los pómulos, la cavidad de la clavícula menos pronunciada y, a pesar de su traslúcida palidez habitual, parecía que hubiese empezado a usar maquillaje, porque Maggie advirtió en cada uno de sus párpados un sombreado en forma de media luna; el sombreado rosa que parecía estar tan de moda últimamente y que daba a las mujeres el aspecto de haber pescado un fuerte resfriado.
Maggie subió la escalera y se detuvo junto a Leroy, asiendo aún el bolso de tal forma que diera a entender que no esperaba ni un apretón de manos. Ahora podía leer lo que había escrito en la camiseta de Fiona: LIME SPIDERS, decía, seguramente un grupo musical, aunque Maggie no sabía exactamente lo que significaba.
—Esta mañana te he oído por la radio —dijo Maggie.
—¿Por la radio? —dijo Fiona, aún confundida.
—Por Baltimore AM.
—Baltimore —dijo Fiona.
Entretanto, Leroy había metido la cabeza por debajo del brazo de su madre, sacándola por el otro lado y dándose la vuelta después, de modo que ahora estaba de cara a Maggie, al lado de Fiona, mirando hacia arriba con los misteriosos ojos de color verde mar claro de siempre. No, en el aspecto de aquella niña no había ni rastro de Jesse. Era de esperar que por lo menos la colaboración de Ira hubiera triunfado.
—Le he dicho a Ira: «¿Por qué no nos paramos y entramos a saludar?» —dijo Maggie—. Nos pillaba de camino, porque hemos ido al funeral de Max Gill. ¿Te acuerdas de Max Gill? ¿El marido de mi amiga Serena? Ha muerto de cáncer. De modo que le he dicho a Ira: «¿Por qué no nos paramos y entramos a saludar a Fiona? Sólo estaremos un minuto.»
—Se me hace raro veros —dijo Fiona.
—¿Raro?
—Quiero decir… ¿Por qué no entráis?
—Oh, ya sé que debes de estar ocupada.
—No, no estoy ocupada. Venga, pasad.
Fiona dio media vuelta y se encaminó la primera hacia la casa. Leroy la siguió, con Maggie a poca distancia detrás de ella. Ira tardó un poco más. Cuando Maggie miró por encima de su hombro, se lo encontró arrodillado en el jardín anudándose el zapato, con el pelo cayéndole en diagonal sobre la frente.
—Venga, vamos, Ira —dijo Maggie.
Ira se levantó en silencio y se dirigió hacia ella. El enfado de Maggie se hizo más suave. A veces Ira adquiría un aspecto larguirucho, pensó, como el de un tímido muchacho que todavía no se siente cómodo en público.
La puerta principal daba directamente a la sala de estar, donde el sol, filtrándose a través de las persianas venecianas, trazaba rayas sobre la verde alfombra de felpa. Montones de almohadones de ganchillo se apilaban en desorden sobre un sofá tapizado con un descolorido estampado tropical. En la mesita del café reposaban torcidas pilas de revistas y tebeos, y un cenicero de cerámica verde en forma de bote de remos. Maggie recordaba el cenicero de otras visitas. Recordaba haberlo mirado fijamente durante incómodos silencios y haberse preguntado si podría flotar, en cuyo caso sería un buen juguete para que Leroy se entretuviera en la bañera. Ahora lo recordó porque, era evidente, había permanecido escondido todos aquellos años en algún compartimiento de su mente.
—Sentaos —dijo Fiona, ahuecando un almohadón—. ¿Qué tal te van las cosas? —le preguntó a Ira, mientras éste asomaba la cabeza por la puerta.
—Oh, vamos tirando.
Esperando que Leroy también se sentara allí, Maggie escogió el sofá. Pero Leroy se dejó caer en la alfombra y extendió ante ella sus delgadas piernas. Fiona se acomodó en un sillón e Ira permaneció de pie. Dio una vuelta por la habitación y se detuvo ante un cuadro con dos cachorros de basset acurrucados en una sombrerera. Con la punta de un dedo recorrió la moldura dorada que perfilaba el marco.
—¿Os apetece algún refresco? —preguntó Fiona.
—No, gracias —dijo Maggie.
—Tal vez una gaseosa o algo parecido.
—No tenemos sed, de verdad.
—A mí me vendría bien una gaseosa —dijo Leroy.
—No te estaba preguntando a ti.
Maggie pensó que ojalá le hubiera llevado algún regalo a Leroy. Lo habían decidido todo tan de repente. Se sintió molesta e inquieta.
—Leroy —dijo Maggie con excesiva alegría—, ¿te interesan mucho los platillos voladores?
—No mucho —dijo Leroy, mirándose los pies desnudos.
—Oh.
—Aún estoy aprendiendo —dijo Leroy—. Todavía no consigo que vaya donde yo quiero.
—Sí, eso es lo más difícil, tienes razón —dijo Maggie.
Por desgracia, ella no sabía nada de platillos. Miró con optimismo a Ira, pero él estaba ahora observando un aparato metálico de color marrón que había en un rincón: un ventilador de caja, tal vez, o una estufa. Volvió a mirar a Leroy.
—¿Y brilla en la oscuridad? —preguntó Maggie tras una pausa.
—¿Humm? —dijo Leroy.
—¿Cómo? —le corrigió Fiona.
—¿Cómo?
—Si el platillo que tú tienes brilla en la oscuridad. Hay algunos que sí, creo.
—Éste no.
—¡Ah! —exclamó Maggie—. En ese caso, tal vez deberíamos comprarte uno que sí brillara.
Leroy se quedó pensativa. Al fin preguntó:
—¿Y para qué querría yo jugar con un platillo en la oscuridad?
—Buena pregunta —dijo Maggie.
Maggie se recostó en el sofá, agotada, preguntándose qué hacer a partir de ahí. Volvió a mirar a Ira. Ahora estaba en cuclillas junto al aparato, del todo concentrado en la inspección de los mandos.
Bueno, no tenía sentido seguir evitando el tema durante una eternidad. Maggie se obligó a sonreír. Inclinó la cabeza receptivamente y dijo:
—Fiona, nos hemos quedado tan sorprendidos al enterarnos de que planeas casarte.
—¿Qué?
—Que planeas casarte.
—¿Es una broma o qué?
—¿Una broma? —preguntó Maggie. Titubeó—. ¿No vas a casarte?
—No que yo sepa.
—¡Pero si lo he oído por la radio!
—¿Qué lío es ese de la radio? No sé de qué me estás hablando.
—Por la WNTK —dijo Maggie—. Has llamado y has dicho que…
—La emisora que yo escucho es la WXLR —le dijo Fiona.
—No, ésta era…
—Rock excelente las veinticuatro horas del día. Una emisora de Brittstown.
—Esto ha sido por la WNTK —dijo Maggie.
—¿Y han dicho que yo iba a casarme?
—Lo has dicho tú. Tú has sido la que ha llamado y ha dicho que iba a casarse el próximo sábado.
—Yo no —dijo Fiona.
En la habitación se produjo una especie de alteración rítmica.
Maggie experimentó una oleada de alivio y, en seguida, una intensa vergüenza. ¿Cómo podía haber estado tan segura? ¿Qué demonios le había pasado para ni tan siquiera preguntarse si la voz que había oído era la de Fiona? Y por una radio con tantas interferencias y tan mala. Ella sabía muy bien lo mala que era, con aquellos diminutos altavoces que ni en pintura se parecían a los de alta fidelidad.
Maggie se preparó para el «ya te lo decía yo» de Ira. Pero Ira todavía parecía absorto en el aparato, lo cual fue un detalle por su parte.
—Me parece que he cometido un error —dijo al fin Maggie.
—Me parece que sí —dijo Fiona.
—¡Casarse! —dijo Leroy, soltó un pequeño silbido de regocijo y meneó los tobillos.
En cada una de las uñas de los pies, observó Maggie, llevaba un puntito rojo de esmalte, casi del todo descolorido.
—¿Y quién era el tipo afortunado? —preguntó Fiona.
—No lo has dicho.
—¡Qué! ¿Así que de pronto salgo en antena y anuncio mi compromiso?
—Era uno de esos programas en comunicación directa con el público.
Habló despacio; estaba reorganizando sus ideas. De pronto Fiona ya no se casaba. ¡Todavía quedaba alguna posibilidad, entonces! ¡Las cosas todavía podían arreglarse! Y, no obstante, por alguna ilógica razón, Maggie seguía pensando aún que la boda iba a celebrarse, de modo que se asombraba de lo contradictoria que era la muchacha.
—La gente llamaba para comentar con el presentador sus matrimonios —dijo Maggie.
Fiona frunció su pálido entrecejo, como si estuviera considerando la posibilidad de que ella hubiera sido una de las personas que habían llamado.
Era tan bonita, y Leroy tan encantadoramente picara y excepcional. Maggie notó lo hambrientos que estaban sus ojos y cómo se las comía con ellos. Era igual que en los viejos tiempos, cuando, con sus propios hijos, cada pliegue de sus cuellos, cada hoyito de sus nudillos podía dejarla absorta. Miró el pelo de Fiona, tan brillante como una cinta, como crujientes tiras de cinta para envolver regalos. Miró la monada de botoncitos de oro que llevaba Leroy en los lóbulos de las orejas.
Ira, observando la rejilla del aparato, dijo:
—¿Va bien de verdad este chisme?
Su voz les llegó con un sonido metálico.
—Que yo sepa —dijo Fiona.
—¿Calienta mucho?
Fiona levantó ambas manos, con las palmas hacia arriba:
—¡Qué me aspen!
—¿De cuántas unidades caloríficas es?
—Sólo la utiliza mamá en invierno para calentarse los pies. Nunca le he prestado mucha atención, la verdad.
Ira se inclinó un poco más hacia adelante para leer una etiqueta que había en la parte de atrás del aparato.
Maggie aprovechó el cambio de tema.
—¿Cómo está tu madre, Fiona?
—Oh, está bien. Ahora mismo está en la tienda de comestibles.
—¡Espléndido! —dijo Maggie. Espléndido que estuviera bien, quería decir. Pero también espléndido que no estuviera en casa—. Tu también tienes buen aspecto. Parece que le has dado un poco más de volumen a tu pelo, ¿verdad?
—Me lo he ondulado. Uso una de esas planchas especiales. Ya sabes que el pelo voluminoso te hace más delgada.
—¡Delgada! ¡Pero si a ti no te hace falta adelgazar!
—¿Cómo que no? He engordado más de siete libras desde el verano pasado.
—Oh, no es verdad. ¡Es imposible! Si estás hecha un…
Un palillo, iba a decir, pero pensó en un rastrillo. Se hizo un lío y combinó las dos palabras: «¡Pero si estás hecha un pastrillo!»
Fiona la miró adusta, y no era de extrañar. Había sonado un tanto insultante.
—Estás en los huesos, quería decir —dijo Maggie, conteniendo una risita.
Entonces recordó lo frágiles que habían sido sus relaciones, la de veces que Fiona había parecido nerviosa y a la defensiva. Maggie cruzó las manos y juntó con esmero los pies sobre la verde alfombra de felpa.
Así que, después de todo, Fiona no iba a casarse.
—¿Cómo está Daisy? —preguntó Fiona.
—Muy bien.
—¿Daisy qué? —preguntó Leroy.
—Daisy Moran —dijo Fiona. Y, sin darle más explicaciones, volvió a mirar a Maggie—. Ya estará hecha toda una mujercita, supongo.
—Daisy es tu tía. La hermanita de tu papá —le dijo Maggie a Leroy—. Sí. Mañana se marcha a la universidad —le dijo a Fiona.
—¡La universidad! Bueno, siempre fue muy inteligente.
—Oh, no… Pero lo cierto es que le han concedido una beca.
—La pequeña Daisy —dijo Fiona—. ¡Imagínate!
Ira había terminado al fin con el aparato. Se acercó hasta la mesita del café. El platillo yacía sobre un montón de tebeos, y lo cogió y lo examinó de nuevo de arriba abajo. Maggie le miró a hurtadillas. Todavía no le había oído el «ya te lo decía yo», pero, por la pose que había adoptado, creyó detectar en él cierta magnanimidad indulgencia.
—¿Sabes? Yo también voy a clases, en cierto modo —dijo Fiona.
—¿Oh? ¿Clases de qué?
—Estoy estudiando depilación eléctrica.
—¡Vaya! Eso es estupendo, Fiona.
Maggie deseó poder librarse de aquel tono de voz hipócrita. Parecía pertenecer a otra persona por completo distinta; a una mujer mayor, a una especia de madraza, de hablar dulzón, que se maravillaba y profería exclamaciones hasta el infinito.
—La peluquería en la que trabajo lavando cabezas me paga el curso —dijo Fiona—. Quieren contar con su propia especialista diplomada. Dicen que es seguro que ganaré un montón de dinero.
—Es realmente estupendo —dijo Maggie—. Tal vez entonces puedas marcharte de aquí y tener tu propia casa.
Y dejar atrás a la abuela ficticia, pensaba Maggie. Pero Fiona no pareció inmutarse.
—Enséñales tu equipo de prácticas, mami —dijo Leroy.
—Sí, enséñanoslo —dijo Maggie.
—Oh, seguro que no queréis verlo —dijo Fiona.
—Claro que queremos, ¿verdad, Ira?
—¿Eh? Oh, por supuesto.
Ira sostenía el platillo a determinada altura, como una bandeja de té, y le hacía dar una vuelta con aire meditabundo.
—Bueno, pues entonces esperad un momento —dijo Fiona.
Se levantó y salió de la habitación. Sus sandalias produjeron un sonido detonante sobre el suelo de madera del vestíbulo.
—En la vidriera de la peluquería van a colgar un rótulo —le dijo Leroy a Maggie— con el nombre de mamá pintado por un profesional.
—¡Qué bien! ¿No?
—Es ciencia pura, dice mamá. Sólo los profesionales pueden enseñarte a hacerlo.
La expresión de Leroy era engreída y triunfante. Maggie resistió la tentación de acercarse a ella y colocar sus manos sobre los complicados huesecillos de su rodilla.
Fiona regresó trayendo una esponja de cocina amarilla y rectangular y una corta varilla de metal del tamaño de un bolígrafo.
—Primero practicamos con un objeto —dijo Fiona. Se dejó caer en el sofá junto a Maggie—. Por descontado hemos de practicar para conseguir un ángulo preciso y perfecto.
Colocó la esponja sobre sus rodillas y asió la varilla entre sus dedos. En el extremo tenía una aguja, observó Maggie. Por alguna razón siempre había pensado que la depilación eléctrica no era precisamente muy adecuada para… bueno, para mencionarla en público, pero Fiona era tan eficiente y hábil que, cuando la vio manipular en uno de los poros de la esponja e introducir en él la aguja con una inclinación tan precisa y controlada, no pudo evitar sentirse impresionada. Se trataba de una actividad muy técnica, advirtió Maggie, algo así tal vez como la higiene dental. Fiona dijo: «¿Ves? Se penetra en el folículo con mucha, mucha su-aaa-vidaaad…», y luego dijo «¡ay!» y levantó la base de la palma de la mano una o dos pulgadas. «Si hubiera sido una persona de verdad, le habría aplastado el globo del ojo», dijo. «Usted perdone, señora», le dijo a la esponja. «No era mi intención aplastarla.» En la superficie de la esponja se veía un rótulo estampado de jaspeado negro: CERVEZA NEGRA STABLER. HECHA CON AGUA DE MANANTIAL DE LAS MONTAÑAS.
Ahora Ira las vigilaba, mientras hacía oscilar entre sus dedos el platillo.
—¿La esponja os la dan en la escuela? —preguntó Ira.
—Sí, va incluida en la matrícula.
—Seguro que las consiguen gratis —manifestó él—. «Cortesía de Stabler.» Interesante.
—¿De Stabler? Bueno, en cualquier caso, primero practicamos con un objeto y después con una persona de verdad. Las de la clase nos lo hacemos unas a otras: las cejas y el bigote y cosas así. Hilary, una chica que es mi compañera, quiere que le haga el borde del bikini.
Ira reflexionó sobre aquello unos instantes y luego se alejó a toda prisa.
—Ya sabes, con esos trajes de baño tan abiertos que hacen ahora, una enseña todo lo que tiene —le dijo Fiona a Maggie.
—Oh, sí, se está haciendo insoportable —exclamó Maggie—. Yo voy tirando con el viejo bañador que tengo hasta que cambie la moda.
Ira se aclaró la voz y dijo:
—Leroy, ¿qué tal un partido de platillo?
Leroy se quedó mirándole.
—Podría enseñarte lo que hay que hacer para que vaya donde tú quieras.
Leroy tardó tanto en decidirse que Maggie se angustió por él, pero al fin dijo:
—Vale, muy bien —y se levantó del suelo—. Cuéntale lo del rótulo que va a pintar un profesional —le dijo a Fiona.
Después salió de la habitación detrás de Ira. Antes de cerrarse de golpe, la puerta metálica hizo el mismo sonido que un acorde de armónica.
Bueno.
Ésta era la primera vez que, desde aquella horrible mañana, Maggie se quedaba a solas con Fiona. Por una vez, ambas se habían librado de la obstaculizadora influencia de Ira y de la sospechosa presencia de la señora Stuckey. Maggie se corrió despacio hasta el borde del sofá. Juntó con fuerza las manos; apuntó íntimamente sus rodillas en dirección a Fiona.
—El letrero dirá: «FIONA MORAN» —decía Fiona—, «DEPILADORA ELÉCTRICA DIPLOMADA. ELIMINACIÓN SIN DOLOR DEL VELLO SUPERFLUO.»
—Ya estoy impaciente por verlo —dijo Maggie.
Maggie reflexionó sobre el apellido: Moran. Si Fiona odiara de verdad a Jesse, ¿habría seguido usando su apellido todos aquellos años?
—Por la radio —dijo Maggie—, le comentaste al presentador que te casabas para tener seguridad.
—Maggie, te lo juro, la emisora que yo escucho es…
—WXLR. Sí, ya lo sé. Pero es que se me ha metido en la cabeza que eras tú y por eso yo…
Observó cómo Fiona dejaba la esponja y la aguja sobre el cenicero en forma de bote de remos.
—De todos modos —dijo Maggie—, quienquiera que haya llamado ha dicho que la primera vez se había casado por amor y que no había funcionado. De modo que esta vez sólo lo hacía para obtener seguridad.
—Pues sí, vaya una imbécil —dijo Fiona—. Si queriendo a su marido, el matrimonio fue un desastre, ¿cómo será no queriéndolo?
—Exacto. Oh, Fiona, ¡estoy tan contenta de que no hayas sido tú!
—Toma, pero si ni siquiera tengo un novio fijo.
—¿Ah, no?
Pero a Maggie aquella frase le pareció un tanto preocupante.
—¿Significa eso que… tienes alguno que no es fijo? —dijo Maggie.
—Apenas sí salgo con nadie.
—¡Vaya! ¡Qué lastima! —dijo Maggie, y adoptó una expresión contrita.
—Conocí a un tipo, un tal Mark Derby. Estuve saliendo con él alrededor de tres meses, pero luego nos peleamos. Le abollé el coche, después de habérselo pedido prestado. Ésa fue la razón. Pero en realidad yo no tuve la culpa. Empezaba a girar hacia la izquierda, cuando por detrás me salieron unos chavales y me adelantaron por la izquierda y, ¡claro!, choqué con ellos. Encima tuvieron el descaro de decir después que había sido culpa mía: dijeron que yo había puesto el intermitente de la derecha en lugar del de la izquierda.
—Bueno, de todos modos, no vale la pena salir con alguien que se pone hecho una furia por una cosa así.
—Yo le dije: «Había puesto el intermitente de la izquierda. ¿Crees que no sé distinguir entre mi izquierda y mi derecha?»
—Claro que sabes —dijo Maggie en tono conciliador.
Levantó su mano izquierda y dio un golpecito a un imaginario interruptor, a modo de demostración.
—Sí, a la izquierda es hacia abajo y a la derecha… O tal vez varíe según el modelo del coche.
—No varía en absoluto —dijo Fiona—. Por lo menos eso creo.
—Entonces, quizá le diste al limpiaparabrisas —dijo Maggie—. Yo lo he hecho infinidad de veces: poner el limpiaparabrisas en lugar del intermitente.
Fiona se quedó pensativa. Después dijo:
—No, porque había algo encendido. De lo contrario no hubieran dicho que había puesto el intermitente de la derecha.
—Una vez estaba pensando en otra cosa y en lugar de poner el intermitente cambié la marcha —dijo Maggie, y se echó a reír—. Iba a sesenta millas por hora y puse la marcha atrás. ¡Oh, Dios! —Serenándose, tiró de las comisuras de los labios hacia abajo—. Bueno, yo creo que te irá mejor sin ese hombre.
—¿Qué hombre? Ah, Mark. Sí. No es que estuviéramos enamorados ni nada parecido. Sólo salía con él porque me lo había pedido. Además, mi madre es amiga de la suya. Tiene una madre encantadora, una mujer con una cara realmente dulce y con un ligero tartamudeo. Siempre me ha parecido que los tartamudos son sinceros al expresar sus sentimientos. ¿No crees?
—Sí, cla-cla-claro que sí.
Fiona tardó unos instantes en caer en la cuenta. Luego se rió.
—Oh, eres tan graciosa —dijo, y le dio unos golpecitos en la muñeca—. Ya no me acordaba de lo graciosa que eres.
—Bueno, ¿así que ya se ha acabado?
—¿Ya se ha acabado el qué?
—Esa… historia con Mark Derby. Quiero decir que, supón que volviera a pedirte que salieras con él.
—De ningún modo. Él y su precioso Subaru. De ningún modo volvería a salir con él.
—Eres muy sensata.
—¡A ver! Tendría que ser una idiota.
—El idiota ha sido él por no saber apreciarte.
—¡Eh! ¿Qué tal una cerveza?
—Oh, me encantaría.
Fiona se levantó de un salto, al tiempo que se bajaba los shorts, que se le habían arremangado, y salió de la habitación. Maggie se hundió más en el sofá y prestó atención a los ruidos que le llegaban a través de la ventana: un coche que pasaba silbando y la risa ahogada y gutural de Leroy. Si esta casa fuera suya, pensó, acabaría con todo aquel desorden: el tablero de la mesita del café no podía verse y las capas de almohadones que había en el sofá se le clavaban en la parte inferior de la espalda y la hacían estar incómoda.
—Lo único que tenemos es Bud Light, ¿te va bien? —preguntó Fiona cuando regresó.
Llevaba dos latas y una bolsa de patatas fritas.
—Perfecto. Estoy a dieta —dijo Maggie.
Aceptó una de las latas y tiró de la pestaña, mientras Fiona se acomodaba a su lado en el sofá.
—Debería ponerme a dieta —dijo Fiona. Abrió de un tirón la bolsa de plástico—. Las cosas para picar son mi mayor perdición.
—Oh, a mí me pasa lo mismo —dijo Maggie.
Bebió un sorbo de cerveza. Tenía un sabor ácido y amargo, lo que hizo que, como hubiera hecho determinado perfume, la invadieran los recuerdos. ¿Cuánto tiempo hacía que no se bebía una cerveza? Tal vez desde que Leroy era un bebé. Entonces (recordó Maggie mientras rechazaba las patatas con la mano) había ocasiones en las que llegaba a tomarse hasta dos y tres latas al día, en compañía de Fiona, puesto que, eso habían oído, la cerveza era buena para su provisión de leche. Ahora, probablemente, nadie lo vería con buenos ojos, pero entonces, mientras bebían a sorbos latas de Miller High Lifes y el bebé mamaba somnoliento, se habían sentido obedientes y disciplinadas. Fiona solía comentar que notaba cómo la cerveza le bajaba zumbando directamente a los pechos. Por regla general, empezaban a beber cuando Maggie regresaba del trabajo, hacia media tarde más o menos, ellas dos solas. Solían ponerse muy afectuosas y hacerse confidencias. Para cuando Maggie empezaba a preparar la cena, no es que estuviera ebria ni nada parecido, pero se sentía llena de optimismo, y luego, en la mesa, es posible que estuviera un poco más parlanchina de lo habitual. Aunque no era nada que los demás pudieran advertir. Excepto Daisy, tal vez. «Hay que ver, mamá. Francamente», le decía Daisy. Pero, claro, Daisy siempre andaba diciendo lo mismo.
Como hacía su madre, pensándolo bien. «¡Hay que ver, Maggie!» Un día, a última hora, se dejó caer por casa de Maggie y la pilló repantingada en el sofá, con una cerveza mantenida en equilibrio sobre su diafragma, mientras Fiona, que estaba sentada a su lado, le cantaba al bebé Polvo en el viento. «¿Cómo has podido caer en semejante vulgaridad?», le preguntó, y Maggie, mirando a su alrededor, empezó de pronto a preguntárselo también: revistas baratas y sensacionalistas esparcidas por todas partes, pañales mojados liados en un bulto, la nuera viviendo realquilada. Sí parecía vulgar. ¿Cómo había sucedido?
—Me pregunto si Claudine y Peter llegarían a casarse —dijo ahora Maggie, y bebió otro sorbo de cerveza.
—¿Claudine? ¿Peter? —preguntó Fiona.
—En aquel serial que solíamos ver en la tele. ¿Te acuerdas? La hermana de él, Natasha, trataba de separarlos.
—Oh, Dios, Natasha. Era una miserable —dijo Fiona.
Hurgó hasta el fondo de la bolsa de patatas.
—Acababan de comprometerse cuando tú nos abandonaste —dijo Maggie—. Planeaban dar una gran fiesta y entonces Natasha lo descubrió, ¿te acuerdas?
—Se parecía bastante a una chica del instituto que siempre odié —dijo Fiona.
—Entonces nos abandonaste —dijo Maggie.
—De hecho, ahora que lo mencionas, supongo que al fin no consiguió separarlos, porque un par de años después tuvieron un hijo que fue secuestrado por una azafata loca.
—Al principio no podía creer que te hubieras marchado para siempre. Me pasé meses enteros poniendo la tele al llegar a casa para saber qué pasaba con Claudine y Peter, de modo que, cuando regresaras, pudiera ponerte al corriente.
—De todos modos… —dijo Fiona, y dejó la cerveza sobre la mesita de café.
—¡Qué tonta! ¿verdad? Seguro que dondequiera que te hubieras ido tendrías cerca un televisor. No era que hubieses abandonado la civilización. Pero, no sé. Tal vez quería seguir aquella historia por mi propio bien, para que cuando volvieras pudiésemos seguir como antes. Estaba segura de que volverías.
—Bien, de todos modos, lo pasado, pasado está.
—No, eso no es cierto. La gente siempre va diciendo lo mismo, pero lo pasado nunca está pasado. No del todo. Fiona, ¿te das cuenta de que estamos hablando de un matrimonio? Vosotros dos le dedicasteis tantos esfuerzos. Le dedicasteis tan agotadora cantidad de esfuerzos. Y después, un día, os peleasteis por una tontería, no más seria que otras veces, y tú coges y te vas. ¡Así de sencillo! Te encogiste de hombros y te fuiste. ¿Cómo pudo suceder?
—Pues sucedió y ya está, ¿de acuerdo? ¡Ostras! ¿Tenemos que seguir machacando sobre el tema?
Y cogió su cerveza y echó un trago inclinando la cabeza hacia atrás. Maggie observó que llevaba varios anillos en cada dedo: unos sólo de plata, otros con turquesas engastadas. Eso era nuevo. Pero seguía llevando las uñas pintadas de aquel rosa nacarado que siempre pareció ser su color favorito, y que a Maggie le hacía pensar en ella al instante cada vez que lo descubría en alguna parte.
Maggie, pensativa, le dio vueltas a su lata, sin dejar de lanzarle a Fiona miradas de reojo.
—No sé dónde se habrá metido Leroy —dijo Fiona.
Otra evasiva. Era obvio dónde se había metido. Justo delante de la ventana. «Ahora hazlo girar un poco más», le decía Ira, y Leroy gritó: «¡Ten cuidado! ¡Ahí va muy fuerte!»
—Por la radio has dicho que tu primer matrimonio fue por amor auténtico y real —le dijo Maggie a Fiona.
—Vamos a ver, ¿cuántas veces habré…?
—Sí, sí —dijo Maggie con precipitación—, no eras tú. Ya lo sé. Pero, aun así, en lo que esa chica de la radio ha dicho había algo que… quiero decir que no parecía que hablara por sí misma. Era como si hablase de lo que hace todo el mundo. «El próximo sábado me caso para sentirme segura», ha dicho, y yo, de pronto, he tenido la sensación de que el mundo estaba secándose, marchitándose o algo por el estilo, volviéndose pequeño y estrecho y encogido. Me he sentido, qué sé yo, tan pesimista de repente. Fiona, tal vez no debería decírtelo, pero la primavera pasada Jesse trajo a cenar a casa a una chica que había conocido. Oh, nadie importante, nadie importante de verdad. Y yo me dije a mí misma: Bueno, sí, está bien, supongo, pero no es la verdadera. En realidad, sólo es la que ocupa el primer puesto cuando no hay nadie mejor, pensé. Sólo la aceptamos como pasable. Oh, ¿por qué todo el mundo se contenta con menos? Eso es lo que pensé. Y pienso lo mismo acerca de ese como se llame, Mark Derby. ¿Por qué tomarse la molestia de salir con alguien sólo porque te lo ha pedido, cuando Jesse y tú os queréis tanto?
—¿Y tú le llamas amor a firmar los papeles del abogado sin decir una sola palabra y devolverlos sin oponer ni la más mínima resistencia? ¿A retrasarse dos o tres o incluso cuatro meses en el cheque y después enviarlo sin una carta ni una nota y sin tan siquiera escribir mi nombre completo en el sobre, sólo F. Moran?
—Eso es puro orgullo, Fiona. Los dos sois demasiado…
—¿Y no ver a su hija desde el día en que cumplió cinco años? Intenta explicarle eso a una niña. «Oh, es que tu padre es muy orgulloso, Leroy, tesoro…»
—¿Cinco años? —dijo Maggie.
—No para de preguntarse por qué los demás niños tienen un padre. Incluso en el caso de los niños cuyos padres están divorciados. Ellos por lo menos ven a su padre los fines de semana.
—¿Vino a verla el día en que cumplía cinco años?
—Imagínate. Ni siquiera se tomó la molestia de decírtelo.
—Pero ¿qué? ¿Se presentó simplemente o qué?
—Se presentó de repente con el coche cargado hasta los topes de los regalos más inadecuados que puedas imaginarte. Animales de trapo y muñecas, y un oso de felpa tan grande que tuvo que traerlo atado al asiento delantero como si fuera una persona, porque no cabía por la puerta de atrás. Era demasiado grande para que una niña pudiera abrazarlo, y no es que Leroy quisiera hacerlo. No es un tipo de persona mimosa. Es más bien deportiva. Hubiera tenido que traerle cosas para hacer atletismo. Hubiera tenido que traerle…
—Pero, Fiona, ¿cómo iba él a saberlo? —le preguntó Maggie. Empezó a sentir dolor en su interior. Sintió pena por su hijo, con el coche cargado de regalos impropios en los que se habría gastado hasta el último centavo, porque bien sabe Dios que no andaba muy bien de dinero—. Después de todo, estaba procurando hacerlo lo mejor posible. No lo hizo adrede.
—¡Claro que no lo hizo adrede! ¡Si no tenía la más mínima idea! La última vez que había venido a verla era un bebé. De modo que se presentó aquí con esa muñeca que llora y hace pis y dice «mamá», y cuando ve a Leroy vestida con un mono se para en seco. Era obvio que no le gustaba. Y dice: «¿Quién es ésta?» Dice: «Pero si está tan…» Yo había tenido que ir a buscarla a toda prisa a casa de una vecina y arreglarle el cabello rápidamente mientras veníamos por el callejón. En el callejón le dije: «Métete la blusa por dentro tesoro. Ven, deja que te ponga mi pasador.» Y Leroy se estuvo quieta mientras se lo ponía, cosa que, créeme, no hubiera hecho normalmente. Y, cuando ya le había puesto el pasador, le dije: «Retrocede un poco y deja que te mire», y ella retrocedió y se pasó la lengua por los labios y dijo: «¿Estoy bien o no?» Yo le dije: «¡Oh, tesoro, estás preciosa!» Y entonces entra en casa, y Jesse dice: «Pero si está tan…»
—Le sorprendió que hubiera crecido tanto, eso es todo.
—Me daba tantísima lástima —dijo Fiona.
—Sí —dijo Maggie con dulzura. Sabía lo que ella sentía.
—«¿Está tan qué, Jesse?», le pregunté yo. «¿Está tan qué? ¿Cómo te atreves a venir aquí sin avisar y decirme que está tan esto o aquello, cuando no nos has enviado el cheque desde diciembre? Y, en cambio, vas y te gastas el dinero en estos trastos, en esta basura, en esta muñeca bebé con cara de boba, cuando la única muñeca que le interesa es G. I. Joe.»
—Oh, Fiona —dijo Maggie.
—Bueno, ¿y qué esperaba?
—Oh, ¿por qué siempre pasa lo mismo entre vosotros dos? El te quiere, Fiona. Os quiere a las dos, sólo que es del todo incapaz de demostrarlo. No sabes la de veces que se lo pedí. Le dije: «¿Vas a dejar que tu hija vaya desapareciendo de tu vida poco a poco? Porque es lo que pasará con toda probabilidad, Jesse. Te lo advierto.» Y él dijo: «No, pero no sé qué… No logro imaginarme cómo… No soporto la idea de ser uno de esos padres artificiales», dijo, «que hacen visitas triviales a los zoos y que hablan de cosas sin importancia mientras cenan en McDonald’s.» Y yo le dije: «Bueno, es mejor que nada, ¿no?» Y él dijo: «No, no es mejor que nada. En absoluto. ¿Y qué sabes tú, de todos modos, sobre eso?» Y lo dijo de esa forma tan suya, ya sabes cómo; se pone furioso del todo, pero así que le miras a los ojos descubres aquellas súbitas ojeras oscuras que solían salirle cuando no era más que un muchacho e intentaba no llorar.
Fiona escondió la cabeza. Empezó a recorrer con un dedo el borde de la lata de cerveza.
—Cuando vinimos a veros para el primer cumpleaños de Leroy —dijo Maggie—, Jesse estaba del todo decidido a acompañarnos, ya te lo dije. Yo le dije: «Jesse, realmente creo que para Fiona significaría mucho el que tú vinieras con nosotros», y él dijo: «Bueno, entonces, tal vez vaya. Sí», dijo él, «podría hacerlo, supongo», y me preguntó más de cincuenta veces qué tipo de regalo podría gustarle a una niña de un año. Después se pasó el sábado de compras y regresó con una de esas cajas con varios agujeros diferentes para encajar las piezas adecuadas, pero el lunes, al salir del trabajo, la cambió por un corderito de lana, porque dijo que no quería dar la impresión de estar presionando intelectualmente a la niña, o algo parecido. «No quiero ser como la abuela Daley, siempre trayendo juguetes educativos», dijo, y después, el jueves, en aquel año su cumpleaños caía en viernes, ¿te acuerdas?, me preguntó qué palabras habías usado exactamente cuando le invitaste. «Me refiero», dijo, «a si te pareció que quizá ella esperaba que me quedase a pasar el fin de semana. Porque en ese caso podía pedirle la furgoneta a Dave y tú y papá podríais ir en el coche.» Y yo le dije: «Pues sí, podrías hacerlo, Jesse. Sí, es una buena idea, ¿por qué no lo haces?» Y él dijo: «Pero, lo que te estoy preguntando es cómo lo dijo», y yo le dije: «No sé. No me acuerdo», y él dijo: «Piensa.» Yo dije: «Bueno, en realidad… pues, en realidad, no lo dijo de ningún modo, Jesse, no lo dijo de una forma clara y directa.» Y él dijo: «Un momento. Yo creía que Fiona te había dicho que para ella significaría mucho el que yo fuera.» Yo dije: «No, eso fui yo quien lo dijo, pero sé que es verdad. Sé que significaría muchísimo para ella.» Él dijo: «¿Qué está pasando aquí? Tú me dijiste con toda claridad que lo había dicho Fiona.» Yo dije: «¡Yo nunca te he dicho tal cosa! O, por lo menos, no recuerdo haberlo hecho; a menos que, tal vez por casualidad, yo…» Él dijo: «¿Estás diciéndome que no te pidió que yo fuera?» «Bueno, pero estoy segura de que lo habría hecho», le dije yo, «si ninguno de los dos estuviera tan endemoniadamente obsesionado por su dignidad. Sé que de verdad quería, Jesse…» Pero para entonces ya se había ido. Cerró la puerta de un portazo y desapareció: aquel jueves no volvió a casa en toda la noche, y el viernes tuvimos que irnos sin él. Me quedé tan decepcionada.
—¡Tú te quedaste decepcionada! Me prometiste que lo traerías. Yo le estaba esperando. Me había arreglado, me había hecho maquillar en la peluquería. Y entonces aparecisteis vosotros en el camino de la entrada, y él no.
—Bueno, cuando llegamos de vuelta a casa le dije: «Hemos procurado hacerlo lo mejor posible, Jesse, pero de una cosa puedes estar bien seguro, de que Fiona no se había arreglado para nosotros. Lo había hecho para ti, y tendrías que haber visto la cara que puso cuando no bajaste del coche.»
Fiona dio una palmada contra uno de los almohadones del sofá.
—Tenía que haber supuesto que harías eso —dijo Fiona.
—¿Qué haría el qué?
—Oh, hacerme parecer digna de compasión ante Jesse.
—¡Yo no te hice parecer digna de compasión! Simplemente dije…
—Por eso me llamó después por teléfono. Ya sabía yo que había llamado por eso. Me dice: «¿Fiona? ¿Cariño?» En la voz se le notaba que me compadecía. Ya suponía yo lo que tú le habías dicho. Yo le digo: «¿Qué quieres? ¿Me llamas por alguna razón?» Y él dice: «No, eh, por nada…» Yo le digo: «Bien, pues entonces estás malgastando el dinero, ¿no crees?», y cuelgo el teléfono.
—Fiona, por el amor de Dios. ¿No se te ocurrió que tal vez llamaba porque te echaba de menos?
—¡Ja! —dijo Fiona. Y bebió otro trago de cerveza.
—¡Ojalá le hubieras visto como yo le vi! Después de que te fueras, quiero decir. ¡Estaba destrozado! ¡Confundido todo él! Tu jabonera de carey era su objeto más preciado.
—¿Mi qué?
—¿No te acuerdas de tu jabonera, la de la tapa de carey?
—Pues sí.
—Jesse la abría a veces y aspiraba su interior. Le vi hacerlo. Te lo aseguro. El día que te fuiste, aquella misma tarde, encontré a Jesse en la habitación con la nariz oculta en la jabonera y los ojos cerrados.
—Pero ¿qué demonios hacía?
—Me parece que ha heredado parte de mi olfato.
—¿Te refieres a aquella pequeña jabonera de plástico, aquella en la que yo solía guardar el jabón de la cara?
—Entonces, así que me vio, la escondió detrás de su espalda. Se sintió avergonzado de que yo le hubiera sorprendido. Siempre le ha gustado portarse de un modo despreocupado; tú ya sabes cómo se portaba. Pero unos días más tarde, cuando tu hermana vino a por tus cosas, yo no pude encontrar la jabonera por ninguna parte. Tu hermana andaba recogiendo las cosas de tu neceser, y entonces fue cuando me acordé, de modo que dije: «Vamos a ver si está por algún rincón…» Pero la jabonera parecía haberse esfumado. Y no podía preguntarle a Jesse porque, en cuanto entró tu hermana, él se fue, de modo que empecé a mirar en los cajones de su cómoda y allí la encontré, en el cajón de sus tesoros, junto con las cosas que nunca tira: sus antiguos cromos de béisbol y los recortes sobre su conjunto de rock. Pero no se la di a tu hermana. Me limité a cerrar de nuevo el cajón. De hecho, creo que todavía la guarda, Fiona, y no me digas que es porque se compadece de ti. Quiere recordarte. Se guía por el olor, como yo; el olor es lo que le hace recordar con mayor claridad a una persona.
Fiona bajó los ojos y miró la lata de cerveza. El sombreado de los ojos le daba un extraño atractivo, observó Maggie. Parecido al color melocotón. Le daba a sus párpados el tono rosáceo del melocotón.
—¿Todavía está igual? —preguntó Fiona al fin.
—¿Igual?
—¿Sigue teniendo el mismo aspecto de antes?
—Sí, claro.
Fiona suspiró profundamente.
Se produjo un breve silencio, durante el cual Leroy exclamó: «¡Maldita sea! ¡He fallado!» Pasó un coche, dejando tras de sí una estela de música country: «He pasado por tiempos difíciles, he vivido momentos más bien tristes…»
—¿Sabes? —le dijo Fiona—. Algunas veces me despierto por las noches y me digo: «¿Cómo es posible que las cosas llegaran a complicarse tanto?» Todo empezó de un modo tan simple. Jesse era un chico por el que yo andaba loca y a quien seguía dondequiera que su conjunto tocara, y todo era tan claro. Al principio, cuando él todavía no se había fijado en mí, yo le mandé un telegrama. ¿Te lo ha contado alguna vez? A Fiona Stuckey le gustaría ir contigo a Deep Creek Lake, eso es lo que decía, porque yo sabía que él tenía intención de ir hasta allí en coche con sus amigos. De modo que me llevó con él y así empezó todo. La mar de sencillo. Pero después, no sé, todo empezó a liarse y a complicarse, y ni tan siquiera estoy segura de cómo fue. A veces pienso, ¡caray!, tal vez debería enviarle otro telegrama: Jesse, le diría, todavía te quiero y empiezo a creer que te querré toda mi vida. Ni siquiera tendría que contestarme; sólo es algo que quiero que él sepa. O a veces, cuando voy a Baltimore a ver a mi hermana, pienso: «¿Por qué no paso por su casa un momento, por qué no me presento de repente a ver qué pasa?»
—Oh, deberías hacerlo.
—Pero él diría: «¿Qué haces tú aquí?» O algo por el estilo. Quiero decir que por fuerza saldría mal. Todo el ciclo empezaría de nuevo.
—Pero, Fiona, ¿no va siendo hora de que alguien rompa ese ciclo? Suponte que dijera eso, aunque no lo creo, ¿no podrías por una vez en tu vida mantenerte en tus trece y decir?: «Estoy aquí porque quiero verte, Jesse» Ya basta de tanto tira y afloja, de sentimientos heridos y de malentendidos. Decirle: «Estoy aquí porque te echo de menos. Por eso.»
—Bueno, tal vez debería hacerlo —dijo Fiona lentamente.
—Claro que sí.
—Tal vez debería irme en el coche con vosotros.
—¿Con nosotros?
—O tal vez no.
—¿Te refieres a… esta tarde?
—No, tal vez no. ¿Qué estoy diciendo? Oh, Señor, ya sabía yo que no debo beber nunca durante el día; siempre me deja atontada y…
—Pero si es una idea fantástica —dijo Maggie.
—Bueno, si Leroy viniera conmigo, por ejemplo, si sólo os hiciéramos una visita cortita. Me refiero a vosotros dos, no a Jesse. Después de todo, vosotros sois los abuelos de Leroy, ¿no? ¿Hay algo más natural? Y luego podríamos pasar la noche en casa de mi hermana.
—No, en casa de tu hermana, no. ¿Por qué? En nuestra casa hay sitio de sobra.
Afuera se oyó crujir la grava: el ruido de un coche al entrar. Maggie se puso tensa, pero Fiona no pareció haberlo oído.
—Y entonces, mañana, después de comer, podríamos coger el autobús de Greyhound —decía Fiona—, o, vamos a ver, a media tarde como máximo. Al otro día es laborable y Leroy tiene que ir al colegio, claro…
Se oyó el ruido de la portezuela de un coche al cerrarse. Una voz aguda y lastimera gritó:
—¿Leroy?
Fiona se enderezó.
—Mamá —dijo con tono de preocupación.
La voz dijo:
—¿Quién está contigo, Leroy? —y después—: Vaya, señor Moran.
Lo que Ira contestó, Maggie no pudo averiguarlo. Por las persianas venecianas se filtró un breve ruido sordo.
—Vaya, vaya —dijo la señora Stuckey—. ¿No es eso…?
Y añadió algo más.
—Ahí está mamá —le dijo Fiona a Maggie.
—Ah, qué bien. De modo que, al final, la veremos, ¿eh? —dijo Maggie con tono de desdicha.
—Le dará un ataque.
—¿Un ataque?
—Si fuera a visitaros, me mataría.
A Maggie no le gustó en absoluto la duda que expresaba semejante construcción verbal.
Se abrió la puerta de tela metálica y la señora Stuckey entró andando con dificultad: una mujer con el pelo gris y descuidado, vestida con un fruncido traje de playa. Venía arrastrando dos bolsas de plástico de color beige, y de los descoloridos y agrietados labios le colgaba un cigarrillo. Maggie nunca había entendido cómo una mujer así había podido dar a luz a Fiona, la delicada Fiona. La señora Stuckey dejó las bolsas de la compra en el centro de la alfombra de felpa. Ni tan siquiera entonces levantó la vista.
—Si hay algo que no soporto —dijo, quitándose el cigarrillo de la boca—, es éste nuevo tipo de bolsas de plástico que con las asas te cortan los dedos por la mitad.
—¿Cómo está usted, señora Stuckey? —le preguntó Maggie.
—Además, se caen en el maletero y todo lo que hay en ellas se desparrama —dijo la señora Stuckey—. Estoy bien, supongo.
—Sólo nos quedaremos un momento —digo Maggie—. Hemos tenido que ir a un funeral en Deer Lick.
—Humm —dijo la señora Stuckey.
Dio una calada al cigarrillo. Lo sostenía como un forastero, cogiéndolo entre el pulgar y el índice. Aunque hubiera puesto en ello todo su empeño, no habría podido escoger un vestido que le sentara peor. Le dejaba por completo al aire la parte superior de los brazos, de aspecto pastoso y llenos de manchas.
Maggie aguardó a que Fiona mencionara el viaje a Baltimore, pero Fiona estaba jugueteando con el anillo de turquesas más grande. Se lo deslizaba hasta más allá del primer nudillo, le daba una vuelta y de nuevo lo empujaba hacia abajo. De modo que le tocó a Maggie.
—He estado intentando convencer a Fiona para que se venga a hacernos una visita —dijo.
—Ni lo sueñe.
Maggie miró a Fiona.
Fiona siguió jugando con el anillo.
—Bueno, lo está pensando —dijo Maggie por último.
La señora Stuckey sostuvo el cigarrillo a cierta distancia, para contemplar con gesto airado el largo tubo de ceniza que había en su extremo. Después lo apagó en el bote de remos, peligrosamente cerca de la esponja amarilla. Un hilillo de humo se alzó serpenteando en dirección a Maggie.
—Puede que Leroy y yo vayamos sólo el fin de semana.
—¿El qué?
—El fin de semana.
La señora Stuckey se agachó para recoger las bolsas de la compra y salió de la habitación con dificultad, doblando un tanto las rodillas, con lo que sus brazos parecían demasiado largos para su cuerpo. Al llegar a la puerta, dijo:
—Antes preferiría verte muerta.
—Pero mamá.
Fiona se había levantado y ahora seguía a la señora Stuckey por el vestíbulo.
—Mamá, el fin de semana ya casi se ha acabado, de todos modos. Estamos hablando de sólo una noche. Una noche en casa de los abuelos de Leroy.
—Y Jesse Moran estará por los alrededores, supongo —dijo la señora Stuckey desde lejos.
Se oyó un estrépito; con toda probabilidad, las bolsas de la compra al ser tiradas encima de una mesa.
—Bueno, puede que Jesse esté por los alrededores, pero…
—Ya, ya —dijo la señora Stuckey respirando con dificultad.
—Y además, ¿qué pasa si está? ¿No crees que Leroy debería conocer a su papá?
La respuesta de la señora Stuckey no fue sino un murmullo, pero Maggie la oyó con claridad: «Lo mejor que puede sucederle a alguien que tenga por padre a Jesse Moran es no conocerle.»
¡Toma! Maggie sintió que el rostro se le arrebataba. Le entraron ganas de dirigirse a la cocina y decirle cuatro cosas a la señora Stuckey. «Escuche», le diría, «¿cree usted que a veces no he maldecido a su hija? Hirió a mi hijo en lo más profundo de su alma. Hubo ocasiones en las que le hubiera retorcido el pescuezo, pero, ¿acaso me ha oído usted decir algo contra ella una sola vez?»
De hecho, se levantó con un impulso súbito y violento, que hizo chirriar los muelles del sofá, pero después se detuvo. Se alisó la parte delantera del vestido. Ese gesto le sirvió para suavizar también sus ideas y, en lugar de encaminarse a la cocina, cogió el bolso y se fue en busca del cuarto de baño, apretando con fuerza los labios. Por favor, Señor, que el cuarto de baño no esté al otro lado de la cocina. No, estaba allí: la única puerta abierta al final del pasillo. Podía vislumbrar el verde acuoso de una cortina de ducha.
Después de haber usado el servicio, abrió el grifo del lavabo y se dio palmaditas en la cara con agua fría. Se inclinó más hacia el espejo. Sí, decididamente daba la sensación de estar confundida. Tendría que sobreponerse. Ni siquiera se había terminado la cerveza, pero así y todo pensó que le estaba haciendo efecto. Y era esencial que, ahora, supiera jugar bien sus cartas.
Por ejemplo, frente a Jesse. Aunque se lo había ocultado a Fiona, Jesse vivía en la actualidad en un apartamento de la parte alta de la ciudad y, por tanto, no podía simplemente suponer que se dejara caer por allí justo cuando Fiona estuviera con ellos. Tendría que invitarle exprofeso. Maggie esperó que no hubiera hecho otros planes. Sábado. Podía ser un problema. Comprobó la hora. Era muy probable que el sábado por la noche cantara con el conjunto o que saliera con sus amigos y nada más. A veces salía con alguna chica. Nadie importante, pero con todo…
Tiró de la cadena y, al amparo del ruido, salió con sigilo del cuarto de baño y abrió la puerta de al lado. Aquella habitación debía de ser la de Leroy. Había ropa sucia y tebeos por todas partes. Cerró de nuevo la puerta y probó en la que había justo enfrente. Ah, la habitación de un adulto. Una decorosa colcha blanca de tela de algodón afelpada y un teléfono en la mesilla de noche.
—Después de todo lo que te ha costado liberarte, quieres volver con ese chico y enredarte con él y quedarte hecha un lío como siempre —dijo la señora Stuckey haciendo sonar de modo estrepitoso unas latas.
—¿Quién dice que estoy volviéndome a enredar? Sólo voy a verles el fin de semana.
—Volverá a tenerte dando vueltas a su alrededor igual que antes.
—Mamá, tengo veinticinco años. Ya no soy la chiquilla inexperta de entonces.
Maggie cerró tras de sí en silencio la puerta y se fue a descolgar el auricular. Horror. No era de teclas. Cada vez que el disco retornaba con un ruidoso chirrido a su posición inicial, Maggie hacía una mueca de espanto. Sin embargo, en la cocina seguían oyéndose voces. Se relajó y apretó el auricular contra su oreja.
Un timbrazo. Dos timbrazos.
Era una suerte que Jesse hoy tuviera trabajo. Durante las dos últimas semanas, el teléfono de su apartamento no había funcionado como es debido. Él podía llamar sin problemas a la gente, pero, en cambio, nunca sabía cuándo alguien le llamaba a él. «¿Por qué no lo arreglas? ¿O te compras uno nuevo? Ahora están tirados», le había dicho Maggie, pero él le había contestado: «Pues no sé. Me divierte. Cada vez que paso por delante del teléfono lo cojo al azar y digo: ‘¿Sí?’ De hecho me han contestado en dos ocasiones.» Al recordarlo, Maggie tuvo que sonreír. Había algo tan… tan afortunado en Jesse. Tenía tanta suerte y era tan divertido y despreocupado.
—Tienda de Motocicletas Chick —dijo un muchacho.
—¿Podría hablar con Jesse, por favor?
El auricular del otro extremo de la línea chocó sin consideración alguna contra una superficie dura. «Jess», gritó el muchacho mientras se alejaba. Se produjo un silencio sofocado por el silbante sonido de la conferencia. Por supuesto, si uno quería ponerse quisquilloso sobre el tema, aquello era robar: utilizar el teléfono de otros para llamar a otro Estado. Tal vez debería dejar un par de monedas de veinticinco centavos en la mesilla de noche. ¿O acaso lo tomarían como un insulto? Con la señora Stuckey no había forma de hacer las cosas correctamente.
—¿Diga? —dijo Jesse.
—¿Jesse?
—¿Mamá?
Su voz era la de Ira, pero unos cuantos años más joven.
—Jesse, no puedo hablar mucho rato —susurró Maggie.
—¿Qué? Habla más alto. Casi no te oigo.
—No puedo.
—¿Qué?
Ahuecó sobre el micrófono la mano que le quedaba libre.
—Me estaba preguntando… —dijo Maggie—, ¿crees que podrías venir a cenar esta noche?
—¿Esta noche? Bueno, digamos que tenía intención de…
—Es importante.
—¿Y eso?
—Bueno, es importante y basta —dijo Maggie para ganar tiempo.
Ahora Maggie tenía que tomar una decisión. Podía fingir que era debido a Daisy, porque se marchaba. (Eso era bastante seguro. A pesar de las peleas que habían tenido en su niñez, Jesse le tenía cariño a Daisy, y precisamente la semana pasada le había preguntando si le echaría de menos cuando se hubiera ido.) O podía decirle la verdad, en cuyo caso podría desencadenar otra de aquellas ridículas escenas.
Pero ¿acaso no había sido ella misma quien acababa de decir que ya era hora de terminar con todo aquello?
Maggie respiró hondo.
—Fiona y Leroy vendrán a cenar esta noche —dijo.
—¿Que qué?
—No cuelgues. No digas que no. ¡Se trata de tu única hija! —gritó Maggie a toda prisa.
Y acto seguido miró con inquietud hacia la puerta, temiendo haber hablado demasiado alto.
—Vamos a ver, mamá, ve más despacio —dijo Jesse.
—Estamos en Pennsylvania —dijo Maggie más tranquila—, porque da la casualidad de que hemos tenido que ir a un funeral. Max Gill ha muerto; no sé si Daisy habrá tenido ocasión de contártelo. Y teniendo en cuenta que estábamos por los alrededores… y como Fiona me había dicho textualmente que tenía tantísimas ganas de verte…
—Oh, mamá. ¿Va a pasar lo mismo que las otras veces?
—¿Qué otras veces?
—¿Va a pasar lo mismo que cuando me dijiste que Fiona había llamado y yo te creí y entonces la llamé yo a ella…?
—¡Y era verdad que había llamado! ¡Te lo juro!
—Sí, había llamado alguien, pero tú no podías saber quién. Fue una llamada anónima. Eso no me lo dijiste, ¿verdad?
—Sonó el teléfono. Lo cogí y dije: «¿Diga?» No hubo respuesta. Fue a los pocos meses de que ella se marchara. ¿Qué otra persona podía haber sido? Yo dije: «¿Fiona?» Y colgaron. Si no era Fiona, ¿por qué colgaron?
—Y después, tú vas y me dices sólo: «Jesse, hoy ha llamado Fiona.» Y yo me juego el tipo llamándola y poniéndome en el mayor de los ridículos. Le digo: «¿Fiona? ¿Qué querías?» Y ella dice: «¿Con quién hablo, por favor?» Yo digo: «Maldita sea, Fiona, sabes muy bien que soy Jesse.» Y ella dice: «A mí no me hables de ese modo, Jesse Moran.» Y yo digo: «Oye, vayamos por partes, no he sido yo el que te ha llamado a ti, si me permites recordártelo.» Y ella me dice: «Claro que has sido tú, Jesse, porque ahora mismo me estás hablando por teléfono, ¿no es cierto?» Y yo digo: «Pero maldita sea, si…»
—Jesse —dijo Maggie—, Fiona dice que a veces piensa en mandarte otro telegrama.
—¿Otro telegrama?
—Como el primero. Te acuerdas del primero, ¿no?
—Sí. Me acuerdo.
—Nunca me lo has contado. Pero en cualquier caso —se apresuró a decir—, el telegrama diría: Jesse, todavía te quiero y empiezo a creer que te querré toda mi vida.
Transcurrieron unos instantes.
Luego él dijo:
—No te das por vencida, ¿verdad?
—¿Crees que me lo he inventado?
—Si de verdad quisiera mandármelo, ¿qué se lo impide? —preguntó Jesse—. ¿Por qué no lo he recibido nunca? ¿Eh?
—¿Cómo habría podido inventármelo si ni siquiera sabía lo del primero, Jesse? A ver, dime. Y te cito lo que ha dicho al pie de la letra. Por una vez soy capaz de decirte lo que ha dicho palabra por palabra. Me acuerdo porque es una de esas rimas involuntarias. Ya sabes que a veces las cosas riman cuando no quieres que rimen. Es irónico, porque cuando quieres que rimen tienes que devanarte los sesos días y días y consultar de cabo a rabo diccionarios especializados…
Con el único fin de darle a Jesse tiempo para ensamblar una respuesta, Maggie soltaba lo primero que le pasaba por la cabeza. ¿Era posible que existiera alguien más a quien perder prestigio le asustara tanto como a Jesse? Sin tener en cuenta a Fiona, claro.
Después, Maggie imaginó que percibía un cambio en su silencio: una progresión que iba desde la incredulidad terminante hasta algo menos categórico. Dejó que su voz fuera apagándose. Esperó.
—En el caso de que pudiera ir —dijo él al fin—, ¿a qué hora sería la cena?
—Entonces, ¿vendrás? ¿Sí? ¡Oh, Jesse, estoy tan contenta! Digamos que a las seis y media. ¡Adiós!
Y, antes de que Jesse pudiera alcanzar una etapa de mayor resistencia, colgó.
Se quedó de pie junto a la cama durante unos instantes. En el jardín de delante, Ira gritó: «¡Ahí va!»
Maggie cogió el bolso y salió de la habitación.
Fiona estaba arrodillada en el vestíbulo, hurgando en el fondo de un armario. Sacó un par de chanclos y los tiró a un lado. Volvió a hurgar y sacó una bolsa grande de lona.
—Bueno, he hablado con Jesse —le dijo Maggie a Fiona.
Fiona se quedó helada.
La bolsa de lona permaneció suspendida en el aire.
—Está realmente contento de que vengáis —dijo Maggie.
—¿Eso ha dicho?
—Claro que sí.
—Quiero decir si lo ha dicho con esas mismas palabras.
Maggie se retractó:
—No —dijo, porque si existía un ciclo que romper, algo tenía ella que ver con eso; lo sabía—. Sólo me ha dicho que estará allí para la cena. Pero cualquiera se habría dado cuenta de lo contento que estaba.
Fiona se la quedó observando dudosa.
—Ha dicho: «Estaré allí» —le dijo Maggie a Fiona.
Silencio.
—«¡Estaré allí nada más salir del trabajo, mamá! ¡Puedes contar conmigo!» —dijo Maggie—. «¡Maldita sea! ¡No faltaría por nada del mundo!»
—Bueno —dijo Fiona por fin.
Acto seguido abrió la cremallera de la bolsa de lona.
—Si viajara yo sola me bastaría con un cepillo de dientes —le dijo a Maggie—. Pero cuando tienes críos, ya sabes lo que pasa. Que si el pijama, los tebeos, los cuentos, los cuadernos para pintar en el coche… y tiene que llevarse su guante de béisbol, su eterno guante de béisbol. Nunca se sabe cuando puede surgir un partido, dice ella.
—Sí, es cierto, nunca se sabe —dijo Maggie, y se rió a carcajadas de pura felicidad.