Durante los últimos meses, Ira había estado percatándose del despilfarro de la raza humana. Le parecía que la gente despilfarraba su vida. Despilfarraba sus energías en insignificantes envidias o en vanas ambiciones o en antiguos y amargos resentimientos. Era un tema que se le aparecía allá dondequiera que volviera los ojos, como si alguien tratara de decirle algo. Y no es que tuvieran que decírselo. ¿Acaso no sabía de sobra cuánto había despilfarrado él mismo?
Tenía ya cincuenta años y jamás había llevado a cabo ninguna acción importante. Tiempo atrás tuvo la intención de hallar el remedio para alguna enfermedad grave y, en vez de eso, ahora se dedicaba a enmarcar labores de petit point.
Su hijo, que era incapaz de afinar, había dejado el instituto con la esperanza de convertirse en una estrella del rock. Su hija pertenecía al tipo de personas que se dejan consumir por preocupaciones inútiles: antes de los exámenes, se mordía las uñas hasta quedarse sin ellas y le daban cegadoras jaquecas, y las notas la torturaban tanto que el médico les había prevenido acerca de una posible úlcera de estómago.
¡Y su mujer! Él la quería, pero no podía soportar su forma de negarse a tomar la vida en serio. Era como si para ella la vida fuera una especie de ejercicio, algo con lo que podía permitirse el lujo de ir jugando, como si dispusiera de una segunda y una tercera oportunidad para enmendarla. Se lanzaba siempre con ímpetu y torpeza hacia ningún sitio en particular: escapadas triviales, rodeos fortuitos.
Como hoy, por ejemplo, con el asunto de Fiona. Fiona ya no era de la familia, ni era su nuera, ni siquiera, en opinión de Ira, una conocida. Pero allí estaba Maggie, sentada, sacando la mano por la ventanilla, mientras corrían a toda velocidad por la carretera uno hacia casa. ¿Y cuál era el tema que había vuelto a sacar (justo cuando él tenía la esperanza de que lo hubiera olvidado)? El capricho de ir a visitar a Fiona. Bastante mala suerte habían tenido perdiendo el sábado con el funeral de Max Gill, de por sí una especie de escapada trivial, para que ahora ella quisiera desviarse hacia Cartwheel, Pennsylvania, a fin de poder ofrecerse como canguro mientras Fiona estuviera de luna de miel. Un proyecto del todo inútil, puesto que Fiona tenía una madre, ¿no?, que hasta ahora se había hecho cargo de Leroy y con la que sin duda podría contar también por un poquito más de tiempo. Ira lo comentó. Dijo:
—¿Qué tiene de malo esa como se llame? ¿La señora Stuckey?
—¡Ah, la señora Stuckey! —dijo Maggie, como si ello bastara a modo de respuesta.
Maggie metió la mano dentro del coche y subió la ventanilla. Su rostro brillaba a la luz del sol, redondo y bonito e intenso. La brisa le había alborotado el cabello y, así, se le habían formado bucles por toda la cabeza. Era una brisa caliente y con olor a gasolina, e Ira no lamentó quedarse sin ella. No obstante, aquel continuo abrir y cerrar la ventanilla estaba poniéndole los nervios de punta. Maggie actuaba de un segundo a otro, pensó Ira. Nunca miraba más allá. Un arrebato de irritación le recorrió las sienes de manera irregular.
Allí tenía a una mujer que, en una ocasión, había permitido que un número equivocado le echara a perder toda una tarde. «¡Diga!», había dicho ella por teléfono, y un hombre le había contestado: «Láveme, quédate a salvo en casa. Acabo de hablar con Dennis y va en tu busca.» Y acto seguido colgó. Maggie gritó: «¡Espere!», cuando ya no había nadie al otro extremo. Típico. Fuera quien fuera, le dijo Ira a Maggie, le estaba bien empleado. Si Dennis y Laverne no conseguían comunicarse nunca, ése era su problema y no el de Maggie. Pero Maggie no paraba de darle vueltas y más vueltas. «A salvo, decía con un lamento. A salvo en casa, me dijo aquel hombre. Sólo Dios sabe lo que le ocurre a esa pobre Laverne.» Y se pasó la tarde marcando todas las variaciones posibles de su número de teléfono, todas las combinaciones de todas las cifras, con la esperanza de dar con Laverne. Pero no lo consiguió, claro.
Oyendo hablar a Maggie, Cartwheel, Pennsylvania, estaba tan cerca que bastaba extender la mano para cogerlo. «Está en aquel desvío que hay justo antes de la frontera del Estado. No recuerdo cómo se llama», decía Maggie, «pero no pude encontrarlo en el mapa que compraste en la gasolinera.»
No era de extrañar que hubiera sido de tan poca ayuda durante el viaje. Había estado todo el rato buscando Cartwheel.
El tráfico era sorprendentemente escaso para ser sábado. En su mayor parte eran camiones, oxidados camiones que transportaban troncos o neumáticos usados, y no los impecables monstruos que se veían en la I-95. En aquellos momentos cruzaban por entre terrenos de cultivo y cada vez que pasaba un camión dejaba otra capa de polvo en los pálidos, resecos y amarillentos campos que se alineaban a lo largo de la carretera.
—Mira lo que vamos a hacer —dijo Maggie a Ira—. Nos detenemos en casa de Fiona sólo un momento. Un momentito de nada. Ni tan siquiera aceptaremos un vaso de té helado. Le hacemos nuestra oferta y nos marchamos.
—Eso podrías hacerlo por teléfono.
—No, no podría.
—Si tanto empeño tienes en hacer de canguro, la llamas cuando lleguemos a Baltimore.
—Esa cría sólo tiene siete años y apenas se acordará de nosotros. No podemos llevárnosla una semana, así, de golpe. Primero hemos de dejar que vuelva a familiarizarse con nosotros.
—¿Cómo sabes que será una semana?
Ahora Maggie estaba revisando muy deprisa su bolso.
—¿Eh? —dijo.
—¿Cómo sabes que la luna de miel será de una semana, Maggie?
—Bueno, no lo sé. Tal vez sean dos semanas. Tal vez incluso un mes. No lo sé.
De repente, Ira se preguntó si todo el asunto de la boda no sería un cuento, algo que ella se hubiera inventado por razones personales. Muy típico de Maggie, pensó Ira.
—Y además —dijo él—, en cualquier caso no podemos estar fuera tanto tiempo. Tenemos trabajo.
—No estaremos fuera. Nos la llevaremos a Baltimore.
—Pero entonces no podrá ir al colegio.
—Oh, eso no es ningún problema. Podría ir a algún colegio cerca de casa. Al fin y al cabo, un segundo curso es un segundo curso. En todas partes.
Ira tenía tantos argumentos en contra que se quedó petrificado y sin habla.
Ahora, Maggie había vaciado todo el contenido del bolso sobre sus rodillas.
—¡Oh, Dios! —dijo ella examinando el billetero, el lápiz de labios, el peine y el paquete de kleenex—. Ojalá hubiera cogido el mapa de casa.
Era otra forma de despilfarro, pensó Ira, repasar de nuevo el contenido de un bolso que se sabía de memoria. Incluso Ira se sabía el contenido de memoria. Y también era un despilfarro seguir preocupándose por Fiona, cuando era obvio que Fiona no sentía nada por ellos, cuando había dejado muy claro que sólo quería vivir su vida. ¿Acaso no lo había dicho así exactamente? «Sólo quiero vivir mi vida», le sonaba familiar. Tal vez lo dijera gritando en la escena que precedió a su marcha o tal vez luego, durante alguna de las patéticas visitas que solían hacerle después del divorcio, en las que Leroy se portaba de un modo vergonzoso y raro y la señora Stuckey se convertía en sólo un ojo acusador mirando con rabia por el filo de la puerta de la sala de estar. Ira puso mala cara. Despilfarro, despilfarro y más despilfarro, y todo para nada. El largo viaje y la conversación forzada y la larga vuelta de regreso a casa, todo para nada en absoluto.
Y dedicar toda tu vida laboral a una gente que, como Ira subrayaba de continuo, se olvidaba de ti en el preciso instante en que te alejabas de la cabecera de su cama, también era una forma de despilfarro. Si bien en ella, supuso Ira, se encerraba un admirable desinterés. Pero lo que él ignoraba era cómo soportaba Maggie la temporalidad, la falta de resultados permanentes; aquellos débiles y seniles pacientes que la confundían con una madre muerta tiempo atrás o con una hermana que los había insultado allá por 1928.
También era un despilfarro preocuparse tanto por los niños. (Que, de todos modos, ya habían dejado de ser niños, incluso Daisy.) Por ejemplo, el asunto del papel de fumar que Maggie encontró la primavera pasada en el escritorio de Daisy. Lo descubrió mientras quitaba el polvo y se fue corriendo en busca de Ira. «¿Qué haremos? ¿Qué vamos a hacer?», se lamentó Maggie. «Nuestra hija fuma marihuana. Ésta es una de las pistas reveladoras que se mencionan en el folleto que reparte la escuela.» Involucró a Ira y lo dejó angustiado; aquello sucedía con mayor frecuencia de lo que él quería admitir. Estuvieron hasta muy entrada la noche sentados uno al lado del otro, discutiendo varias formas de resolver el problema. «¿En qué nos hemos equivocado?», gritaba Maggie, e Ira la abrazaba y le decía: «Venga, vamos, cariño. Te prometo que saldremos de este apuro.» Y, una vez más, todo resultó en balde. Resultó que el papel de fumar era para la flauta de Daisy. Para pasarlo por debajo de las llaves cuando empezaban a ponerse pegajosas, explicó Daisy sin darle ninguna importancia. Ni siquiera se tomó la molestia de ofenderse.
Ira se sintió ridículo. Tuvo la sensación de haber malgastado algo escaso y valioso: una divisa fuerte.
Después recordó que una vez un ladrón le había robado el bolso a Maggie: entró de cabeza en la cocina, donde ella estaba guardando la compra, y lo arrebató de la mesa con una desfachatez impresionante. ¡Hubiera podido matarla! (Lo más práctico y directo que podía hacer era encogerse de hombros y decidir que lo más aconsejable era quedarse sin el bolso; de todos modos, nunca le había importado mucho y, sin duda, podía prescindir de los pocos dólares sobados que guardaba en el billetero.) Estaban en febrero y las aceras eran deslumbrantes láminas de hielo, así que resultaba imposible correr. Ira, que volvía del trabajo, se quedó de una pieza al ver que hacia él venía un muchacho arrastrando los pies a paso de tortuga y con el bolso rojo de Maggie colgando de un hombro, y que, con la lengua entre los dientes, concentrándose para no perder el equilibrio, Maggie le seguía avanzando pulgada a pulgada. Ambos parecían una de esas pantomimas en las que se finge correr a gran velocidad cuando, en realidad, no se avanza en absoluto. De hecho, fue algo cómico, pensaba ahora Ira. Sus labios se contrajeron en un movimiento espasmódico. Sonrió.
—¿Qué? —ordenó Maggie.
—Fuiste una loca al correr tras el ladrón que te robó el bolso.
—Francamente, Ira, ¿cómo te funciona el cerebro?
La misma y exacta pregunta que él hubiera podido hacerle.
—De todos modos, lo recuperé —dijo Maggie.
—Por pura casualidad. ¿Qué hubiera pasado si llega a ir armado? ¿O si hubiera sido un poco mayor? ¿O si no le hubiera entrado pánico al verme?
—¿Sabes? Ahora que lo pienso, creo que soñé con ese muchacho hace sólo un par de noches. Estaba sentado en nuestra cocina, que en cierto modo era y no era nuestra cocina, ya sabes a lo que me refiero, ¿no?…
Ira deseó que no le contara constantemente sus sueños. Le ponía algo así como nervioso e intranquilo.
Tal vez si no se hubiera casado. O si por lo menos no hubiera tenido hijos. Pero aquello significaba pagar un precio excesivo; incluso en los momentos más sombríos se daba cuenta de ello. Bien, si hubiera metido a su hermana Dorrie en alguna institución, en algún lugar que, subvencionado por el estado, no costara mucho. Y si le hubiera dicho a su padre: «Ya no voy a seguir manteniéndoos. Tengas o no débil el corazón, hazte cargo de tu maldito negocio y deja que yo lleve a cabo mi plan inicial, si es que logro que mi mente retroceda lo suficiente como para recordar de qué se trataba.» Y si hubiera hecho que su otra hermana se lanzase al mundo para encontrar trabajo. «¿Crees que no estamos todos asustados?», le hubiera preguntado Ira. «Pero nos arriesgamos igualmente y nos ganamos el sustento, y lo mismo harás tú.»
Pero ella se hubiera muerto de pánico.
Por las noches, cuando no era más que un chiquillo, Ira solía yacer tendido en la cama, imaginando que visitaba a sus pacientes. Las rodillas dobladas eran la mesa y él miraba por encima de ésta y preguntaba con amabilidad: «Y bien, ¿cómo estamos, señora Brown?» En alguna ocasión, imaginó que podría ser ortopedista, porque los huesos se reparan de forma inmediata. Era como reparar muebles, pensaba. Imaginaba que el hueso emitiría un chasquido cuando volviera a colocarse en su posición correcta y que, en ese mismo instante, el dolor del paciente desaparecería por completo.
—Hoosegow —dijo Maggie.
¿Cómo?
Maggie recogió sus pertenencias y volvió a echarlas de nuevo en el bolso. Lo dejó en el suelo, junto a sus pies.
—El desvío para Cartwheel —le dijo—. ¿No era algo así como Hoosegow?
—No tengo ni la más remota idea.
—Moose Cow. Moose Lump.
—No voy allí, se llame como se llame —le dijo Ira a Maggie.
—Goose Bump.
—Sólo me gustaría recordarte —le dijo Ira— las otras visitas. ¿Recuerdas cómo terminaron? Cuando el segundo cumpleaños de Leroy, llamaste de antemano por teléfono para ponernos de acuerdo, por teléfono, y aún así, por alguna razón, a Fiona se le olvidó que íbamos a ir a verles. Se fueron a Hershey Park y tuvimos que esperar en el escalón de entrada una eternidad, hasta que al fin dimos media vuelta y regresamos a casa.
Con el regalo para Leroy. Eso no lo había mencionado. Una Raggedy Ann gigantesca, una muñeca de sonrisa simplona, que a Ira le rompió el corazón.
—Y cuando el tercer cumpleaños, tú, sin avisar, le llevaste un gatito, pese a que yo te había advertido que antes se lo comentaras a Fiona. Y Leroy empezó a estornudar y Fiona dijo que no podía quedárselo. Leroy estuvo llorando toda la tarde, ¿te acuerdas? Cuando nos fuimos, todavía seguía llorando.
—Podían haberle puesto unas inyecciones —dijo Maggie con obstinación, sin comprender—. Hay muchos niños a los que les ponen inyecciones antialérgicas y tienen la casa llena de animales.
—Sí, pero Fiona no quería. No quería que nosotros nos entrometiéramos y, en realidad, tampoco quería que fuéramos a su casa, razón por la cual te he dicho que nunca más deberíamos volver.
Maggie le lanzó una mirada rápida y pensativa.
Era probable que se estuviera preguntando si Ira sabría algo acerca de aquellas otras salidas, las que ella efectuaba por su propia cuenta. Pero era de suponer que, si Maggie hubiera querido mantenerlas en secreto, después habría llenado el depósito de gasolina.
—Lo que yo digo es que… —dijo Ira.
—¡Ya sé lo que tú dices! —gritó Maggie—. ¡No tienes que estar machacándomelo constantemente!
Durante un rato, Ira condujo en silencio. Una hilera de líneas punteadas se extendía por la carretera que tenía ante sí. Docenas de pajarillos alzaron el vuelo de un bosquecillo de árboles, haciendo que el cielo azul se tornara de color ceniza, y los estuvo mirando hasta que desaparecieron.
—Mi abuela Daley solía tener un cuadro en el recibidor —dijo Maggie—. Una escenita grabada en algo amarillento como el marfil, o lo más probable es que fuera celuloide. Se veía a un matrimonio viejo sentado en unas mecedoras, junto a la chimenea, y el título estaba grabado en la parte inferior del marco: Ancianos en el hogar. La mujer tejía y el hombre estaba leyendo un enorme libro que no podía ser sino la Biblia. Era imposible ignorar que tenían hijos mayores que no estaban allí. Quiero decir que ésta era la idea predominante: que, cuando los hijos se van, los ancianos se quedan solos en casa. ¡Pero eran tan extremadamente viejos! Tenían las caras como manzanas marchitas y los cuerpos como sacos de patatas: pertenecían a esa clase de gente que uno reconoce de inmediato y que al instante descarta. Nunca imaginé que yo llegaría a ser una anciana en el hogar.
—Tú estás tramando que esa niña se venga a vivir con nosotros —dijo Ira. Y de pronto cayó en la cuenta, con tanta claridad como si Maggie lo hubiera expresado—. Ahí es a donde quieres llegar. Ahora que vas a perder a Daisy estás tramando quedarte con Leroy para que ocupe su lugar.
—¡Ésa no es mi intención! —dijo Maggie.
Con demasiada rapidez, pensó Ira.
—No creas que no puedo ver a través de ti —le dijo Ira—. Desde el principio he tenido la sospecha de que había algo turbio en eso de cuidar a Leroy. Cuentas con que Fiona estará de acuerdo ahora que anda enredada con un flamante marido.
—Pues mira, eso te demuestra precisamente lo poco que me conoces, porque no tengo ni la más remota intención de que Leroy se quede con nosotros para siempre. Lo único que pretendo es dejarme caer esta tarde por allí y hacer mi ofrecimiento, con lo cual, puede que Fiona reconsidere un poco su situación con Jesse.
—¿Jesse?
—Jesse, sí, nuestro hijo, Ira.
—Sí, Maggie, ya sé que Jesse es nuestro hijo, pero no veo qué es lo que crees que podría reconsiderar. Han terminado. Ella le dejó. El abogado de Fiona le envió a Jesse unos documentos para que los firmara, y él los firmó todos y se los devolvió.
—Y desde entonces nunca más ha vuelto a ser el mismo —dijo Maggie—. Ni él, ni Fiona. Pero cada vez que él da un paso para reconciliarse, ella está atravesando por una etapa en la que se niega a dirigirle la palabra, y luego, cuando es ella la que da un paso, él se ha largado ofendido a alguna parte y no sabe que ella está intentándolo una vez más. Es como una especie de danza horrible, una especie de danza en la que nadie está sincronizado, en la que cada paso es un error.
—Bien, ¿y entonces? Creo que eso debería decirte algo.
—¿Decirme qué?
—Que esos dos son una causa perdida, Maggie.
—¡Oh, Ira! Lo que sucede es que tú no le das suficiente crédito a la buena suerte. Ni a la buena ni a la mala suerte, a ninguna de las dos. ¡Cuidado con el coche que llevas delante!
Maggie se refería al Chevy de color rojo: un modelo anticuado, grande como una barcaza, con el acabado tan envejecido que se había quedado del pálido color rojo de una goma de borrar. Ira ya lo estaba observando. No le gustaba cómo se desplazaba continuamente de un lado para otro a la vez que cambiaba de velocidad.
—Toca el claxon —le ordenó Maggie.
Ira dijo:
—Sólo voy a…
Sólo voy a adelantar a este tipo, iba a decir. Algún idiota incompetente. Lo mejor que podía hacerse con la gente de esa clase era dejarla muy atrás. Pisó el acelerador y examinó el retrovisor, pero en ese preciso instante Maggie alargó el brazo para tocar el claxon. El largo e insistente estruendo le sobresaltó. Cogió la mano de Maggie y se la colocó de nuevo y con firmeza sobre sus rodillas. Entonces fue cuando se dio cuenta de que el conductor del Chevy, sin duda igual de sobresaltado, había aminorado la velocidad justo unos pies más allá. Maggie trato de asirse al salpicadero. Ira no tenía otra alternativa: virar bruscamente a la derecha y precipitarse contra el arcén de la carretera. A su alrededor, el polvo se levantó como si fuera humo. El Chevy cogió velocidad, giró por una curva y desapareció.
—¡Jesús! —dijo Ira.
Por alguna razón, el coche se había detenido, si bien Ira no recordaba haber frenado. En realidad, el motor se había calado. Ira aún seguía agarrado al volante y las llaves todavía se balanceaban en la cerradura de contacto, tintineando con suavidad.
—Tenías que meterte, ¿verdad, Maggie? —dijo Ira.
—¿Yo? ¿Me echas a mí la culpa? ¿Qué he hecho yo?
—¡Oh, nada! Sólo has tocado el claxon cuando soy yo el que estaba conduciendo. Sólo has asustado a ese tipo y has hecho que perdiera el poco juicio que tenía. Por una vez en tu vida, Maggie, me gustaría que te las apañaras para no meter la nariz en los asuntos que no te conciernen.
—Y, si no lo hago yo, ¿quién va a hacerlo? ¿Y cómo puedes decir que no me concierne, cuando ocupo el asiento conocido en todo el mundo como asiento de la muerte? Y, además, el hecho de que tocara el claxon no ha sido lo que ha provocado todo este lío. Ha sido ese conductor loco, que ha reducido la velocidad sin razón alguna aparente.
Ira suspiró:
—De todas maneras —dijo—, ¿estás bien?
—¡Sería capaz de estrangularlo!
Ira supuso que ello significaba que estaba bien.
Volvió a poner en marcha el coche: Ronroneó un par de veces y después agarró bien. Ira comprobó el tráfico y de nuevo salió a la carretera. Después del arcén, lleno de grava, la calzada se notaba demasiado lisa, demasiado fácil. Notó que las manos le temblaban al volante.
—Ese hombre era un maníaco —dijo Maggie.
—Ha sido una suerte que lleváramos puesto el cinturón de seguridad.
—Deberíamos denunciarle.
—Bueno, al fin y al cabo nadie ha resultado herido.
—Ira, ve más deprisa, ¿quieres?
Ira le lanzó una mirada.
—Quiero coger el número de la matrícula —dijo Maggie.
Los enmarañados rizos le daban el aspecto de una mujer salvaje.
—Vamos a ver, Maggie —dijo Ira—. En realidad, si lo piensas bien, tan suya ha sido la culpa como nuestra.
—¿Cómo puedes decir eso cuando iba conduciendo a trompicones y moviéndose de un lado a otro? ¿Lo has olvidado?
Ira se preguntó de dónde sacaría Maggie la energía. ¿Cómo podía gastar tanta? Él tenía calor y le dolía el hombro izquierdo. Cambió de postura, mitigando así la presión del cinturón contra su pecho.
—¿No querrás que provoque un accidente grave, verdad? —le preguntó Maggie.
—Pues, no.
—Lo más seguro es que haya estado bebiendo. ¿Te acuerdas del mensaje sobre servicio público que dan por la tele? Tenemos la obligación civil de denunciarle. Acelera, Ira.
Ira obedecía sobre todo por agotamiento.
Adelantaron la furgoneta de un electricista que antes les había adelantado a su vez y, después, cuando estaban llegando a la cresta de una colina, divisaron al Chevy justo delante de ellos. Avanzaba a gran velocidad, como si nada hubiera sucedido. Ira se vio sorprendido por un arrebato de cólera. Maldito conductor loco. ¿Y quién había dicho que tenía que ser un hombre? Lo más probable es que fuera una mujer, sembrando el caos por todas partes sin pensar en nada. Pisó el acelerador con más fuerza. Maggie dijo: «Bien», y bajó la ventanilla.
—¿Qué haces? —le preguntó Ira.
—Ve más aprisa.
—¿Por qué has bajado la ventanilla?
—¡Acelera, Ira! Le estamos perdiendo.
—Sería divertido que ahora nos multaran por esto —dijo Ira.
Pero dejó que el velocímetro llegara a las sesenta y cinco, sesenta y ocho millas. Se acercaron más al Chevy. El cristal de atrás estaba tan polvoriento que a Ira le resultaba difícil ver qué había dentro. Sólo lograba distinguir que el conductor llevaba algún tipo de sombrero y que iba con el asiento muy bajo. No parecía llevar pasajeros. La placa con la matrícula también se veía polvorienta: una matrícula de Pennsylvania, de color azul marino y amarillo; el amarillo se hallaba moteado de gris, como si estuviera enmohecido.
—Y, dos, ocho —leyó Ira en voz alta.
—Sí, sí, ya lo tengo —dijo Maggie. (Pertenecía al tipo de personas capaces de soltar de un tirón el número de teléfono que tenía cuando era pequeña.)— Ahora, adelantémosle —le dijo a Ira.
—Ah, bien…
—Ya ves qué clase de conductor es. Creo que deberíamos adelantarle.
Bueno, eso tenía sentido. Ira viró a la izquierda.
En el preciso momento en que pasaban junto al Chevy, Maggie se asomó a la ventanilla y apuntó hacia abajo con el dedo índice:
—¡La rueda! —gritó—. ¡La rueda! ¡Se le está saliendo la rueda delantera!
—¡La madre del cordero! —dijo Ira.
Miró por el retrovisor. Evidentemente, el Chevy había aminorado la velocidad y se dirigía al arcén de la carretera.
—Bueno, pues te ha creído —dijo Ira.
Tenía que admitir que era una especie de satisfacción.
Maggie se dio la vuelta en el asiento y miró por el cristal de atrás. Después se volvió hacia Ira. En su rostro lucía una expresión de perplejidad que Ira no era capaz de explicarse.
—¡Oh, Ira! —dijo Maggie.
—¿Qué pasa ahora?
—Es un viejo, Ira.
—Malditos jubilados… —dijo Ira.
—No sólo es un viejo —dijo ella—. Es negro.
—¿Y qué?
—No le he visto bien hasta que le he dicho lo de la rueda. ¡No se proponía echarnos fuera de la carretera! Seguro que ni se ha dado cuenta de lo que ha pasado. Tenía la cara arrugada y solemne, y cuando le he dicho lo de la rueda se ha quedado boquiabierto, pero aún así se ha acordado de tocarse el ala del sombrero. ¡El sombrero! ¡Un sombrero de fieltro gris como el que llevaba mi abuelo!
Ira refunfuñó.
—Ahora creerá que le hemos gastado una broma —dijo Maggie—. Pensará que somos racistas o algo así y que le hemos mentido acerca de la rueda por crueldad.
—No pensará nada de eso. En realidad, no tiene modo alguno de averiguar que la rueda no está saliéndose. ¿Cómo puede comprobarlo? Tendría que observarla con el coche en marcha.
—¿Quieres decir que aún sigue allí sentado?
—No, no —dijo Ira apresuradamente—. Quiero decir que lo más probable es que ya vuelva a estar en la carretera, sólo que ahora, para asegurarse de que todo va bien, conducirá más despacio.
—Yo no lo haría.
—Bueno, pero tú no eres él.
—Y él tampoco lo hará. Es viejo, está desconcertado y solo, y seguirá allí sentado en el coche, demasiado asustado para recorrer una pulgada más.
—¡Oh, Señor!
—Tenemos que volver y decírselo.
De algún modo, Ira veía venir aquello.
—No le diremos que le hemos mentido adrede —dijo Maggie—. Le diremos que no estábamos seguros, nada más. Le pediremos que haga una prueba mientras nosotros le observamos y luego le diremos: «¡Vaya! Nos equivocamos. La rueda está bien. Debimos fijarnos mal.»
—¿De dónde sacas eso de «le diremos»? —le preguntó Ira—. Para empezar, yo nunca le he dicho que la rueda se le estuviese saliendo.
—Ira, te lo pido de rodillas, por favor, da la vuelta y ve a rescatar a ese hombre.
—Es la una y media de la tarde. Con un poco de suerte podríamos estar en casa a las tres. Tal vez a las dos y media. Podría abrir la tienda un par de horas, lo que quizá no sea mucho, pero es mejor que nada.
—Ese pobre hombre está sentado en el coche con los ojos abiertos de par en par y mirando ante sí sin saber qué hacer —dijo Maggie—. Todavía sigue agarrado al volante. Eso está más claro que el agua.
Lo mismo pensaba Ira.
Tan pronto como se aproximaron a una granja grande y de aspecto próspero, aminoró la velocidad. Un sendero cubierto de hierba conducía hasta un cobertizo, en cuya dirección giró sin antes poner ningún intermitente, de forma que el giro pareciera más súbito y más exasperado. Las gafas de sol de Maggie se deslizaron rapidísimas a lo largo del salpicadero. Ira retrocedió, aguardó a que pasara una oleada de coches materializados de pronto y, a continuación, se metió de nuevo en la carretera uno, esta vez en dirección norte.
Maggie dijo:
—Sabía que no podías ser un desalmado.
—Fíjate —le dijo Ira—, no paramos de ir y venir por esta carretera. Los otros matrimonios salen a dar un paseo en coche el fin de semana. Van del punto A al punto B. Discuten civilizadamente sobre, ¡qué sé yo!, temas de actualidad. El desarme. El apartheid.
—Lo más probable es que crea que somos del Ku Klux Klan —dijo Maggie.
Y empezó a morderse el labio inferior como lo hacía siempre que estaba preocupada.
—Nada de paradas, nada de desvíos —dijo Ira—. Si se toman un descanso es para comer en alguna hostería elegante. En algún sitio del que se han informado previamente y en el que incluso han reservado mesa.
Ira se moría de hambre, ahora que lo pensaba. En casa de Serena no había probado bocado.
—Ha sido por aquí —dijo Maggie, animándose—. Reconozco esos silos. Ha sido delante mismo de esos silos que parecen cubiertos con una red. Ahí está.
Sí, allí estaba; no sentado en el coche, después de todo, sino dando vueltas a su alrededor, vacilando. Era un hombre de hombros encorvados, del color de un escritorio de tapa corredera, con uno de esos trajes viejos que parecen más largos por delante que por detrás. Estaba examinando los neumáticos del Chevy, que probablemente fue abandonado años atrás. Su aspecto era firme, resignado. Ira puso el intermitente y giró en forma de «U», llegando con elegancia por detrás, de modo que los parachoques de ambos automóviles casi se tocaron. Ira abrió la portezuela y salió del coche.
—¿Podemos ayudarle? —gritó.
Maggie también se bajó, pero, por una vez, parecía dispuesta a que fuera Ira el que hablara.
—Es la rueda —dijo el anciano—. Hace un rato, señor, que una señorita me ha dicho en plena carretera que se me estaba saliendo la rueda.
—Eramos nosotros —le dijo Ira—. O, cuando menos, mi mujer. Pero, ¿sabe?, creo que pudiera ser que se hubiera equivocado. A mí me parece que esa rueda está bien.
El anciano miró ahora a Ira a la cara. Su rostro, lleno de profundas arrugas, parecía una calavera, y el blanco de sus ojos era tan amarillo que casi parecía marrón.
—¡Oh, claro, señor! Seguro que parece que está bien —dijo el anciano— cuando el coche está parado del todo, como ahora.
—Yo me refería a antes —le dijo Ira—, cuando iba usted por la carretera.
El anciano no parecía convencido. Golpeó el neumático con la punta del zapato.
—De todos modos, amigos —dijo—, han sido ustedes muy amables parándose.
—¡Amables! Es lo mínimo que podíamos hacer —dijo Maggie, y dio un paso adelante—: Me llamo Maggie Moran. Éste es Ira, mi marido.
—Yo soy el señor Daniel Otis —dijo el anciano, tocándose el ala del sombrero.
—Verá, señor Otis, he sufrido una especie de…, algo así como un espejismo, cuando adelantábamos su coche —dijo Maggie—. Me ha parecido ver que su rueda oscilaba. Pero luego, al cabo de un instante, me he dicho: «No, creo que han sido imaginaciones mías.» ¿Verdad, Ira? Ya verá, pregúntele usted a Ira. «Creo que he forzado a aquel conductor a detenerse para nada», le he dicho.
—Mire, señora, existen toda clase de razones para que usted la viera oscilar —dijo el señor Otis.
—¡Oh, claro! —exclamó Maggie—. El aire caliente, tal vez, reverberando sobre la calzada. O tal vez, no sé…
—También puede haber sido una señal —dijo el señor Otis.
—¿Una señal?
—Puede que el Señor estuviera intentando advertirme.
—¿Advertirle?
—Advertirme de que la rueda delantera izquierda estaba a punto de salirse.
Maggie dijo:
—Bueno, pero…
—Señor Otis —dijo Ira—, creo que lo más probable es que mi mujer cometiera un error.
—¡Ah, señor, pero de eso no puede usted estar seguro!
—Un error comprensible —dijo Ira—, pero aun así, un error. De modo que lo que deberíamos hacer es lo siguiente: usted se mete en el coche y conduce unas cuantas yardas por el borde de la carretera. Maggie y yo le observamos. Si la rueda no está floja, usted queda libre de toda preocupación. Si lo está, le llevamos a una estación de servicio.
—¡Oh, vaya, se lo agradezco a ustedes! —dijo el señor Otis—. A Buford, quizá, si no es molestia.
—¿Cómo dice?
—Buford Texaco. Está a dos pasos de aquí, señor. Mi sobrino trabaja allí.
—Claro, donde usted quiera —dijo Ira—, pero apostaría a que…
—De hecho, si no es molestia, podría llevarme allí ahora mismo —dijo el señor Otis.
—¿Ahora?
—No me hace ninguna gracia conducir un coche que está a punto de perder una rueda.
—Señor Otis —dijo Ira—, comprobaremos esa rueda. Es lo que le estamos diciendo.
—La comprobaré yo —dijo Maggie.
—Sí, Maggie lo hará. ¿Maggie? Cariño, tal vez sería mejor que lo hiciera yo.
—¡Demontre, sí! Es demasiado peligroso para una señora —le dijo el señor Otis a Maggie.
Ira pensaba en el riesgo que correría el Chevy, pero dijo:
—De acuerdo. Tú y el señor Otis miráis. Yo conduciré.
—No, señor. No puedo permitirle que lo haga —dijo el señor Otis—. Se lo agradezco, pero no puedo permitírselo. Demasiado peligroso. Por favor, lléveme hasta la estación de servicio nada más, y mi sobrino vendrá a recoger el coche con la grúa.
Ira miró a Maggie. Maggie le lanzó a Ira una mirada de impotencia. El sonido de los coches que pasaban silbando le recordaron los thrillers que daban por televisión, donde los espías se reúnen en modernos páramos, al borde de las autopistas, o en estruendosos complejos industriales.
—Oiga —dijo Ira—, voy a decirle la verdad…
—¡Mejor que no me lleve! ¡No! —exclamó el señor Otis—. Ya les he causado bastantes molestias, ya lo sé.
—El caso es que… nos sentimos responsables —le dijo Ira—. Lo que le hemos dicho de la rueda no ha sido exactamente un error, sino una… humm, exageración y nada más.
—Sí, nos lo hemos inventado —dijo Maggie.
—¡Ah, no! —dijo el señor Otis, dando muestras de desaprobación—. Dice eso sólo para que deje de preocuparme.
—Hace un rato, usted, digamos que… pues que ha reducido la velocidad de repente, más o menos, delante de nosotros —dijo Maggie—, y ha hecho que nos saliéramos de la carretera. Sin querer, claro, pero…
—¿Yo he hecho eso?
—Sin querer —le aseguró Maggie.
—Y además —dijo Ira—, lo más probable es que usted redujera la velocidad porque nosotros, sin quererlo, tocamos el claxon. De modo que no es lo mismo que si…
—¡Vaya por Dios! Florence, mi sobrina, se pasa el día insistiéndome para que devuelva el carnet de conducir, pero, por supuesto, nunca había pensado que…
—De todos modos, yo me he portado de un modo totalmente desconsiderado —le dijo Maggie—. Le dije que se le estaba saliendo la rueda cuando en realidad no era cierto.
—¡Cómo! Yo a eso le llamo comportarse cristianamente —dijo el señor Otis—. ¡Pero si les he hecho salir de la carretera! ¡Ustedes se han portado de un modo maravilloso!
—No, verá, en realidad la rueda estaba…
—La mayoría hubieran dejado que siguiera conduciendo hasta hallar mi propia muerte —dijo el señor Otis.
—¡A la rueda no le pasa nada! —le dijo Maggie—. No oscilaba lo más mínimo.
El señor Otis echó la cabeza hacia atrás y se quedó observando a Maggie. Con los párpados entornados tenía tal expresión de arrogancia y pillería que parecía que, al fin, había captado el sentido de lo que Maggie le decía.
Pero entonces dijo:
—No, no puede ser. De ningún modo. Miren, ahora que lo recuerdo, el coche ha estado toda la mañana haciendo algo raro. Lo sabía y no lo sabía, ¿comprenden? Y supongo que a usted le ha pasado lo mismo. Digamos que medio lo vio con el rabillo del ojo, y que ello le impulsó a decir lo que dijo, sin saber por qué.
Esto zanjó el asunto. Ira se puso en acción.
—Muy bien —dijo—, entonces sólo tenemos que comprobarlo. ¿Las llaves están puestas?
Y se dirigió a grandes zancadas y con toda energía hacia el Chevy, abrió la puerta y se metió en el vehículo.
—¡Ah, no! —gritó el señor Otis—. ¡No se juegue el tipo por mí, señor!
—No le pasará nada —dijo Maggie.
Ira le hizo al señor Otis un gesto tranquilizador con la mano.
Aunque la ventanilla estaba abierta, el Chevy trepidaba de calor. La funda de plástico transparente del asiento parecía haberse derretido en parte y olía muy fuerte a plátano zocato. No era de extrañar. En el asiento de al lado había una bolsa con los restos de la comida: un envoltorio arrugado, una piel de plátano y un trozo de papel de celofán enrollado a modo de tornillo.
Ira giró la llave de contacto. Cuando el motor comenzó a zumbar, se asomó a la ventanilla y les dijo a Maggie y al señor Otis:
—Observen con atención.
No contestaron nada. Para ser dos personas tan poco parecidas, las expresiones de sus rostros eran extrañamente similares: precavidas y cautelosas, como preparadas para lo peor.
Ira metió una marcha y empezó a rodar por el arcén. Tuvo la sensación de que conducía algo que sobresalía por todas partes, algo así como, por ejemplo, una cama de matrimonio. Además, se oía un repiqueteo en el tubo de escape.
Después de unas cuantas yardas, frenó y sacó la cabeza por la ventanilla. Los otros no se movieron de donde él los había dejado. Se limitaron a volver la cabeza hacia Ira.
—¿Y bien? —gritó Ira.
Se produjo un silencio. Luego, el señor Otis dijo:
—Sí, señor, me parece que la he visto bailar un poco.
—¿A usted le ha parecido que bailaba un poco? —preguntó Ira. Miró a Maggie frunciendo una ceja—: Pero a ti no te lo ha parecido.
—Bueno, no estoy segura —le dijo Maggie.
—¿Cómo dices?
—Tal vez sólo sean imaginaciones mías —dijo ella—, pero creo que sí, que se notaba una especie de… como un… no sé…
Ira cambió la marcha y retrocedió dando tumbos. Cuando de nuevo estuvo junto a ellos, les dijo:
—Bueno, quiero que ahora se fijen los dos muy, muy atentamente.
Esta vez recorrió más trecho, unas doce yardas o algo así. Se vieron obligados a seguirle. Ira miró por el retrovisor lateral y vio que Maggie corría con los brazos cruzados por debajo del pecho. Ira paró el coche y se bajó para enfrentarse con ellos.
—Sí, señor, sí. Esa rueda está suelta —exclamó el señor Otis cuando Ira estaba llegando.
Ira dijo:
—¿Maggie?
—Me ha recordado una peonza en el momento en que deja de girar y se cae —dijo Maggie.
—Escúchame bien ahora, Maggie…
—¡Ya lo sé, ya lo sé! —dijo Maggie—. Pero no puedo evitarlo, Ira. De verdad la he visto oscilar. Y también me ha parecido que estaba algo así como fofa.
—Bueno, esa es una cuestión completamente distinta —dijo Ira—. Puede que al neumático le falte aire. Pero esa rueda está tan firme como una roca, lo juro. Lo he notado. Me parece imposible que estés haciendo lo que haces, Maggie.
—Lo siento —dijo Maggie con obstinación—, pero me niego a admitir que no he visto lo que he visto con mis propios ojos. Me parece que no tendremos más remedio que llevarle hasta esa estación de Texaco.
Ira miró al señor Otis.
—¿Tiene usted una llave inglesa? —le preguntó.
—¿Una qué, señor?
—Si tuviera una llave inglesa, podría apretarle la rueda yo mismo.
—¡Ah, ya!… ¿Una llave inglesa es lo mismo que una corriente?
—Es muy probable que tenga una en el maletero —le dijo Ira—, donde guarda el gato.
—¿Y dónde guardo yo el gato? No lo sé —dijo el señor Otis.
—En el maletero —repitió Ira con tesón.
Fue hasta el coche en busca de las llaves y se las entregó al señor Otis. Ira mantenía la expresión de su rostro lo más impasible que podía, en su interior se sentía como cuando iba a la residencia de ancianos de Maggie: desesperado del todo. No podía comprender cómo el señor Otis, considerando su forma de avanzar a trompicones, se las arreglaba para ir tirando día tras día.
—Llave inglesa, llave inglesa —murmuraba el señor Otis.
Abrió el maletero y levantó de golpe la tapa.
—Vamos a ver, deje que…
A primera vista, el interior del maletero parecía un sólido bloque de tela. Mantas, sábanas y almohadas habían sido introducidas en su interior de modo tan apretado que se habían congelado en una sola pieza.
—¡Pobre de mí! —dijo el señor Otis. Y tiró de la esquina de un edredón gris que no cedía.
—No importa —le dijo Ira—. Cogeré la mía.
Regresó al Dodge. De pronto, le pareció que se conservaba en muy buen estado, pasando por alto lo que Maggie le había hecho a la parte frontal izquierda del parachoques. Quitó las llaves de la cerradura de contacto y abrió el maletero.
Nada.
Donde una vez hubiera una rueda de recambio, colocada en el encaje de debajo de la estera del suelo, ahora había un espacio vacío. Y ni rastro de la bolsa de vinilo gris en la que guardaba sus herramientas.
—¿Maggie? —gritó.
Maggie se apartó perezosamente del Chevy e inclinó la cabeza en dirección a Ira.
—¿Qué le ha pasado a mi rueda de recambio? —preguntó Ira.
—Está puesta.
—¿Que está puesta?
Maggie asintió con la cabeza de forma enérgica.
—¿Quieres decir que la estamos usando?
—Exacto.
—Entonces, ¿dónde está la rueda original?
—Le están poniendo un parche en la estación de servicio Exxon, cerca de casa.
—Bueno, ¿pero cómo…?
No. Daba lo mismo. Mejor no desviarse del tema.
—¿Y dónde están las herramientas, entonces? —gritó.
—¿Qué herramientas?
Ira cerró de un golpe la tapa del maletero y regresó de nuevo junto al Chevy. No tenía ningún sentido gritar. Se dio cuenta de que la llave inglesa no iba a estar por allí cerca.
—Las herramientas con las que cambiaste la rueda —le dijo a Maggie.
—¡Ah, no fui yo quien la cambió! Se paró un hombre y me ayudó.
—¿Y utilizó las herramientas que había en el maletero?
—Supongo que sí. Sí.
—¿Las volvió a guardar?
—Me imagino que sí —dijo Maggie.
Frunció el entrecejo, evidentemente tratando de acordarse.
—No están allí, Maggie.
—Bueno, pues estoy segura de que no las robó, si es eso lo que estás pensando. Era un hombre muy amable. Ni siquiera quiso aceptar el dinero que iba a darle. Dijo que estaba casado y…
—Yo no estoy diciendo que las robara. Sólo te estoy preguntando dónde están.
—Tal vez en la… —dijo Maggie.
Y después añadió algo más entre dientes. Ira no lo entendió muy bien.
—¿Cómo?
—¡He dicho que tal vez estén en la esquina de la calle Charles con la avenida Northern! —gritó Maggie.
Ira se encaminó hacia donde se hallaba el señor Otis. El anciano le miraba con los ojos entornados; parecía que estuviera durmiéndose de pie.
—Me temo que tendremos que vaciar su maletero —le dijo Ira.
El señor Otis asintió repetidas veces con la cabeza, pero no dio ni un paso.
—¿Le parece bien que lo vaciemos? —le preguntó Ira.
—Bueno, sí, señor, podríamos hacerlo —dijo vagamente el señor Otis.
Hubo un silencio.
—Bien, ¿y si empezáramos? —dijo Ira.
—Podemos empezar, si usted quiere, pero me sorprendería mucho que encontrara usted alguna llave, señor.
—Todo el mundo lleva una llave. Una llave inglesa. Viene con el coche.
—Yo nunca la he visto.
—¡Oh, Ira! —exclamó Maggie—. ¿No podríamos llevarle de una vez hasta la estación de Texaco y dejar que su sobrino le arreglara la rueda como es debido?
—Y ¿cómo crees tú que lo hará, Maggie? Cogerá una llave inglesa y, aunque de hecho no sea necesario, apretará las tuercas de palomilla.
Mientras tanto, el señor Otis se las había apañado para sacar del maletero una única pieza: los pantalones de un pijama de franela. Los tenía en la mano y los estaba examinando.
Tal vez fuera la expresión indecisa de su cara o, tal vez, fueran los pantalones mismos del pijama, arrugados y lacios, con un cordón deshilachado arrastrando por el suelo: el caso es que Ira se dio de repente por vencido.
—¡Oh, qué demonios! —dijo—. Vamos a la estación de Texaco.
—Gracias, Ira —le dijo Maggie cariñosamente.
Y el señor Otis dijo:
—Bien, si están ustedes seguros de que no es ninguna molestia…
—No, no… —dijo Ira, pasándose una mano por la frente—. Creo que será mejor que cerremos el Chevy con llave.
Maggie dijo:
—¿Qué Chevy?
—Es ese tipo de coche, Maggie.
—Casi no vale la pena cerrar un coche a punto de perder una rueda —dijo el señor Otis.
Por un instante, Ira se preguntó si toda aquella situación no obedecería al modo particularmente pasivo y diabólico que tenía el señor Otis de vengarse. Dio media vuelta y se encaminó de nuevo hacia su coche. Tras él oyó la pesada tapa del maletero al cerrarse con un sonido metálico y el ruido de las pisadas de Maggie y del señor Otis sobre la grava, pero no se detuvo a esperarles.
Ahora el Dodge estaba tan caliente como el Chevy, y la barra cromada del cambio de marchas le abrasó los dedos. Se quedó sentado, con el motor en marcha, mientras Maggie ayudaba al señor Otis a acomodarse en el asiento de atrás. Maggie parecía saber por instinto que iba a necesitar ayuda: había que doblarlo por la mitad de un modo bastante complicado. Lo último que entró del señor Otis fueron los pies, que acercó hacia sí levantándose ambas rodillas con las manos. Después dio un suspiro y se quitó el sombrero. En el espejo, Ira vio una calva huesuda y brillante, con dos borlas algodonosas de blanco cabello cayéndole por encima de las orejas.
—Le estoy muy agradecido —dijo el señor Otis.
—Oh, no es molestia alguna —dijo Maggie, metiéndose con agilidad en el asiento delantero.
Habla por ti misma, pensó Ira con amargura.
Esperó a que pasara un desfile de motoristas (todos hombres, sin casco, descendiendo con rapidez y trazando largas curvas en forma de ese, libres como los pájaros), y, a continuación, volvió a enfilar la carretera.
—¿Así que hacia dónde nos dirigimos? —preguntó.
—Ah, sí, sólo hay que pasar una granja de vacas y después girar a la derecha —dijo el señor Otis—. No hay más de tres o cuatro millas.
Desde su asiento, Maggie estiró el cuello hacia atrás y dijo:
—Debe vivir usted por esta zona.
—Cerca de la carretera del Cuervo Muerto. O por lo menos así era hasta la semana pasada. Últimamente he estado viviendo con mi hermana Lurene.
A continuación, empezó a hablarle de su hermana Lurene, que, cuando no estaba demasiado mal de la artritis, trabajaba de forma esporádica en los almacenes K Mart. Y ello les llevó, por supuesto, a hablar de la artritis del señor Otis, del modo lento, solapado y sigiloso en que había ido apoderándose de él, y de todas las otras cosas que en un principio pensó que podían ser, y de cómo el médico se había quedado maravillado y estupefacto de su estado cuando al fin optó por ir a verle.
—¡Oh, si usted hubiera visto lo que he visto yo! —le dijo Maggie—. Personas de la residencia donde trabajo hechas un verdadero nudo. ¡Como si yo no lo supiera!
Maggie tenía tendencia a adoptar el ritmo del habla de las personas con quienes conversaba. Si cierras los ojos, pensó Ira, casi dirías que es negra.
—Es una dolencia malvada, maligna: no tiene solución —dijo el señor Otis—. Ahí esta la granja de vacas, señor. Ahora ha de tomar la siguiente a la derecha.
Ira aminoró la velocidad. Pasaron ante un grupo de vacas que, con la mirada fija, mascaban ruidosa y caprichosamente, y después siguieron por una carretera cuyo ancho no llegaba a dos carriles. El firme era desigual, con señales pintadas a mano que sobresalían del terraplén cubierto de hierba: PELIGRO GANADO SUELTO y ATENCIÓN DESPACIO y CABALLOS Y PERROS CRUZAN POR AQUÍ.
Ahora el señor Otis explicaba cómo la artritis le había obligado a retirarse. Cuando estaba en Carolina del Norte, su tierra natal, solía trabajar de trastejador. Solía caminar por encima de los caballetes de los tejados con la misma facilidad que una ardilla y ahora ni tan siquiera era capaz de apañárselas con un peldaño de escalera.
Maggie chasqueó la lengua.
Ira se preguntó por qué Maggie siempre tenía que invitar a los demás a entrar en sus vidas. No debía de bastarle con un simple marido, sospechaba él. El número dos no la satisfacía. Ira recordó a todas las personas que Maggie había acogido a lo largo de los años: el hermano de Maggie, que, cuando su esposa se enamoró del dentista, se pasó un invierno en el sofá de ellos dos, y Serena, aquella vez que su marido estuvo en Virginia buscando trabajo, y, por supuesto, Fiona, con su bebé y con las montañas de complementos para el bebé: el cochecito y el parque y el columpio de cuerda. Dado su actual estado de ánimo, Ira pensó que también podía incluir a sus dos hijos, puesto que ¿acaso Jesse y Daisy, interrumpiéndoles en sus momentos más íntimos, interponiéndose entre ellos dos como una cuña no eran también unos intrusos? (Costaba creer que algunas personas opinaran que los hijos mantenían unidos a los matrimonios.) Y no habían planificado tenerlos, por lo menos no tan pronto. Antes de que naciera Jesse, Ira todavía albergaba la esperanza de proseguir sus estudios. Se suponía que, después de haber pagado las facturas del médico de su hermana y la nueva estufa de su padre, era lo que debía hacer. Maggie seguiría trabajando toda la jornada. Pero descubrió que estaba embarazada y tuvo que dejar el trabajo. Y después la hermana de Ira presentó unos síntomas nuevos del todo, unos ataques que la obligaron a ingresar en el hospital. Y una furgoneta se empotró contra la tienda durante una nochebuena y dañó el edificio. Luego Maggie se quedó embarazada de Daisy, otra sorpresa. (¿Quizá había sido una insensatez dejar el asunto de los anticonceptivos en manos de una persona tan propensa a los accidentes?) Pero esto pasó ocho años después de tener a Jesse y, para entonces, Ira, por alguna razón, ya había abandonado más o menos sus planes.
En ocasiones —por ejemplo, en un día como aquél, un día largo y caluroso en aquel polvoriento coche—, Ira experimentaba el más abrumador de los cansancios. Sentía sobre su cabeza un peso real, como si alguien hubiese bajado el techo. Pero supuso que, de vez en cuando, todo el mundo se sentía así.
Maggie estaba contándole al señor Otis el objetivo de su viaje.
—Mi mejor y más antigua amiga acaba de perder a su marido —decía— y hemos tenido que ir al funeral. Ha sido tristísimo.
—¡Válgame Dios! Pues, vaya, la acompaño sinceramente en el sentimiento —dijo el señor Otis.
Ira redujo la velocidad al situarse detrás de un coche de formas curvas y humilde aspecto de los años cuarenta, conducido por una vieja señora de cuerpo tan encorvado que su cabeza apenas sí podía verse por encima del volante. La carretera uno: la clínica de las carreteras. Entonces recordó que ya no estaba en la carretera uno, que había ido a la deriva en sentido lateral o, tal vez, hacia atrás, y tuvo la sensación de estar soñando, flotando. Era como el antiguo sortilegio que se produce con el cambio de las estaciones y durante el cual olvidas, por un momento, qué época del año estás atravesando. ¿Es primavera o es otoño? ¿Acaba de comenzar el verano o está concluyendo?
Pasaron por delante de una moderna casa de pisos construidos a distintos niveles. En el jardín había dos estatuas de yeso: un niño y una niña holandeses, inclinándose con delicadeza el uno ante el otro, de modo que sus labios casi se rozaban. Después, un aparcamiento para caravanas y un surtido de señales de iglesias, organizaciones municipales y Mobiliario para Terrazas y Jardines Al. El señor Otis, agarrándose a la parte de atrás del asiento, se empujó hacia adelante con un gruñido:
—Ahí delante mismo está la estación de Texaco —dijo—. ¿La ve?
Ira la veía: un pequeño rectángulo blanco situado muy cerca de la carretera. Varios globos de mylar se mantenían flotando en el aire por encima de los surtidores. Tres en cada surtidor: rojo, plata y azul, enredándose perezosamente entre sí.
Torció por la explanada de cemento, evitando con cuidado el cordón señalizador que se extendía a través de toda ella, y frenó y se volvió para mirar al señor Otis. Pero el señor Otis no se movió. Fue Maggie la que se apeó. Abrió la puerta de atrás y cogió al señor Otis por debajo del codo, mientras él se desenroscaba.
—Vamos a ver, ¿dónde está su sobrino? —le preguntó Maggie.
—Por aquí, en algún lado —dijo el señor Otis.
—¿Está usted seguro? ¿Y si hoy no trabaja?
—¡Cómo! Tiene que trabajar, ¿no?
Oh, Señor, aquella situación no iba a acabarse nunca. Ira paró el motor y observó cómo los dos cruzaban la explanada de cemento.
Más allá de la zona de servicio, un chico blanco con una fibrosa cola de caballo marrón escuchó lo que le decían y, a continuación, negó con la cabeza. Dijo algo, agitando el brazo vagamente en dirección este. Ira refunfuñó y se deslizó en su asiento.
Y entonces Maggie se acercó taconeando e Ira recuperó el ánimo, pero cuando ella llegó al coche todo lo que hizo fue asomar la cabeza por la ventanilla del asiento del acompañante.
—Tendremos que esperar un poco —dijo.
—¿Para qué?
—Su sobrino ha tenido que acudir a una llamada, pero volverá dentro de nada.
—Entonces, ¿por qué no podemos irnos ya?
—¡No podría hacerlo! No me quedaría tranquila. No sabría qué ha pasado al final.
—¿Qué quieres decir con eso de lo que ha pasado al final? A la rueda no le sucede absolutamente nada, ¿lo recuerdas?
—Oscilaba, Ira. Yo la vi oscilar.
Ira suspiró.
—Y tal vez su sobrino, por alguna razón, no vuelva —dijo Maggie—, con lo cual el señor Otis tendría que quedarse aquí desamparado del todo. O tal vez tenga que pagar algo. Quiero asegurarme de que no le falta dinero.
—Mira, Maggie…
—¿Por qué no llenas el depósito de gasolina? Seguro que no nos vendría mal.
—No tenemos tarjeta de crédito de Texaco.
—Págala al contado. Apuesto a que para cuando hayas llenado el depósito, Lamont estará entrando en la estación de servicio.
¡Lamont! ¡Tan pronto! Lo próximo que diría es que había adoptado al chico.
Volvió a poner el motor en marcha, mascullando entre dientes. Se acercó hasta el área de servicio y bajó del coche. Los surtidores que había en aquella gasolinera eran de un tipo más antiguo que el que se usaba en Baltimore: un registro de cifras giratorias en lugar de diodos electroluminiscentes, y un simple dispositivo con un pivote para reajustar el contador. Para conseguir ponerlo en marcha, Ira tuvo que readaptarse: hacer que su mente retrocediera un par de años. Mientras el depósito se iba llenando, observó a Maggie acomodar al señor Otis sobre una baja pared encalada que separaba la gasolinera del huerto de quién sabe quién. El señor Otis se había vuelto a poner el sombrero y estaba agazapado bajo él, como un gato bajo una mesa, mirando ante sí con curiosidad y pensativamente, masticando, como es sabido que hacen los viejos, una bocanada de aire. Era un anciano y, sin embargo, era muy probable que no tuviera muchos más años que Ira. Este pensamiento era capaz de dejarle a uno preocupado. Ira oyó la sacudida de la gasolina al dejar de manar, y regresó al automóvil. Sobre su cabeza, los globos rozaban unos contra otros, produciendo un sonido que le hizo pensar en impermeables.
Cuando estaba pagando, en el interior de la gasolinera vio una máquina de aperitivos, de modo que se acercó hasta donde estaban los otros para ver si querían algo. Se hallaban absortos en plena conversación. El señor Otis hablaba sin cesar de alguien llamado Duluth.
—Maggie, tienen patatas fritas —dijo Ira—, del tipo que a ti te gustan: de barbacoa.
Maggie le hizo un gesto con la mano.
—Creo que tenía usted toda la razón —le dijo Maggie al señor Otis.
—Y cortezas de bacon —dijo Ira—. Últimamente, casi nunca se encuentran cortezas de bacon.
Maggie le lanzó una mirada distante, ensimismada, y le dijo:
—¿Has olvidado que estoy a dieta?
—¿Y usted, señor Otis?
—¡Oh, vaya, no, gracias! Se lo agradezco muchísimo, señor.
Volvió a mirar a Maggie y siguió hablando:
—Así que, de todos modos, voy y le pregunto: «Duluth, ¿cómo puedes hacerme responsable de eso, mujer?»
—La esposa del señor Otis está furiosa con él por algo que ella soñó que él hacía —le explicó Maggie a Ira.
—Ahí me tiene a mí, —dijo el señor Otis—, tan ignorante como un bebé, y bajo a la cocina y le pregunto: «¿Dónde está mi desayuno?» Ella va y me dice: «Prepáratelo tú mismo.» Y yo digo: «¿Qué?»
—Eso es realmente injusto —le dijo Maggie al señor Otis.
—Bueno, creo que yo sí me tomaré un aperitivo —dijo Ira.
Y se fue hacia la gasolinera, con las manos en los bolsillos, sintiéndose marginado.
Como lo de estar a dieta, pensó Ira; lo de estar a dieta era otro ejemplo del despilfarro de Maggie. La dieta del agua y la dieta de las proteínas y la dieta del pomelo. Privándose de algo en todas las comidas cuando, en opinión de Ira, estaba francamente bien, ni tan siquiera lo que uno podría llamar rellenita; unos agradables pechos carnosos, suaves y sedosos, y también un cremoso y redondo trasero. ¿Pero cuándo había ella escuchado a Ira? Con aire taciturno dejó caer unas monedas en la máquina de aperitivos y pulsó el botón de debajo de una bolsa de galletas saladas.
Cuando regresó, Maggie decía:
—Quiero decir, ¿se imagina usted qué pasaría si todos hiciéramos lo mismo? Confundir los sueños con la vida real. Fíjese en mí: dos o tres veces al año, más o menos, sueño que un vecino y yo nos besamos. Un vecino del todo insulso llamado Simmons, que parece un vendedor o algo así, no sé, de seguros o de una compañía inmobiliaria. Durante el día no me acuerdo de él para nada, pero por la noche sueño que nos besamos y deseo con ardor que me desabroche la blusa, y por la mañana, en la parada del autobús, me siento tan incómoda que ni siquiera puedo mirarle a los ojos, pero luego me doy cuenta de que es el mismo de siempre: un hombre de rostro insulso en traje de calle.
—Por el amor de Dios, Maggie —dijo Ira.
Trató de imaginarse al tal Simmons, pero no tenía ni idea de sobre quién podía estar hablando.
—¿Se imagina qué pasaría si yo le echara la culpa de eso? —le preguntó Maggie—. Un chico de unos… treinta años, que no me interesa lo más mínimo. ¡No soy yo quien ha inventado eso de soñar!
—No, claro que no —dijo el señor Otis—. Y, de todas formas, ese sueño de Duluth lo soñó Duluth. Ni siquiera fui yo quien lo soñó. Dijo que yo estaba de pie encima de su silla de coser, la silla en que siempre está trabajando, de modo que me dijo que me bajara, pero cuando yo me bajé empecé a caminar por encima del chal que ella estaba tejiendo y por encima de sus enaguas bordadas, y mis zapatos arrastraban encajes y volantes y trozos de cinta. «¡Si eso no es típico de ti!», me dice por la mañana, y yo le digo: «Pero ¿qué he hecho yo? A ver, dime qué he hecho yo. Dime cuándo te he pisoteado alguna de esas cosas.» Ella dice: «Eres justo el tipo de hombre que lo arrolla todo, Daniel Otis, y, si llego a saber que tenía que soportarte durante tanto tiempo, hubiera escogido con más cuidado al casarme.» De modo que yo le digo: «Bien, pues, si eso es lo que piensas, me voy.» Y ella dice: «No te olvides de tus cosas.» Así que cogí y me largué.
—El señor Otis ha estado viviendo en su coche estos últimos días y yendo de casa de un familiar a la de otro —le dijo Maggie a Ira.
—¿De verdad? —dijo Ira.
—Así que me importa cantidad que la rueda no salga disparada —añadió el señor Otis.
Ira suspiró y se: sentó en la pared junto a Maggie. Las galletas saladas eran de esas que llevan por encima un barniz y que se pegan a los dientes, pero estaba tan hambriento que siguió comiéndoselas.
El chico de la coleta venía andando hacia ellos, de forma tan directa y decidida, con sus botas de piel y tapas metálicas en los tacones, que Ira se volvió a levantar, pensando que tendrían que hablar de algo. Pero todo lo que hizo el chico fue enrollar la manguera del aire comprimido que durante todo aquel rato había estado silbando en el suelo sin que ellos lo advirtieran. Con el fin de no parecer indeciso, Ira se acercó hasta él de todos modos.
—¡Bueno! ¿Qué historia es esa de Lamont?
—Ha salido —le dijo el chico.
—Supongo que no existe la menor posibilidad de que vengas tú. Te llevamos en nuestro coche y le echas un vistazo a la rueda del señor Otis en nuestro lugar.
—¡No! —dijo el chico, colgando la manguera en un gancho.
—Ya veo —dijo Ira.
Regresó a la pared y el chico volvió de nuevo a la gasolinera.
—Me parece que podría ser Moose Run —estaba diciéndole Maggie al señor Otis—. ¿Se llama así? El desvío de Cartwheel.
—Mire, no conozco ningún Moose Run —dijo el señor Otis—, pero he oído hablar de Cartwheel, aunque no sabría decirle con exactitud cómo llegar hasta allí. Verá, por aquí hay tantos sitios que suenan como si fueran pueblos… Dicen que son pueblos, pero en realidad apenas sí encuentra uno algo más que una tienda de comestibles y una gasolinera.
—Exacto. Así es Cartwheel —dijo Maggie—. Una calle principal. Ni un solo semáforo. Fiona vive en una calle estrechísima que ni siquiera tiene acera. Fiona es nuestra nuera. Supongo que debería decir ex nuera. Fue la mujer de nuestro hijo Jesse, pero ahora están divorciados.
—Sí, es lo que hacen hoy en día. Lamont también está divorciado, y Sally, la niña de mi hermana Florence. No sé por qué se toman la molestia de casarse.
Como si su matrimonio anduviera perfectamente.
—Tome una galleta —le dijo Ira.
El señor Otis negó con la cabeza, distraídamente, pero Maggie metió la mano hasta el fondo de la bolsa y sacó media docena.
—En realidad fue un malentendido —le dijo Maggie al señor Otis, y mordió una galleta—. Eran perfectos el uno para el otro. Incluso parecían perfectos: Jesse tan moreno y Fiona tan rubia. Lo que pasó fue que Jesse llevaba el ritmo de trabajo de un músico y su vida era algo así como, no sé, irregular. Y Fiona era tan joven y tan propensa a salirse de sus casillas… Oh, yo estaba loca por ellos. A Jesse se le partió el corazón cuando ella lo dejó: cogió a su hijita y se fue a vivir a casa de su madre. Y también a Fiona se le partió el corazón, lo sé. Pero ¿cree usted que ella lo ha reconocido alguna vez? Y ahora están tan pulcramente divorciados que usted creería que nunca estuvieron casados.
De momento, todo aquello era cierto, pero Maggie había omitido muchas cosas. O tal vez no las había omitido, sino que, por alguna razón, las había embellecido, como la imagen de su hijo: un «músico» dedicado a su carrera con tal intensidad que se había visto forzado a descuidar a su «esposa» y a su «hija». Ira nunca había visto a su hijo como «músico». Lo veía como a un estudiante que habiendo plantado sus estudios necesitaba un empleo fijo. Y nunca había visto a Fiona como a su esposa, sino más bien como a la amiga adolescente de Jesse, con su velo de deslumbrante cabello rubio, en absoluto incongruente con una corta camiseta y unos pantalones tejanos estrechos, mientras que para ellos la pobrecita Leroy apenas sí había sido algo más que un cachorrito, un animalito de trapo ganado en un puesto de feria.
Guardaba un vivo recuerdo del aspecto de Jesse la noche en que lo arrestaron, cuando tenía dieciséis años. Le detuvieron junto con varios de sus amigos por borrachera pública. Luego resultó que era la primera vez que sucedía, pero Ira quiso cerciorarse de ello, de modo que, a fin de mostrarse severo con él, insistió en que Maggie se quedara en casa mientras él se iba solo a depositar la fianza. Se sentó en un banco de la sala de espera pública y, finalmente, apareció Jesse, doblado entre dos policías. Era evidente que le habían esposado las muñecas a la espalda y que en algún momento había intentado pasar a través del círculo formado por sus propios brazos a fin de poder colocar las manos delante de sí. Pero, o se había rendido o le habían interrumpido en plena maniobra, de modo que cojeaba, perdiendo el equilibrio, retorcido como el monstruo de una atracción de segundo orden, con las muñecas atrapadas entre las piernas. Al verle, Ira había experimentado la más compleja mezcla de emociones: estaba enfurecido con su hijo y también con las autoridades por exhibir la humillación de Jesse, y sentía unas ganas salvajes de reír, y un doloroso y desbordante sentimiento de lástima. Jesse llevaba arremangadas hasta los antebrazos las mangas de la chaqueta, como entonces estaba de moda (algo que los chicos jamás hacían en los tiempos de Ira), y eso le hacía parecer todavía más vulnerable. Y lo mismo sucedió con la expresión de su rostro después de que le quitaran las esposas y pudiera mantenerse derecho, si bien se trataba de una expresión terriblemente desafiante y Jesse se negaba a reconocer la presencia de Ira. Ahora, cuando Ira pensaba en Jesse, se lo imaginaba siempre como aquella noche: la misma combinación generadora de exasperación y patetismo. Se preguntó cómo lo vería Maggie. Tal vez ella ahondaba más en el pasado. Tal vez lo recordaba cuando tenía cuatro o seis años, un chiquillo hermoso, de particular simpatía, sin más problemas que los que solían tener los chiquillos de su edad. En cualquier caso, seguro que no lo veía como era en realidad.
No, y a su hija tampoco, pensó Ira. Maggie veía a Daisy como una versión de la madre de Maggie —madura, eficiente y se veía a sí misma corriendo siempre detrás de Daisy, haciendo algo que pareciera inadecuado—. Lo había hecho desde que Daisy era una niña, con una habitación inexplicablemente bien ordenada y una colección de cuadernos para sus deberes que clasificaba por colores. Pero Daisy, a su modo, también era digna de compasión. Ira lo veía con claridad, aunque ella fuera la persona a la que se sentía más unido. Parecía que no disfrutase de su propia juventud; ni siquiera había tenido un novio, que Ira supiera. Cada vez que, de chiquillo, Jesse hacía alguna travesura, Daisy adoptaba una expresión compungida de desaprobación, pero Ira casi hubiera preferido que Daisy también participara de aquella travesura. ¿No era así como se suponía que debía funcionar? ¿No era así como funcionaba en otras familias, las alegres y ruidosas familias que Ira solía contemplar con melancolía cuando era un chiquillo? Ahora Daisy ya tenía la maleta a punto para irse a la universidad —hacía semanas que la tenía hecha—, y no le quedaba nada que ponerse, salvo unas cuantas prendas desgastadas que no se llevaba con ella. Y andaba por la casa con el aspecto desolado y triste de un monja, con sus blusas deshilachadas y sus faldas descoloridas. Pero Maggie pensaba que era admirable. «Cuando tenía su edad, yo ni siquiera había empezado a decidir qué quería ser», había dicho Maggie. Daisy quería estudiar física cuántica. «Estoy tan impresionada», decía Maggie, hasta que Ira le dijo: «Maggie ¿y qué es física cuántica?», porque de verdad quería saberlo. «¿Tienes la más mínima idea?», le preguntó él. Entonces, Maggie creyó que la menospreciaba y dijo: «Ya sé que no soy una científica. ¡Sólo soy enfermera auxiliar en una residencia de ancianos, lo admito!», e Ira dijo: «Sólo quería decir… ¡Jesús!… Sólo quería decir que…», y Daisy asomó la cabeza por la puerta y dijo: «Por favor, por favor, ¿no podríais dejar de pelearos otra vez? Intento leer.» «¡Pelear!», gritó Maggie. «Sólo he hecho una simple e insignificante observación y…» Entonces Ira le dijo a Daisy: «Ahora escúchame, jovencita, si te alteras por tan poca cosa, ya puedes irte a leer a la biblioteca.» De modo que Daisy se retiró de nuevo con rostro compungido. Y Maggie escondió la cabeza entre las manos.
«La misma cantilena de siempre»: así se había referido Jesse una vez al matrimonio. Fue una mañana en que Fiona se levantó llorando de la mesa del desayuno e Ira le preguntó qué había pasado. «Ya sabes lo que pasa», le contestó Jesse, «la misma cantilena de siempre.» Entonces Ira (que no se lo había preguntado por pura curiosidad, sino insinuando: Esto es importante, hijo, préstale atención), se preguntó qué significaba aquel «ya sabes». ¿Estaba Jesse afirmando que su matrimonio y el de Ira tenían algo en común? Porque en tal caso, estaba muy equivocado. Eran dos instituciones del todo distintas. El matrimonio de Ira era tan firme como un árbol; ni siquiera él podía decir lo profundas y anchas que eran sus raíces.
Pero, aun así, la frase de Jesse se le quedó grabada en la memoria: la misma cantilena de siempre. Las mismas discusiones, las mismas recriminaciones. Los mismos chistes y las mismas consignas afectuosas. Sí, y una fidelidad duradera y demostraciones de apoyo y consuelos que nadie más sabía cómo ofrecer. Pero también los mismos resentimientos sacados a relucir año tras año, sin que nada quedara por completo olvidado: la vez en que Ira no se mostró contento cuando Maggie le dijo que estaba embarazada, la vez en que Maggie no defendió a Ira frente a su madre, la vez que Ira se negó a visitar a Maggie en el hospital, la vez en que Maggie se olvidó de invitar a la familia de Ira para la cena de Navidad.
Y la monotonía. ¡Ah, Señor! ¿Quién podía culpar a Jesse de irritarse por ello? Era muy posible que el chico hubiera estado observando de reojo a sus padres todos los años de su niñez, jurando que él nunca soportaría una vida semejante: día tras día al pie del cañón, dirigiéndose Ira a la tienda cada mañana, y Maggie a la residencia de ancianos. Probablemente, las tardes que Jesse había pasado en la tienda echando una mano habían constituido para él una especie de lección práctica. Seguro que se había sentido atemorizado: Ira siempre sentado en su alto taburete de madera, silbando junto con su emisora de música ambiental, mientras medía una orla o aserraba con sus ingletes. Las mujeres acudían para que les enmarcara las homilías bordadas a punto de cruz, y sus marinas de aficionadas y las fotos de la boda (dos personas serias, de perfil, mirándose única y exclusivamente la una a la otra). Llevaban ilustraciones arrancadas de alguna revista: una camada de cachorritos o un patito metido en una cesta. Al igual que un sastre que estuviera tomándole medidas a un cliente vestido a medias, Ira permanecía discretamente ciego, dando la sensación de que no se formaba opinión alguna sobre la fotografía de un gatito cariacontecido enredado en un ovillo de lana.
—Seguro que le gustaría un paspartú de color pastel, ¿no cree usted? —le preguntaban las mujeres. (Con frecuencia usaban verbos de volición, como si las fotografías tuvieran vida propia.)
—Sí, señora —comentaba Ira.
—Tal vez un azul claro que haga juego con el azul de la cinta.
—Sí, podría ser.
Y, a los ojos de Jesse, Ira se convertía de pronto en una figura genérica conocida como El Dependiente: un monótono y servicial hombre de edad indefinida.
Procedente del piso de encima de la tienda, Ira solía oír el crujido, silencio, crujido, de la mecedora de su padre y las vacilantes pisadas de una de sus hermanas al cruzar el suelo de la sala de estar. Sus voces, por supuesto, no podían oírse, razón por la cual Ira se había acostumbrado a pensar que su familia nunca hablaba durante el día, que permanecía en absoluto silencio hasta que él llegaba. Él era el pilar de sus vidas, lo sabía. Dependían por completo de él.
Durante su infancia, Ira fue como un extraño, una especie de efecto retardado, media generación más joven que sus hermanas. Tanto le habían tratado como a un niño que él llamaba «cariño» a todos los miembros de su familia, porque así era como los adultos o los casi adultos se dirigían a él, por lo que había supuesto que era un término universal. «¿Puedes atarme los zapatos, cariño?», le decía su padre. Sin embargo, no gozaba de los privilegios propios de los niños: nunca fue el centro de atención. Si entre ellos alguien ocupaba esa posición, era su hermana Dorrie —retrasada mental, frágil y espasmódica, con los dientes salientes y desgarbada—, si bien Dorrie también mostraba un aspecto de abandono y tenía tendencia a sentarse en un rincón de la sala. Su madre había padecido una enfermedad progresiva que acabó con ella cuando Ira tenía catorce años y que, a partir de entonces, haría que Ira se sintiera eternamente nervioso y asustado ante la presencia de alguna enfermedad. De todos modos, su madre jamás demostró poseer un gran talento para cuidar de sus hijos. En su lugar, se dedicaba a la religión, a los predicadores radiofónicos y a los panfletos que, relacionados con la vocación, dejaban los misioneros a domicilio. Su concepto de una comida eran galletas saladas y té para todo el mundo. A diferencia de cualquier mortal normal y corriente, ella nunca estaba hambrienta ni caía en la cuenta de que los demás pudieran estarlo. Se limitaba a tomar algo cuando el reloj se lo recordaba. Para comer de verdad, dependían de su padre, puesto que Dorrie no era capaz de hacer nada complicado y Junie era propensa a una especie de fobia que fue empeorando a lo largo de los años, tanto que al fin se negó a salir de casa incluso para ir a buscar una botella de leche. Su padre tenía que encargarse de todo después de acabar el trabajo de la tienda. Subía con dificultad las escaleras para recoger la lista de la compra, las bajaba de nuevo, regresaba con unas cuantas latas y trasteaba en la cocina con las chicas. Incluso cuando Ira fue ya lo bastante mayor, su ayuda jamás fue requerida. Ira era el intruso, una burda mancha de color en una fotografía de tonos sepia. Su familia le evitaba, mientras se dirigía a él de modo distante y amable. «¿Ya has terminado los deberes, cariño?», le preguntaban. Y se lo preguntaban también en verano o después de las vacaciones de Navidad.
Después Ira se graduó —ya había pagado el depósito en la universidad de Maryland, con la ilusión de ingresar en la facultad de medicina— y, de repente, su padre abdicó. Digamos que… se derrumbó moralmente. Así lo vio Ira. Declaró que tenía débil el corazón y que no podía continuar. Se sentó en su mecedora y en ella se quedó. Ira se hizo cargo del negocio, lo cual no le resultó fácil, porque hasta entonces no había desempeñado en él ni el papel más insignificante. De pronto, toda su familia recurrió a él. De él dependían para el dinero y los recados y los consejos, para que les llevara al médico y para las novedades del mundo exterior. Y así era: «¿Cariño, está pasado de moda este vestido?», y: «¿Cariño, podemos comprar una alfombra nueva?» En cierto modo, Ira se sentía satisfecho, sobre todo al principio, cuando parecía que aquello sólo sería un estado pasajero, algo que nada más duraría las vacaciones de verano. Ya no se encontraba en el banquillo; ocupaba una posición central. Hurgaba en los cajones de la cómoda de Dorrie, para dar con el calcetín rojo que faltaba a fin de completar su par favorito. Cortaba el pelo canoso de Junie, dejaba caer en el regazo de su padre los ingresos mensuales. Todo porque sabía que él era la única persona a quien podían recurrir.
Pero tras el verano llegó el otoño y, aunque al principio la universidad le concedió un aplazamiento de seis meses y, luego, de un año, al cabo de un tiempo ya no se habló más del asunto.
Bueno, había que reconocerlo: cortar molduras doradas en ángulos de cuarenta y cinco grados no era el peor de los oficios. Y, con el tiempo, también consiguió a Maggie, que cayó en su regazo como un maravilloso don llovido del cielo. Tenía dos hijos sanos y normales. Tal vez su vida no era lo que él imaginara a los dieciocho años, pero ¿acaso no le sucedía lo mismo a todo el mundo? Así eran las cosas la mayoría de las veces.
Aunque sabía que Jesse no lo veía así.
No señor, no. Para Jesse Moran, nada de compromisos. Nada de modificaciones, nada que rebajase los objetivos. «Me niego a aceptar que moriré desconocido», le había dicho Jesse a Ira en una ocasión, y él, en lugar de sonreír con tolerancia, se sintió como si le hubiera dado un bofetón.
Desconocido.
Maggie dijo:
—Ira, ¿has visto si en la gasolinera hay alguna máquina de refrescos?
Ira la miró.
—¿Ira?
Ira se serenó y dijo:
—Pues sí, creo que sí.
—¿Y hay refrescos bajos en calorías?
—Pues…
—Voy a ver —dijo Maggie—. Esas galletas saladas me han dado sed. ¿Señor Otis? ¿Quiere beber algo?
—Oh, no. Estoy bien, gracias.
Maggie se dirigió hacia el edificio a paso ligero, con la falda moviéndosele de un lado a otro. Los dos hombres miraron cómo se alejaba.
—Una señora en verdad excelente —dijo el señor Otis.
Ira dejó que sus ojos se cerraran un momento y se frotó la frente donde le dolía.
—Un verdadero ángel de la caridad —dijo el señor Otis.
A veces, en las tiendas, Maggie se acercaba con su compra al dependiente y le decía: «Y supongo que ahora querrá que le pague todo esto», con el tono pretendidamente duro que utilizaban sus hermanos cuando bromeaban. A Ira siempre le preocupaba que se hubiera pasado, pero el dependiente se reía y decía algo así como: «Pues, verá, creo que ha dado en el clavo.» De modo que, evidentemente, el mundo no era tal y como lo percibía Ira. Se parecía más al modo de percibirlo de Maggie. Ella era la que mejor se las arreglaba en él, atrayendo a personas abandonadas que se pegaban a ella como la pelusa y entablando conversaciones francas con absolutos desconocidos. El señor Otis, por ejemplo: con la cara iluminada de entusiasmo, los ojos dilatados como triángulos ribeteados de crepé.
—Me recuerda a la señora de la chimenea —le estaba diciendo a Ira—. Sabía que me recordaba a alguien, pero no sabía a quién.
—¿Chimenea?
—Una señora blanca, de Adam, que yo no conocía. Tenía una gotera junto a la chimenea y me mandó llamar para que le hiciera presupuesto. Pero por alguna razón di un paso en falso y me caí del tejado mientras andaba por él. Al final resultó que sólo me había dado un buen susto, pero, ¡Dios mío!, por unos instantes creí que estaba desahuciado, tendido en el suelo, incapaz de recuperar el aliento, y aquella señora insistió en llevarme en su coche al hospital. Por el camino, sin embargo, me recuperé, así que le dije: «Señora, no hace falta que vayamos, después de todo; se quedarán con mis ahorros por decirme que no me pasa nada.» Ella dijo que de acuerdo, pero que quería invitarme a una taza de café y a unas cuantas croquetas de patata en McDonald’s, que resulta que estaba al lado mismo de la tienda de juguetes Toys R Us, así que me preguntó si no me importaría que luego entráramos para comprarle un carrito rojo a su sobrino porque el día siguiente era su cumpleaños. Y yo digo que no y en realidad compra dos, uno para Elbert, el hijo de mi sobrina, y justo al lado estaba el centro de jardinería…
—Sí, así es Maggie, exactamente.
—No es una persona egoísta.
—No, en absoluto.
Con eso parecieron haber agotado todos los temas de conversación. Permanecieron en silencio y centraron su atención en Maggie, que regresaba sosteniendo a cierta distancia una lata de bebida.
—Esta maldita cosa me ha saltado encima —gritó Maggie alegremente—. ¿Ira? ¿Quieres un poco?
—No, gracias.
—¿Señor Otis?
—Oh, vaya, no. Me parece que no. Gracias de todos modos.
Maggie se acomodó entre ellos dos e inclinó la cabeza hacia atrás para echar un largo y ruidoso trago.
A Ira le entraron ganas de hacer un solitario. Tanta ociosidad le crispaba los nervios. Sin embargo, a juzgar por cómo se balanceaban los globos, supuso que podrían volársele las cartas, de modo que se puso las manos bajo las axilas y se acomodó con indolencia en la pared.
En la zona portuaria de Harborplace, o cerca de allí, vendían globos como aquéllos. Unos hombres solitarios y ceñudos se situaban en las esquinas, con bosques de rombos de mylar flotando sobre sus cabezas. Ira recordó lo extasiada que se había quedado su hermana Junie cuando los vio por primera vez. Pobre Junie: en cierto modo, era más retrasada incluso que Dorrie, más limitada, más reclusa. Sus temores les desconcertaban a todos, porque en el mundo exterior, que ellos supieran al menos, nunca le había sucedido nada en verdad espantoso. Al principio, procuraron que se diera cuenta de ello. Le decían cosas inútiles como: «¿Qué es lo peor que podría sucederte?», y «Yo estaré contigo.» Después, poco a poco, cesaron de hacerlo. La dejaron por imposible y accedieron a que se quedara donde estaba.
Es decir, a excepción de Maggie. Maggie era demasiado obstinada para rendirse. Y, tras varios años de intentos fallidos, un día concibió la idea de que, si disfrazaban a Junie, la convencerían de que saliera a la calle. Le compró una peluca de color rojo intenso y un vestido muy ajustado estampado de amapolas y un par de zapatos de charol, con tacones altos y afilados, que se abrochaban en los tobillos por medio de una hebilla. Le embadurnó la cara con mucho maquillaje. Ante el pasmo de todos, funcionó. Soltando risitas de un modo aterrorizado e infeliz, Junie permitió que Maggie e Ira la condujeran primero hasta el pórtico. Al día siguiente, hasta un poquito más lejos. Después, por fin, hasta el extremo de la manzana. Pero nunca sin Ira. No quería ir sola con Maggie. Maggie no era de su misma sangre. (De hecho, el padre de Ira nunca la llamaba por su nombre, sino que se refería a ella como «señora». «¿Vendrá también la señora, Ira?» Título que reflejaba con exactitud la actitud burlona y escéptica que desde un principio tuvo para con ella.)
«¿Sabes lo que pasa?», había dicho Maggie acerca de Junie, «cuando va disfrazada no es ella la que sale; es otra persona. Su verdadero yo se halla a salvo en casa.»
Evidentemente, tenía razón. Aferrándose a Ira con ambas manos, Junie iba hasta el drugstore y pedía un ejemplar del Soap Opera Digest. Iba hasta la tienda de comestibles y pedía higadillos de gallina de un modo autoritario y descarado, como si fuera una clase de mujer por completo distinta; una mujer extravagante, tal vez incluso un poco pendona, a la que no le importaba lo que la gente pensara de ella. Después le volvía a entrar otro ataque de risa tonta y le preguntaba a Ira qué tal lo estaba haciendo. Bueno, Ira estaba satisfecho de sus progresos, claro, pero al cabo de un tiempo toda aquella historia comenzó a convertirse en una lata. Junie quería arriesgarse a ir a este y aquel otro sitio, y era siempre tan laborioso: los preparativos, el vestido y el maquillaje, las garantías que se veía obligado a dar. Y aquellos ridículos tacones que tanto la molestaban. Caminaba como quien anda por un suelo recién fregado. En realidad, pensó, hubiera sido mucho más sencillo que siguiera quedándose en casa. Pero sintió vergüenza de sí mismo por haber tenido semejante pensamiento.
Después ella experimentó un vivo deseo de visitar Harborplace. Había visto la inauguración por la tele y, por algún motivo, había llegado a la conclusión de que Harborplace era una de las maravillas del mundo. De modo que, como es natural, tras haber adquirido un poco más de seguridad en sí misma, se emperró en que tenía que verlo personalmente. Sólo que Ira no quería llevarla. En una palabra, Ira no era un entusiasta de Harborplace. Opinaba que era antibaltimoreano; de hecho, una galería comercial glorificada. Y seguro que aparcar costaría un ojo de la cara. ¿No podría contentarse con alguna otra cosa? No, no podía, decía ella. ¿Y, en tal caso, no podría llevarla Maggie? No, tenía que ir con Ira. Él sabía que le necesitaba. ¿Cómo era capaz de sugerir lo contrario? Y, después, su padre también quiso ir. Y, después, Dorrie, que estaba tan emocionada que ya tenía la «maleta» (la caja de un abrigo de Hutzler) preparada para tal acontecimiento. Ira tuvo que apretar los dientes y acceder.
Programaron la excursión para un domingo, único día en que Ira no trabajaba. Por desgracia, resultó ser una mañana brumosa, fría, con chaparrones previstos para la tarde. Ira sugirió que lo aplazaran, pero nadie quiso oír hablar del tema, ni siquiera Maggie, que se había entusiasmado tanto como los demás. Así que Ira les llevó a todos en coche hasta la ciudad, donde por milagro encontró un sitio para aparcar en la calle, y se bajaron del coche y comenzaron a andar. Había tanta niebla que los edificios que se encontraban a tan sólo unas pocas yardas se habían vuelto invisibles. Cuando llegaron a la esquina de las calles Pratt y Light y miraron hacia Harborplace, ni tan siquiera pudieron ver los pabellones: no eran sino densas manchas grises. El semáforo en verde era el único y diminuto alfilerazo de color. Y no se veía a nadie más, excepción hecha del hombre de los globos que, a medida que fueron acercándose, tomó forma misteriosamente en la esquina de enfrente.
Fueron los globos los que atrajeron la atención de Junie. Parecían hechos de metal líquido; tenían un tono plateado y daban la sensación de poderse aplastar, con los bordes fruncidos como los almohadones de un sofá. Junie gritó: «¡Oh!» Subió al bordillo, boquiabierta todo el rato. «¿Qué son?», gritó.
«Globos, por supuesto», dijo Ira. Pero, cuando trató de llevarla hacia adelante, Junie estiró el cuello hacia atrás para mirarlos, y lo mismo hizo Dorrie, que iba aferrada a su otro brazo.
Ira se daba cuenta de cuál era el problema. La televisión había mantenido informada a Junie de los progresos mundiales más importantes, pero no de los triviales, como el mylar. De manera que ésos eran los que la hacían detenerse en sus salidas. Era del todo comprensible. Pero, en aquel momento, a Ira no le apetecía tratar de complacerla, eso era todo. No deseaba en absoluto estar allí, de modo que las hizo seguir y girar a toda prisa por el primer pabellón. Dorrie, a quien después de su último ataque la pierna izquierda se le había quedado paralizada en parte, se apoyaba en el otro brazo de Ira y cojeaba de un modo grotesco, mientras la caja del abrigo de Hutzler chocaba contra su cadera a cada paso que daba. Y, detrás de ellos, Maggie murmuraba palabras de aliento dirigidas a su padre, cuya respiración iba haciéndose más y más fuerte y le exigía mayores esfuerzos.
«Pero yo nunca había visto globos de esa clase», dijo Junie. «¿Qué material es ése? ¿Cómo se llama?»
Para entonces ya habían llegado al paseo situado a orillas del agua y, en lugar de contestar, Ira contempló el panorama con ironía. «¿No era esto lo que con tanto ardor deseabas ver?», le recordó.
Pero el panorama se reducía a opacas láminas blancas; y el USS Constellation, a unos bordes borrosos viajando en una nube, y Harborplace, a una pesada y silenciosa concentración de vapores.
Bueno, la excursión acabó en desastre, claro está. Junie dijo que en la tele todo parecía más bonito, y el padre de Ira dijo que notaba cómo el corazón le aleteaba en el pecho, y después Dorrie se sintió ofendida por algo y empezó a llorar y tuvieron que llevársela a casa antes de que hubieran podido poner los pies en ningún pabellón. Ira era incapaz de recordar en este momento por qué se había sentido ella ofendida, pero lo que sí recordó, y con tanta intensidad que incluso oscureció la deslumbrante Texaco bañada por el sol, fue la sensación que experimentara mientras permanecía de pie entre sus dos hermanas. Se había sentido asfixiado. La niebla había formado en torno a ellos una especie de caseta, enrarecida, húmeda, como las que se encontraban en las piscinas cubiertas. Había amortiguado todos los sonidos, salvo las voces cercanas y opresivamente familiares de los suyos. Los había envuelto a todos juntos, los había encerrado en ella, mientras las manos de sus hermanas le hundían al igual que hunden los que se ahogan a quienquiera que trate de salvarlos. Entonces Ira pensó: Oh, Señor, he estado atrapado por estas gentes toda mi vida y nunca podré librarme de ellas. Y entonces supo que era un fracasado desde el día en que se había hecho cargo del negocio de su padre.
¿Era pues de extrañar que Ira fuera tan sensible al despilfarro? Había renunciado al único sueño importante que tuvo en su vida. Ése era el mayor despilfarro que uno podía hacer.
—¡Lamont! —dijo Maggie.
Maggie miraba en dirección a una luz giratoria de color ámbar que destacaba por encima de los surtidores: una grúa remolque que no remolcaba nada. Se detuvo con un doloroso chirrido y el motor se paró. Un hombre negro vestido con una chaqueta tejana saltó de la cabina dando una vuelta.
—Es él, sí —dijo el señor Otis, levantándose unas pulgadas de su asiento.
Lamont fue hasta la parte trasera de la camioneta y examinó algo. Dio una patada a una de las ruedas y después se dirigió a la cabina. No era tan joven como Ira había supuesto; no era un simple muchacho, sino un hombre de fuerte complexión y de mirada agresiva, con la piel del color de las ciruelas negras y un firme modo de andar.
—¡Eh! ¡Hola! —gritó el señor Otis.
Lamont se paró y le miró.
—¡Tío Daniel! —dijo.
—¿Cómo estás, hijo?
—¿Qué estás haciendo tú aquí? —dijo Lamont, aproximándose.
Cuando llegó a la pared, Maggie e Ira se levantaron, pero Lamont no les miró.
—¿Todavía no has regresado con tía Duluth? —le preguntó al señor Otis.
—Lamont, voy a necesitar tu camioneta.
—¿Para qué?
—Creo que la rueda delantera izquierda de mi coche está suelta.
—¿Qué? ¿Dónde lo tienes?
—En la carretera uno. Este señor ha sido muy amable y me ha traído en coche hasta aquí.
Lamont echó una breve mirada a Ira.
—Dio la casualidad de que pasábamos por allí —le dijo Ira.
—Humm —dijo Lamont en tono poco amistoso.
Después se volvió hacia su tío y dijo:
—A ver. Vamos a ver. ¿Qué es lo que me estás diciendo? Que tienes el coche en algún punto de la carretera…
—Fue esta señora la que se dio cuenta —dijo el señor Otis.
E hizo un gesto con la mano señalando a Maggie, quien sonreía amistosamente a Lamont. Una delgada línea de espuma le bordeaba el labio superior. Ello hizo que Ira se sintiera protector.
—No le doy la mano —le dijo Maggie a Lamont—. Se me acaba de derramar esta Pepsi por encima.
Lamont se limitó sencillamente a observarla, con las comisuras de los labios hacia abajo.
—Se asomó por la ventanilla y gritó: «La rueda» —dijo el señor Otis—. «Se le está saliendo la rueda.»
—Bueno, en realidad era mentira —le dijo Maggie a Lamont—. Me lo había inventado.
¡Oh, Jesús!
—¿Cómo dice? —preguntó Lamont.
—Le dije una mentirijilla —dijo Maggie alegremente—. Ya se lo hemos confesado a su tío, pero, no sé, resulta algo difícil convencerle.
—¿Quiere decir que le dijo una mentira? —preguntó Lamont.
—Eso es.
El señor Otis sonrió con timidez mirándose los zapatos.
—Bueno, en realidad… —empezó a decir Ira.
—Fue después de que frenara casi en seco delante de nosotros —dijo Maggie—. Tuvimos que girar en la carretera y yo me puse tan furiosa que tan pronto como le alcanzamos le dije eso de la rueda. ¡Pero yo no sabía que era un anciano! ¡Ni tan siquiera sabía que estuviera desvalido!
—¿Desvalido? —preguntó el señor Otis con una sonrisa menos pronunciada.
—Y, además, después nos pareció que de verdad la rueda hacía cosas raras —le dijo Maggie a Lamont—. De manera que le hemos traído hasta la gasolinera.
Ira observó con alivio que Lamont no se mostraba ahora más amenazador que durante todo el rato. De hecho, los ignoró por completo. En cambio, se volvió hacia su tío.
—¿Oyes eso? —le preguntó—. ¿Lo ves? Ahora empiezas a echar a los coches de la carretera.
—Lamont, voy a decirte la verdad. Ahora que lo pienso, estoy seguro de que esa rueda hace varios días que no funciona como es debido.
—¿No te tengo dicho que dejes de conducir? ¿No te lo hemos dicho todos? ¿No te rogó Florence que entregaras el carnet de conducir? Puede que la próxima vez no tengas tanta suerte. Puede que la próxima vez algún blanco loco te vuele la cabeza de un tiro.
El señor Otis, allí de pie, callado, con el ala del sombrero ocultándole la cara, pareció encogerse.
—Si te hubieras quedado en casa con tía Duluth, que es donde deberías estar, nada de esto hubiera ocurrido ¡Yendo de un Estado a otro! ¡Durmiendo aquí y allá en el coche como si fueras un hippy!
—Bueno, yo creía que conducía con mucha precaución y cuidado —dijo el señor Otis.
Ira se aclaró la voz:
—Entonces, acerca de la rueda… —dijo.
—Vuelve a casa y haz las paces —le dijo Lamont al señor Otis—. Déjate de tonterías y pídele perdón a tía Duluth y quita de en medio ese montón de chatarra para que esta gente pueda irse.
—No puedo pedirle perdón. No he hecho nada de lo que deba arrepentirme.
—¿Y eso qué importa, hombre? Discúlpate de todos modos.
—Pero es que yo no pude hacerlo: sólo fue un sueño. Duluth fue quien lo soñó y…
—Llevas cincuenta años casado con esa mujer, y la mitad de todos esos años os la habéis pasado los dos enfadados por algo. O ella no te hablaba a ti o tú no le hablabas a ella; o se iba ella o te ibas tú. Venga, hombre, una vez os fuisteis los dos y dejasteis la casa abandonada. Muchos darían su brazo derecho por una casa tan bonita como la vuestra. ¿Y qué hacéis vosotros? Dejarla abandonada, mientras tú te largas por ahí dando bandazos con el Chevy y tía Duluth duerme en el sofá de Florence molestando a su familia.
Una evocadora sonrisa cruzó por el rostro del señor Otis.
—Es verdad —dijo—. Aquella vez creí que yo la dejaba a ella y ella creyó que me dejaba a mí.
—Ambos os portasteis como un par de niños peleones —le dijo Lamont.
—Bueno, pero como habrás podido observar, yo por lo menos sigo casado. ¡Yo por lo menos sigo casado, no como otros cuyo nombre me callo!
—Bien, en cualquier caso… —dijo Ira.
—Peor que si fuerais niños —siguió diciendo Lamont, como si no le hubiera oído—. Los niños, al menos, tienen tiempo que perder, pero vosotros dos ya sois viejos y estáis llegando al final de vuestras vidas. Muy pronto, uno de los dos se morirá, y el que quede se dirá: «¿Por qué me porté tan mal? Ella era como era; así era la persona con quien yo estaba. Y, mira por dónde, desperdiciamos nuestras vidas por culpa del rencor», dirás tú.
—Probablemente, yo seré el primero en morirme, de modo que no tendré que preocuparme por eso.
—Hablo en serio, tío.
—Y en serio hablo. Podría ser que lo que uno desperdicia fuera lo que de verdad importa. Quizá sea ésa la clave de todo. Desperdiciar, ¿eh? ¡Desperdiciarlo todo! No hay otra salida sino desperdiciar. Y, de todos modos, mira los buenos ratos que pasasteis. Tal vez sea en eso en lo que acabe pensando. «Madre mía, nosotros sí que lo pasamos bien. Nosotros sí que nos entregamos apasionadamente y llevamos un estilo de vida exuberante. Formamos una pareja unida en cuerpo y alma», me diré. En todo esto pensaré cuando esté en el asilo.
Lamont levantó los ojos al cielo.
—No quisiera cambiar de tema —dijo Ira—, pero ¿el asunto de la rueda está ya bajo control?
Ambos hombres le miraron.
—¡Oh! —dijo finalmente el señor Otis—. Supongo que ustedes dos querrán seguir su camino.
—Sólo si usted está seguro de estar bien —dijo Maggie.
—Estará bien —dijo Lamont—. Ya pueden irse.
—Sí, no se preocupen por mí —dijo el señor Otis—. Permítanme que les acompañe hasta el coche.
Y el señor Otis echó a andar entre los dos. Lamont se quedó atrás, al parecer indignado.
—Ese chico es tan irritante —le dijo el señor Otis a Ira—. No sé a quién ha salido.
—¿Cree usted que estará dispuesto a ayudarle?
—¡Oh, sí! Sin duda. Sólo quería vociferar y discutir un poco antes.
Llegaron al Dodge y el señor Otis insistió en abrirle la puerta a Maggie. Tardó más que si lo hubiera hecho ella misma. Primero tuvo que colocarse en la posición adecuada y después mantenerse en equilibrio y tomar impulso. Mientras tanto, iba diciéndole a Ira:
—Y no es que pueda permitirse el lujo de ir criticando a la gente. ¡Un hombre divorciado! ¡Dando consejos como si fuera un experto!
El señor Otis cerró tras ella la puerta con un ruido poco rotundo, ineficaz, de modo que Maggie tuvo que volver a abrirla y dar un buen portazo.
—Un hombre que al primer contratiempo va y salta —le dijo a Ira—. Vive solo, consumido y arrugado todo él, secándose como una pasa. Se sienta solo delante del televisor, noche tras noche, y no corteja a una nueva por miedo a que le haga lo que le hizo su mujer.
Mirándole a través de la ventanilla, Maggie chasqueó la lengua.
—Es tan lamentable ver cosas de ese tipo.
—Pero ¿cree usted que él lo ve? —preguntó el señor Otis—. No.
Fue tras Ira hasta el lado del conductor.
—Él cree que lleva una vida normal —le dijo.
—Bueno, escúcheme —le dijo Ira, mientras se sentaba al volante—. Si tiene algún tipo de gasto con la grúa, quiero que me lo diga. ¿Me ha oído bien?
Ira cerró la puerta y se asomó por la ventanilla para decirle:
—Será mejor que le dé nuestra dirección.
—No habrá gasto alguno —le dijo el señor Otis—, pero le agradezco que haya pensado en ello. —Se echó el sombrero un poco hacia atrás y se rascó la cabeza—. Mire, yo antes tenía una perra. La perra más lista que he tenido en mi vida. Bessie. Le encantaba correr detrás de una pelota de goma. Yo se la tiraba y ella la recogía. Pero, cada vez que la pelota aterrizaba sobre una silla de la cocina, Bessie hurgaba con la nariz a través de los barrotes del respaldo y lloriqueaba y gemía y aullaba, y nunca se le ocurría pensar que podía dar la vuelta a la silla y coger la pelota que tenía ante ella.
—¿Umm?, —dijo Ira.
—Me recuerda a Lamont —dijo el señor Otis.
—Lamont.
—Ciego según para qué cosas.
—¡Ah, ya! ¡Lamont!
Ira se sintió aliviado al encontrar una conexión.
—Bueno, no quiero entretenerles —le dijo el señor Otis a Ira, y le dio la mano.
Ira la notó ligera y frágil, como el esqueleto de un pájaro.
—Ahora conduzca con cuidado, ¿eh?
Se inclinó hacia adelante para decirle a Maggie:
—¡Cuídese!
—Usted también —le dijo ella—. Y espero que se arregle todo con Duluth.
—¡Oh, sí, seguro, antes o después!
Se rió entre dientes y retrocedió cuando Ira puso el motor en marcha. Como un anfitrión que estuviera despidiendo a sus invitados, se quedó allí de pie, mirándoles hasta que salieron a la carretera y él desapareció del espejo del retrovisor de Ira.
—Bueno —dijo Maggie, colocándose de un brinco en una postura más cómoda—. Así que…
Como si toda aquella excursión sólo hubiera sido un pequeño hipo en medio de una larga historia que ella estuviera contando.
Ira puso la radio, pero sólo encontró noticias puramente locales: los precios de la cosecha, un incendio en un edificio de la Orden de los Caballeros de Colón. La apagó. Maggie hurgaba en el bolso.
—¿Dónde demonios…?
—¿Qué estás buscando?
—Mis gafas de sol.
—Sobre el salpicadero.
—¡Ah, sí!
Las cogió y se las colocó en la punta de la nariz. Después volvió la cabeza hacia uno y otro lado, como para comprobar lo eficaces que eran.
—¿No te molesta la luz del sol en los ojos? —le preguntó Maggie al fin.
—No, estoy bien.
—Tal vez debería conducir yo.
—No, no…
—No he cogido el volante ni una sola vez en todo el día.
—No importa. Gracias de todos modos, cariño.
—Bueno, pero si cambias de opinión no tienes más que decírmelo —le dijo Maggie, y se hundió en el asiento y contempló el paisaje.
Ira sacó el codo por la ventanilla. Empezó a silbar una canción.
Maggie se puso rígida y le lanzó una mirada.
—Tú crees que soy una especie de conductora atolondrada.
—¿Eh?
—Te estás preguntando qué clase de loco eres para considerar incluso la posibilidad de dejar que me siente al volante.
Ira parpadeó. Creía que el tema ya estaba zanjado.
—Dios mío, Maggie —dijo—. ¿Por qué te lo tomas todo como una cuestión personal?
—Porque sí, ésa es la razón —le dijo Maggie, aunque sin acalorarse, como si sus propias palabras no le interesasen, y después volvió a contemplar el paisaje.
Cuando se hallaron de nuevo en la carretera uno, Ira echó a correr. El tráfico se había hecho mucho más denso, pero se avanzaba con fluidez. Las granjas cedieron el paso a parcelas comerciales: una montaña de neumáticos raídos, un acantilado escalonado y anguloso de edificios de cemento, un campo de recintos cerrados y con ventanas, de esos que, ajustados sobre las plataformas de las camionetas de reparto, se convierten en caravanas. Ira no estaba seguro de cómo se llamaban. Le molestó; le gustaba saber cómo se llamaban las cosas, el término específico y concreto que definía un objeto.
—Spruce Gum —dijo Maggie.
—¿Cómo?
Maggie, retorcida en su asiento, miraba hacia atrás.
—¡Spruce Gum! —dijo ella—. El desvío para ir a casa de Fiona. Acabamos de pasarlo.
—Ah, sí, Spruce Gum.
—Ira.
—¿Hmm?
—No nos queda muy lejos.
Ira la miró. Maggie, con la cara vuelta hacia él, tenía las manos juntas y los labios apretados, como si quisiera conseguir que Ira pronunciara determinadas palabras (al igual que solía conseguir que Jesse pronunciara la respuesta correcta cuando le preguntaba la tabla de multiplicar).
—¿Verdad? —dijo ella.
—No —dijo él.
Maggie lo interpretó mal; respiró hondo para empezar a discutir. Pero Ira dijo:
—No, supongo que no.
—¡Qué! ¿Quieres decir que vas a llevarme?
—Bueno… —dijo él, y después añadió—: Ya hemos perdido casi todo el día, así que…
Y puso el intermitente y buscó dónde dar la vuelta.
—Gracias, Ira —le dijo Maggie, y se acercó a él cuanto le permitió el cinturón de seguridad y le plantó un beso debajo de la oreja, que fue como una pincelada.
—Hmmff —dijo Ira, pero sonó más contrariado de lo que en realidad estaba.
Después de dar marcha atrás ante un almacén de madera, Ira volvió a meterse en la carretera y viró a la izquierda para coger el desvío hacia Spruce Gum. Ahora el sol les daba de lleno. Polvorientos rayos de luz formaban una película en el parabrisas. Maggie se subió un poco más las gafas de sol, e Ira bajó su visera con un gesto brusco.
¿Fue la calina sobre el parabrisas lo que de nuevo hizo pensar a Ira en la excursión a Harborplace? Fuera lo que fuese, el caso es que de pronto recordó por qué Dorrie se había puesto a llorar aquel día.
Estando de pie a orillas del agua, rodeada por la niebla, se había sentido inducida a abrir su «maleta» y mostrarle a Ira lo que guardaba en ella. No llevaba nada muy distinto de lo que solía llevar en otras ocasiones. Los dos o tres tebeos de costumbre, recordó Ira, y probablemente algún tentempié porque era muy golosa —tal vez un aplastado bizcochito redondo de la marca Hostess, con el glaseado todo deshecho y pegado al papel de celofán— y, por supuesto, la cinta de sombrero con diamantes falsos que tiempo atrás perteneciera a su madre. Y, por último, su tesoro más preciado: una revista de fans con Elvis Presley en la portada. El Rey del Rock, decía el titular. Dorrie adoraba a Elvis Presley. Por regla general, Ira le seguía la corriente, incluso le compraba pósteres cuando por casualidad los veía en algún sitio.
Pero aquella mañana en particular, Ira se sentía tan agobiado que perdió la paciencia, «Elvis», dijo Dorrie dichosa, e Ira dijo: «Por el amor de dios, Dorrie, ¿no sabes que ese tipo ya está muerto y enterrado?»
Entonces, ella dejó de sonreír y sus ojos se llenaron de lágrimas. Ira se sintió conmovido. De repente, toda ella le entristecía: sus ralos cabellos rapados y sus labios cortados y su cara delgada que, si la gente se fijara bien, vería que era feúcha y dulce a la vez. La rodeó con un brazo. Abrazó con fuerza su cuerpecito huesudo y por encima de su cabeza contempló cómo el Constellation flotaba en la niebla. La parte superior de los mástiles había desaparecido y las cuerdas y las cadenas se habían disipado y, por una vez, el viejo barco tenía el caduco aspecto que le correspondía tener. Envuelto en nubes de neblina podía confundírsele con la nebulosidad del tiempo. Y Junie se abrazaba a él con fuerza por el otro lado, y Maggie y Sam les miraban fijamente, esperando que él dijera qué debían hacer a continuación. Entonces supo cuál era el verdadero despilfarro. Dios mío, sí. No era el tener que soportar a aquellos seres, sino el hecho de que él no se diera cuenta de que los quería. Quería incluso a su decrépito y derrotado padre, incluso la memoria de su pobre madre, que siempre fue tan hermosa y que nunca lo había advertido porque cada vez que se miraba en un espejo sonreía vergonzosamente con los labios ladeados.
Pero entonces aquel sentimiento se desvaneció (con toda probabilidad al cabo de unos segundos, cuando Junie empezó a decir que quería marcharse) e Ira olvidó lo que había aprendido. Y sin duda lo olvidaría de nuevo, al igual que, para cuando llegaron a casa, Dorrie ya había olvidado que Elvis ya no era el Rey del Rock.