Salir de la iglesia fue como salir de una sesión matinal de cine: el repentino impacto de la luz y el canto de los pájaros y la vida corriente que habían seguido avanzando sin ellos. Serena abrazaba a Linda. El marido de Linda, sintiéndose incómodo, se había quedado por allí cerca con los niños; daba la impresión de que era una visita aguardando a que la hicieran pasar. Y por todo el jardín de la iglesia varios miembros del curso del 56 se reconocieron unos a otros. «¿De verdad eres tú?», se preguntaban. Y «¿Cuánto tiempo ha pasado?» Y «No me lo puedo creer.» Las gemelas Barley le dijeron a Maggie que no había cambiado lo más mínimo. Jo Ann Dermott declaró que todo el mundo había cambiado, aunque para mejorar. Preguntó si no les parecía extraño el hecho de que fueran mucho más jóvenes de lo que eran sus padres cuando tenían la edad que ellos tenían ahora. Después, Sugar Tilghman apareció en la puerta y les preguntó a todos en general qué otra canción podía haber cantado. «Ya sé que no ha sido perfecto», dijo, «pero ¿tenía otra alternativa? ¿Ha resultado realmente muy inadecuado?»
Todo el mundo juró que no.
Durwood —dijo Maggie—, te debo la vida por haber acudido en mi auxilio.
Ha sido un placer —le dijo él—. Por cierto, toma tu cupón. Sigue intacto.
No era del todo exacto, tenía las puntas reblandecidas y estaba un tanto húmedo. Maggie lo dejó caer en el bolso.
Ira se hallaba de pie, cerca del aparcamiento, con Nat Abrams. Él y Nat habían ido un par de cursos adelantados con respecto a los demás; eran los marginados. A Ira no parecía importarle. En realidad, daba la impresión de encontrarse la mar de cómodo. Hablaba de rutas automovilísticas. A Maggie le llegaban fragmentos de «Triple A» y «autopista diez». Se diría que el hombre estaba obsesionado con el tema.
—Es un lugar curioso, ¿verdad? —dijo Durwood, mirando a su alrededor.
—¿Curioso?
—Ni tan siquiera puede decirse que sea un pueblo.
—Bueno… es algo pequeño —dijo Maggie.
—No sé si Serena seguirá viviendo aquí.
Ambos miraron a Serena, quien, al parecer, intentaba consolar de nuevo a su hija. El rostro de Linda se veía bañado en lágrimas. Serena se la había llevado un poco más allá y le daba palmaditas en distintas partes del vestido.
—¿Ya no le quedan familiares en Baltimore? —preguntó Durwood.
—Ninguno que la reclame —contestó Maggie.
—¿Y aquella madre que tenía?
—Su madre murió hace unos cuantos años.
—¡Ah! ¿Sí? —dijo Durwood.
—Cogió una de esas enfermedades, un no sé qué muscular.
—Hubo un tiempo en que todos los chicos andábamos algo así como obsesionados por ella —dijo Durwood.
Esto sobresaltó a Maggie, pero, antes de que pudiera hacer el menor comentario, vio que Serena se aproximaba a ellos. Venía envuelta en su chal.
—Quiero daros las gracias por la canción —dijo—. Ha significado mucho para mí.
—Ira es tan testarudo que me saca de quicio —dijo Maggie.
Y Durwood dijo:
—Ha sido un servicio precioso, Serena.
—Vamos, di la verdad: has pensado que era una locura —dijo Serena—. Pero os agradezco que me complacierais. ¡Todo el mundo ha sido tan amable!
Se le contrajeron los labios. Se sacó una bola de kleenex arrugados de la uve del escote y la presionó primero contra un ojo y después contra el otro.
—Lo siento —dijo—. Cambio de humor continuamente. Me siento como… no sé… la pantalla de un televisor durante una tormenta. Estoy tan variable…
—Es la cosa más natural del mundo —le aseguró Durwood.
Serena se sonó la nariz y volvió a guardarse los kleenex.
—En fin —dijo—. Una vecina ha preparado en casa un refrigerio. ¿Podéis venir todos? Ahora necesito estar rodeada de gente.
—Pues claro —le dijo Maggie.
Y al mismo tiempo Durwood dijo:
—No me lo perdería por nada, Serena. Voy a buscar el coche.
—Ah, no te preocupes por eso. Iremos todos a pie. Está aquí mismo, detrás de esos árboles, y, de todas formas, no hay mucho sitio para aparcar.
Serena cogió a Maggie por el codo, inclinándose ligeramente.
—¿Ha estado bien, verdad? —dijo.
Condujo a Maggie hacia el camino, mientras Durwood se quedaba atrás con Sugar Tilghman.
—Estoy tan contenta de que se me ocurriera esa idea. Al reverendo Orbison le dio un ataque, pero yo le dije: «¿No es para mí para quien lo celebramos? La finalidad de un servicio conmemorativo, ¿no es la de consolar a los vivos?» De modo que dijo que sí, que creía que yo tenía razón. Y todavía hay más. Espera a ver la sorpresa que os tengo preparada en casa.
—¿Una sorpresa? ¿De qué tipo?
—No te lo diré.
Maggie empezó a morderse el labio inferior.
Se metieron por una calle más estrecha, pegándose al arcén porque no había acera. Las casas tenían allí un pronunciado aire pensilvano, pensó Maggie. En su mayoría eran altos rectángulos de piedra, de fachada lisa, situados junto a la carretera, con una exigua provisión de estrechas ventanas. Se imaginó el interior con sencillos muebles de madera, sin almohadones ni adornos o comodidades modernas, lo que evidentemente era ridículo, puesto que en cada chimenea se veía una antena de televisión.
Los otros invitados desfilaban poco a poco tras ellas: las mujeres, debido a los zapatos de tacón alto, andaban de puntillas por la grava; los hombres avanzaban con las manos metidas en los bolsillos. Ira, entre Nat y Jo Ann, cerraba la marcha. No dio muestras de que el cambio de planes le importara, y, aun en el caso de que, en algún momento, sí le hubiese importado, Maggie tuvo la suerte de no advertirlo.
—Durwood se preguntaba si seguirías viviendo aquí —le dijo a Serena—. ¿Hay alguna posibilidad de que vuelvas a Baltimore?
—¡Oh! ¡Baltimore me parece tan lejano ahora! Ya no conocería a nadie.
—A mí y a Ira, para empezar. A Durwood Clegg. A las gemelas Barley.
Las gemelas Barley iban justo detrás de ellas, muy cogidas del brazo. Ambas llevaban gafas de sol sujetas con un clip a sus gafas corrientes.
—Linda ha insistido mucho en que me vaya a New Jersey —dijo Serena—, para que coja un apartamento cerca de ella y de Jeff.
—No estaría mal.
—Bueno, no estoy segura. El caso es que, en cuanto pasamos unos días juntos, empiezo a darme cuenta de que no tenemos nada en común.
—Pero vivir cerca no es lo mismo que convivir con ellos, no, al final todo se reduce a una sola cosa: a cortar y eliminar. Y, si no, mira lo que has estado haciendo todos estos años. Empiezas a prescindir de tus hijos a partir del preciso instante en que los traes al mundo. Ésta es la idea fundamental. Es importante, importantísimo, el momento en que puedes mirarles y decirte: «Si ahora me muriera, podrían arreglárselas sin mí. Ya puedo morirme.» Dices: «¡Qué descanso!» ¡Renuncia! ¡Renuncia! Mete los juguetes en el sótano. Múdate a una casa más pequeña. Qué delicia la menopausia.
—¡La menopausia! —dijo Maggie—. ¿Ya has llegado a la menopausia?
—Con mucho gusto —le dijo Serena.
—¡Oh, Serena! —dijo Maggie, y se paró en seco, haciendo que las gemelas Barley casi chocaran con ella.
—¡Dios mío! —dijo Serena—. ¿Por qué te preocupa tanto?
—Porque me acuerdo de cuando tuvimos la regla por primera vez —dijo Maggie—. ¿Recuerdas cómo la esperábamos todas? —Y volviéndose hacia las gemelas Barley, añadió—: ¿Os acordáis de que hubo un tiempo en que sólo hablábamos de eso? Qué se debe sentir. Cómo demonios podríamos ocultárselo a nuestros maridos cuando estuviéramos casadas.
Las gemelas Barley asintieron con la cabeza, sonriendo. Sus ojos permanecían invisibles detrás de los oscuros cristales de las gafas.
—Y ahora ha desaparecido para siempre —les dijo Maggie.
—No para nosotras —dijo Jeannie Barley, canturreando.
—Ya tiene la menopausia —gritó Maggie.
—Fantástico. Anúnciaselo a todo el mundo —dijo Serena.
Ella y Maggie se cogieron del brazo y siguieron caminando.
—Créeme, apenas le di importancia. «Bueno, muy bien», me dije a mí misma. «Olvídalo. Una cosa menos en qué pensar.»
—Yo no noto que me esté olvidando —dijo Maggie—. Siento que me están arrebatando las cosas. Mi hijo ya es mayor y mi hija se va a la universidad y en la residencia hablan de despedir a algunos empleados. Tiene algo que ver con las nuevas disposiciones estatales. Quieren contratar a más profesionales y prescindir de la gente como yo.
—¿Y qué? De todos modos, ese trabajo nunca fue digno de ti —dijo Serena—. Siempre sacabas sobresalientes, ¿te acuerdas? O casi siempre.
—Sí es digno de mí, Serena. Me encanta. Hablas exactamente igual que mi madre. Me encanta ese trabajo.
—En tal caso, reanuda tus estudios y hazte profesional —dijo Serena.
Maggie la dejó por imposible. De pronto, se encontró demasiado cansada para discutir.
Se metieron por una pequeña verja y atravesaron un camino pavimentado. La casa de Serena era más nueva que las demás: ladrillos crudos, una sola planta moderna y compacta. Alguien que estaba de pie junto a la ventana principal había retirado la cortina para echar un vistazo, pero, tan pronto como aparecieron los invitados, la dejó caer y se esfumó. Apareció de nuevo en la puerta: una mujer robusta y enfundada en un vestido azul marino.
—Pobre criatura —le gritó a Serena—. Entre usted enseguida. ¡Pasen todos ustedes! Hay muchas cosas para comer y beber. ¿Alguien quiere refrescarse un poco?
Maggie sí quería. Siguió las indicaciones de la mujer a través de la sala de estar, repleta de pesados muebles con motivos ornamentales del oeste, y, después, a través de un corto pasillo hasta llegar al dormitorio. La decoración parecía obra exclusiva de Max: una colcha estampada con matrículas de automóvil de múltiples colores, una colección de jarras de cerveza alineadas a lo largo de un estante. Sobre el tocador, una foto de Linda con toga y birrete descansaba junto a una bota de vaquero de bronce y repleta de lápices y roídas varillas de plástico para cóctel. Pero en el baño, alguien había colgado toallas para los invitados y había dispuesto un cuenco con jabones en forma de rosa. Maggie se lavó con una pastilla de jabón Ivory que encontró en el armarito de debajo del lavabo. Se secó las manos con una toalla de baño de color grisáceo, que colgaba detrás de la cortina de la ducha, y después se miró en el espejo. El paseo no había mejorado su aspecto. Trató de alisarse el flequillo. Se miró de perfil en el espejo y metió el estómago hacia adentro.
Entretanto, las gemelas Barley discutían acerca de la fotografía de Linda: «¿No es una pena que heredara los rasgos de Max en lugar de los de Serena?» Nat Abrams dijo: «¿Es ésta la cola para el lavabo?» Y Maggie gritó: «Ya salgo.»
Al salir se encontró a Ira esperando en compañía de Nat; ahora el tema eran las millas.
Maggie regresó a la sala de estar. Los invitados se hallaban reunidos en el comedor, donde fuentes de comida cubrían la mesa: canapés y pasteles y bebidas. El marido de Sissy Parton oficiaba de camarero. Maggie lo reconoció por el intenso color rosado de su pelo, color a madera de cedro recién cortada. No se le había oscurecido lo más mínimo. Maggie se acercó a él y le dijo:
—Hola, Michael.
—Maggie Daley. La canción ha estado muy bien —dijo él—. Pero ¿qué ha pasado con Ira?
—Bueno… —dijo Maggie vagamente—. ¿Podría tomar un gin tonic, por favor?
Michael se lo preparó, echándole la ginebra con un gesto teatral.
—Odio estos acontecimientos —le dijo a Maggie—. Éste es el segundo funeral al que he tenido que asistir esta semana.
—¿Quién más se ha muerto?
—¡Oh, un viejo camarada de póker! Y el mes pasado mi tía Linette, y el otro mes… Mira, primero me tocó ir a todas las funciones escolares de mis hijos y, nada más acabar con ellas, empezamos con esto.
Un desconocido se aproximó y le pidió un whisky. Maggie empezó a dar vueltas por la sala de estar. No oía que nadie hablara mucho de Max. La gente discutía sobre las finales de béisbol, el crecimiento de la criminalidad y a qué profundidad debían enterrarse los bulbos de tulipán. Dos mujeres, a las que Maggie nunca había visto antes, se dedicaban a componer el retrato formado por una pareja conocida de ambas:
—Él era un poco bebedor —dijo una.
—Sí, pero a ella la adoraba.
—¡Oh, él no hubiera podido apañárselas sin ella!
—¿Estuviste en el almuerzo que dieron en Semana Santa?
—¡Qué si estuve! ¿El del centro de mesa a base de chocolate?
—Ella dijo que era un regalo que él le había hecho, una sorpresa que le había dado aquella mañana.
—Un conejo de chocolate hueco. Él lo había llenado de ron.
—Ella no lo sabía.
—Él dijo que quería que fuese como uno de esos bombones suizos rellenos de licor.
—El ron se filtró por el fondo.
—Había unos agujeritos en el chocolate.
—El peor zafarrancho que he visto en mi vida, todo por encima del mantel.
—Menos mal que sólo se trataba de uno de esos manteles de papel Hallmark que se usan en vacaciones.
En el comedor, las gemelas Barley charlaban con Michael. Se habían levantado los cristales oscuros sujetos a las gafas con un clip, y así parecían las vivaces antenas de algún pequeño y lindo extraterrestre de rostro anguloso. Asentían con la cabeza muy serias, al unísono. Jo Ann y Sugar hablaban de los matrimonios mixtos: interés que había consumido la vida de Jo Ann durante los años que precedieron a su matrimonio con Nat y también, era evidente, durante los años posteriores. «Pero dime la verdad», decía Sugar, «¿No te parece que a veces todos los matrimonios son mixtos?» y los dos nietecitos de Serena se bombardeaban subrepticiamente con trocitos de pastel. Tenía buen aspecto: pastel de merengue. Maggie pensó que podría comerse un pedazo, pero luego se acordó de su dieta. Notaba una intensa sensación de vacío en el centro de la caja torácica. Circuló en torno a la mesa inspeccionando lo que en ella había, resistiéndose incluso ante un tentador cuenco de cortezas de maíz.
—La macedonia variada es mía —le dijo a Maggie una vecina de Serena que se encontraba a su lado.
—¿La macedonia variada?
—Se coge un paquete de polvos Jell-O para hacer la gelatina de naranja, una lata de piña a trocitos, un cartón de nata montada…
Una mujer de peinado hueco y esponjoso dijo hola, y la vecina se volvió para saludarla, dejando a Maggie con la arenosa sensación de los polvos Jell-O en los dientes.
Serena estaba cerca del aparador, debajo de un cuadro al óleo que representaba un pájaro muerto con una cesta de frutas de color verde oliva pardusco. Linda y su marido se hallaban junto a ella.
—Cuando todos se hayan ido, mamá —estaba diciendo Linda—, te llevaremos a cenar, al sitio que más te guste.
Hablaba un poco más alto de lo normal, como si Serena fuese un tanto dura de oído.
—Te invitaremos a una verdadera cena —dijo Linda.
—Sí… bueno, pero hay tanta comida aquí, en casa —dijo Serena—. Y, de todos modos, la verdad es que no tengo mucho apetito.
—Vamos, madre Gill —dijo el yerno—, díganos su restaurante favorito.
Jeff. Eso era. Maggie no podía recordar su apellido.
Serena dijo:
—Pues…
Miró a su alrededor, como esperando dar con una sugerencia. Su mirada rozó a Maggie, después siguió recorriendo la habitación. Al final, dijo:
—Bueno, tal vez los Palillos de Oro. Es un buen sitio.
—¿Qué tipo de restaurante es ése? ¿Chino?
—Pues sí, pero también tienen…
—¡Ah, lamento decirte que a mí no me gusta la comida china! —dijo Linda—. Ni china ni japonesa: ninguna de las dos.
—Ni ninguna otra oriental —observó Jeff—. Tampoco te gusta la comida tailandesa.
—Es verdad. Ni la filipina ni la birmana.
—Pero… —dijo Serena.
—Y tampoco puedes comer la india. No te olvides de la india —dijo Jeff.
—No, la india lleva esas especias…
—Las especias le dificultan la digestión —le dijo Jeff a Serena.
—Creo que soy sensible a las especias, o algo así —dijo Linda.
—Lo mismo te pasa con la mexicana.
—Pero aquí no tenemos ningún restaurante mexicano —dijo Serena—. No tenemos ningún restaurante de ese estilo.
—Lo que a mí me gustaría saber es cómo los mexicanos pueden soportar esos condimentos tan picantes —dijo Linda.
—No pueden —dijo Jeff—. Acaban con esa terrible enfermedad que les cubre la boca como si fuera la placa de una armadura.
Serena pestañeó.
—Bien —dijo—. ¿Qué tipo de restaurante teníais en mente?
—Habíamos pensado que tal vez el steak house de la carretera uno… —dijo Jeff.
—¿MacMann’s? ¡Oh!
—Siempre que tú estés de acuerdo, claro.
—La verdad… MacMann’s es algo así como… ruidoso, ¿no? —dijo Serena.
—A mí nunca me ha parecido ruidoso —dijo Linda.
—Quiero decir que siempre hay tanto barullo y tanta gente.
—O lo tomas o lo dejas, mamá —le dijo Linda, alzando la barbilla—. Sólo tratábamos de ser amables, por el amor de Dios.
Maggie, que permanecía al margen del pequeño círculo que ellos formaban, esperaba que Serena le lanzara una mirada de las suyas, que denotaban hastío y desazón, pero Serena ni siquiera la miró. Por alguna razón, parecía encogida: había perdido su dinamismo. Se llevó el vaso a los labios y bebió pensativa.
Después, el hermano de Max gritó:
—Serena, ¿estás lista para esto?
Con la mano apuntaba a una enmohecida maleta de falso cuero negro que descansaba sobre la mesita del café. A Maggie le resultó familiar, pero no podía saber por qué. Serena se animó. Se volvió hacia donde estaba Maggie y le dijo:
—Eso de ahí es la sorpresa.
—¿Qué es? —preguntó Maggie.
—Vamos a pasar la película de la boda.
Claro: un proyector. Hacía años que Maggie no había visto uno de aquellos aparatos. Observó cómo el hermano de Max abría los cierres plateados. Mientras tanto, Serena se disponía a bajar las persianas.
—La persiana más grande nos servirá de pantalla —gritó Serena—. ¡Oh, espero que la película no se haya pasado o descolorido o lo que sea que pase con las películas viejas!
—¿Te refieres a tu boda con Max? —preguntó Maggie, mientras seguía a Serena.
—La tomó su tío Oswald.
—No recuerdo que hubiera ninguna cámara en la boda.
—Anoche estaba pensando en las canciones y, de pronto, me acordé. «Si todavía está entera», me dije a mí misma, «resultaría divertido verla, ¿no?»
¿Divertido? Maggie no estaba muy segura. Pero, aún así, se buscó sitio en la alfombra. Dejó el vaso en el suelo y se sentó con las piernas ladeadas. Junto a ella, había una viejecita sentada en una silla, pero, desde la altura en que estaba, Maggie sólo podía ver sus gruesos calcetines de algodón beige derritiéndose sobre sus zapatos.
Ahora los invitados ya habían averiguado lo que iba a suceder. Los compañeros de clase de Serena se acomodaron alrededor del proyector, mientras los demás comenzaban a circular aturdidos en distintas direcciones, como cualquier cosa observada a través de un microscopio. Unos cuantos se dirigieron cautelosamente hacia la puerta, comentando algo acerca de las canguros y de otros compromisos varios, y prometiéndole a Serena que estarían en contacto. Otros regresaron al bar y, puesto que Michael había desertado, empezaron a mezclarse ellos mismos las bebidas. Michael se hallaba ahora en la sala de estar, al igual que Nat. Ira no estaba en parte alguna que Maggie pudiera ver. Nat le preguntaba a Sugar:
—¿Crees que yo también salgo?
—Sólo si cantaste en la boda.
—Pues no, no canté —dijo él con abatimiento.
Con sólo un poco de imaginación, pensó Maggie, podría tratarse de la clase de educación cívica del señor Alden. (Habría que pasar por alto a la viejecita, que se había quedado sentada tan feliz con su tintineante taza de té.) Maggie miró a su alrededor y contempló el semicírculo de hombres y mujeres encanecidos; y había en ellos algo tan desgastado, tan benigno y modesto, que en aquel momento pensó que se hallaban tan cerca de ella como si fueran su propia familia. Se preguntó cómo era posible que no se hubiera dado cuenta de que los demás habrían ido envejeciendo, como ella, a lo largo de todos aquellos años; que, más o menos, todos habrían pasado por las mismas fases: criar a los hijos y decirles adiós, maravillarse ante las arrugas descubiertas en el espejo, contemplar a los propios padres volviéndose frágiles y titubeantes. Por algún motivo, los había imaginado preocupados todavía por la noche del baile de gala del instituto.
Incluso el sonido del proyector surgía directamente de la clase del señor Alden: el cliqueti-clí de la bobina al empezar a girar y el cuadrado de luz defectuoso y resquebrajado proyectado sobre la persiana. ¿Qué diría el señor Alden si pudiera verlos a todos juntos otra vez? Lo más probable era que ya hubiese muerto. Y, de todos modos, aquella película no explicaba el funcionamiento de la democracia o cómo nacían las leyes, sino…
¡Vaya, Sissy! ¡Sissy Parton! Joven y esbelta y acicalada, con un apretado moño rodeado de margaritas artificiales, como la cofia de una doncella francesa. Estaba tocando el piano. Arqueaba las muñecas con tanta gracia que hubiera podido creerse que lo único que hacía que la película permaneciera muda era la delicadeza de sus manos al rozar el teclado. Por encima de la blanca túnica del coro le asomaba el cuello a lo Peter Pan de la blusa, de un color marrón (rosa fuerte en la vida real, recordaba Maggie). Levantó la cabeza y miró adrede hacia un punto determinado. La cámara siguió su mirada y, de repente, la pantalla se llenó de una doble fila de jóvenes ridículamente aseados y vestidos con túnicas plisadas. Cantaban mudos; sus bocas formaban óvalos perfectos. Parecían los cantores de una postal de Navidad. Fue Serena quien identificó la melodía. «Amor verdadero», cantó, «amor…» Y acto seguido se interrumpió para decir:
—¡Oh, mirad! ¡Mary Jean Bennet! ¡Ni por un momento he pensado en invitarla! Me había olvidado por completo de ella. ¿Sabe alguien dónde vive Mary Jean ahora?
Nadie contestó, aunque algunos continuaron tarareando en voz baja y soñadoramente: «… porque tú y yo tenemos un ángel de la guarda…»
—Ahí está Nick Bourne, el muy cara —dijo Serena—. Alegó que esto estaba demasiado lejos para venir al funeral.
Serena se hallaba sentada en el brazo de una silla y alargaba el cuello hacia la película. De perfil, con la línea de luz plateada procedente de la pantalla, línea que se deslizaba por su larga y recta nariz y por la curva de sus labios, parecía dominante, casi gloriosa, pensó Maggie.
Maggie estaba de pie en la primera fila del coro, junto a Sugar Tilghman. Pequeños rizos cubrían toda su cabeza. Le hacían la cara demasiado grande. ¡Dios mío! ¡Era humillante! Pero, sin duda alguna, los otros se sentían igual. Oyó con toda claridad que Sugar refunfuñaba. Y, cuando la cámara enfocó a Durwood, con su tupé mojado y negro, alzándose como la cresta de un cucurucho de helado de Dairy Queen, Durwood soltó una gran carcajada. El joven Durwood caminaba a zancadas hacia el piano, con la túnica ondeándole por detrás. Adoptó una pose e hizo una pausa dándose importancia. A continuación, emprendió un silente Te quiero, te necesito, te amo, con los ojos cerrados más a menudo que abiertos, gesticulando con el brazo izquierdo de modo tan apasionado que una vez golpeó con violencia una azucena de papel que había en un jarrón de cartón piedra. A Maggie le entraron ganas de reír, pero se contuvo. Lo mismo hicieron los demás, pero la viejecita dijo: «¡Caray! ¡Madre mía!», e hizo que la taza de té tintineara. Dos de los presentes canturrearon también esta canción, cosa que Maggie interpretó como un gesto caritativo por su parte.
A continuación, la cámara giró vertiginosamente en busca de Jo Ann Dermott, en la parte delantera de la iglesia. Estaba asida a los bordes del púlpito y leía un libro que el auditorio no podía ver. Como no formaba parte del coro, su vestido quedaba por completo al descubierto: almidonado, grandes hombreras, larga falda; estilo mucho más matronal del que jamás volvería a llevar. Sus ojos bajos parecían desnudos. Nadie podía canturrear El Profeta, de modo que la lectura prosiguió en silencio absoluto. En el comedor, los demás invitados hablaban y reían y hacían tintinear cubitos de hielo. «¡Dios mío! ¡Que alguien la haga pasar a toda prisa!», dijo Jo Ann, pero era evidente que el hermano de Max no sabía cómo hacerlo (si es que podía pasarse a toda prisa una vieja película de aquéllas), de modo que tuvieron que quedarse sentados contemplando cómo iba pasando la película.
Después, la cámara volvió a girar, y allí estaba Sissy tocando el piano, con un rizo húmedo pegado a la frente. Maggie e Ira, uno al lado del otro, permanecían de pie mirando muy serios a Sissy. (Ira no era más que un muchacho, un chiquillo.) Respiraron hondo. Empezaron a cantar. A Maggie la túnica le iba un tanto estrecha —ya entonces luchaba contra esas cinco libras de más— e Ira lucía una expresión resuelta, de muchacho. ¿De verdad había llevado Ira el pelo tan corto? En aquellos tiempos, Ira parecía por completo impenetrable. Su impenetrabilidad era el mayor atractivo que poseía. A Maggie le recordaba a uno de esos genios matemáticos que no necesitan describir al detalle ningún proceso, sino que saben la respuesta sin más.
Ira tenía veintiún años cuando la película fue rodada. Maggie, diecinueve. No tenía ni idea de dónde se habían conocido, porque entonces eso carecía de toda importancia. Lo más probable era que se hubiesen cruzado en los pasillos del instituto, tal vez incluso en los de la escuela primaria. Quizás iba por casa de Maggie cuando andaba con los hermanos de ésta. (Él y Josh tenían casi la misma edad.) De lo que no cabía duda alguna era de que había cantado con ella en la iglesia. De eso estaba segura. La familia de Ira frecuentaba la iglesia, y el señor Nichols, que siempre andaba escaso de voces masculinas, le había convencido para que se uniera al coro. Pero no duró mucho tiempo. Cuando estaba a punto de graduarse en el instituto, lo dejó. O tal vez fue al año siguiente. Maggie no se había dado cuenta exacta de cuándo dejó de ir.
Durante la época del instituto, el novio de Maggie fue un compañero de clase llamado Boris Drumm. Era bajo y moreno, de piel áspera y pelo negro, muy corto y rizado. Incluso a esa edad, ya resultaba varonil: exactamente lo que ella había estado buscando. Fue Boris quien le enseñó a conducir, y uno de los ejercicios consistía en que ella circulara sola y a toda velocidad por el aparcamiento de Sears Roebuck hasta que, de pronto, él se paraba delante del coche a fin de comprobar sus reflejos al frenar. La imagen más nítida que conservaba de él, y todavía la conservaba, era la resuelta postura que adoptaba cuando se situaba en su camino: los brazos abiertos, las piernas separadas, los dientes apretados. Parecía tan firme como una roca. Indestructible. Ella llegó incluso a tener la sensación de que podría atropellarlo y él reaparecería ileso, como uno de esos juguetes de plástico cuyo peso se aumenta cargando de plomo la base.
Tenía planeado ir a la universidad de los Estados centrales después de graduarse, pero se suponía que, así que se hubiera licenciado, Maggie y él se casarían. Mientras tanto, Maggie viviría en su casa e iría a Goucher. A ella esto no le hacía mucha ilusión; había sido idea de su madre. Su madre, que antes de casarse fue profesora de inglés, había rellenado todos los formularios e incluso le había hecho la redacción. Para ella era muy importante que sus hijos triunfaran en la vida. (El padre de Maggie instalaba puertas de garaje y carecía de estudios superiores.) De modo que Maggie se resignó a ir cuatro años a Goucher. Entretanto, para ayudar a pagar la matrícula, cogió un trabajo de verano que consistía en limpiar cristales.
Era en la Residencia de Ancianos Rayos de Plata, que todavía no estaba oficialmente abierta. Se trataba de un moderno y por completo nuevo edificio de la avenida Erdman, con tres largas alas y ciento ochenta y dos ventanas. Las ventanas más grandes tenían doce cristales; las más pequeñas, seis. Y en la esquina izquierda de cada cristal había un copo de nieve de papel blanco que decía: KRYSTAL. KLEER MFG. CO. Dichos copos de nieve se adherían al cristal con una fuerza que ella jamás había visto antes y jamás volvería a ver después. Fuera cual fuera la sustancia con que estaban pegados, pensaría Maggie más adelante, la NASA debería adoptarla. Si despegabas la capa superior de papel, debajo quedaba otra capa cubierta de pelusilla, y, si mojabas con agua caliente esta otra capa y después la raspabas con una cuchilla de afeitar, todavía quedaban trocitos de goma elástica, y, cuando habías conseguido eliminar esos trocitos, el cristal, evidentemente, daba asco, lleno de huellas digitales y de rayas, de modo que tenías que rociarlo con Windex y sacarle brillo con una gamuza. Durante todo un verano, desde las nueve de la mañana hasta las cuatro de la tarde, Maggie estuvo raspando y lavando y volviendo a raspar. Tenía siempre doloridas las puntas de los dedos. Mientras trabajaba, no podía hablar con nadie, porque era la única limpiacristales que habían contratado. Sólo contaba con la compañía de la radio, que tocaba Resplandor de luna y Casi perdí la cabeza.
En agosto, la residencia empezó a admitir a unos pocos pacientes, pese a que los trabajos no estaban del todo concluidos. Como era lógico, los acomodaron en aquellas habitaciones cuyos cristales ya habían sido raspados del todo, pero Maggie adquirió la costumbre de tomarse de cuando en cuando un descanso y hacerles una visita. Se detenía ante esta o aquella cama para ver qué tal estaban. «Bonita, ¿podrías acercarme un poco más la jarra del agua?», le preguntaba una mujer, o bien, «¿te importaría correr esa cortina?» Mientras realizaba estas tareas, Maggie se sentía importante y competente. Empezó a atraer la atención de aquellos pacientes que podían moverse. Uno de ellos descubría, en su silla de ruedas, la habitación donde estaba trabajando Maggie y, de pronto, se encontraba con tres o cuatro pacientes sentados a su alrededor y charlando. El tipo de conversación que seguían consistía en ignorar su presencia y discutir acaloradamente entre sí. (¿Fue la ventisca del ochenta y ocho o la del ochenta y nueve? y ¿qué cantidad contaba más en la lectura de la presión sanguínea?) Pero daban a entender que eran del todo conscientes de que tenían audiencia. Maggie sabía que lo hacían por ella. Se reía en los momentos oportunos o emitía sonidos de aprobación, y los viejecitos adoptaban expresiones satisfechas.
Cuando le hizo saber a su familia que prefería ser asistente en la residencia de ancianos y olvidarse de la universidad, nadie la comprendió. Pero, ¿cómo?, había observado su madre, si una asistenta no era más que una criada; no era más que una sirvienta. Y Maggie era tan inteligente y se había graduado siendo la primera de la clase. ¿Quería ser mediocre y nada más? Sus hermanos, que habían optado por elecciones de tipo semejante (tres de ellos estaban metidos en algún área del sector de la construcción, mientras el cuarto soldaba locomotoras en los ferrocarriles de Mount Clare), afirmaron que habían dado por descontado que ella llegaría más lejos. Incluso su padre se preguntó a media voz si sabría lo que estaba haciendo. Pero Maggie se mantuvo firme. ¿De qué le servía a ella ir a la universidad? ¿De qué le servía a ella una información parcial, insustancial y rimbombante como la que aprendió en el instituto: La ontogenia resume la filogenia y La sinécdoque es el uso de la parte por el todo? Se matriculó en un cursillo de formación profesional de la Cruz Roja, que en aquellos tiempos era lo único que se precisaba, y se empleó en Rayos de Plata.
De modo que ahí estaba Maggie, con dieciocho años y medio, trabajando rodeada de ancianos y viviendo con unos padres mayores y con un hermano soltero que, en cierto modo, también era mayor.
Boris Drumm tenía que costearse sus propios estudios, por lo que sólo regresaba a Baltimore por Navidad y pasaba el resto de las vacaciones vendiendo periódicos en una tienda próxima a la ciudad universitaria. Le enviaba largas cartas en las que le describía cómo los estudios cambiaban su visión del universo. ¡Había tanta injusticia en el mundo!, escribía. Nunca se había dado cuenta de ello. A Maggie le resultaba difícil contestar sus cartas, porque no tenía gran cosa que contarle. Ya no veía a muchos de sus amigos. Algunos se habían ido a la universidad y, cuando regresaban, habían cambiado. Otros se habían casado, lo que hacía que el cambio fuera aún mayor. Muy pronto, a las únicas personas que siguió viendo con regularidad fueron Sugar y las gemelas Barley, y ello porque todavía seguían cantando en el coro, y a Serena, claro, su mejor amiga. Pero Boris no tenía muy buen concepto de Serena, por lo que Maggie apenas la mencionaba en sus cartas.
Serena trabajaba en una lencería, como dependienta. Llevaba a casa conjuntos de encaje transparentes y de los colores más extravagantes. (¿No se transparentaría un sujetador de color rojo intenso bajo toda la ropa que de hecho una tenía?) Una vez se presentó con una camisa de dormir negra, con el corpiño transparente, y le comunicó que ella y Max se casarían en junio, cuando él hubiera terminado el primer curso de la UNC. La UNC era un trato que había hecho con sus padres. Les había prometido que intentaría ir un año a la universidad y que, si de verdad lo odiaba, después le permitirían dejarla. Lo que en realidad esperaban sus padres era que encontrase a una bonita chica del sur y se olvidara de su amor por Serena, si bien eran incapaces de reconocerlo.
Max le había asegurado que, después de casados, ella podría dejar la lencería y que nunca más tendría que trabajar, había dicho Serena; y también dijo (bajándose con suavidad un negro tirante de encaje y admirando su hombro cremoso) que Max le había suplicado que, la próxima vez que regresara a casa, fuera con él al Motel de la Gallina Azul. No harían nada, había dicho él, sólo estarían juntos. Maggie quedó impresionada y envidió a Serena. A ella le parecía muy romántico. «¿Irás, no?», le preguntó, pero Serena dijo: «¿Tú qué crees, que estoy loca? Ni que hubiera perdido el juicio.»
«Pero Serena…», empezó a decir Maggie. Iba a decirle que su caso no tenía nada que ver con la situación de Anita, nada en absoluto, pero la feroz expresión de Serena la detuvo. «No soy una ingenua», dijo Serena.
Maggie se preguntó qué haría ella si alguna vez Boris llegaba a invitarla al Motel de la Gallina Azul. Sin embargo, no creía que a él se le ocurriera una cosa así. Tal vez porque entonces se veía forzada a depender de las largas y pomposas cartas que le enviaba Boris para saber cómo le iban las cosas, si bien últimamente había comenzado a parecerle menos… cordial, podría decirse, y menos preciso. Ahora en sus cartas le decía que, al acabar la carrera, le gustaría matricularse en la facultad de derecho y, después, meterse en política. La política, escribía, era la única forma de conseguir el poder necesario para cambiar las injusticias del mundo. Pero, era curioso: a Maggie nunca se le había ocurrido que los políticos fueran tan poderosos. Ella los veía como a mendigos. Siempre mendigando votos, transformándose para satisfacer a su público, comportándose de modo falso y servil en una patética subasta en pro de la popularidad. Odiaba pensar que Boris sería así.
Se preguntaba si Serena habría dudado alguna vez de Max. No, probablemente no. Serena y Max parecían hechos el uno para el otro. Serena era tan afortunada.
El día del diecinueve cumpleaños de Maggie —el Día de los Enamorados, 1957— cayó en jueves: aquella noche tenían ensayo en el coro. Serena le llevó un pastel y, después del ensayo, Maggie lo repartió, junto con ginger-ale en vasos de papel, y todo el mundo le cantó Cumpleaños feliz. La vieja señora Britt, quien en realidad hubiera debido dejar de cantar hacía ya varios años, si bien nadie tenía el valor de insinuárselo, miró a su alrededor y suspiró.
—Es una pena —dijo— que todos los jóvenes vayan desapareciendo. Mira, Sissy Parton apenas viene desde que se casó y Louisa se va al condado de Montgomery y ahora acabo de enterarme de que el chico de los Moran se ha matado.
—¿Matado? —dijo Serena—. ¿Qué ha pasado?
—¡Oh, uno de esos absurdos accidentes durante la instrucción! —dijo la señora Britt—. No lo sé con exactitud.
Sugar, cuyo novio se hallaba en el campo Lejeune, dijo:
—¡Oh, Señor, Señor! Sólo deseo que Robert llegue a casa sano y salvo.
Como si estuviera librando una batalla cuerpo a cuerpo en cualquier lugar, lo que por supuesto no era así. (Daba la casualidad de que era uno de esos raros treinta segundos de la historia en los que el país no se hallaba sumido en serias hostilidades.)
Entonces Serena ofreció una segunda ronda de pastel de cumpleaños, pero todo el mundo tenía que volver a sus casas.
Por la noche, en la cama, Maggie empezó a pensar, por algún motivo, en el chico de los Moran. Aunque no lo conociera mucho, se encontró con que tenía una clara imagen de él: desgarbado, alto y con los pómulos pronunciados, el pelo negro, liso y lacio. Maggie debería haber adivinado que estaba condenado a morir joven. Era el único del coro que cuando el señor Nichols les hablaba no hacía el tonto. Parecía muy seguro de sí mismo. También recordó que conducía un coche que funcionaba a base de ingenio, a base de piezas procedentes de depósitos de chatarra y cinta aislante. Ahora que lo pensaba, creía poder ver sus manos al volante. Eran morenas y curtidas, extraordinariamente anchas a lo largo de la base del pulgar y con los pliegues de los nudillos más que teñidos de grasa de mecánico. Se lo imaginó vestido con uniforme militar y la raya de los pantalones muy marcada; un hombre que se había lanzado con resolución a la muerte sin tan siquiera alterar la expresión de su rostro.
Fue el primer indicio de que su generación formaba parte del fluir del tiempo. Al igual que aquellos que les precedían, también ellos crecerían y envejecerían y morirían. Ya había una generación más joven empujando desde atrás.
Boris le escribió y le dijo que procuraría hacer todo lo posible para ir a casa durante las vacaciones de primavera. Maggie deseó que no evidenciara tanto esfuerzo. Boris no poseía la sosegada seguridad de Ira Moran.
Serena recibió un anillo de compromiso con un diamante en forma de corazón. Era deslumbrante. Empezó a planear, una y otra vez, un laborioso acontecimiento nupcial que tendría lugar el ocho de junio, fecha hacia la que Serena avanzaba con la majestuosidad de un barco, mientras tras ella revoloteaban en su estela todas sus amigas. La madre de Maggie dijo que era absurdo armar tanto jaleo por una boda. Dijo que la gente que se desvivía por su boda experimentaba, después, una terrible decepción. Y a continuación añadió, cambiando de tono: «Que esa pobre y triste criatura tenga que pasar por todo esto; realmente la compadezco.» Maggie se quedó pasmada. (¡Compadecerla! A ella le parecía que Serena estaba empezando a vivir, en tanto que ella, Maggie, se quedaba sentada, esperando, en una vía muerta.) Mientras, Serena había escogido un traje de novia de color marfil con encajes, pero después cambió de idea y decidió que uno de raso blanco sería mejor, y primero seleccionó toda una colección de variada música sacra y, después, una variada colección de música profana, y comunicó a todas sus amigas que los motivos decorativos de la cocina serían las fresas.
Maggie procuró recordar lo que sabía de la familia de Ira Moran. Debían de estar anonadados por su pérdida. Creyó recordar que la madre había muerto. El padre era un hombre indeciso, desastrado, cargado de espaldas como Ira, y además algunas hermanas, dos o tres, tal vez. Podía señalar con toda exactitud el banco que habían ocupado toda la vida en la iglesia, pero, ahora que se acordaba de mirar, descubrió que habían dejado de acudir. Los esperó el resto del mes de febrero y la mayor parte de marzo, pero nunca volvieron.
Boris Drumm volvió a casa para las vacaciones de primavera y aquel domingo la acompañó a la iglesia. Maggie se quedó en el lado del coro y estuvo observándolo, sentado entre su padre y su hermano Elmer, y pensó que encajaba muy bien. Demasiado bien. Como todos los hombres de la familia de Maggie, durante los himnos adoptaba una especie de expresión avergonzada y parecía susurrarlos más bien que cantarlos, o tal vez articular tan sólo las palabras, dejando que sus ojos se deslizaran hacia un lado, como esperando pasar inadvertido. Sólo la madre de Maggie cantaba de verdad, sacando la barbilla hacia afuera y articulando con claridad las palabras.
Aquel domingo, después de cenar con la familia de Maggie, ésta y Boris salieron al porche. Mientras Boris le hablaba de sus aspiraciones políticas, ella mecía perezosamente con el pie el columpio. Boris dijo que suponía que empezaría por algo sin importancia, tal vez la junta escolar o algo parecido. Después prepararía el terreno para llegar a senador. «Humm», dijo Maggie. Se tragó un bostezo.
Luego Boris tosió levemente y le preguntó si alguna vez había pensado en estudiar para enfermera. Sería una buena idea, dijo, si tanto la apasionaba lo de cuidar ancianos. Era muy probable que aquello también estuviera relacionado con su carrera; las esposas de los senadores no vacían orinales.
—Pero yo no quiero ser enfermera —dijo Maggie.
—¡Como siempre te fue tan bien con los estudios! —le dijo él.
—No quiero estar sentada detrás de una mesa rellenando formularios. ¡Quiero trabajar con la gente!
La voz le salió más chillona de lo que pretendía. Él se apartó.
—Lo siento —dijo Maggie.
Se sintió demasiado grande. Sentados, ella era más alta que él, sobre todo cuando, como ahora, él se acurrucaba.
—¿Estás preocupada por algo, Maggie? —preguntó él—. No eres la misma estas vacaciones.
—Lo lamento, pero he sufrido una… pérdida. Un amigo mío muy íntimo ha pasado a mejor vida.
Maggie no creyó que estuviera exagerando. Ahora ya le parecía que ella e Ira habían sido amigos íntimos, sólo que sin ser conscientes de ello.
—Bueno, ¿y por qué no me lo has dicho? —le preguntó Boris—. ¿Quién era?
—No le conocías.
—Eso no lo sabes seguro. ¿Quién era?
—Pues… bueno, se llamaba Ira.
—Ira. ¿Te refieres a Ira Moran?
Maggie asintió con la cabeza, sin levantar los ojos.
—¿Un chico flaco? ¿Uno que iba dos cursos más adelantado que nosotros?
Maggie asintió con la cabeza.
—¿No era medio indio o algo parecido?
Maggie no se había dado cuenta de ello, pero le sonó muy bien. Le sonó perfecto.
—Claro que le conocía —dijo Boris—. Sólo de saludarlo, quiero decir. Quiero decir que en realidad no éramos amigos ni nada por el estilo. No sabía que fuera amigo tuyo.
«¿De dónde sacará Maggie a estos personajes?», decía su rostro. Primero Serena Palermo y ahora un piel roja.
—Era uno de mis amigos predilectos —dijo Maggie.
—¿Ah, sí? ¿De verdad? Vaya. Pues te acompaño en el sentimiento, Maggie. Pero podrías habérmelo dicho antes.
Se quedó pensativo un minuto. Luego dijo:
—¿Cómo ocurrió, de todos modos?
—Fue un accidente de instrucción.
—¿De instrucción?
—En el campamento de instrucción de reclutas.
—Ni siquiera sabía que se hubiera alistado. Creí que trabajaba en la tienda de marcos de su padre. ¿No fue allí donde me enmarcaron la foto del baile de gala de la universidad, en Marcos Sam? Me parece que fue Ira quien me atendió.
—¿De verdad? —dijo Maggie.
Y se imaginó a Ira detrás del mostrador: otra imagen que añadir a su pequeña colección.
—Pues sí, lo hizo —dijo ella—. Quiero decir, alistarse. Y después tuvo ese accidente.
—Siento lo ocurrido —dijo Boris.
Al cabo de unos minutos, Maggie le dijo que prefería pasar el resto del día sola, y Boris dijo que evidentemente lo comprendía.
Aquella noche, en la cama, Maggie empezó a llorar. Hablar en voz alta de la muerte de Ira había hecho que se le saltaran las lágrimas. Hasta entonces, ni siquiera se lo había mencionado a Serena, la cual hubiera dicho: «¿De qué hablas? Si apenas conocías a ese chico.»
Maggie se percató de que ella y Serena estaban distanciándose. Empezó a llorar más fuerte, manchando el embozo de la sábana con sus lágrimas.
Al día siguiente, Boris regresó a la escuela una vez más. Maggie tenía la mañana libre y lo llevó en coche hasta la terminal de autobuses. Después de haberle dicho adiós, se sintió sola. De pronto le pareció de una tristeza terrible que hubiera recorrido toda aquella distancia sólo para verla. Deseó haberse portado mejor con él.
En casa, su madre estaba haciendo limpieza con vistas a la primavera. Ya había enrollado las alfombras y colocado las esteras de pita para el verano, y ahora se hallaba quitando con brusquedad las cortinas de las ventanas. Una desapacible luz blanca fue invadiendo poco a poco la casa. Maggie subió las escaleras camino de su habitación y se dejó caer en la cama. Era muy probable que estuviera predestinada a quedarse soltera y pasar el resto de sus días con aquella familia aburrida y previsible.
Al cabo de unos minutos se levantó y se dirigió al dormitorio de sus padres. De debajo del teléfono cogió las páginas amarillas. Cuadros, no. Marcos, sí. Marcos Sam. Creía que sólo quería verlo impreso, pero acabó garabateando la dirección en un bloc de notas y llevándosela a su habitación.
No tenía papel de escribir ribeteado de negro, de modo que escogió el más sobrio de cuantos le habían regalado al graduarse: blanco, con un helecho verde en una esquina. Apreciado señor Moran, escribió.
Yo solía cantar con Ira en el coro. Quisiera expresarle la tristeza que me ha producido saber que su hijo ha muerto. No le escribo por pura cortesía. Para mí, Ira era el ser más maravilloso que he conocido en mi vida. Tenía algo especial y quisiera hacerle saber que le recordaré siempre con cariño.
Mi más sentido pésame
Maggie M. Daley
Maggie cerró el sobre y escribió la dirección, y después, antes de que pudiera cambiar de parecer, se acercó hasta la esquina y lo echó en el buzón.
Al principio no pensó en la posibilidad de que el señor Moran le contestara, pero más tarde, ya en el trabajo, se le ocurrió que podía hacerlo. Claro: la gente contestaba las cartas de pésame. Tal vez le contaría algo personal de Ira, que ella podría atesorar y conservar en la memoria. Tal vez le diría que Ira había pronunciado su nombre. No era del todo imposible. O tal vez, al ver que ella había sido una de las pocas personas que de verdad habían apreciado a su hijo, le enviaría incluso un pequeño recuerdo; quizá una vieja foto. Le encantaría tener una foto suya. Ojalá le hubiera pedido una.
Puesto que le había enviado la carta en lunes, lo más probable era que el padre de Ira la recibiera el martes. De modo que el jueves tendría respuesta. Maggie, presa de impaciencia, hizo su trabajo con precipitación. A la hora de comer llamó a casa, pero su madre le dijo que el correo no había llegado todavía. (También le preguntó: «¿Por qué? ¿Qué estás esperando?» Ése era uno de los motivos por los que deseaba casarse y marcharse de casa.) A las dos llamó otra vez, pero su madre le comunicó que no había nada para ella.
Aquella noche, al dirigirse al ensayo del coro, contó de nuevo los días y se dio cuenta de que, después de todo, cabía la posibilidad de que el señor Moran no hubiera recibido la carta el martes. Recordó que no la había echado al buzón hasta cerca del mediodía. Esto hizo que se sintiera mejor. Empezó a andar más aprisa y, al divisar a Serena en las escaleras de la iglesia, la saludó con la mano.
El señor Nichols aún no había llegado. Mientras le esperaban, bromearon y charlaron. Todos se sentían un poco alterados por la llegada de la primavera, incluso la vieja señora Britt. Las ventanas de la iglesia estaban abiertas y podían oír a los niños del vecindario jugando en la acera. El aire de la noche olía a hierba recién cortada. Cuando llegó, el señor Nichols traía una ramita de espliego en el ojal. A buen seguro que se la había comprado al vendedor ambulante que, por primera vez aquel año, había aparecido con su carrito aquella mañana. «Ustedes perdonen, señoras y caballeros», dijo el señor Nichols. Colocó su cartera de mano en uno de los bancos de la iglesia y empezó a rebuscar en ella sus anotaciones.
La puerta de la iglesia se abrió de nuevo.
Allí estaba Ira Moran.
Era muy alto y ofrecía un aspecto sombrío. Vestía una camisa blanca, con las mangas arremangadas, y unos estrechos pantalones negros. La severa expresión de su rostro le alargaba la barbilla, como si en la boca tuviera algo grumoso. Maggie sintió que el corazón dejaba de latirle. Primero se quedó helada; después, se sofocó, pero lo miró fijamente, perpleja, con los ojos secos y abiertos, conservando el pulgar en el punto del libro de himnos. Incluso en el primer instante supo que no era un fantasma ni un espejismo. Era tan real como los pegajosos bancos barnizados de la iglesia. No tan perfecto como ella lo imaginara, pero con una estructura más intrincada… más física; de algún modo, más compleja.
—¡Vaya Ira! Me alegro de verte.
—Gracias —dijo Ira.
Después desfiló por entre las sillas plegables hacia la parte de atrás, donde se sentaban los hombres, y tomó asiento. Pero Maggie vio cómo su mirada rozaba primero a las mujeres de delante y, finalmente, se posaba en ella. Estaba segura de que sabía lo de la carta. Notó que se ruborizaba. Ella, que, en general, era cortés por pura precaución, por pura timidez, había sido pillada en un error tan embarazoso que creyó que jamás volvería a ser capaz de mirar a nadie a los ojos.
Maggie, levantándose y sentándose cuando se le ordenaba, cantó como petrificada. Cantó Una vez para todos los hombres y naciones y Reunámonos en el río. Después el señor Nichols quiso que los hombres cantaran solos Reunámonos en el río y a continuación le pidió a la acompañante que repitiera determinado pasaje. Mientras tanto, Maggie, inclinada sobre la señora Britt, le había susurrado:
—¿No es ése el chico de los Moran? ¿El que ha llegado tarde?
—Sí, claro. Creo que es él —le dijo la señora Britt con amabilidad.
—¿No nos dijo usted que se había matado?
—¿Yo? —preguntó la señora Britt.
Pareció sorprenderse y se recostó en la silla. Al cabo de unos instantes se incorporó de nuevo y dijo:
—Fue el chico de los Rand quien se mató. Monty Rand.
—¡Oh! —dijo Maggie.
Monty Rand había sido un chico pálido y debilucho, con una voz de bajo incongruentemente profunda. A ella nunca le había caído muy bien.
Después del ensayo, Maggie recogió todas sus cosas con la mayor rapidez posible y fue la primera en salir. Corría por la acera, con el bolso apretado contra el pecho, cuando, sin tan siquiera haber alcanzado la esquina, oyó a Ira detrás de ella.
—¿Maggie? —gritó él.
Maggie aminoró el paso hasta llegar a una farola y entonces, sin mirar a su alrededor, se detuvo. Ira se acercó. Sus piernas proyectaban en la acera la sombra de unas tijeras.
—¿Te importa que te acompañe?
—Haz lo que quieras —le contestó Maggie con sequedad.
Ira rompió a andar junto a ella.
—¿Qué tal van las cosas? —preguntó.
—Bien.
—Ya has terminado el instituto, ¿verdad?
Maggie asintió con la cabeza.
Cruzaron una calle.
—¿Trabajas?
—En la Residencia de Ancianos Rayos de Plata.
—Ah, sí, muy bien.
Ira comenzó a silbar el último himno que habían ensayado: Sólo un íntimo paseo contigo. Caminaba junto a ella con las manos en los bolsillos. Pasaron ante una pareja que se estaba besando en una parada de autobús. Maggie se aclaró la voz y dijo:
—¡Tonta de mí! Te confundí con el chico de los Rand.
—¿Los Rand?
—Monty Rand. Se mató en el campamento de instrucción de reclutas. Y creí se trataba de ti.
Todavía no se atrevía a mirarlo, aunque se encontraba lo suficiente cerca de él como para poder oler su camisa recién planchada. Se preguntó quién se la habría planchado. Una de sus hermanas, a buen seguro. ¿Y qué tenía que ver eso con todo lo demás? Asió el bolso con más fuerza y apretó el paso, pero Ira no perdió el ritmo. Maggie era consciente de su oscura y abrumadora presencia junto a ella.
—Supongo que ahora le escribirás al padre de Monty —preguntó él.
Cuando Maggie se atrevió a lanzarle una mirada de reojo, pudo observar en la comisura de sus labios un rictus de jocosidad.
—Vamos, ríete ya de una vez —le dijo ella.
—No me estoy riendo.
—Venga, dilo ya. Dime que he hecho el ridículo.
—¿Acaso ves que me ría?
Ahora ya habían llegado a la calle de Maggie. Podía ver su casa allí delante, formando parte de una serie de casas en hilera; el porche bañado por el brillo anaranjado de la luz contra los insectos. Esta vez, cuando Maggie se detuvo, miró a Ira directamente a los ojos, y él devolvió la mirada sin amago alguno de sonrisa, con las manos enfundadas en los bolsillos. No sabía que tuviera los ojos tan rasgados. Más parecía asiático que indio.
—Seguro que tu padre se ha muerto de risa.
—No, sólo… sólo me preguntó qué podía significar.
Maggie trató de recordar las palabras que había usado en la carta. «Especial», había escrito. ¡Oh, Dios mío! Y, peor aún, «maravilloso». Maggie deseó que se la tragara la tierra.
—Recuerdo haberte visto en los ensayos del coro —dijo Ira—. Eres la hermana de Josh, ¿verdad? Aunque creo que nunca llegamos a conocernos bien.
—No, claro que no —dijo Maggie—. ¡Dios mío! No nos conocíamos en absoluto.
Maggie procuró parecer fría y razonable.
Ira la observó unos instantes. Después dijo:
—Y, ¿crees que ahora podríamos llegar a conocernos?
—Bueno. Es que… salgo con un chico.
—¿Ah, sí? ¿Con quién?
—Con Boris Drumm.
—¡Ah, ya!
Maggie miró hacia su casa.
—Lo más seguro es que nos casemos.
—Claro —dijo Ira.
—Bueno, adiós —le dijo Maggie.
Ira alzó en silencio la mano y se quedó unos instantes pensativo. Después, dio media vuelta y se fue.
Aquel domingo, sin embargo, Ira acudió a la iglesia para cantar en el coro durante el servicio matinal. Maggie se sintió aliviada, ligera, como si le hubieran concedido una segunda oportunidad, aunque más tarde, cuando vio que, después del servicio, él desaparecía entre la multitud, se le cayó el alma a los pies. Pero el jueves por la noche fue de nuevo al ensayo y luego la acompañó hasta su casa. Hablaron de cosas sin importancia, como, por ejemplo, la voz astillosa de la señora Britt. Maggie iba sintiéndose más tranquila.
Cuando llegaron a su casa, vio que el perro de la vecina estaba allí mismo, haciendo pis en el único rosal de su madre, y que la vecina lo estaba mirando. Por ello gritó:
—¡Oiga! ¡Saque a su perro de mi jardín! ¿Me ha oído bien?
Maggie bromeaba. Aquél era el torpe estilo burlón que había aprendido de sus hermanos. Pero Ira, que no lo sabía, pareció sorprenderse.
Después, la señora Wright se rió y dijo:
—¡Ya! ¿Y quién te va a ayudar a hacerlo, jovencita?
Ira se relajó, pero Maggie tuvo la sensación de que ella había vuelto a actuar con torpeza. Murmuró buenas noches apresuradamente y se metió en casa.
Muy pronto se convirtió en una costumbre: los jueves por la noche y los domingos por la mañana. La gente empezó a darse cuenta. La madre de Maggie le preguntó: «Maggie, ¿sabe algo Boris de ese nuevo amigo tuyo?», a lo que Maggie se apresuró a responder: «Claro que sí.» Una mentira o, en el mejor de los casos, una verdad a medias. (La madre de Maggie creía que Boris era para las mujeres un regalo de Dios.)
Pero Serena dijo:
—¡Estupendo! Ya era hora de que te deshicieras de aquel mojigato.
—No me he deshecho de él.
—¿Por qué no? —preguntó Serena—. ¡Comparándolo con Ira…! ¡Ira es tan misterioso!
—Bueno, es medio indio, claro.
—Y has de admitir que es atractivo.
Jesse no había sido el único en dejarse influir por un amigo. Sin duda, Serena tuvo bastante que ver con lo que pasó luego.
Les pidió a Maggie e Ira que cantaran un dúo en la boda, por ejemplo. De repente (porque nadie pensaba que Ira tuviera una voz particularmente impresionante), se le metió en la cabeza que tenían que cantar El amor es algo maravilloso antes del intercambio de votos. Y, claro, tuvieron que ensayar. Y, claro, él tuvo que ir a casa de Maggie. Se compadecían el uno al otro y chismorreaban sobre el gusto musical de Serena, pero nunca se les ocurrió llevarle la contraria. La madre de Maggie no paraba de entrar y salir de puntillas del comedor, llevando ropa limpia y doblada sin que viniera en absoluto a cuento. Empezaron a cantar: «Hace tiempo, en una alta e inclemente colina», pero a Maggie le entró risa. Ira se quedó serio. Por aquel entonces, era como si Maggie estuviera convirtiéndose en otra persona, una persona atolondrada e inestable y propensa a los percances. A veces se imaginaba que aquella carta de pésame la había desequilibrado para siempre.
Para entonces ya sabía que Ira llevaba la tienda de marcos de su padre sin la ayuda de nadie (a Sam, su «débil corazón» le hizo caer enfermo justo al día siguiente de que Ira se graduara en el instituto) y que vivía encima de la tienda con su padre y sus dos hermanas, mucho mayores que él, una de las cuales era un poco retrasada y la otra tímida o reservada o algo por el estilo. Sin embargo, Ira quería ir a la universidad, si alguna vez lograba reunir el dinero suficiente. Desde niño había querido ser médico. Decía esto con tono neutro: no parecía desanimado por cómo le trataba la vida. Después, Ira le dijo que, a lo mejor, le gustaría ir con él a su casa algún día, para conocer a sus hermanas, que no tenían ocasión de hablar con mucha gente. Pero Maggie dijo: «¡No!» y, a continuación, se puso colorada y dijo: «Bueno, creo que es mejor que no», y fingió que no se daba cuenta de que él se divertía. Maggie tenía miedo de tropezarse con el padre de Ira. No sabía si sus hermanas también estaban al corriente de lo de la carta, pero prefería no preguntárselo.
En todo aquel tiempo, nunca, ni una sola vez, dejó de comportarse como un simple amigo. Si era preciso, la cogía por el brazo, sólo para guiarla entre la multitud, por ejemplo (y ella sentía su mano firme y cálida sobre su piel desnuda), pero, tan pronto como habían dejado atrás al gentío, la soltaba. Maggie tampoco estaba segura de lo que él sentía por ella. Y, además, también había que tener en cuenta a Boris. Seguía escribiendo a Boris de un modo regular o, tal vez, con mayor frecuencia de lo habitual.
El ensayo de la boda de Serena se efectuó un viernes por la tarde. No se trataba de un ensayo demasiado riguroso. Los padres de Max, por ejemplo, ni siquiera se tomaron la molestia de asistir, si bien la madre de Serena se presentó con miles de rulos rosa en la cabeza. Todo salió mal: Maggie (que, por aquello de la buena suerte, hacía de novia) cruzó la nave principal antes de que tocaran alguna de las piezas musicales seleccionadas, porque Max tenía que encontrarse con un millón de familiares al cabo de media hora. Marchaba al lado de Anita. Ésta era una de las innovaciones más extravagantes de Serena. «¿Qué otra persona podría llevarme al altar?», preguntó Serena. «¡No esperaríais que fuese mi padre!» Pero Anita, por su parte, no parecía muy feliz con semejante solución. Por culpa de los zapatos de alto y afilado tacón, se tambaleaba y vacilaba y, para no perder el equilibrio, hundía sus largas y rojas uñas en la muñeca de Maggie. Ante el altar, Max rodeó a Maggie con un brazo y le dijo que, caramba, que tal vez se contentaría con ella en vez de Serena. Y Serena, que estaba sentada en uno de los bancos centrales, gritó: «¡Ya está bien, Max Gill!» Max seguía siendo el mismo chico pecoso, amistoso y en exceso desarrollado de siempre. A Maggie le costaba imaginárselo casado.
Después de los votos, Max se fue a la estación Penn y los demás ensayaron las canciones. Todos actuaban dentro de un estilo muy de aficionados, pensó Maggie, lo que le iba bien, puesto que ella e Ira no estaban luciéndose mucho aquella tarde. Empezaron a cantar de modo discordante, y a Maggie se le olvidó que habían acordado saltarse la estrofa del medio. Empezó a cantar con Ira las dos primeras líneas, luego se detuvo confusa, después no entró a tiempo y le dio un pequeño ataque de risa entrecortada y tonta. En ese preciso momento, cuando la sonrisa aún no se había desvanecido de su rostro, vio a Boris Drumm en el primer banco. Su ceño fruncido denotaba desconcierto, como si alguien acabara de despertarle.
Bueno, Maggie sabía que Boris regresaría a casa en verano, pero no sabía qué día. Fingió no reconocerle. Ella e Ira concluyeron de cantar y, a continuación, Maggie volvió a desempeñar el papel de Serena y atravesó la nave central, sin Max, para que Sugar pudiera ensayar la cadencia de Nacido para estar contigo. Acabado esto, Serena aplaudió y gritó: «¡Muy bien, fantástico!» Y se dispusieron a salir, hablando todos a la vez. Tenían la intención de ir a tomar una pizza. Se dirigieron como hormigas hacia donde estaba Serena, la cual les aguardaba en la parte de atrás de la iglesia, pero Boris se quedó donde estaba, mirando al frente. Seguro que esperaba que ella fuera a reunirse con él. Maggie examinó la parte posterior de su cabeza, como un bloque, inmóvil. Serena le devolvió su bolso a Maggie y le dijo:
—Veo que tienes compañía.
Ira estaba detrás mismo de Serena. Se colocó frente a Maggie y la miró.
—¿Vienes con nosotros a tomar una pizza? —le preguntó.
—Creo que no —contestó Maggie.
Ira, desconcertado, asintió con la cabeza y se fue. Pero no tomó la misma dirección que los demás, como si tuviera la sensación de que, sin Maggie, no sería bien recibido, lo que, por supuesto, era una tontería.
Maggie volvió a recorrer la nave central y se sentó al lado de Boris. Se dieron un beso.
—¿Qué tal el viaje? —dijo Maggie.
Y, en ese mismo instante, él dijo:
—¿Quién era el tipo con quien cantabas?
Maggie fingió que no le había oído.
—¿Qué tal el viaje? —preguntó de nuevo.
Y él dijo:
—¿No era Ira Moran?
—¿Quién? ¿El que estaba cantando?
—¡Era Ira Moran! ¡Me dijiste que había muerto!
—Fue un malentendido.
—¡Pero si te oí decirlo!
—Me refiero a que fui yo quien entendió mal lo de que había muerto. Sólo estaba, hmmm, herido.
—Ah —dijo Boris, y se quedó pensativo unos instantes.
—Se trataba de una herida superficial, nada más. Eso es todo. Una herida en la cabeza.
No sabía si ambos términos se contradecían. Repasó con rapidez varias de las películas que había visto.
—Y entonces, ¿qué? ¿Se presentó un buen día, así de repente? —le preguntó Boris—. Quiero decir que si apareció de pronto como si fuera un fantasma. ¿Qué pasó exactamente?
—Boris —le dijo Maggie—, no acabo de comprender por qué insistes con tanta pesadez en el tema.
—¡Ah! Bueno, perdona —dijo Boris.
(¿De verdad había utilizado un tono tan autoritario? Maggie procuraba recordarlo, pero no le resultaba fácil imaginárselo.)
El día de la boda, Maggie se levantó temprano y fue andando hasta el apartamento de Serena (el primer piso de una serie de casas alineadas) para ayudarla a vestirse. Serena parecía tranquila, pero su madre estaba hecha un manojo de nervios. Cuando se ponía nerviosa, tenía la costumbre de hablar muy aprisa y prácticamente sin signo alguno de puntuación, como si estuviera haciendo uno de esos anuncios de técnica agresiva. «No sé por qué demonios no quiere recogerse el pelo como todo el mundo cuando fíjate la semana pasada le dije tesoro ya nadie lleva el pelo largo deberías ir a la peluquería para que te hicieran un hermoso peinado que te saliera por debajo del velo…» Iba de un lado a otro de la modesta y escasamente equipada cocina, con una sucia bata de raso rosa y un cigarrillo colgándole de los labios. Armaba un gran escándalo, pero apenas sí terminaba cosa alguna. Serena, perezosa e indiferente, vestida con una de las enormes camisas de Max, dijo:
—Mamá, tómatelo con calma, ¿quieres? —A continuación le dijo a Maggie—:
—Mi madre opina que deberíamos cambiar toda la ceremonia. —¿Cambiarla? ¿En qué sentido?
—¡No tiene una sola dama de honor! —dijo Anita—. Ni tan siquiera madrina y, lo que todavía es peor, ¡no hay ninguna persona del sexo masculino que pueda llevarla al altar!
—Está enfadada porque tiene que hacerlo ella —le dijo Serena a Maggie.
—¡Ojalá pudiera venir tu tío Maynard y llevarte al altar en mi lugar! —gritó Anita—. Tal vez deberíamos aplazar la boda una semana y darle otra oportunidad a tu tío porque tal y como están las cosas ahora todo resultará absurdo y excéntrico ya me imagino a esos presumidos de los Gill escudriñándome y sonriendo entre ellos con afectación y además la última vez que me hice la permanente me quemaron todas las puntas del pelo y no puedo llevarte al altar.
—Vamos. Ayúdame a vestirme —le dijo Serena a Maggie, y se la llevó de la cocina.
Cuando estuvieron en el dormitorio de Serena, que en realidad no era sino el dormitorio de Anita, dividido en dos por una raída sábana de color aguamarina que hacía las veces de cortina, Serena se sentó ante el tocador.
—Pensaba darle un trago de whisky, pero luego se me ha ocurrido que podía ser contraproducente —dijo Serena.
—Serena, ¿estás segura de que haces bien casándote con Max? —le preguntó Maggie.
Serena lanzó un grito y se volvió para mirar a Maggie.
—Maggie Daley, ¡déjame en paz! El pastel de boda ya está a punto.
—Pero, quiero decir que, ¿cómo lo sabes? ¿Cómo puedes estar segura de que has escogido al hombre adecuado?
—Estoy segura porque he llegado al final del camino —dijo Serena, volviendo a mirarse en el espejo.
Ahora el tono de su voz era normal. Se puso maquillaje de fondo, distribuyéndolo con habilidad a pequeñas cantidades por la barbilla, la frente y las mejillas.
—Es hora de casarse. Eso es todo —le dijo—. ¡Estoy harta de citas! ¡Estoy harta de tener que andar siempre guardando las apariencias! Quiero sentarme en el sofá, con un marido normal y corriente, y mirar la tele durante una eternidad. Será como quitarme una faja. Así es como yo lo imagino exactamente.
—¿Qué estás diciendo? —le preguntó Maggie. Casi prefería no oír la respuesta—. ¿Estás insinuando que no quieres de verdad a Max?
—Claro que le quiero —dijo Serena.
Se extendió el maquillaje de fondo mediante un ligero masaje.
—Pero también he querido igual a otros. Quería a Terry Simpson cuando estábamos en segundo curso. ¿Te acuerdas de él? Pero entonces no era el momento de casarse, de modo que ahora no me caso con Terry.
Maggie no sabía qué pensar. ¿Sentía todo el mundo lo mismo? ¿Acaso las personas mayores habían estado contándoles cuentos de hadas? «En el preciso instante en que vi a Eleanor», le había dicho una vez su hermano mayor, «me dije a mí mismo: algún día esa chica será mi mujer.» A Maggie no se le había ocurrido pensar en la simple posibilidad de que estuviera dispuesto a casarse y de que, en consecuencia, anduviera ojo avizor por si encontraba un buen partido.
Así que, una vez más, Serena se las había arreglado para desvirtuar el modo de ver las cosas propio de Maggie. «Después de todo, no estamos en manos del destino», parecía decir, «y en el caso de que sí lo estemos, podemos liberarnos cuando queramos.»
Maggie se sentó en la cama y observó cómo Serena se daba colorete. Vestida con la camisa de Max, ofrecía un aspecto desenfadado y deportivo, como cualquier otra chica.
—Cuando todo esto haya terminado —le dijo a Maggie—, me teñiré de púrpura el traje de novia. Vale la pena aprovecharlo.
Maggie se la quedó mirando pensativa.
La boda era a las once, pero Anita dijo que quería llegar a la iglesia mucho antes, por si surgían inconvenientes. Maggie fue con ellas en el vetusto Chevrolet de Anita. Serena conducía, porque Anita estaba demasiado nerviosa, y, puesto que el amplio traje de Serena ocupaba gran parte del asiento, Maggie y Anita se sentaron detrás. Anita hablaba sin parar y toda la ceniza del cigarrillo se le iba desparramando por la falda de su vestido de «madre de la novia», de color melocotón brillante.
—Ahora que lo pienso Serena no sé por qué celebráis el banquete en el edificio de los Ángeles de la Caridad que está en el quinto pino y al que cada vez que he intentado ir me ha costado dar mil vueltas y preguntar el camino a los desconocidos que pasaban por allí…
Llegaron a la Lencería Fascinante. Serena aparcó en doble fila y salió del coche izando las cascadas de raso para enseñarle el vestido a su jefa, la señora Knowlton.
Mientras la esperaban, Anita dijo:
—Con franqueza si se puede contratar a un hombre para que te atienda el bar o te repare el lavabo o compruebe por qué no funciona la cerradura de la puerta es de suponer que no debería existir ningún problema para contratar a uno durante los cinco minutos escasos que se tarda en llevar a una hija al altar ¿no te parece?
—Sí, señora —dijo Maggie, se acurrucó distraídamente en un agujero del asiento de vinilo y tiró de una bolita de algodón en rama.
—A veces creo que trata de ponerme en evidencia —dijo Anita.
Maggie no sabía qué contestar.
Al fin Serena regresó al coche, llevando consigo un regalo envuelto.
—La señora Knowlton me ha dicho que no lo abra hasta la noche de bodas —dijo Serena.
Maggie se sonrojó y miró de reojo a Anita. Anita miraba por la ventanilla sin más, despidiendo por la nariz dos largas serpentinas de humo.
En la iglesia, el reverendo Connors condujo a Serena y a su madre hasta una salita. Maggie se fue a esperar al resto de los cantantes. Mary Jean ya estaba allí y Sissy llegó enseguida con su marido y su suegra. Pero ni rastro de Ira. Bueno, todavía quedaba mucho tiempo. Maggie descolgó de la percha la larga túnica blanca y se la pasó por la cabeza, perdiéndose entre sus pliegues, y luego, claro, quedó tan despeinada que tuvo que ir a arreglarse. Pero cuando regresó, seguía sin haber el menor indicio de Ira.
Fueron llegando los primeros invitados. Boris se sentó en uno de los bancos, demasiado cerca para gusto de Maggie. Escuchaba a una señora que llevaba un velo de lunares y él asentía con la cabeza comprensiva y respetuosamente, pero, por la posición de su cabeza, Maggie tuvo la sensación de que estaba algo tenso. Maggie miró hacia la entrada. Ahora llegaba más gente: sus padres y los Wright, los vecinos de al lado de la casa, y la vieja profesora de batuta de Serena. Ni señal de la larga y oscura figura de Ira Moran.
Lo más seguro era que, después de haber permitido que la noche anterior se fuera solo, hubiese decidido desaparecer por completo.
—Perdón —dijo Maggie.
Chocó contra la fila de sillas plegables y cruzó muy deprisa el vestíbulo. Una de las mangas se le enganchó en el pomo de la puerta y la dejó parada en seco, lo que la puso en ridículo, pero pudo librarse antes de que nadie lo advirtiera, pensó ella. Se detuvo en las escalinatas de la entrada. «Eh, hola», le dijo un antiguo compañero de clase. Maggie murmuró «hmmm» y, protegiéndose los ojos contra el sol, miró la calle de arriba abajo. Todo cuanto vio fueron más invitados. Durante unos instantes, éstos hicieron que se impacientase; parecían tan frívolos. Sonreían y se saludaban unos a otros con ese aire condescendiente que sólo utilizaban en la iglesia, y las mujeres caminaban con las puntas de los zapatos remilgadamente vueltas hacia afuera, y sus blancos guantes centelleaban a la luz del sol.
En la puerta, Boris dijo:
—¡Maggie!
Maggie no se volvió. Bajó los peldaños con la túnica ondeándole por detrás. Los peldaños eran anchos, en exceso bajos, inadecuados para las zancadas de cualquier persona normal. Se vio forzada a adoptar un ritmo desigual que la hizo cojear.
—¡Maggie! —gritó Boris.
De modo que, en llegando a la acera, ella tuvo que seguir corriendo. Se abrió paso a codazos por entre los invitados y, cuando los hubo dejado atrás, escapó por la calle, corriendo de tal modo que la túnica blanca se le hinchaba como las velas de un velero.
La tienda Marcos Sam se hallaba a sólo dos manzanas de la iglesia, pero eran manzanas muy largas y aquélla era una calurosa mañana de junio. Cuando llegó estaba sudada toda ella y sin aliento. Tiró de la puerta de cristal prensado y entró en un interior mal ventilado y triste, con un desgastado suelo de linóleo. Muestras en forma de «L» pendían de los ganchos que colgaban de un amarillento tablero perforado y el mostrador estaba pintado de un gris basto y frío. Detrás del mostrador se hallaba un hombre viejo y encorvado, con una visera por cuya parte inferior asomaban greñas canosas disparadas en todas direcciones. El padre de Ira.
Al verle allí, Maggie se sorprendió. Según tenía entendido, no había vuelto a pisar la tienda. Ella vaciló y él le dijo:
—¿En qué puedo servirla, señorita?
Maggie siempre había creído que Ira tenía los ojos más oscuros que ella viera jamás, pero los ojos de este hombre eran todavía más oscuros. Ni siquiera estaba segura de la dirección en que miraban. Tuvo la fugaz impresión de que tal vez fuera ciego.
—Busco a Ira —dijo Maggie.
—Ira no trabaja hoy. Tiene no sé qué compromiso.
—Sí, una boda. Tiene que cantar en una boda. Pero aún no se ha presentado, de modo que he venido a buscarlo.
—¡Oh! —dijo Sam.
Acercó más la cabeza hacia Maggie, guiándose por la nariz, lo que no disminuía en absoluto su parecido con un ciego.
—¿Tú no serás Maggie, por casualidad? —le preguntó.
—Sí, señor —contestó ella.
Sam se quedó pensativo. Soltó una risita áspera, asmática.
—Maggie Daley —dijo él.
Maggie se mantuvo en sus trece.
—De modo que te creíste que Ira había muerto.
—¿Ira está aquí?
—Está arriba vistiéndose.
—¿Podría usted llamarle, por favor?
—¿Por qué creíste que había muerto?
—Lo confundí con otro. Monty Rand —dijo Maggie entre dientes—. Monty murió en el campamento de instrucción de reclutas.
—¡El campamento de instrucción!
—¿Podría usted llamar a Ira, por favor?
—Nunca encontrarás a Ira en un campamento de instrucción —dijo Sam—. Ira tiene personas a su cargo, como si estuviera casado. No hubiera podido casarse, dada nuestra situación. Yo tengo el corazón delicado hace años y una de sus hermanas no está del todo bien de la cabeza. ¡Vaya! No creo que le aceptaran en el ejército, aun en el caso de que se alistara como voluntario. Entonces, las chicas y yo tendríamos que vivir de la asistencia social. Seríamos una carga para el gobierno. «Déjanos en paz», le dirían los del ejército. «Vuelve con los que te necesitan. Aquí, no te queremos para nada.»
Maggie oyó unos pasos que bajaban por unas escaleras situadas en alguna parte. Emitían un sonido amortiguado, como el de un tambor. En la pared del tablero perforado, detrás del mostrador, se abrió una puerta, e Ira dijo:
—Pap…
Se detuvo y miró a Maggie. Llevaba un traje oscuro que no le sentaba nada bien y una camisa blanca almidonada, con una corbata azul marino, desanudada y colgándole del cuello.
—Llegaremos tarde a la boda —le dijo Maggie.
Ira se estiró hacia arriba uno de los puños y miró la hora.
—¡Venga, vamos! —dijo Maggie.
No era sólo la boda lo que le preocupaba. Tenía la sensación de que quedarse cerca del padre de Ira podía resultar un tanto peligroso.
Y, en efecto, Sam dijo:
—Tu amiguita y yo estábamos hablando de lo que pasaría si te alistases en el ejército.
—¿En el ejército?
—Ira no podría alistarse en el ejército, le he dicho yo. Nos tiene a nosotros.
—Bueno, papá, de todos modos supongo que en un par de horas estaré de vuelta.
—¿Tanto vas a tardar? ¡Es casi toda la mañana!
Sam se dirigió hacia donde estaba Maggie y le dijo:
—El sábado es el día que hay más trabajo en la tienda.
Maggie se preguntó por qué, en ese caso, la tienda estaba vacía.
—Sí, bueno, estaremos… —dijo Maggie.
—De hecho, si Ira se alistara en el ejército, no nos quedaría más remedio que cerrar esto —dijo Sam—. Venderlo absolutamente todo, cuando en octubre hará cuarenta y dos años que pertenece a la familia.
—¿De qué estás hablando? —le preguntó Ira a su padre—. ¿Por qué habría yo de querer alistarme?
—Esta amiguita tuya creyó que te habías alistado en el ejército y que te habías matado —le dijo Sam.
—¡Oh! —dijo Ira.
Seguro que ahora también él se había percatado del peligro, porque esta vez fue Ira quien dijo:
—Tenemos que irnos.
—Tu amiguita creía que habías volado por los aires en el campamento —dijo Sam.
Soltó otra de sus risitas ahogadas.
Maggie pensó que había algo de implacable en su forma de guiarse por la nariz, algo que recordaba a un topo.
—Va y me escribe una carta de pésame. ¡Ja! —le dijo a Maggie—. Me dio un buen susto. Durante cosa de medio segundo o así, pensé: espera un momento. ¿Ha muerto Ira? Pues sería la primera noticia. Y también era la primera vez que oía hablar de ti. En realidad la primera vez en muchos años que oía hablar de alguna chica. Quiero decir que ahora ya no tiene muchos amigos. Sus compinches de la escuela fueron los cerebritos que se largaron a la universidad y ahora ya no mantienen contacto con él y él no ve alma alguna de su edad. «Mira», le dije, «una chica, por fin», después de recuperarme del susto. «Será mejor que no la dejes escapar, ahora que tienes la oportunidad», le dije.
—Vámonos —le dijo Ira a Maggie.
Ira levantó un tablero con bisagras y pasó al otro lado del mostrador, pero Sam continuó hablando:
—Lo que pasa es que ahora ya sabes que ella se las puede arreglar sin ti.
Ira se detuvo, sosteniendo aún el tablero con bisagras.
—Escribe una corta carta de pésame y sigue adelante con su vida, más feliz que unas pascuas —le dijo Sam.
—¿Y qué querías que hiciera, que se metiera conmigo en la tumba?
—Bueno, tendrás que admitir que soportó bastante bien su tristeza. Me escribe una nota preciosa, le pega un sello en una esquina y continúa con los preparativos para la boda de su amiga.
—Muy bien —dijo Ira.
Bajó el tablero del mostrador y se aproximó a Maggie. ¿Era Ira totalmente impenetrable? En sus ojos no había brillo alguno y, cuando la cogió por el brazo, ella notó su mano del todo firme.
—Está usted equivocado —le dijo Maggie a Sam.
—¿Eh?
—No me sentía bien sin él. Apenas podía vivir.
—No hay ninguna necesidad de acalorarse por todo esto —dijo Sam.
—Y, para su información, le diré que hay muchas chicas que creen que Ira es maravilloso y que yo no soy la única y también que es ridículo decir que no puede casarse. No tiene usted ningún derecho. Todo el mundo puede casarse, si lo desea.
—¡Ira no tendría el valor de casarse! —le dijo Sam a Maggie—. Ha de pensar en mí y en sus hermanas. ¿Quieres que vayamos todos a un asilo para pobres? ¿Ira? Ira, tú no tendrías el valor de casarte, ¿verdad?
—¿Por qué no? —preguntó Ira con tranquilidad.
—¡Has de pensar en mí y en tus hermanas!
—Pues voy a casarme con ella de todos modos —dijo Ira.
Entonces abrió la puerta y se hizo a un lado para dejar pasar a Maggie.
Una vez en el porche se detuvieron, y él la estrechó entre sus brazos. Maggie podía notar contra su mejilla los estrechos huesos del pecho de Ira y en su oído cómo le latía el corazón. Su padre podía verlo todo a través de la puerta de cristal, pero aún así, Ira inclinó la cabeza y la besó en los labios: un beso largo, cálido, penetrante, que hizo que las rodillas de Maggie flaquearan.
Después empezaron a andar en dirección a la iglesia, aunque antes sufrieron un pequeño retraso porque a Maggie se le enganchó el dobladillo de la túnica. Ira tuvo que volver a abrir la puerta (sin tan siquiera mirar a su padre) y ayudarla a soltarse.
Pero, mirando la película de Serena, ¿habría adivinado alguien lo que acababa de suceder? Parecían una pareja corriente, tal vez un poco descompensados en cuanto a la altura. Él era demasiado alto y delgado y ella demasiado baja y rellenita. Se les veía serios de cara, pero bajo ningún concepto daban la impresión de que hubiera sucedido algo importantísimo. Abrían y cerraban la boca en silencio, mientras los asistentes cantaban por ellos, riéndose cariñosamente, entonando de un modo melodramático «El amor es la forma de dar de la naturaleza, una razón para vivir…» Sólo Maggie sabía cómo la mano de Ira había apuntalado su región lumbar.
Después, las gemelas Barley se apoyaron la una en la otra y cantaron el himno procesional, con las barbillas alzadas, como las caras de pequeños pajarillos. Y, a continuación, la cámara viró y enfocó a Serena, vestida toda de blanco. Serena avanzaba por la nave central con su madre pegada a ella. ¡Qué curioso! Vistas desde aquel ángulo, ninguna de las dos parecía particularmente original. Serena miraba al frente, con atención. Tal vez el maquillaje de Anita resultara un tanto excesivo, pero en realidad podría tratarse de cualquier madre, anhelante y anticuada con ese estrecho vestido. «Mírate», le dijo alguien a Serena, riéndose. Mientras tanto, la audiencia cantaba: «Aunque no tengo mucho que decir…»
Pero luego la cámara se movió a trompicones, pegó una sacudida y allí estaba Max, esperando junto al reverendo Connors delante del altar. Las voces que cantaban fueron extinguiéndose una a una. El bondadoso Max apretaba los labios agrietados y entornaba sus ojos azules para procurar parecer lo debidamente solemne mientras observaba aproximarse a Serena. Todo en él se veía descolorido, a excepción de las pecas, que resaltaban como lentejuelas metálicas sobre sus anchas mejillas.
Maggie notó que los ojos se le llenaban de lágrimas. Varias personas se sonaron.
Nadie, pensó Maggie, imaginó entonces que todo esto acabaría resultando tan triste.
Pero, claro, los ánimos volvieron a alegrarse, porque la canción duró demasiado y la pareja tuvo que permanecer de pie, con el reverendo Connors sonriéndoles, mientras las gemelas Barley acababan. Y, para cuando se hubieron dicho las palabras rituales y Sugar se hubo puesto en pie para cantar el himno final del oficio, la mayor parte de los espectadores ya estaban dándose codazos de expectación, porque ¿quién hubiera podido olvidar lo que venía a continuación?
Max acompañó a Serena a lo largo de la nave central demasiado despacio, llevando un paso mesurado, vacilante, que con toda probabilidad consideraba el apropiado. La canción de Sugar se había acabado antes de que ellos dos hubieran terminado de salir. Serena tiró del codo de Max, le habló con apremio al oído y recorrió los últimos metros casi de espaldas, mientras arrastraba a Max hasta el vestíbulo. Y entonces, cuando ya no podían oírles, ¡menuda batalla sostuvieron! Los susurros se convirtieron en siseos y, por último, en gritos: «Si te hubieras quedado hasta el final del maldito ensayo», clamaba Serena, «en lugar de salir disparado hacia la estación Penn para recoger a todos tus interminables familiares, y no me hubieras dejado a mí ensayando sola, habrías tenido una idea de la rapidez con que tenías que llevarme…» Los invitados se quedaron sentados, sin saber adonde mirar. Sonreían avergonzados, con la cabeza inclinada sobre sus regazos, y, por último, se echaron a reír a carcajadas.
—Serena, cariño —había dicho Max—, cállate. Por el amor de Dios, Serena, todo el mundo nos está oyendo. Serena, mi vida…
Evidentemente, nada de todo ello salía en la película que, de todos modos, ya había terminado, excepción hecha de unos cuantos números llenos de cicatrices que aparecían a destellos en la pantalla. Pero, por toda la sala, la gente iba refrescando los recuerdos y haciendo que la escena resucitara.
—Y entonces salió ella con paso airado…
—Cerró de golpe la puerta de la iglesia…
—Tembló todo el edificio, ¿lo recuerdas?
—Y nosotros mirando hacia el vestíbulo, sin saber qué hacer…
Alguien alzó de golpe una persiana: La propia Serena. La habitación se llenó de luz. Serena sonreía, pero sus mejillas estaban húmedas. La gente decía: «Y entonces, Serena…», y «¿te acuerdas, Serena?», y ella asentía con la cabeza y sonreía y lloraba. La viejecita que se hallaba junto a Maggie dijo: «Querida, querida Maxwell», y dio un suspiro, tal vez sin percatarse de la alegría de los demás.
Maggie se levantó y recogió su bolso. Quería a Ira. Se sentía perdida sin Ira. Le buscó por allí, pero sólo vio a los demás, insulsos y carentes de sentido. Se deslizó hasta el comedor, pero Ira no se encontraba entre los invitados que, de pie, inspeccionaban las fuentes de comida. Cruzó el pasillo y echó una mirada al dormitorio de Serena.
Y allí estaba él, sentado ante el tocador. Había acercado una silla y quitado de en medio la fotografía de la graduación de Linda, a fin de poder extender con holgura, sobre la brillante superficie, su solitario. Una mano angulosa y morena se hallaba suspendida sobre una jota, lista para atacar. Maggie entró en el dormitorio y cerró la puerta. Dejó el bolso y, por detrás, envolvió a Ira con sus brazos.
—Te has perdido una buena película —dijo, posando los labios en su cabello de Ira—. Serena ha pasado una película de su boda.
—Muy típico de ella —dijo Ira.
Colocó la jota sobre una dama. El cabello le olía a coco: era su olor natural, olor que, antes o después y con independencia del champú que usase, siempre acababa por manifestarse.
—Tú y yo cantábamos nuestro dúo —dijo Maggie.
—Y supongo que te habrás puesto nostálgica y a lloriquear.
—Pues sí.
—Muy típico de ti.
—Sí, muy típico de mí —dijo Maggie, y sonrió al espejo que había frente a ellos.
Tuvo la sensación de que casi estaba vanagloriándose, de que había hecho una especie de declaración de principios. Pensó que, si era cierto que se dejaba influir con facilidad, al menos había escogido a la persona que iba a influir en ella. Que, si era cierto que estaba encerrada en un esquema, al menos había escogido cuál iba a ser ese esquema. Se sintió fuerte y libre y segura. Observó cómo Ira cogía una tira entera de diamantes, del as al diez, y la colocaba sobre la jota.
—Parecíamos niños —le dijo Maggie—. Igual que bebés. Apenas sí teníamos más años de los que Daisy tiene ahora. Imagínate. Y entonces no pensábamos para nada en decidir la persona con la que pasaríamos los próximos sesenta años de nuestras vidas.
—Mmmm —dijo Ira.
Ira, mientras Maggie colocaba su mejilla encima de su cabeza, estuvo considerando un rey. A Maggie le parecía que se había vuelto a enamorar. ¡De su propio marido! Le gustó la comodidad que ello suponía: era como encontrar en la despensa de casa todos los ingredientes para una nueva receta.
—¿Recuerdas nuestro primer año de casados? —le preguntó—. Fue horrible. Nos peleábamos a cada instante.
—El peor año de mi vida —convino Ira y, cuando Maggie dio la vuelta para situarse delante, se reclinó ligeramente en la silla a fin de que ella pudiera acomodarse en su regazo.
Bajo su cuerpo, Maggie notaba los muslos de Ira, largos y huesudos: dos tablones de madera.
—¡Cuidado con las cartas! —le dijo él.
Pero Maggie pudo notar que empezaba a animarse. Colocó la cabeza sobre su hombro y con un dedo recorrió el pespunte del bolsillo de su camisa.
—Y del domingo que invitamos a cenar a Max y Serena, ¿te acuerdas? Nuestros primeros invitados. Antes de que llegaran, cambiamos los muebles de sitio cinco veces —dijo Maggie—. Yo me fui a la cocina y, cuando volví, me encontré con que habías distribuido las sillas por todos los rincones, y te dije: «¿Qué has hecho?», y las coloqué de otra manera, y, cuando los Gill llegaron, la mesita del café estaba patas arriba encima del sofá y tú y yo peleándonos y gritando.
—Estábamos muertos de miedo. Eso es lo que pasaba.
Ahora la había rodeado con sus brazos. Maggie notaba cómo la voz de Ira, divertida y seca, vibraba a través de su pecho.
—Intentábamos portarnos como adultos, pero no sabíamos si lo conseguiríamos.
—Y después llegó nuestro primer aniversario —dijo Maggie—. ¡Qué fracaso! El libro de etiqueta de mi madre decía que tenía que regalarse algo de papel o un reloj, lo que yo prefiriera. De modo que tuve la brillante idea de construirte un regalo con una serie de piezas para montar que había visto en una revista: un reloj mecánico de papel.
—De eso no me acuerdo.
—Porque nunca te lo di.
—¿Qué fue de él?
—Bueno, supongo que lo monté mal. Quiero decir que, aunque seguí todas las instrucciones, nunca llegó a funcionar como se suponía que debía hacerlo. Se atascaba, se paraba y se ponía en marcha otra vez. Uno de los bordes se enroscaba hacia arriba y debajo del doce se veía una ondulación, porque había utilizado demasiado pegamento. Era… de una principiante, de una aficionada. Me sentí tan avergonzada que lo tiré al cubo de la basura.
—¿Por qué, cariño?
—Temí que fuera un símbolo o algo así. Un símbolo de nuestro matrimonio, quiero decir. Nosotros mismos éramos unos principiantes, eso era lo que me asustaba.
—¡Caramba! Entonces estábamos aprendiendo. No sabíamos qué hacer el uno con el otro.
—Pero ahora sí que sabemos —murmuró Maggie.
Después, presionó con su boca uno de los puntos de Ira que a ella más le gustaba: el pequeño rinconcito en que la mandíbula se unía al cuello.
Mientras tanto, sus dedos empezaron a deslizarse hacia la hebilla del cinturón.
Ira dijo:
—¡Maggie! —pero no hizo nada para detenerla.
Maggie se enderezó para desabrocharle el cinturón y bajarle la cremallera.
—Podemos quedarnos sentados en esta misma silla —le susurró—. Nadie notará nada.
Ira gimió y la atrajo hacia sí. Cuando la besó, notó sus labios suaves y firmes. Maggie pensó que era capaz de oír cómo su propia sangre le fluía por las venas. Sonaba como un torrente, como una caracola marina.
—¡Maggie Daley! —dijo Serena.
Ira se sobresaltó profundamente y Maggie se levantó de un salto de su regazo. Serena se quedó de pie, helada, con una mano en el pomo de la puerta. Miraba boquiabierta a Ira, su cremallera bajada y el extremo inferior de la camisa que le salía por ella.
Bueno, cabía esperar cualquier cosa, pensaba Maggie. Con Serena nunca se sabía. Serena podría tomárselo a risa. Pero tal vez el funeral había sido demasiado para ella, o la película que acababan de pasar, o quizá la viudez en general.
En cualquier caso, Serena dijo:
—No me lo puedo creer. No me lo puedo creer.
—Serena… —dijo Maggie.
—¡En mi propia casa! ¡En mi dormitorio!
—Lo siento, de verdad. Los dos lo sentimos… —dijo Maggie.
E Ira, poniéndose bien la ropa a toda prisa, dijo:
—Sí, de verdad, no queríamos…
—Siempre has sido insoportable —le dijo Serená a Maggie—. Supongo que lo has hecho a posta. Nadie podría cometer una pifia así por mera casualidad. Aún recuerdo lo que pasó con mi madre en la residencia de ancianos. ¡Y ahora esto! ¡Con ocasión de un funeral! ¡En la habitación que he compartido con mi marido!
—Ha sido una casualidad, Serena. En ningún momento hemos tenido la intención de…
—¡Una casualidad! —dijo Serena—. ¡Oh, marchaos!
—¿Qué?
—¡Que os vayáis! —dijo Serena.
Dio media vuelta y se fue.
Maggie, sin mirar a Ira, cogió su bolso. Ira recogió las cartas. Maggie cruzó la puerta antes que Ira, y ambos atravesaron el pasillo en dirección a la sala de estar. La gente se apartó un poco para dejarles paso. Maggie no tenía ni idea de lo que la gente había oído. Todo, probablemente. Había en ellos cierta complicidad y reproche. Maggie abrió la puerta de la calle, y se volvieron para decir: «Bueno, adiós.»
—Adiós —murmuraron los demás—. Adiós, Maggie; adiós, Ira…
Afuera, la luz del sol era cegadora. Maggie deseó que, al salir de la iglesia, hubieran cogido el coche. Cuando él se la ofreció, asió la mano de Ira y comenzó a andar, cuidadosamente, a lo largo de la grava de junto a la carretera, clavando la mirada en sus zapatos bajos, de charol, sobre los que se había depositado una fina película de polvo.
—Bien —dijo al fin Ira—, sin duda hemos animado esa pequeña reunión.
—Me siento fatal.
—Bueno, ya se le pasará. Ya sabes cómo es Serena. —A continuación, resopló y dijo—: Intenta mirar el lado positivo. Las reuniones de ex alumnos son…
—Pero esto no era una reunión de ex alumnos. Era un funeral. Un servicio conmemorativo. Y voy yo y echo a perder un servicio conmemorativo. Lo más probable es que Serena crea que estábamos haciendo alardes o algo parecido, burlándonos de ella ahora que es viuda. Me siento fatal.
—Nos perdonará —dijo Ira.
Pasó un coche silbando, por lo que Ira se cambió de lado, a fin de que Maggie fuese por la parte interior, lejos de los coches. Ahora caminaban ligeramente separados, sin llegar a tocarse. Habían vuelto a la normalidad. Volvían a ser los mismos de siempre. O casi. No del todo. Algún efecto de luz, o quizá el calor, enturbiaba la visión de Maggie y, por un momento, tuvo la sensación de que la vieja casa de piedra ante la que pasaban despedía un resplandor. Se difuminó hasta convertirse en una suave y radiante neblina; después, se reagrupó por sí sola y de nuevo volvió a ser sólida.