Para encontrar en Deer Lick un lugar cualquiera, sólo tenías que detenerte en el único semáforo que había y mirar en las cuatro direcciones. Una barbería, dos estaciones de servicio, una ferretería, una tienda de comestibles y tres iglesias; todo quedaba a la vista. Los edificios estaban dispuestos con tanta discreción como los del pueblo de un tren en miniatura. Los árboles crecían a su aire y las aceras terminaban al cabo de tres manzanas. Bastaba observar con atención cualquier calle transversal para descubrir verdor y maizales e incluso, en alguna ocasión, un gordo caballo pardo escondiendo la nariz en algún pasto.
Ira aparcó sobre el asfalto junto a la Iglesia Fenway Memorial, una estructura de forma cúbica y de color blanco grisáceo, con un pequeño y achaparrado campanario parecido al sombrero de una bruja. No había más coches en el aparcamiento. Al parecer, Ira había acertado. El haber continuado por la carretera uno había resultado más rápido, lo cual no era un acierto absoluto, pues significaba que habían llegado a Deer Lick con treinta minutos de antelación. Con todo, Maggie esperaba encontrar algún rastro de aquellas otras personas que debían asistir al funeral.
—Tal vez nos hemos equivocado de día —dijo Maggie.
—No puede ser. Serena te dijo «mañana». Es imposible que confundieras una cosa así.
—¿Crees que deberíamos entrar?
—Claro, si no está cerrada con llave.
Al bajar del coche, Maggie notó que el vestido se le había pegado a la parte posterior de las piernas. Se sentía pegajosa toda ella. Tenía el pelo enmarañado a causa del viento, y la cinturilla de los pantys se le había ido torciendo, de modo que se le clavaba en el estómago.
Subieron unos peldaños de madera y probaron si la puerta cedía. Se abrió de par en par con un ruido quejumbroso. Nada más entrar, se encontraba una larga y lóbrega sala sin alfombra. El techo —un armazón de madera— se alzaba por encima de oscuros bancos. Enormes dispositivos florales descansaban a ambos lados del púlpito, lo que a Maggie le resultó tranquilizador. Sólo bodas y funerales exigían semejantes ramos de aspecto artificial.
—¿Hola? —probó Ira.
Se oyó el eco de su voz.
Recorrieron de puntillas el pasillo central, haciendo así que crujieran las maderas del suelo.
—¿Crees que hay un… lado o algo parecido? —susurró Maggie.
—¿Un lado?
—Me refiero al lado de la novia y al lado del novio, o más bien…
El error le provocó un pequeño ataque de risa tonta. A decir verdad, no tenía mucha experiencia en funerales. Todavía no se le había muerto ningún allegado o amigo íntimo. Toquemos madera.
—Quiero decir —dijo Maggie— si dará lo mismo dónde nos sentemos.
—Mientras no sea en primera fila —le dijo Ira.
—Bueno, claro que no. No soy tonta de remate.
Maggie se dejó caer en un banco de la derecha, hacia la mitad del pasillo, y se hizo a un lado para dejarle sitio a Ira.
—¿Crees que por lo menos tocarán un poco de música? —dijo Maggie.
Ira miró el reloj.
—La próxima vez quizá deberías seguir las indicaciones de Serena —dijo Maggie.
—¡Sí! ¿Para pasarnos la mañana vagando por alguna senda de vacas?
—Es mejor que ser los primeros en llegar.
—No me importa que seamos los primeros.
Ira metió una mano en el bolsillo izquierdo de su americana. Sacó una baraja sujeta con una goma.
—¡Ira Moran! ¡No irás a jugar a las cartas en un lugar dedicado al culto!
Él se metió la otra mano en el bolsillo derecho y sacó otra baraja.
—¿Y si viene alguien? —pregunto Maggie.
—No te preocupes. Tengo reflejos relámpago —le contesto él.
Quitó las gomas y barajó los dos juegos de naipes a la vez. Repiquetearon como los disparos de una ametralladora.
—Bueno —dijo Maggie—, haré ver que no te conozco.
Cogió el bolso por las asas y se deslizó hasta el otro extremo del banco.
Ira extendió las cartas donde Maggie había estado sentada.
Maggie fue andando hasta una vidriera. EN MEMORIA DE VIVIAN DEWEY, QUERIDO ESPOSO Y PADRE, rezaba una placa situada debajo. ¡Un marido llamado Vivian! Contuvo la risa. Se acordó de algo que solía pensar allá por los años sesenta, cuando los chicos llevaban el pelo tan largo: ¿no resultaría espeluznante pasar los dedos por los suaves y colgantes mechones de tu novio?
En las iglesias siempre le venían a la mente las ideas más indecorosas.
Siguió andando hacia la parte delantera, taconeando con rapidez, como si supiera a dónde iba. Junto al púlpito, se puso de puntillas para oler una flor blanca y cerúlea que no podía identificar. No olía a nada y despedía una rotunda frialdad. De hecho, ella misma sentía un poco de frío. Dio media vuelta y, por el pasillo central, se dirigió hacia donde estaba Ira.
Ira había extendido las cartas a lo largo de medio banco. Las iba cambiando de sitio mientras silbaba entre dientes. El jugador, ése era el título de la canción. Decepcionantemente obvio. «Te conviene saber cuándo debes guardarlas, cuándo debes echarlas…» El solitario que hacía era tan complicado que podía durar horas, pero se empezaba de una forma sencilla y estaba colocando las cartas casi sin vacilar.
—Ésta es la parte aburrida —le dijo a Maggie—. Debería tener un aprendiz que me hiciera esta parte, del mismo modo que los grandes maestros tenían discípulos que rellenaban el fondo de sus pinturas.
Maggie le lanzó una mirada; no sabía que hacían eso. Le sonó a estafa.
—¿No puedes poner ese cinco encima del seis? —preguntó.
—No te metas, Maggie.
Maggie dio una vuelta por el pasillo central, dejando que el bolso se balanceara ampliamente entre sus dedos.
¿Qué clase de iglesia era aquélla? El letrero de fuera no lo decía. Maggie y Serena habían sido educadas como metodistas, pero Max pertenecía a otra doctrina y, una vez casados, Serena había cambiado de religión. Sin embargo, se habían casado por la iglesia metodista. Maggie cantó en su boda; cantó un dúo con Ira. (Hacía poco que habían empezado a salir juntos.) La boda fue uno de los inventos más extravagantes de Serena: una mezcla de canciones populares y de Kahlil Gibran, y ello en una época en que la gente seguía aferrada a Oh, protégeme. Bueno, Serena siempre se había adelantado a su época. Era imposible saber qué clase de funeral habría dispuesto.
Al llegar a la puerta, Maggie dio media vuelta y se encaminó hacia donde estaba Ira. Éste se había levantado del banco y, para poder estudiar la totalidad de las cartas, se hallaba inclinado sobre aquél desde el banco de atrás. Seguro que ya había llegado a la fase interesante. Incluso silbaba más despacio: «Nunca cuentes tu dinero mientras dure la partida»… Desde allí parecía un espantapájaros: los hombros como una percha, un mechón de pelo negro en forma de ramita, los brazos tiesos y dispuestos en ángulo.
—¡Maggie! ¡Has venido! —gritó Serena desde la puerta.
Maggie se volvió, pero sólo vio una silueta recortada contra una mancha de luz amarilla.
—¿Serena? —dijo.
Serena se precipitó hacia ella con los brazos extendidos. Llevaba un chal negro que la envolvía por completo, con largos flecos de satén colgando del borde, y su pelo también era negro, sin ninguna cana. Al abrazarla, Maggie se enredó con la lacia cabellera que, a modo de cola, le colgaba por entre las paletillas. Tuvo que sacudir los dedos para desenredárselos, riendo suavemente, mientras se echaba hacia atrás. Serena hubiera podido ser una dama española —Maggie siempre lo había pensado—, peinada con la raya en medio y la cara llena, ovalada y de colorido intenso.
—¡Ira también! —decía Serena—. ¿Cómo estás, Ira?
Ira (tras haber hecho desaparecer las cartas de un modo misterioso) se levantó, y Serena le dio un beso en la mejilla, beso que él aceptó con resignación.
—Siento mucho lo de Max —dijo Ira.
—Ya, gracias —dijo Serena—. Os agradezco muchísimo que hayáis hecho este viaje. No os lo podéis imaginar. Todos los parientes de Max están en casa y yo me siento desbordada. Al final pude escabullirme. Les dije que, antes de que comenzara el funeral, tenía que venir a la iglesia para ocuparme de algunas cosas. ¿Habéis desayunado?
—¡Sí, claro! —dijo Maggie—. Pero quisiera ir al lavabo.
—Te acompaño. ¿Ira?
—No, gracias.
—Sólo tardaremos un minuto —dijo Serena.
Se cogió del brazo de Maggie y la condujo por el pasillo central.
—Los primos de Max han venido desde Virginia —dijo—, y su hermano George, claro, con su mujer y su hija. Y Linda lleva aquí desde el jueves, con los nietos…
El aliento le olía a melocotón, o tal vez era el perfume que usaba. Iba calzada con unas sandalias cuyas tiras de cuero llevaba enrolladas hasta la mitad de sus desnudas y morenas pantorrillas, y el vestido (a Maggie no le sorprendió) era de gasa, de un rojo intenso, con un diamante falso en forma de sol, a modo de broche, en el centro de la uve del escote.
—Tal vez sea una suerte —dijo—. Todo este caos no me deja pensar.
—¡Oh, Serena! ¿Ha sido realmente horrible? —preguntó Maggie.
—Bueno, sí y no —dijo Serena.
Condujo a Maggie a través de una pequeña puerta lateral, situada a la izquierda de la de entrada, y, después, por un tramo de escaleras estrechas.
—Es que ha sido muy largo, Maggie. Al principio, aunque no me esté bien el decirlo, fue una especie de alivio. Llevaba enfermo desde febrero, ya sabes. Sólo que entonces no nos dimos cuenta. De todos modos, febrero es un mes tan malo: resfriados y gripe y tejados con goteras y el horno averiado. Así que entonces no atamos cabos. No se sentía muy bien, es cuanto decía. Que si un poco de esto, que si otro poco de aquello… Después se puso amarillo. Después se le oscureció el labio superior. Pero, claro, no era cosa que pudieras decirle al médico. No puedes llamar en serio al doctor y contarle… Pero una mañana le miré y pensé: «¡Dios mío, cómo ha envejecido! ¡Le ha cambiado la cara por completo!» Para entonces, ya estábamos en abril, cuando la gente normal se siente en plena forma.
Cruzaron un sótano con suelo de linóleo, sin luz, y en el que colgaban cañerías y tubos. Se abrieron camino por entre largas mesas de metal y sillas plegables. Maggie se sentía como en casa. ¿Cuántas veces habían intercambiado secretos Serena y ella en alguna aula de las clases de catequesis? Incluso llegó a parecerle que olía al papel couché con que hacían los folletos para estudiar la Biblia.
—Un día, al regresar de la tienda de ultramarinos —dijo Serena—, Max no estaba. Era sábado y cuando me marché le dejé trabajando en el jardín. Bueno, no le di mucha importancia; empecé a guardar la compra… —Hizo entrar a Maggie en un cuarto de baño de baldosas blancas—. Después, de repente, miro por la ventana y veo a una mujer del todo desconocida que le traía cogido de la mano. Ella estaba algo así como… dudosa. Era obvio que creía que era subnormal o algo parecido. Salí corriendo. Ella dijo: «¡Ah! ¿Es suyo?»
Serena se apoyó contra el lavabo, con los brazos cruzados, mientras Maggie entraba en uno de los compartimientos.
—¡Que si era mío! —dijo Serena—. Como cuando un vecino viene a traerte el perro con los bigotes chorreando basura y te pregunta: «¿Es suyo?» Yo dije que sí. Resulta que aquella mujer se lo encontró rondando por la calle Dunmore, con unas tijeras de podar y sin que, al parecer, él supiera a dónde iba. Ella le preguntó si podía ayudarle y todo lo que él dijo fue: «No estoy seguro. No estoy seguro.» Pero al verme me reconoció. Se le iluminó la cara, y dijo: «Ahí está Serena.» De modo que le llevé dentro y le hice sentar. Le pregunté qué había pasado y él me contestó que había tenido la más extraña de las sensaciones. Dijo que de repente se encontró paseando por la calle Dunmore. Luego, cuando la mujer le trajo por donde había ido, dijo que vio nuestra casa y que sabía que era nuestra, pero que, al mismo tiempo, era como si la casa no tuviera nada que ver con él. Dijo que fue como si, durante un minuto, hubiera salido de su propia vida.
MARCY+DAVE, decían las palabras escritas con tiza encima del dispositivo del papel higiénico, SUE HARDY LLEVA UN SUJETADOR ACOLCHADO. Maggie trató de adaptarse a aquella nueva versión de Max: indeciso y desconcertado, de rodillas temblorosas, sin duda como uno más de los pacientes de la residencia. Pero acabó imaginándose al Max que siempre había conocido, el tipo de hombre robusto como un futbolista, con el pelo rubio muy corto y destellante y un rostro ancho, bondadoso y pecoso; el Max que corriera desnudo por la espuma de la Playa de Carolina. Al fin y al cabo, durante los diez últimos años sólo lo había visto unas pocas veces; no era el mejor del mundo a la hora de conservar su puesto en el trabajo y, con frecuencia, había hecho que su familia tuviera que trasladarse. Pero Maggie lo veía como a uno de esos individuos que nunca dejan de ser niños. Resultaba difícil imaginárselo envejecido.
Maggie tiró de la cadena y, al salir, encontró a Serena examinando una de sus sandalias, torciendo el pie hacia uno y otro lado.
—¿Has hecho alguna vez algo semejante? —le preguntó Serena—. ¿Salirte de tu propia vida?
—Pues no, que yo recuerde —dijo Maggie, y abrió el grifo del agua caliente.
—Me pregunto cómo será —dijo Serena—. Mirar un día a tu alrededor y que todo te sorprenda: a dónde has llegado, con quién te has casado, en qué clase de persona te has convertido. Suponte que, de repente, te ves donde estabas… suponte que comprando con tu hija… pero teniendo siete u ocho años y observando todo lo que has hecho. «¡Vaya!», te dirías. «¿Será posible que ésa sea yo? ¿Conduciendo un coche? ¿Tomando el mando? ¿Regañando a alguna jovencita como si yo lo supiera todo?» Entrarías en tu casa y dirías: «Bueno, pues no es que tenga un gusto espléndido, que digamos.» Te mirarías en el espejo y dirías: «Dios mío, la barbilla se me empieza a curvar tal y como le pasó a mi madre.» Quiero decir que verías las cosas sin cortina alguna. Dirías: «Mi marido no es ningún Einstein, ¿verdad?» Dirías: «Realmente, a mi hija no le vendría nada mal perder unas cuantas libras.»
Maggie se aclaró la voz. (Todas aquellas observaciones resultaban ciertas de un modo desconcertante. A la hija de Serena, por ejemplo, no le vendría nada mal perder muchas libras.) Cogió una toalla de papel y dijo:
—Creía que por teléfono me dijiste que había muerto de cáncer.
—Y es cierto —dijo Serena—. Pero lo tenía por todas partes sin que lo supiéramos. Por todo el cuerpo, incluso en el cerebro.
—Oh, Serena.
—Un día andaba por ahí, vendiendo anuncios radiofónicos, como siempre, y al día siguiente no podía moverse. No podía andar derecho, no veía bien. Todo lo hacía a medias. Decía continuamente que olía a galletas. Decía: «Serena, ¿cuándo estarán listas esas galletas?» Y yo llevaba años sin hacer galletas. Decía: «En cuanto las saques del horno, tráeme una, Serena.» De modo que yo hacía una hornada y él me miraba desconcertado y decía que no tenía apetito.
—¿Por qué no me llamaste? —dijo Maggie.
—¿Qué hubieras podido hacer?
Bueno, nada en realidad, pensó Maggie. Ni siquiera podía asegurar que sabía por todo lo que Serena estaba pasando. Era como si Serena hubiera experimentado cada una de las etapas de la vida un poco antes que Maggie; y le relataba cada una de esas etapas con su estilo sincero, sobrecogedor y desvergonzado, como un extranjero que desconociera los buenos modales. ¡Hablando de cortinas! Fue Serena quien le dijo a Maggie que el matrimonio no era una película de Rock Hudson y Doris Day. Fue Serena quien dijo que la maternidad era demasiado dura y que, tal vez, el esfuerzo no valía la pena. Y ahora esto: que se te muera el marido. Hizo que Maggie se pusiera nerviosa, aunque sabía que no todo tenía por qué contagiarse.
Frunciendo el entrecejo, se miró en el espejo y vio la marchita flor de achicoria colgando sobre su oreja. Se la arrancó y la dejó caer en la papelera. Serena no había hecho ningún comentario; prueba que confirmaba su abatido estado de ánimo.
—Al principio me pregunté: «¿Qué vamos a hacer?» —dijo Serena—. «¿Cómo nos las arreglaremos los dos?» Luego vi que tendría que arreglármelas yo sola. Max daba simplemente por sentado que yo estaría a su lado hasta el final. Que los de hacienda nos amenazaran con una revisión de la contabilidad, que el coche necesitase una transmisión nueva, todo era asunto mío. Max se había olvidado de todo. Para cuando llegara la auditoría, estaría muerto y ya no necesitaba coche alguno. Cuando te detienes a pensar en ello es realmente ridículo. ¿No se encierra una especie de advertencia en lo de los deseos que se cumplen? «Ten cuidado con lo que anhelas.» ¿No se encierra ahí una especie de advertencia? Desde niña, juré que no dependería de ningún hombre. ¡Nunca me viste al acecho de un hombre para que solucionara todos mis problemas! Quería un marido que me adorara y se pegase a mí como una lapa, y eso fue exactamente lo que tuve. Exactamente. Max pendiente por completo de mí y siguiéndome con los ojos por toda la habitación. Cuando no le quedó más remedio que ir al hospital, me suplicó que no le dejara, de modo que allí estuve día y noche. Pero empecé a sentirme furiosa con él. Me acordé de que siempre le había estado yendo detrás para que hiciera ejercicio y atendiera más a su salud, y que él decía que el ejercicio no era más que una moda. Afirmaba que el jogging causaba problemas coronarios. Según él, las aceras estaban llenas de cadáveres de joggers amontonados. Le miré, tendido en la cama, y le dije: «Bien, ¿qué prefieres, Max, morir de repente vestido con un llamativo chandal rojo o estar ahí echado, sin poder moverte, lleno de agujas y tubos?» Le dije esto alzando la voz. Me porté con él de un modo horrible.
—Bueno —dijo Maggie con tristeza—, tú no querías…
—Dije exactamente lo que quería decir —dijo Serena—. ¿Por qué tienes siempre que disfrazar las cosas, Maggie? Me porté de un modo horrible. Entonces, murió.
—¡Dios mío! —exclamó Maggie.
—Fue por la noche, el miércoles por la noche. Me sentí como si me hubieran quitado un peso de encima, y me marché a casa y dormí doce horas seguidas. Luego, el jueves, vino Linda desde New Jersey y se lo agradecí; ella, nuestro yerno y los niños. Pero seguía sintiendo que había algo que debía hacer. Me olvidaba de algo. Tenía que ir al hospital; de eso se trataba. Qué intranquila estaba. Era como aquel truco que solíamos emplear de pequeñas, ¿te acuerdas? Nos colocábamos de pie ante una puerta y apretábamos el dorso de ambas manos contra el marco. Después, al dar un paso hacia adelante, las manos flotaban por sí solas, como si toda aquella presión se hubiera almacenado para ser utilizada en el futuro: un efecto retardado. Y después los niños de Linda comenzaron a meterse con el gato. Lo vistieron con el pijama de su osito de felpa, y Linda ni siquiera se enteró. Nunca ha sabido imponerles disciplina. Max y yo solíamos mordernos la lengua para no hacer ninguna observación sobre ello. Cuando venían, no decíamos nada, pero nos lanzábamos una mirada a través de la habitación. Sólo intercambiábamos una mirada, ya sabes, ¿no? Y de pronto me he quedado sin nadie con quien cruzar miradas. Ha sido lo primero que me ha hecho comprender que le he perdido de verdad.
Se colocó la cola de cabello sobre un hombro y la examinó. La piel de debajo de los ojos le brillaba. En realidad, estaba llorando, aunque parecía no darse cuenta.
—De modo —dijo— que me bebí una botella entera de vino y, después, fui llamando a todas las personas que solía ver, a todos los amigos que teníamos cuando Max y yo éramos novios. Tú y Sissy Parton y las gemelas Barley…
—¡Las gemelas Barley! ¿Van a venir?
—Por supuesto, y Jo Ann Dermott y Nat Abrams, con quien por fin se casó, ¿sabes?
—¡No he pensado en Jo Ann durante años!
—Jo Ann leerá algo de El Profeta. Tú e Ira cantaréis.
—¿Que vamos a qué?
—Vais a cantar El amor es algo maravilloso.
—¡Oh, Serena, ten compasión! El amor es algo maravilloso, no.
—¿No lo cantasteis en nuestra boda?
—Sí, pero…
—Es lo que tocaban la primera vez que Max me confesó lo que sentía por mí —dijo Serena.
Cogió una punta del chal y se secó con delicadeza las zonas brillantes de debajo de los ojos.
—Veintidós de octubre de mil novecientos cincuenta y cinco. ¿Te acuerdas? El Baile de la Cosecha. Yo fui con Terry Simpson, pero Max me sacó a bailar.
—Esto es un funeral —dijo Maggie.
—¿Y?
—No es uno de esos programas en los que la gente solicita canciones.
Sobre sus cabezas, un piano comenzó a tamborilear las maderas del suelo. A cada acorde emitía un golpe seco, como al colocar platos sobre una mesa. Serena se cruzó el chal sobre el pecho y dijo:
—Será mejor que volvamos arriba.
—Serena —dijo Maggie, saliendo tras ella del lavabo—, ¡Ira y yo no hemos cantado en público desde tu boda!
—No importa. No espero nada profesional. Sólo quiero una especie de reestreno, como se hace a veces en las bodas de oro. Se me ocurrió que sería un detalle delicado.
—¡Un detalle delicado! Pero ya sabes que las canciones, bueno, envejecen —dijo Maggie, siguiéndola por entre las mesas—. ¿Y por qué no unos cuantos himnos de consuelo? ¿No hay coro en esta iglesia?
Al llegar al pie de la escalera, Serena se volvió:
—Mira —le dijo—, sólo le pido el más pequeño y simple de los favores a la amiga más íntima que he tenido en este mundo. ¡Tú y yo hemos pasado juntas por todo! ¡El primer curso con la señorita Kimmel! ¡La señorita van Deeter! ¡Las divisiones con decimales! ¡Nuestras bodas y nuestros hijos! Tú me ayudaste a meter a mi madre en la residencia para ancianos. Me quedé levantada contigo la vez que arrestaron a Jesse.
—Sí, pero…
—Anoche me puse a pensar y me dije a mí misma: «¿Para qué celebro este funeral? Apenas vendrá nadie; no llevamos viviendo aquí lo suficiente. ¡Si ni tan sólo lo enterraremos! Arrojaré sus cenizas en la bahía de Chesapeake el próximo verano. Ni siquiera estará su ataúd en el servicio. ¿Qué sentido tiene sentarse en esa iglesia», me dije, «para oír cómo la señora Filbert teclea en el piano himnos evangélicos? ¿Tropezando en el camino de la rectitud y La muerte es como una noche de sueño profundo? Ni tan siquiera conozco a la señora Filbert. Preferiría a Sissy Parton. Preferiría Mi oración tal y como la tocó Sissy Parton en nuestra boda.» Así que después me dije: «¿Y por qué no todo? ¿Kahlil Gibran y El amor es algo maravilloso?»
—Pero no todo el mundo lo comprenderá —dijo Maggie—. Los que no estuvieron en la boda, por ejemplo.
O incluso los que sí estuvieron, pensó en el fondo: algunos invitados pusieron una cara más que perpleja.
—Deja que se asombren, entonces —dijo Serena—. No lo hago para ellos.
Giró en redondo y empezó a subir las escaleras.
—También está Ira —gritó Maggie, siguiéndola, y el fleco del chal de Serena le dio de lleno en la cara—. Es evidente que yo movería cielos y tierra por ti, Serena, pero no creo que Ira se sienta cómodo cantando esa canción.
—Ira tiene una bonita voz de tenor —dijo Serena. Al llegar a lo alto de la escalera, se volvió—: Y la tuya es como una campanilla de plata. ¿Recuerdas que la gente siempre te lo decía? Ya es hora de que dejes de guardarlo en secreto.
Maggie suspiró y la siguió por el pasillo central. No serviría de nada, supuso, hacerle ver que esa campanilla ya tenía cerca de medio siglo.
Durante la ausencia de Maggie, habían ido llegando varios invitados más. Salpicaban los bancos aquí y allá. Serena se inclinó a hablar con una mujer que llevaba sombrero y un ligero vestido negro.
—¿Sugar? —dijo.
Maggie se paró en seco detrás de Serena y dijo a su vez:
—¿Sugar Tilghman?
Sugar se dio la vuelta. Había sido la belleza de la clase y todavía seguiría siendo bella, supuso Maggie, aunque no resultaba fácil verlo a través del tupido velo negro que caía del sombrero. Parecía más viuda que la propia viuda. Bueno, siempre había considerado los vestidos como disfraces.
—¡Ah, está aquí! —dijo ella.
Se levantó para apretar su mejilla contra la de Serena.
—Siento tantísimo que hayas perdido a Max —dijo—. Sólo que ahora me llaman Elizabeth.
—Sugar, ¿te acuerdas de Maggie? —dijo Serena.
—¡Maggie Daley! ¡Qué sorpresa!
Bajo el velo, la mejilla de Sugar se veía suave y tersa. Parecía una de esas cebollas, enfundadas en una malla, de las tiendas de comestibles.
—¡Qué triste, Dios mío! —dijo—. Robert hubiera venido conmigo, pero tenía una reunión en Houston. No obstante, me dijo que transmitiera su pésame. Dijo: «Parece que fue ayer cuando intentábamos averiguar cómo llegar a su boda.»
—Sí, bien, de eso quería hablarte —dijo Serena—. ¿Te acuerdas de nuestra boda? ¿De que cantaste un sólo después de los votos?
—Nacido para estar contigo —dijo Sugar, y rió—. Salisteis los dos de la iglesia con esa canción. Todavía puedo veros. Duró más vuestra salida que la canción y, al final, sólo se oían tus tacones altos.
—Bueno —dijo Serena—. Quiero que hoy vuelvas a cantarla.
El susto hizo que el rostro de Sugar pareciera emerger de la bolsa de malla. Había envejecido más de lo que Maggie pensara en un principio.
—¿Que haga qué?
—Que cantes.
Sugar alzó las cejas en dirección a Maggie. Maggie, negándose a conspirar, desvió la mirada. Era verdad que la pianista estaba tocando Mi oración. Pero no podía tratarse de Sissy Parton, ¿verdad? ¿Aquella mujer de gruesas espaldas y en los codos hoyuelos semejantes a corazones del día de San Valentín boca abajo? ¡Si parecía una feligresa cualquiera!
—Hace veinte años o más que no canto —dijo Sugar—. ¡Y ni siquiera entonces sabía cantar! Lo hacía por presumir, nada más.
—Sugar, es el último favor que te pediré en mi vida —dijo Serena.
—Elizabeth.
—Elizabeth, ¡una canción! ¡Entre amigos! Maggie e Ira cantarán.
—No, espera… —intervino Maggie.
—Y encima —dijo Serena—, Nacido para estar contigo.
—¿Qué tiene de malo? Me gustaría saberlo —preguntó Serena.
—¿Has pensado en la letra? ¿«A tu lado, satisfecho»? ¿Quieres oír eso en un funeral?
—Servicio conmemorativo —dijo Serena, aunque hasta entonces ella misma había estado hablando de funeral.
—¿Cuál es la diferencia? —preguntó Sugar.
—Pues… No es lo mismo que si el féretro estuviera presente.
—¿Cuál es la diferencia, Serena?
—No es lo mismo que si yo estuviera al lado de su ataúd o algo así. No es que sea macabra ni nada de eso. Lo único que estoy diciendo es que estoy a su lado en un sentido espiritual.
Sugar miró a Maggie. Maggie estaba intentando recordar la letra de Mi oración. En el contexto de un funeral, pensó (o en el de un servicio conmemorativo), hasta la frase más inocente podía adquirir otro sentido.
—Serás el hazmerreír de todos los presentes —dijo Sugar, categóricamente.
—Y eso a mí, ¿qué me importa?
Maggie las dejó hablando y empezó a pasear por el pasillo central. Ahora espiaba a la gente que pasaba; podían ser viejos amigos. Pero nadie le resultaba conocido. Se detuvo en el banco de Ira y le dio un codazo. «Ya estoy aquí», le dijo. Él se corrió a un lado. Estaba leyendo, en su agenda de bolsillo, el apartado que enumeraba las piedras preciosas correspondientes al mes de nacimiento y a los signos del zodíaco.
—¿Son imaginaciones mías —le preguntó a Maggie cuando ésta se hubo instalado junto a él— o estoy oyendo Mi oración?
—Es Mi oración, sí —dijo Maggie—. Y además no es una vieja pianista cualquiera. Es Sissy Parton.
—¿Quién es Sissy Parton?
—¡Hay que ver, Ira! ¿No te acuerdas de ella? Tocó en la boda de Serena.
—¡Ah, sí!
—Cuando tú y yo cantamos El amor es algo maravilloso.
—¿Cómo podría haberlo olvidado?
—Serena quiere que hoy la cantemos de nuevo.
Ira ni siquiera cambió de expresión.
—Es una lástima que no podamos complacerla —dijo.
—Sugar Tilghman tampoco quiere cantar, y Serena la está volviendo loca. No creo que podamos librarnos, Ira.
—¿Sugar Tilghman está aquí? —dijo Ira.
Se giró y miró por encima de su hombro.
A los chicos siempre les había fascinado Sugar.
—Está sentada allí detrás, la del sombrero —le dijo Maggie.
—¿Sugar cantó en la boda de Serena y Max?
—Cantó Nacido para estar contigo.
Ira volvió a mirar al frente y quedó pensativo un momento. A buen seguro que estaba repasando la letra. Finalmente lanzó un pequeño resoplido.
—¿Te acuerdas de la letra de El amor es algo maravilloso? —dijo Maggie.
—No, y no tengo la intención de recordarla.
Un hombre se detuvo en el pasillo central junto a Maggie.
—¿Cómo estáis, Morans?
—¡Oh, Durwood! —dijo Maggie, y a Ira—: Córrete un poco y deja que Durwood se siente.
—Durwood. ¡Vaya! ¡Hola! —dijo Ira, y se deslizó un par de palmos.
—Si hubiera sabido que vosotros también veníais, os hubiera pedido que me trajerais en coche —dijo Durwood, acomodándose junto a Maggie—. Peg ha tenido que coger el autobús para ir a trabajar.
—¡Oh, cuánto lo siento! Deberíamos haberlo pensado —dijo Maggie—. Seguro que Serena ha llamado a todos los de Baltimore.
—Sí, he visto allí detrás a la Sugar de los viejos tiempos —dijo Durwood.
Se sacó un bolígrafo del bolsillo superior. Era un hombre desaliñado, callado, con el pelo gris, ondulado y un poco demasiado largo. Le colgaba por encima de las orejas y, en la parte posterior del cuello, se le formaban mechones, lo cual le daba el aspecto de ser alguien con mala suerte. Cuando iban al instituto, a Maggie no le gustaba mucho, pero durante todos estos años había vivido en el barrio, se había casado con una de las chicas de los Glen Burnie, había formado una familia y, ahora, Maggie le veía a él más que a aquellos con quienes había crecido. ¿No era gracioso que hubiera sucedido así?, pensó. No lograba recordar en aquellos momentos por qué no habían estado más unidos desde el principio.
Durwood se daba palmaditas en los bolsillos, buscando algo.
—¿No tendréis por casualidad un trozo de papel? —dijo.
Maggie sólo encontró el cupón del champú. Se lo dio y él lo dejó encima del libro de himnos. Hizo clic-clic repetidas veces con la punta del bolígrafo y, con el ceño fruncido, dejó que su mirada se perdiera.
—¿Qué estás escribiendo? —le preguntó Maggie.
—Procuro recordar la letra de Te quiero, te necesito, te amo.
Ira refunfuñó.
Ahora la iglesia se estaba llenando. Una familia se colocó en el banco que quedaba justo delante de ellos, los niños dispuestos por orden de estaturas, de modo que las redondas cabezas rubias formaban una línea ascendente similar a la entonación de una frase admirativa. Serena revoloteaba de invitado en invitado, sin duda suplicándoles y engatusándolos. Los flecos del chal habían recogido en algún sitio una serie de bolitas de polvo. Mi oración sonaba una y otra vez, hasta convertirse en algo obsesivo.
Habiendo visto a todos los conocidos de antaño que allí había, Maggie deseó haberse preocupado un poco más de su aspecto. Por ejemplo, podía haberse puesto polvos en la cara o algún tipo de maquillaje de fondo, algo para que su rostro no resultara tan sonrosado. Tal vez hubiera debido pintarse en las mejillas unos hoyuelos marrones, tal y como recomendaban siempre las revistas. También hubiera debido escoger un vestido más juvenil, un vestido llamativo como el de Serena. Sólo que no tenía un vestido así. Serena siempre había sido más extravagante; la única chica de toda la escuela que tenía agujeros en las orejas. Había estado a punto de convertirse en una persona del todo estrafalaria, pero se las había apañado para evitarlo.
¡Qué magníficamente había desafiado Serena los aburridos tiempos en que ellas crecieron! En el tercer curso llevaba zapatos al estilo de los de ballet, delgados como el papel, con un imponente ramillete de lentejuelas en cada tobillo, y las otras chicas (con sus prácticos zapatos marrones con cordones, al estilo de Oxford, y gruesos calcetines largos) habían envidiado con amargura su ligero paso al andar y la gracia danzante de sus desnudas piernas, que, durante los recreos, se le ponían de carne de gallina y se le llenaban de manchas moradas. Había llevado comidas audaces a la estofado-oliente cafetería: una vez, plateaditas sardinas en una lata plateada y plana. (Se comía las colas. Se comía las pequeñas espinas. «¡Mmm-mm! ¡Mmm-mmm!», hacía, lamiéndose todos los dedos.) Cada año, al llegar el Día de los Padres, Serena, orgullosa y diligentemente, presentaba a su escandalosa madre, Anita, que llevaba unos ceñidos pantalones de torero de color rojo brillante y que trabajaba en un bar. Y nunca vaciló en admitir que no tenía padre. O, en todo caso, un padre que estuviera casado. Casado con su madre, se entiende.
En el instituto había desarrollado su propio y personal manifiesto sobre la moda: rayón y bordados a máquina y ceñidas blusas de las Filipinas, mientras las otras chicas llevaban crinolinas. Se las veía flotar por los pasillos, con faldas como pantallas y, en medio de todas ellas, el seductor y sensual traje tubo de Serena, de color ciruela, heredado de Anita.
Sin embargo, ¿no resultaba extraño que los chicos que salían con ella nunca fueran unos tipos sensuales? No eran los misteriosos tenorios que cabía esperar, sino chicos risueños e inocentes, como Max. Los chicos con camisas a cuadros, los chicos con calzado de lona para hacer gimnasia: ésos eran por los que ella se sentía atraída. Tal vez codiciaba la cotidianeidad más de lo que jamás quiso admitir. ¿Era eso posible? Pues claro que sí, pero Maggie no supo adivinarlo entonces. Serena insistía tanto en querer ser distinta. Era tan difícil e hiriente, sacaba las uñas y te ordenaba que desaparecieras de su vista para siempre con tanta rapidez. (¿Cuántas veces ella y Maggie habían dejado de hablarse y Serena había cruzado ante ella con indiferencia y con tanta grandeza como una duquesa?) Incluso ahora que, con su llamativo chal, envolvía a uno de los invitados al funeral, emanaba un rico y enigmático esplendor que hacía que la gente que la rodeaba pareciera descolorida.
Maggie se miró las manos. Últimamente había observado que, después de pellizcarse el dorso, le quedaban en la piel durante unos instantes unos pliegues.
Durwood murmuró algo entre dientes y garabateó unas frases en el cupón de Maggie. Después, mirando con fijeza el estante para los libros de himnos que había ante él, murmuró algo más. Maggie sintió un arrebato de ansiedad. Juntó las yemas de los dedos y susurró: «El amor es algo maravilloso, es la rosa de abril que sólo crece en…»
—Yo no voy a cantar esa canción, te lo aseguro —dijo Ira.
Tampoco Maggie la cantaría, pero tenía la sensación de ser arrastrada por algo. Imaginó que, por toda la iglesia, había gente de mediana edad que mascullaba frases sentimentales de los cincuenta. «Es maravilloso que el amor pueda ver…» y «Más que los brotes del manzano de mayo…»
¿Por qué razón todas las canciones populares giraban en torno al amor romántico? ¿Por qué esa obsesión por los primeros encuentros, las despedidas tristes, los besos dulces, la angustia, cuando la vida también estaba repleta de niños que nacían, de viajes a la costa y de chistes con los amigos? Una vez, Maggie vio por televisión que unos arqueólogos acababan de desenterrar un fragmento de música que se remontaba a sabe Dios cuántos siglos antes de Jesucristo, y era el lamento de un muchacho por una muchacha que no correspondía a su amor. Y encima, además de las canciones, estaban las historias de las revistas y de las novelas y de las películas, incluso los anuncios de laca y los anuncios de pantys. A Maggie le parecía desproporcionado. Engañoso, en realidad.
Una esbelta silueta negra se arrodilló junto al codo de Durwood. Era Sugar Tilghman, quien soplaba un trozo de tul que se le había pegado a la pintura de los labios.
—Si llego a saber que la diversión iba a correr de mi cuenta, no vengo —dijo Sugar—. ¡Oh, Ira! ¡No te había visto!
—¿Cómo estás, Sugar? —dijo Ira.
—Elizabeth.
—¿Cómo?
—A las gemelas Barley se les ha ocurrido la idea más adecuada —dijo Sugar—. Se niegan en redondo a seguir adelante con esto.
—Muy propio de ellas —dijo Maggie.
Las gemelas Barley siempre se habían comportado de una forma snob, prefiriéndose la una a la otra antes que a los demás.
—Y Nick Bourne ni siquiera ha querido venir.
—¿Nick Bourne?
—Ha dicho que es un viaje demasiado largo.
—No recuerdo que Nick asistiera a la boda —dijo Maggie.
—Sí, estuvo en el coro, ¿no te acuerdas?
—¡Ah, sí! Creo que ya sé quién es.
—Y el coro cantó Amor verdadero, ¿os acordáis? Pero si las gemelas Barley se niegan a participar y Nick Bourne no viene, sólo quedamos nosotros cuatro, de modo que Serena tendrá que saltarse la parte del coro.
—¿Sabéis? —dijo Durwood—. Nunca he comprendido por qué Amor verdadero alcanzó uno de los primeros puestos en las listas de éxitos. Con lo aburrida que es esa melodía, cuando lo piensas.
—Y luego Nacido para estar contigo —dijo Sugar—. Mira que llega a ser curioso lo de Serena. En cierto modo, a veces llevaba las cosas demasiado lejos. Primero escogió una canción popular y vulgar, como Nacido para estar contigo, que a todos los demás nos parecía bien; y después le dio tanta importancia que empezó a parecemos absurda. Empezó a parecemos estrafalaria. Con Serena, las cosas siempre acababan siendo exageradas.
—Como la fiesta de su boda —dijo Durwood.
—¡Ah, sí! La fiesta de su boda. Y el cortejo, con sólo esa madre suya y una prima gorda, de doce años, y los padres de Max.
—Los padres de Max parecían desdichados.
—Nunca les gustó Serena.
—Opinaban que era algo así como vulgar.
—Constantemente preguntaban quién era su familia.
—Más hubiera valido que no hubiese cortejo —dijo Durwood.
—¡Desde luego! Mucho mejor que se hubieran fugado para casarse. No sé por qué Serena se tomó tanto trabajo.
—Bueno, de todos modos —dijo Sugar—, le he dicho a Serena que, si insistía, yo cantaría, pero otra canción. Algo más apropiado. Quiero decir que me consta que se da por sentado que hemos de complacer a los desconsolados, pero hasta ciertos límites. Y Serena ha dicho que bueno, con tal de que sea algo de la época en que ellos empezaron a salir juntos. Mil novecientos cincuenta y cinco, cincuenta y seis, ha dicho. Nada posterior.
—El gran farsante —dijo Durwood, de pronto—. ¡Ésa sí que era una canción! ¿Te acuerdas, Ira? ¿Te acuerdas de El gran farsante?
Ira adoptó una mirada sentimental y canturreó: «O-o-o-o-o-o-o-h, sí…»
—¿Por qué no la cantamos? —le preguntó Durwood a Sugar.
—¡Oh, vamos! Tómatelo en serio —dijo Sugar.
—Cantemos Davy Crockett —sugirió Ira.
Él y Durwood empezaron a competir:
—Cantemos La rosa amarilla de Texas.
—Cantemos Perro callejero.
—Cantemos A papá le gusta el mambo.
—¿Vais a tomároslo en serio de una vez? —dijo Sugar—. Subiré allí arriba, abriré la boca y no me saldrá nada.
—¿Y por qué no El hotel de los corazones rotos? —preguntó Ira.
—Shssst, callaos. Van a empezar —dijo Maggie.
Había vislumbrado a la familia, que se acercaba desde el fondo. Sugar se levantó con precipitación y volvió a su sitio, mientras Serena, inclinada sobre dos mujeres que sólo podían ser las gemelas Barley, se acomodaba junto a ellas en un banco que no estaba en absoluto cerca de la parte delantera, y seguía cuchicheando. Sin duda, todavía albergaba la esperanza de convencerlas para que cantasen. Las gemelas llevaban ambas el cabello rubio, rizado y corto, peinado del mismo modo que cuando iban al instituto; como un casquete —observó Maggie—, pero la parte posterior de sus cuellos era flacucha como el cuello de una gallina y los recargados volantes de color rosa alrededor de la garganta les conferían un aspecto similar al de Minnie Pearl.
Un empleado condujo a la familia por el pasillo central: Linda, la gorda y pecosa hija de Serena, el barbudo marido de Linda y dos niños pequeñitos vestidos como adultos y con una expresión tímidamente solemne en sus rostros. Detrás de ellos avanzaba un hombre rubio, el hermano de Max a buen seguro, y diversas personas vestidas, con austeridad, de un modo sombrío. Algunas de ellas tenían el ancho rostro de Max, lo que sobresaltó a Maggie. Parecía haberse olvidado del motivo de la ceremonia y ahora, de súbito, lo recordó: Max Gill había desaparecido y estaba realmente muerto. Lo más importante de la muerte, pensó Maggie, es la cantidad de acontecimientos que genera. Te hace ver que llevas una vida real. ¡Una vida real, por fin!, podías decir. ¿Sería éste el motivo por el que cada mañana leía las columnas necrológicas, en busca de nombres familiares? ¿Era éste el motivo por el que mantenía aquellas conversaciones secretas y pavorosas con las otras empleadas, cuando sacaban de la residencia en un furgón a uno de los pacientes?
La familia se instaló en el primer banco. Linda se volvió para echar una mirada a Serena, pero Serena estaba demasiado ocupada discutiendo con las gemelas Barley como para percatarse de ello. Después, el piano enmudeció, se abrió una puerta próxima al altar y apareció un pastor delgado y calvo, vestido con una larga y negra sotana. Cruzó por detrás del púlpito. Se sentó en un oscuro sillón de madera y se arregló con meticulosidad la falda de la sotana sobre los pantalones.
—Ése no es el reverendo Connors, ¿verdad? —murmuró Ira.
—El reverendo Connors murió —le dijo Maggie.
Habló más alto de lo que pretendía. La serie de cabezas rubias de delante se volvió.
Ahora el piano tocaba torpemente Amor verdadero. Era evidente que Sissy sustituía al coro. Serena les estaba lanzando a las gemelas Barley una mirada mordaz, acusadora, pero ellas miraban al frente con obstinación y fingían no darse cuenta.
Maggie se acordó de Grace Kelly y Bing Crosby cantando Amor verdadero en una película. Estaban tumbados en un yate o en un velero o en algo parecido. Ahora que lo pensaba, los dos habían muerto.
Si al pastor le sorprendió la música, no lo demostró. Esperó a que se desvaneciera la última nota y entonces se puso en pie y dijo: «Retomando ahora la Palabra Sagrada…» Su voz era aguda y filamentosa. Maggie deseó que hubiera sido el reverendo Connors. El reverendo Connors hubiera hecho que el techo se estremeciera. Y a Maggie le pareció que en la boda de Serena no habían leído Palabra Sagrada alguna, al menos que ella recordara.
El pastor leyó un salmo, algo sobre una hermosa morada, cosa que Maggie acogió con alivio, porque, según su propia experiencia, la mayor parte del Libro de los Salmos tendía a hablar de conspiraciones del maligno de un modo paranoico. Se imaginó a Max tendido en una hermosa morada, con Grace Kelly y Bing Crosby, el pelo brillante recortándose contra las velas bañadas de sol. Max estaría contándoles alguno de sus chistes. Podía contar chistes durante horas, uno tras otro. Serena solía decir: «Ya está bien, Gill, basta.» A menudo se llamaban por el apellido; Max recurría al nombre de soltera de Serena incluso después de casados: «Cuidado, Palermo.» En aquellos precisos instantes era como si Maggie le estuviera oyendo. Había conseguido que ambos parecieran más amistosos que otras parejas. Parecían camaradas bonachones, en absoluto conscientes de aquel sentimiento amenazador, de impotencia, intranquilizador y de limitación que, de vez en cuando, asaltaba al matrimonio de Maggie.
De hecho, aunque Serena creyera que el matrimonio no era una película de Doris Day, lo cierto es que nunca lo demostró en público, ya que, vista desde fuera, su vida de adulta parecía la más alegre de las comedias: Serena, irónica e indulgente, y Max, el clásico tipo alegre y divertido. Parecía que siguieran exclusivamente pendientes el uno del otro, incluso después de haber sido padres; Linda daba la sensación de ser una extraña, o algo parecido. Maggie envidiaba todo aquello. ¿Qué más daba, pues, que Max hubiera fracasado un poco en el mundo exterior? «Si no fuera porque siempre he de cargar con él, porque siempre soy yo la que cargo con la casa», le había confiado Serena en una ocasión, pero después, repentinamente alegre, había hecho sonar las pulseras que llevaba y había añadido: «¡Bueno! Pero él es mi amorcito adorable, ¿no?», y Maggie había estado de acuerdo. No existía nadie tan adorable como él.
(Y Maggie recordaba, aunque Serena no lo hiciera, cómo Serena y ella se habían pasado el verano de quinto curso espiando la acomodada casa de los Guilford, la casa del hombre que era el padre de Serena, y cómo habían seguido con astucia la pista de sus hijos adolescentes y de su distinguida esposa. «Yo podría conseguir que a esa mujer se le viniera el mundo abajo por completo», había dicho Serena. «Podría llamar a la puerta, y ella diría: ‘¡Vaya! Hola, preciosa, ¿de dónde sales tú, pequeña?’, y yo se lo diría.» Pero lo había dicho mientras permanecía escondida detrás de uno de los dos leones de piedra que, pagados de sí mismos, custodiaban el camino de entrada, y Serena no había dado paso alguno para dejarse ver. Y después había susurrado: «Yo nunca seré como ella, te lo aseguro.» Un desconocido hubiera pensado que se refería a la esposa de su padre, pero Maggie la conocía bien; se refería a su madre. La señora Palermo… víctima del amor. Todos los rasgos de esta mujer, incluso la forma ladeada y excéntrica de llevar su cascada de rizos negros, aludían a heridas permanentes.)
El pastor se sentó y se arregló la sotana. Sissy Parton intervino con unas cuantas notas siniestras. Miró hacia los feligreses y Durwood dijo: «¿Yo?», en voz muy alta. Las cabezas rubias volvieron a girarse.
Durwood se levantó y recorrió el pasillo central. Por lo visto se esperaba que cada uno recordase cuándo le tocaba el turno a su canción. No importaba que tu mente tuviera que retroceder veintinueve años.
Durwood, apoyando un brazo sobre la tapa, adoptó una pose junto al piano. Le hizo a Sissy una señal con la cabeza. Luego comenzó con un vibrante bajo: «Abrázame, estréchame…»
Muchos padres habían prohibido en sus casas aquella canción. Realmente, decían, tanto quererse y necesitarse no sonaba demasiado bien. De modo que, para oírla, Maggie y sus compañeras de clase habían tenido que ir a casa de Serena o a Oriele Hi Fidelity, donde en aquellos días todavía era posible meterse en una cabina y poner discos toda la tarde sin tener que comprar ninguno.
Y ahora recordaba por qué no le había gustado Durwood; su trémolo operístico se lo trajo a la memoria. Hubo un tiempo en que Durwood fue considerado un buen partido, con su negro pelo ondulado y sus ojos castaño oscuro y aquella costumbre suya de arrugar la frente de forma suplicante. Cantaba Créeme si todos esos atractivos y jóvenes encantos en el auditorio del instituto en todas las ocasiones imaginables, siempre la misma canción y los mismos gestos teatrales y el mismo estilo de crooner de los años cincuenta cambiando de tono de voz con sentimiento. A veces, la voz de Durwood cambiaba de modo tan rotundo que la primera sílaba de una frase no se oía e, incluso al llegar a la segunda sílaba, retrasaba tanto la entrada que la profesora de música, regordeta y con gafas, le miraba desconcertada desde el piano.
En el apartado a él dedicado en el anuario escolar se leía: «El barco de mis sueños.» En el periódico del instituto había sido elegido, por votación, como «El hombre con el que más me gustaría naufragar». Le pidió a Maggie que saliera con él y Maggie le dijo que no. Las amigas de Maggie le dijeron que estaba loca. «¿Que le has dado calabazas a Durwood? ¿A Durwood Clegg?»
«Es demasiado blando», había explicado, y ellas fueron repitiendo esa palabra y pasándosela de unas a otras para meditarla. «Blando», murmuraban dudosas.
Ella había querido decir que era demasiado dócil, demasiado suplicante. No lograba ver su encanto. Porque, si Serena había decidido como quién no quería ser, Maggie también lo había hecho. Y, con el fin de no ser como su madre, tenía el firme propósito de huir de todo hombre que, aunque remotamente, se pareciera a su padre: la persona a quien ella quería más de este mundo. Para Maggie, nadie que fuera bondadoso y torpe. No, gracias. Nadie que fuera patoso y bienintencionado y sentimental, nadie que la obligara a desempeñar el papel de dura. Nunca la verían sentada rígida y distante, mientras su marido, rojo de risa, cantaba ante la mesa del comedor canciones absurdas.
De modo que Maggie rechazó a Durwood Clegg y observó, sin arrepentirse, cómo él, en su lugar, le pedía a Lu Beth Parsons para salir. En este preciso momento podía ver a Lu Beth con toda claridad, con mayor claridad aún que a Peg, con quien al fin se casó. Podía ver los pantalones caqui de Durwood con la prestigiosa hebilla que se abrochaba en la parte de atrás («comprometido», significaba; «con novia») y su camisa, abotonada de arriba abajo, y sus elegantes mocasines marrones decorados con balanceantes bellotas de piel. Pero, evidentemente, hoy llevaba el traje holgado y pasado de moda, barato y típico de un marido.
Por un momento, Durwood se movió hacia delante y hacia atrás, como uno de esos retratos trucados que cambian de expresión según cómo los mires: Durwood, el antiguo tenorio que se rezagaba adrede al cantar «cariño, sólo vivo para ti», con las cejas arqueadas, y, a continuación, el Durwood de ahora, desaseado, buscando la siguiente estrofa en el cupón de champú de Maggie, que, con la frente fruncida, sostenía a distancia mientras intentaba distinguir las palabras.
Los niños rubios de delante reían con disimulo. Era muy probable que encontraran la mar de divertida toda aquella ceremonia. Maggie sintió un vivo deseo de pegarle con uno de los libros de himnos en mitad de la cabeza al que estuviera más cerca.
Cuando Durwood terminó de cantar, alguien aplaudió por equivocación —sólo una o dos fuertes palmadas—, y él saludó con la cabeza, solemne y aliviado, y retornó a su asiento. Se acomodó junto a Maggie con un suspiro. Su rostro se veía cubierto por una película de sudor y se abanicaba con el cupón. ¿Parecería materialismo pedirle que se lo devolviera? Veinticinco centavos menos, ahora que la oferta valía el doble…
Jo Ann Dermott subió al púlpito con un librito encuadernado en piel estampada. Siempre fue una chica desgarbada, pero la madurez había rellenado sus curvas o algo así. Ahora, con un vestido de color suave y delicadamente maquillada, resultaba esbelta y atractiva. «En la boda de Max y Serena», anunció, «leí un pasaje de Kahlil Gibran sobre el matrimonio. Hoy, en ocasión mucho más triste, leeré lo que nos dice acerca de la muerte.»
En la boda había pronunciado Gibran con una G muy exagerada. Hoy, la G resultó suave. Maggie no tenía ni idea de lo que era más correcto.
Jo Ann empezó a leer con una voz carente de emoción, como la de un profesor, y de inmediato Maggie se sintió presa de un nerviosismo terrible. Tardó unos instantes en averiguar el motivo: ella e Ira eran los siguientes del programa. La cadencia de El Profeta se lo había recordado.
En la boda se habían sentado en sillas plegables detrás del altar, y Jo Ann se sentó en la parte delantera del mismo, con el reverendo Connors. Cuando Jo Ann empezó a leer, Maggie había sentido, en la parte superior del pecho, la sofocante palpitación que presagiaba miedo al público. Maggie había respirado de un modo hondo y tembloroso, y entonces Ira, con toda discreción, le había puesto una mano en la región lumbar. Eso la había tranquilizado. Cuando les tocó su turno, empezaron a cantar en la misma fracción de segundo, exactamente en la misma nota, como si estuvieran hechos el uno para el otro. O, cuando menos, así fue como Maggie lo interpretó entonces.
Jo Ann cerró el libro y regresó a su banco. Sissy, con la hinchada carne colgándole de los codos en forma de corazón de San Valentín, pasó con rapidez las páginas de la partitura. Se agitó un poco en el asiento y, después, tocó los compases iniciales de El amor es algo maravilloso.
Si Maggie e Ira permanecían sentados, tal vez Sissy seguiría tocando. Les sustituiría del mismo modo que había sustituido al coro.
Pero las notas del piano se desvanecieron y Sissy miró hacia atrás, en dirección a los asistentes. Sus manos continuaron sobre las teclas. Serena también se volvió y, sabiendo con exactitud donde localizar a Maggie, le echó una mirada cariñosa e ilusionada, en la que no se encerraba ni la más ligera sospecha de que Maggie fuera a defraudarla. Maggie se puso en pie.
Ira se quedó sencillamente allí sentado. Podía tratarse de cualquiera, de un perfecto desconocido, de alguien que, por pura casualidad, hubiera elegido el mismo banco.
De modo que Maggie, quien en su vida había cantado un solo, se aferró al banco de delante y gritó:
—«¡El amor…!»
La voz sonó un tanto chillona.
El piano se unió a ella. Los niños rubios se dieron la vuelta y clavaron sus miradas en su rostro.
—«… es algo maravilloso» —dijo con voz trémula.
Se sentía como un niño huérfano, abandonado; con la espalda muy erguida y con las puntas de los zapatos bajos y lisos colocadas juntas con determinación.
A continuación se produjo un susurro a su lado, no en el lado derecho, donde estaba Ira, sino en el izquierdo, donde se sentaba Durwood.
Durwood se levantó con precipitación, como si de pronto se hubiera acordado de algo. «Es la rosa de abril», cantó, «que sólo crece…» Así, tan de cerca, su voz retumbaba. A Maggie le hizo pensar en vibrantes láminas de metal.
—«Es la forma de dar de la naturaleza» —cantaron juntos.
Se acordaron de la letra de un tirón, cosa que a Maggie le resultó sorprendente, porque poco antes no lograba recordar qué era lo que convertía a un hombre en rey. «Es la corona dorada», cantó con seguridad. Decidió que se trataba de algo así como dar un paso al frente y confiar en que las palabras surgieran por sí solas. Durwood llevaba la melodía y Maggie, con la voz menos temblorosa, aunque hubiera podido emplear un poco más de volumen, le seguía.
Era cierto que, en determinada ocasión, su voz fue comparada con una campanilla. Había cantado en el coro durante años, por lo menos hasta que llegaron los niños y las cosas comenzaron a complicarse; y había hallado gran placer en redondear una nota hasta que sonara correctamente, como una perla o una fruta que, antes de desprenderse, se mantuviera flotando en el aire durante breves instantes. Pero era evidente que el paso de los años no la había favorecido. ¿Oirían los demás el hilo de voz quebrada que, a lo largo de las notas altas, se mantenía constante? Era difícil de saber. Los allí presentes miraban con decoro hacia adelante, a excepción de las malditas cabezas rubias.
Maggie pensó que el tiempo había entrado en uno de sus largos, lentos y maleables períodos. Perspicaz, percibía cada uno de los detalles de su alrededor. Notaba cómo la tela de la manga de Durwood le rozaba el brazo, y oía cómo Ira, distraído, hacía vibrar una goma. Observó cuán tolerante y desinteresado era su público, el cual daba por sentado que, con toda evidencia, se cantaría aquella canción y después alguna otra. «Entonces tus dedos rozaron mi corazón silencioso», cantó Maggie, y recordó las risitas que soltaran ella y Serena a costa de esta frase cuando ambas cantaron aquella canción, muchísimo antes del decisivo Baile de la Cosecha, porque ¿dónde podía estar el corazón sino en sus senos?
Serena miraba hacia el púlpito, pero la inmovilidad de su cabeza revelaba que la estaba escuchando. Llevaba el pelo recogido en coleta con uno de esos chismes elásticos con dos bolas de plástico de color rojo, la clase de chismes que llevan las chiquillas. Igual que una chiquilla, Serena había reunido a su alrededor a todos los amigos del instituto. No había nadie que perteneciera a una época posterior de su vida, nadie de las docenas de pequeñas ciudades a las que Max la había arrastrado durante su matrimonio, porque no habían estado lo suficiente en ninguna de ellas. Maggie llegó a la conclusión de que eso era lo más triste de todo aquel acontecimiento.
La canción terminó. Maggie y Durwood se sentaron.
Sissy Parton pasó directamente a Persuasión amistosa, pero las gemelas Barley, que solían armonizar con la misma precisión que las hermanas Lennon, permanecieron sentadas. Serena parecía resignada ya; ni tan siquiera las miró. Sissy sólo tocó una estrofa y luego el pastor se levantó y dijo: «Hoy nos hemos reunido aquí para lamentar una dolorosa pérdida.»
Maggie se sintió hecha polvo. Tan exhausta estaba que le temblaban las rodillas.
El pastor tenía mucho que decir acerca del trabajo de Max para la Furnace Fund. Sin embargo, no parecía conocerle personalmente. O tal vez, al final, todo lo que Max había llegado a ser era eso: un andante traje de calle, un firme apretón de manos. Maggie pasó a prestarle atención a Ira. Se preguntaba cómo era posible que estuviera allí sentado, tan insensible. Hubiera dejado que Maggie las pasara canutas cantando ella sola toda la canción; estaba segura. Podía haber cometido algún fallo, empezar a tartamudear y desmoronarse. Ira se habría limitado a mirarla con la misma frescura que si no tuviera nada que ver con él. ¿Por qué no?, diría. ¿Qué le obligaba a cantar una vieja canción de los años cincuenta en el funeral de casi un desconocido? Como de costumbre, Ira tendría razón. Como de costumbre, la obligaría a darse por vencida.
Maggie decidió que, cuando terminara el funeral, ella se largaría por su cuenta. No quería de ningún modo regresar en coche con él hasta Baltimore. Tal vez le pediría a Durwood que la llevara. Sólo de pensar en la amabilidad de Durwood se sintió invadida por un sentimiento de gratitud. No mucha gente hubiera hecho lo que él había hecho. Era un hombre bondadoso, comprensivo, humanitario, tal y como ella hubiera tenido que advertir desde un principio.
Mira por dónde, si hubiera aceptado salir con Durwood, ahora sería una persona del todo distinta. Todo era cuestión de comparaciones. En comparación con Ira, Maggie parecía tonta y emotiva; cualquiera lo hubiera parecido. En comparación con Ira, hablaba demasiado y se reía demasiado y gritaba demasiado. ¡Incluso comía demasiado! ¡Bebía demasiado! ¡Se comportaba de un modo tan sensiblero y ridículo!
Maggie había puesto tanto empeño en no parecerse a su madre, que había acabado por parecerse a su padre.
El pastor se sentó con un gemido audible. Unos cuantos bancos más atrás, se oyó un rumor de ropas, y entonces apareció Sugar Tilghman, llevando el sombrero de paja negro con la misma delicadeza que si llevara una bandeja cargada. Anduvo de puntillas hasta situarse delante de Sissy y se inclinó sobre ella para deliberar. Cuchichearon juntas. Después, Sugar se enderezó, se situó junto al piano, colocando las manos tal y como el director del coro solía insistir en que las pusieran —ligeramente cogidas a la altura de la cintura, no más arriba— y Sissy inició un compás musical que Maggie no pudo identificar de inmediato. Un empleado se aproximó hasta donde se hallaba Serena y ella se levantó y aceptó su brazo y dejó que la acompañara por el pasillo central, con la mirada baja.
Sugar cantó: «Cuando no era más que una niña…»
Otro empleado le tendió el brazo a la hija de Serena y, uno a uno, los miembros de la familia fueron desfilando. En la parte delantera, Sugar, haciendo acopio de fuerzas, se unía presuntuosamente al coro:
Qué será, será,
el tiempo nos lo dirá,
la vida te enseñará,
qué será, será.