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Maggie e Ira Moran tenían que ir a un funeral a Deer Lick, Pennsylvania. La amiga de infancia de Maggie acababa de perder a su marido. Deer Lick se hallaba situado junto a una estrecha carretera rural, unas noventa millas al norte de Baltimore, y el funeral estaba previsto para el sábado a las diez y media de la mañana; así que Ira calculó que tendrían que ponerse en marcha alrededor de las ocho. Esto le puso de mal humor. (No pertenecía al tipo de hombre madrugador.) Por otra parte, el sábado era el día de la semana en que estaba más ocupado en el trabajo y no tenía a nadie que pudiera sustituirle. Además tenían el coche en el taller. Necesitaba numerosas reparaciones y lo más pronto que podrían recogerlo era el sábado mismo a primera hora, a las ocho en punto. Ira dijo que sería mejor que no fueran, pero Maggie contestó que tenían que ir. Ella y Serena eran amigas de toda la vida. O de casi toda la vida: cuarenta y dos años, desde el primer curso con la Srta. Kimmel.

Planearon levantarse a las siete, pero Maggie probablemente puso mal el despertador y se quedaron dormidos más de la cuenta. Tuvieron que vestirse a toda prisa y desayunar con precipitación, apañándoselas con café instantáneo y cereales fríos. Después, Ira se dirigió a pie al almacén, para dejar una nota a sus clientes, y Maggie se fue andando al taller. Debido al funeral, se había puesto su mejor vestido —un vestido estampado con ramitos azules y blancos, y con las mangas en forma de capa— y unos elegantes zapatos de charol negro. Los zapatos no eran de tacón muy alto, pero aún así la forzaban a aminorar el paso; estaba más acostumbrada a las suelas de crepé. Otro problema lo constituía el hecho de que, por algún motivo, la entrepierna de los pantys se le había bajado hasta medio muslo, lo que la obligaba a dar pasos cortos, de manera poco natural, como un pequeño y torpe juguete de cuerda corriendo por la acera.

Por fortuna, el taller se encontraba a tan sólo unas pocas manzanas. (En aquella parte de la ciudad todo se entremezclaba: pequeñas casas de madera como la suya descansaban sobre estudios fotográficos, exiguos salones de belleza, escuelas de conducción y consultorios de podología.) Y el tiempo era perfecto: un día de septiembre, cálido, soleado, en el que soplaba la brisa suficiente para refrescarle la cara. Se dio unos toquecitos en el flequillo, que solía rizársele formando un copete. Asió con fuerza bajo el brazo el bolso de vestir. Dobló la esquina de la izquierda y allí estaba Harbor Body and Fender, con las verdes y descascarilladas puertas del garaje ya levantadas y el interior cavernoso, que olía a algún tipo de pintura de penetrante olor y que le hizo pensar en el esmalte para las uñas.

Tenía el cheque a punto y el encargado le dijo que las llaves estaban en el coche, de forma que podía marcharse en un abrir y cerrar de ojos. El coche se hallaba aparcado en la parte trasera del taller; un viejo Dodge de color gris azulado. Ahora su aspecto era mucho mejor que el de años atrás. Había enderezado el parachoques posterior, cambiado la destrozada puerta del maletero, planchado media docena de arrugas aquí y allá, y tapado las motas de herrumbre de las puertas. Ira tenía razón: al fin y al cabo, no había ninguna necesidad de comprar un coche nuevo. Se puso al volante. Al girar la llave de contacto, se encendió la radio: Baltimore AM, de Mel Spruce, un programa de comunicación telefónica directa con el público. De momento, lo dejó puesto. Ajustó el asiento, que habían desplazado hacia atrás para alguien más alto, e inclinó hacia abajo el retrovisor. Su propio rostro apareció de súbito en el espejo, redondo y ligeramente brillante; su ojos azules parecían más pequeños, como si estuviera preocupada por algo, cuando en realidad sólo estaba esforzándose para ver en la penumbra. Cambió la velocidad y avanzó con suavidad hacia la parte delantera del taller, .donde el encargado, de pie ante la puerta misma de su oficina, miraba con el ceño fruncido un bloc de notas.

La pregunta del día en Baltimore AM era: «¿Qué es lo que hace ideal a un matrimonio?» Una mujer había llamado para decir que eran los intereses comunes. «Como si los dos miraran el mismo tipo de programas televisivos», explicó. A Maggie le traía por completo sin cuidado qué era lo que hacía que un matrimonio fuera ideal. (Llevaba casada veintiocho años.) Bajó la ventanilla y gritó «¡Hasta luego!», y el encargado levantó la vista del bloc de notas. Pasó despacio ante él; una mujer responsable de sí misma, con los labios pintados y zapatos de medio tacón y, por una vez, conduciendo un coche sin abolladuras.

En la radio una voz suave dijo: «Bueno, estoy a punto de casarme de nuevo. La primera vez fue sólo por amor. Se trataba de un amor genuino, verdadero y no funcionó en absoluto. El próximo sábado me caso para tener seguridad.»

Maggie echó un vistazo al seleccionador de emisoras y dijo:

—¿Fiona?

Tenía la intención de frenar, pero en lugar de hacerlo, aceleró y salió disparada del garaje, yendo a parar directamente a la calle. Un camión de Pepsi que se aproximaba por la izquierda chocó contra el parachoques izquierdo frontal de su coche, única pieza que, hasta la fecha, nunca se había estropeado lo más mínimo.

Tiempo atrás, cuando Maggie jugaba al béisbol con sus hermanos, solía hacerse daño, pero, por miedo a que la obligaran a retirarse, decía que estaba bien. Se levantaba y corría sin cojear, aunque la rodilla la estuviera matando. Ahora había recordado aquello porque, cuando el encargado se acercó a toda prisa gritando: «¿Qué demo…? ¿Está usted bien?», Maggie miró fijo hacia adelante con dignidad y le dijo: «Desde luego. ¿Por qué lo pregunta?», y arrancó de nuevo antes de que el conductor de Pepsi pudiera bajar del camión, lo que, a juzgar por la expresión de su cara, con toda probabilidad fue una suerte. Pero en realidad el parachoques hacía un ruido muy preocupante: como si algo parecido a un pedazo de hojalata se arrastrara sobre grava; de forma que, tan pronto como giró por la esquina y los dos hombres —uno rascándose la cabeza, el otro agitando los brazos— desaparecieron del espejo retrovisor, se detuvo. Fiona ya no hablaba por la radio. En su lugar, una mujer comparaba, con rudeza de estilo, a sus cinco maridos. Maggie paró el motor y salió del coche. Descubrió cuál era el problema. El parachoques se había aplastado y el neumático rozaba contra él. Le maravilló incluso que la rueda pudiera girar. Se puso en cuclillas en la acera, agarró con ambas manos el borde del para-choques y tiró de él con todas sus fuerzas. (Recordó cómo solía agazaparse entre las altas hierbas que rodeaban el campo de juego y cómo, a hurtadillas y con muecas de dolor, despegaba la pernera de los tejanos que se le había adherido a la mancha de sangre en la rodilla.) Trocitos de pintura gris azulado cayeron sobre su regazo. Alguien pasó caminando a sus espaldas, pero ella fingió que no se daba cuenta y tiró de nuevo con fuerza. Esta vez el parachoques se movió, no mucho, pero lo suficiente para impedir que topara con el neumático. Se levantó y se sacudió el polvo de las manos. Después, subió otra vez al coche, donde sólo estuvo quieta un minuto.

«Fiona», dijo de nuevo. Cuando volvió a poner el motor en marcha, la radio anunciaba créditos bancarios, y la apagó.

Ira, con su traje azul marino, que le daba un aspecto raro y extrañamente elegante, esperaba ante la tienda. Un mechón de pelo negro y viscoso, entreverado de cabellos grises, le caía por la frente. Sobre él, un rótulo de metal se balanceaba a efectos de la brisa: MARCOS SAM. SE ENMARCAN CUADROS. SE COLOCAN MARCOS DE CARTÓN. EXPONEMOS PROFESIONALMENTE SUS BORDADOS. Sam era el padre de Ira. Se había desentendido por completo del negocio desde que su «débil corazón» le hiciera caer enfermo treinta años atrás. Maggie siempre ponía entre comillas lo del «débil corazón». Ignoró adrede las ventanas del piso situado encima de la tienda, donde Sam pasaba, con las dos hermanas de Ira, sus grises, lánguidos y quejumbrosos días. Era muy probable que estuviera allí de pie, mirando. Maggie aparcó junto a la acera y se corrió al asiento de al lado.

Merecía la pena observar el rostro de Ira a medida que éste iba aproximándose al coche. Primero adoptó una expresión complacida y de aprobación, después dio la vuelta alrededor del capó y se paró en seco al ver el parachoques izquierdo. Su cara larga, huesuda y aceitunada le llegó hasta los pies. Sus ojos, de por sí tan pequeños que resultaba difícil saber si eran negros o simplemente castaño oscuro, se convirtieron en dos ranuras achinadas y perplejas que miraban hacia abajo. Abrió la portezuela, entró en el coche y le lanzó una mirada pesarosa.

—Surgió una situación imprevista —dijo Maggie.

—¿Desde el taller hasta aquí?

—Oí a Fiona por la radio.

—¡Pero si sólo son cinco manzanas! Sólo cinco o seis manzanas.

—Ira, Fiona se casa.

Ha dejado de pensar en el coche, observó ella con alivio. Su rostro adoptó una expresión más relajada. Ira miró a Maggie unos instantes y dijo:

—¿Fiona qué?

—Fiona, tu nuera, Ira. ¿Cuántas Fionas conocemos? Fiona, la madre de tu única nieta, ahora va y se casa con un completo desconocido nada más que para tener seguridad.

Ira desplazó su asiento hacia atrás y se apartó de la acera. Parecía que estuviera escuchando algo. Tal vez el ruido de la rueda que rozaba, aunque era evidente que el tirón que le había dado al parachoques funcionaba.

—¿Dónde lo has oído? —dijo Ira.

—Por la radio, mientras conducía.

—¿Y anuncian una cosa así por la radio?

—Ha sido ella la que ha llamado.

—Parece algo así como… presuntuoso, si quieres que te diga la verdad —dijo Ira.

—No, ella sólo… Y dijo que Jesse es el único hombre al que ha amado de verdad.

—¿Dijo eso por la radio?

—Se trataba de un programa de comunicación telefónica directa con el público, Ira.

—Bueno, pero no sé por qué hoy en día todo el mundo ha de ir por ahí divulgando sus intimidades.

—¿Tu crees que Jesse lo habrá oído? —preguntó Maggie.

Se le acababa de ocurrir esa posibilidad.

—¿Jesse? ¿A estas horas? Raro que se levante antes del mediodía.

Maggie no se lo discutió, aunque podía haberlo hecho. El caso era que Jesse solía madrugar y, de todos modos, trabajaba los sábados. Ira estaba insinuando que era un inútil. (Ira era mucho más duro con su hijo que Maggie. No veía en él ni la mitad de las cualidades que poseía.) Maggie miró hacia adelante y observó cómo dejaban atrás las tiendas y las casas, los pocos transeúntes que paseaban con sus perros. Había sido el verano más seco que recordaba y las aceras presentaban un aspecto agrietado. El aire flotaba como una tela de seda. Delante de la tienda de ultramarinos Poor Man un niño provisto de un trapo limpiaba con esmero el polvo de los radios de una bicicleta.

—Así que saliste de la calle Empry —dijo Ira.

—¿Humm?

—Donde está el taller…

—Sí, la calle Empry.

—Y después cogiste por Daimler…

Había sacado de nuevo el tema del parachoques.

—Sucedió al salir del garaje —dijo Maggie.

—¿Quieres decir allí mismo? ¿Justo en el taller?

—Quise pisar el freno, pero en su lugar pisé el acelerador.

—¿Cómo es posible?

—Bueno, Fiona empezó a hablar por la radio y yo me sobresalté.

—Pero Maggie, el freno es algo que se usa sin pensar. Llevas conduciendo desde los diecisiete años. ¿Cómo has podido confundir el pedal del freno con el del acelerador?

—Pues lo hice, Ira. ¿De acuerdo? Me sobresalté y los confundí. Así que olvidémoslo ya.

—Quiero decir que el freno es algo instintivo.

—Si tanto significa para ti, lo pagaré de mi sueldo.

Ahora le tocaba a él morderse la lengua. Vio que iba a decir algo más, pero que luego cambiaba de idea. (Su salario era ridículo. Maggie cuidaba ancianos en una residencia.)

Si lo hubiera sabido con tiempo, pensó Maggie, hubiera limpiado el coche antes de salir. En el salpicadero se amontonaban resguardos de aparcamiento. Vasos y servilletas de papel cubrían el suelo donde tenían los pies. También había lazos de cable negro y rojo colgando por debajo de la guantera. Si al cruzar las piernas los rozaba, se desconectaba la radio. Ella creía que era obra de Ira. Por algún motivo, los hombres generaban cables y cordones eléctricos y cinta aislante, donde quiera que fueran. Puede que ni siquiera se dieran cuenta.

Ahora viajaban en dirección norte por la carretera de Belair. A medida que avanzaban, el paisaje iba seccionándose. Extensiones de terrenos de juego y cementerios quedan de pronto cortadas por agrupaciones de pequeños negocios: almacenes de bebidas, pizzerías, pequeños y oscuros bares y tabernas, que quedaban empequeñecidos por las antenas parabólicas de sus tejados. A continuación aparecía otro campo de juego. Y el tráfico iba haciéndose más denso por momentos. La gente se dirigía a algún lugar festivo y típico del sábado por la mañana. Maggie estaba segura. La mayor parte de los asientos traseros se veían atestados de niños. Era la hora de las clases de gimnasia y de los entrenamientos de béisbol.

—El otro día —le dijo Maggie a Ira—, fui incapaz de recordar cómo se dice cuando la gente se turna para llevar a los niños en sus automóviles.

—¿Y por qué tenías que recordarlo?

—Bueno, ésa es la cuestión.

—¿Cómo?

—Quiero decir que esto te demostrará lo deprisa que ha pasado el tiempo. Quise decirle a una de mis pacientes que su hija no iría a visitarla. Le dije: «Hoy tiene que… humm», y no hubo forma de que me acordara de cómo se decía. Y parece que sólo hiciera una semana que Jesse tenía algún partido o entrenamiento de hockey y Daisy una reunión de scouts… ¡Solía pasarme todo el sábado sentada al volante!

—Hablando de conducir —dijo Ira—, ¿chocaste contra otro vehículo o contra un poste telefónico nada más?

Maggie buscó las gafas de sol en su bolso.

—Fue un camión —dijo.

—¡Dios mío! ¿Y le hiciste algo?

—No lo sé.

—¿No lo sabes?

—No me detuve a mirar.

Se puso las gafas de sol y parpadeó. Todo parecía más suave y elegante.

—¿Te fuiste del lugar del accidente así, sin más, Maggie?

—¡No fue un accidente! Sólo fue una de esas pequeñas… cosas que ocurren. ¿Por qué darle tanta importancia?

—Vamos a ver si lo he entendido bien —dijo Ira—. Saliste zumbando del taller, chocaste contra un camión y seguiste conduciendo.

—No. Fue el camión el que chocó conmigo.

—Pero la culpa era tuya.

—Bueno, sí, supongo que sí, si es que insistes en echarle la culpa a alguien.

—Y después seguiste conduciendo como si tal cosa.

—Exacto.

Ira guardó silencio. No era un silencio agradable.

—Era un camión de Pepsi, enorme —dijo Maggie—. Se trataba prácticamente de un tanque blindado. Apuesto a que ni tan siquiera lo rayé.

—Pero no llegaste a detenerte para estar segura.

—Estaba preocupada por si llegaba tarde —dijo Maggie—. Tú fuiste el que insistió en que saliésemos con más tiempo.

—¿Te das cuenta de que la gente del taller tiene tu nombre y tu dirección? El conductor sólo tiene que preguntarles. Acabaremos encontrando un policía a la puerta de casa.

—Ira, ¿acabarás con este asunto de una vez? —le preguntó Maggie—. ¿No ves que tengo muchas cosas en la cabeza? Voy al funeral del marido de mi más antigua y querida amiga. No quiero ni pensar en lo que estará pasando Serena en estos precisos instantes, y aquí estoy yo, a un Estado de distancia. Y, por si fuera poco, tengo que oír por la radio que Fiona se casa, cuando está más claro que el agua que ella y Jesse todavía se quieren. Siempre se han querido, nunca han dejado de quererse, sólo que, por alguna razón, no pueden… conectar. Y además, mi única y querida nieta va a tener que adaptarse a un padrastro completamente nuevo. Me siento como si nos estuviéramos alejando la una de la otra a gran velocidad. Todos mis amigos y familiares se alejan de mí como el… universo en expansión o algo parecido. Ahora ya nunca más volveremos a ver a esa niña. ¿Te das cuenta?

—Nunca la vemos, de todos modos —dijo Ira con suavidad.

Frenó al llegar a un semáforo en rojo.

—Además, ese nuevo marido podría ser un pervertido sexual —dijo Maggie.

—Estoy seguro de que Fiona habrá sabido escoger, Maggie.

Le lanzó una mirada. (No era propio de Ira decir algo bueno de Fiona.) Ira miraba el semáforo con atención. Se le formaron unas arruguitas en las comisuras de los ojos.

—Bueno, claro que habrá intentado escoger bien —dijo Maggie cuidadosamente—, pero ni siquiera la persona más sensata de la tierra es capaz de predecir todos los problemas, ¿no? Puede que sea un hombre agradable y afable. Puede que trate bien a Leroy hasta que ésta se acople a la familia.

—Leroy —dijo Maggie, pensativa—. ¿Crees que llegaremos a acostumbrarnos alguna vez a ese nombre? Suena a nombre de chico. Suena como si fuera un futbolista. Y tal como ellos lo pronuncian, Lii-roy, vulgar.

—¿Has cogido el mapa que he dejado sobre la mesa del desayuno? —preguntó Ira.

—A veces pienso que deberíamos empezar a pronunciarlo a nuestro aire: Leroy —dijo Maggie, y pensó en ello.

—El mapa, Maggie. ¿Lo has traído?

—Está en mi bolso. Le Rua —dijo, guturalizando la erre como si fuera francesa.

—Ya no es como antes, no tenemos nada que ver con ella —dijo Ira.

—Pero podríamos, Ira. Podríamos hacerle una visita esta misma tarde.

—¡Qué!

—Mira donde viven: Cartwheel, Pennsylvania. Está prácticamente en la carretera que lleva a Deer Lick. Lo que podríamos hacer —dijo Maggie hurgando en el bolso— es ir al funeral, ¿no? y… ¡Vaya!, ¿dónde está el mapa?… Ir al funeral y después coger la carretera uno hasta… ¿Sabes?, creo que, después de todo, no he cogido el mapa.

—Fantástico, Maggie.

—Creo que me lo he dejado encima de la mesa.

—Te lo he preguntado antes de salir, ¿recuerdas? Te he dicho: «¿Coges tú el mapa o lo cojo yo?», y tú has dicho: «Ya lo cojo yo. Lo meteré en el bolso.»

—Bueno, pero no sé por qué tienes que darle tanta importancia a todo esto. Bastará con que nos fijemos en las indicaciones de tráfico. Cualquiera podría hacerlo.

—Es un poco más complicado de lo que parece —dijo Ira.

—Además, tenemos las explicaciones que Serena me dio por teléfono.

—Maggie, ¿de verdad crees que las explicaciones de Serena nos conducirán a donde realmente queremos ir? ¡Ja! Acabaríamos en algún lugar de Canadá. ¡Llegaríamos a Arizona!

—Tampoco hay que ponerse así.

—Nunca más volveríamos a ver nuestra casa —dijo Ira.

Maggie sacó del bolso el billetero y un paquete de kleenex.

—Serena fue quien nos hizo llegar tarde a la fiesta de su boda, ¿te acuerdas? —dijo Ira—. Estuvimos una hora tratando de encontrar aquel maldito salón para banquetes.

—¡Hay que ver, Ira! Siempre te comportas como si las mujeres fuésemos unas irresponsables —dijo Maggie.

Renunció a seguir buscando en el bolso. Era evidente que también había extraviado las instrucciones de Serena.

—Estoy pensando en el propio bien de Fiona —dijo Maggie—. Nos necesitará para que le cuidemos a la niña.

—¿Que le cuidemos a la niña?

—¡Durante la luna de miel!

Ira le lanzó una mirada que ella no supo cómo interpretar.

—Se casa el próximo sábado —dijo Maggie—. No vas a llevarte a una niña de siete años de luna de miel.

Él continuó sin decir nada.

Ahora ya habían cruzado los límites de la ciudad y las casas aparecían más dispersas. Pasaron por delante de un solar con coches de segunda mano, un pequeño escuálido bosque, una galería comercial con unos pocos y esparcidos coches madrugadores aparcados sobre un yermo campo de cemento. Ira empezó a silbar. Maggie dejó de juguetear con las asas del bolso y se calmó.

Había ocasiones en las que Ira no decía ni media docena de palabras en todo el día e, incluso cuando hablaba, resultaba imposible adivinar qué sentía. Era un hombre introvertido, solitario; ése era su mayor defecto. Pero lo que él ignoraba es que, al silbar, revelaba toda su verdad. Por ejemplo —caso inquietante—, al poco de casados y después de una terrible pelea, habían conseguido limar más o menos las asperezas, suavizar las tensiones, y después él se había ido a trabajar silbando una canción que ella fue incapaz de identificar. La letra no le vino a la memoria hasta un poco más tarde: «Me pregunto si me importa tanto como antes…», decía la canción.

Pero, por lo general, esa asociación resulta algo trivial, algo fortuito: Esta vieja casa, mientras emprendían la tarea de reparar algo sin importancia, o El instalador de cables de Wichita, cuando la ayudaba a recoger la ropa tendida. «Camino, ca-ca-caa… camino…» silbaba, de modo inconsciente, cinco minutos después de haber amontonado sobre la acera las necesidades de algún perro. Y, evidentemente, había ocasiones en las que Maggie no tenía ni idea de lo que estaba silbando. Como por ejemplo ahora: una canción más bien sentimental, algo que podrían tocar en la WLIE. Bueno, cabía la posibilidad de que la hubiera oído mientras se afeitaba y nada más, en cuyo caso no significaba nada en absoluto.

Una canción de Patsy Cline; eso era. Loco de Patsy Cline.

Se incorporó de repente y dijo:

—Pues hay personas perfectamente cuerdas que cuidan de sus nietos, Ira Moran.

Él pareció sobresaltarse.

—Cuidan de ellos durante meses. Veranos enteros —dijo Maggie.

—Pero no hacen visitas sorpresa —contestó Ira.

—¡Por supuesto que sí!

—Ann Landers asegura que las visitas sorpresa son una desconsideración.

Ann Landers, su heroína personal.

—Si fuéramos parientes, de la misma sangre, aún —dijo Ira—. Ni tan siquiera somos ya sus suegros.

—Somos los abuelos de Leroy hasta que nos muramos —dijo Maggie.

Ira no encontró qué responderle.

Aquel tramo de carretera era un verdadero desastre. Habían dejado que las cosas se fueran sucediendo de cualquier modo: aquí, aparecía un chiringuito de carnes a la brasa; allá, un escaparate de piscinas. Aparcada en el arcén, una camioneta cargada de calabazas hasta los topes: TODAS LAS QUE PUEDA LLEVARSE ENTRE LOS BRAZOS POR 1.50$, rezaba el letrero escrito a mano. A Maggie las calabazas le recordaban el otoño, aunque ahora hacía en realidad tanto calor que, sobre su labio superior, podía distinguirse una línea húmeda. Bajó la ventanilla, retrocedió ante el aire caliente y volvió a subirla de nuevo. De todos modos, bastaba con la brisa procedente del lado de Ira. Este conducía con una sola mano, el codo izquierdo saliéndole por la ventanilla. Las mangas del traje se le habían subido y dejaban ver su huesuda muñeca.

Serena solía decir que Ira era un misterio. En aquel entonces, esto era un piropo. Maggie ni siquiera salía con Ira: tenía otro novio. Pero Serena no paraba de decirle:

—¿Cómo puedes resistírtele, con todo el misterio que tiene? Es tan misterioso.

—No me resisto. No va detrás de mí —decía Maggie, aunque se preguntaba si de hecho era cierto. (Serena tenía razón. Era tan misterioso.)

Pero Serena había escogido al chico más sincero del mundo. ¡El bueno y divertido Max! No tenía secretos.

—Éste es mi recuerdo más feliz —había dicho Max en una ocasión (tenía veinte años entonces y estaba acabando el primer curso de la UNC)—. Dos compañeros de clase y yo nos vamos de juerga. Yo bebo un poco más de la cuenta, así que, al regresar a casa, me paso al asiento de atrás y, cuando me despierto, me encuentro con que han estado conduciendo hasta llegar a la mismísima Playa de Carolina y que me han dejado allí, en la arena. ¡Menuda broma! ¡Ja, ja! Son las seis de la mañana, me incorporo y no veo más que cielo: capas y capas de un cielo nuboso que allí, a lo lejos, se funden con el mar, sin la menor línea divisoria. Así que me levanto, me quito la ropa y empiezo a correr yo solo entre la espuma de las olas. El día más feliz de mi vida.

¿Quién hubiera dicho entonces que, treinta años más tarde, moriría de cáncer y que el recuerdo más vivo que Maggie guardaba de él sería aquella mañana oceánica? La neblina, la sensación del aire tibio sobre la piel desnuda, el impacto de la primera ola, fría, salada. Maggie se sentía como si estuviera allí. De pronto, agradeció los desordenados carteles bañados de sol que iban dejando atrás, lentamente; incluso la pegajosa tapicería de vinilo que se le adhería a la parte posterior de los brazos.

—Me pregunto con quién se casará —dijo Ira.

—¿Qué? —dijo Maggie, un poco trastornada.

—Fiona.

—¡Ah! No lo ha dicho.

Ira estaba intentando adelantar un camión cisterna, de gasolina. Ladeó la cabeza hacia la izquierda para mirar los coches que venían. Tras unos momentos, dijo:

—Me sorprende que, de paso, no anunciara también eso.

—Todo lo que comentó fue que se casaba para sentirse segura. Ha dicho que la otra vez se casó por amor y que no había funcionado.

—¡Amor! Tenía diecisiete años. No sabía lo primero que hay que saber sobre el amor.

Maggie le lanzó una mirada.

Quiso preguntarle qué era lo primero que había que saber sobre el amor, pero ahora Ira se quejaba del camión de gasolina.

—Quizá esta vez se trate de un hombre mayor —dijo Maggie—. Alguien más bien paternal, puesto que se casa para sentirse segura.

—Ese tipo sabe perfectamente que estoy intentando adelantarle y no deja de meterse en mi carril —le dijo Ira.

—Tal vez se case para poder así dejar de trabajar.

—No sabía que trabajaba.

—Consiguió un empleo, Ira. ¡Sí lo sabías! ¡Nos lo dijo ella! Consiguió trabajo en un salón de belleza cuando Leroy empezó a ir a la escuela.

Ira le tocó la bocina al camión.

—No sé por qué te molestas en sentarte en una habitación con más gente, si eres incapaz de hacer un esfuerzo para escuchar —dijo Maggie.

—Maggie, ¿te pasa algo hoy? —preguntó Ira.

—¿Qué quieres decir?

—¿Por qué estás tan irritable?

—No estoy irritable.

Maggie se subió un poco más las gafas de sol. Podía ver su propia nariz: la punta, pequeña y redonda, asomando por debajo del puente de las gafas.

—Es Serena —le dijo Ira.

—¿Serena?

—Estás preocupada por Serena y por eso me contestas grosera y bruscamente.

—Bueno, claro que estoy preocupada —dijo Maggie—, pero no es cierto que te responda grosera y bruscamente.

—Sí lo haces, y ése es también el motivo de que no pares de hablar de Fiona, cuando hace años que no piensas en ella.

—¡Eso no es verdad! ¿Cómo sabes tú las veces que pienso en Fiona?

Ira consiguió al fin adelantar al camión de gasolina.

Ahora se encontraban ya en pleno campo. Dos hombres partían leña en un claro del bosque, observados por un perro negro y reluciente. Los árboles aún no habían empezado a cambiar de color, pero tenían ya el aspecto ligeramente mortecino que anuncia que están a punto de hacerlo. Maggie contempló la deteriorada valla de madera que rodeaba un campo. Es curioso cómo se te queda grabada una imagen en la cabeza sin ni siquiera saberlo. Después, ves el original y piensas: ¡Vaya, siempre ha estado ahí! Como un sueño que, a media mañana, vuelve a retazos a tu mente. La valla en cuestión, por ejemplo.

Ahora iban por la carretera que llevaba a Cartwheel, y Maggie había visto esa valla en sus espionajes y, de un modo inconsciente, la había hecho suya.

—Tranquera —le dijo a Ira.

—¿Humm?

—¿No llaman «tranquera» a ese tipo de valla?

Ira echó una ojeada, pero la valla ya había desaparecido.

Maggie solía sentarse en el coche, aparcado a determinada distancia de la casa de la madre de Fiona, a la espera de conseguir la mínima, la más fugaz visión de Leroy. De haber sabido lo que estaba haciendo, a Ira le hubiera dado un ataque. Aquello sucedió cuando Fiona se marchó, después de una escena en la que a Maggie nunca le gustaba pensar. (La recordaba como Aquella Horrible Mañana y la apartaba de su mente.) ¡Oh, en aquellas fechas ella estaba como enloquecida! Entonces Leroy sólo era un bebé y ¿qué sabía Fiona de bebés? Siempre había contado con la ayuda de Maggie. Así que una tarde que tenía libre se fue hasta Cartwheel, aparcó el coche y esperó. No tardó en ver aparecer a Fiona, con Leroy en los brazos, yendo en dirección contraria y andando enérgicamente, con su larga y lacia cabellera rubia balanceándose, y el rostro de la niña como un pequeño y brillante botón sobre su hombro. A Maggie, le brincó el corazón, como si estuviera enamorada. En cierto modo, sí estaba enamorada de Leroy y de Fiona a la vez, e incluso de su propio hijo, de la imagen de su hijo cuando acunaba torpemente a su hijita contra su chaqueta de cuero negro. Pero no se atrevió a bajar del coche. Por lo menos, todavía no. En lugar de eso, se fue a su casa y le dijo a Jesse:

—Hoy he ido a Cartwheel.

El rostro de él adoptó una expresión de desconcierto. Clavó su vista en ella durante un instante turbador, sobrecogedor. Después apartó la mirada y dijo:

—¿Y qué?

—No he hablado con ella, pero es evidente que te echa de menos. Paseaba completamente sola, con Leroy. Y nadie más.

—¿Y crees que eso me importa? —le pregunto Jesse—. ¿Crees que de verdad me importa?

Sin embargo, a la mañana siguiente pidió prestado el coche. Maggie se sintió aliviada. (Jesse era un chico cariñoso, amable, dulce, con un misterioso don para ganarse a la gente. Todo se solucionaría en un abrir y cerrar de ojos.) Estuvo fuera el día entero —Maggie había llamado cada hora desde el trabajo para comprobarlo— y regresó mientras ella estaba haciendo la cena.

—¿Y bien? —preguntó Maggie.

—Y bien, ¿qué? —contestó él.

Subió las escaleras y se encerró en su habitación.

Entonces cayó en la cuenta de que aquello llevaría un poco más de tiempo del que había imaginado.

Las tres visitas de Maggie e Ira —en los tres primeros cumpleaños de Leroy— habían sido convencionales: visitas de abuelos organizadas de antemano, en las que ellos llevaban algunos regalos. Pero en la mente de Maggie, las verdaderas visitas fueron las salidas de espionaje, que se sucedieron sin que las planificara, como si largos e invisibles hilos tirasen de ella hacia el norte. Daba por sentado que se dirigía al supermercado, pero, en vez de eso, se encontraba en la carretera uno, cubriéndose el rostro con el cuello del abrigo para no ser reconocida. Solía frecuentar el único campo de juegos de Cartwheel, donde, cerca del cajón de arena para los juegos infantiles, se examinaba minuciosa y distraídamente las uñas de las manos. Después, con la peluca de color rojo intenso de Junie, la hermana de Ira, andaba a hurtadillas por el callejón. En ocasiones se imaginaba que envejecería haciendo aquello. Tal vez trabajaría como vigilante de paso de peatones cuando Leroy empezara a ir a la escuela. Quizá se hiciera pasar por guía de los scouts y alquilara una pequeña niña scout, si era necesario. Tal vez podría convertirse en la carabina de Leroy en el baile de gala del último curso de la universidad. Bueno. No había motivo alguno para alterarse. Sabía, por los sombríos silencios de Jesse, por la indiferencia con que Fiona empujaba el columpio en el parque, que, sin duda, no podrían estar separados mucho tiempo más, ¿no?

Luego, una tarde siguió a la madre de Fiona cuando ésta iba por la calle Mayor empujando el cochecito de Leroy. La señora Stuckey era una mujer dejada y de figura amorfa, que fumaba cigarrillos. Maggie no sabía hasta qué punto se podía confiar en ella, y con razón, pues mira lo que acababa de hacer: había situado el cochecito de Leroy delante de la farmacia Cure-Boy y lo había dejado allí fuera mientras ella entraba en la tienda. Maggie se horrorizó. Podían raptar a Leroy. Cualquiera que pasara podía raptarla. Maggie se aproximó al cochecito y se puso de cuclillas ante él. «Cariño», le dijo, «¿quieres venir con tu abuelita?» La niña la miró fijamente. Entonces tenía… dieciocho meses, más o menos, y su rostro había cambiado de un modo sorprendente. Sus piernecitas habían perdido la rolliza gordura infantil. Sus ojos eran del mismo azul lechoso que los de Fiona, y su mirada, algo opaca, sin expresión, parecía no saber quién era Maggie. «Soy la abuelita», le dijo. Pero Leroy empezó a retorcerse toda ella y a estirar el cuello. «¿Mamá, mamá?», dijo. Leroy, sin lugar a dudas, miraba hacia la puerta por la que había desaparecido la señora Stuckey. Maggie se levantó y se fue a toda prisa. Sintió aquel rechazo como un dolor físico, como una verdadera herida en el pecho.

Cuando en primavera había conducido por allí, las blancas flores de los cornejos salpicaban los bosques. Alegraban las verdes colinas al igual que el clavel de los poetas alegra un ramillete. Y, una vez, había divisado un pequeño animal que no se parecía a los habituales; no era un conejo ni un mapache, sino algo más delgado y brillante. Frenó en seco y ajustó el retrovisor para poder observar al animal que había dejado atrás, el cual, para entonces, ya se había apresurado a desaparecer entre la maleza.

—Serena tiene el don de complicarlo todo —decía Ira en aquellos momentos—. Hubiera podido llamar en cuanto Max murió, pero no, ella tiene que esperar hasta el último minuto. Se muere el miércoles y ella llama el viernes por la noche a última hora. Demasiado tarde para ponerse en contacto con la Triple A acerca de las rutas automovilísticas.

Ira miró con el ceño fruncido la carretera que se extendía ante él.

—Humm —dijo—. ¿Crees que querrá que yo ayude a llevar el féretro o algo parecido?

—No lo dijo.

—Pero te dijo que necesitaba que la ayudásemos.

—Tal vez llevar el féretro sea apoyo moral.

—¿No sería apoyo físico?

—Sí, tal vez —dijo Ira.

Cruzaron una pequeña ciudad donde grupos de modestas tiendas fragmentaban los pastos. Varias mujeres hablaban de pie junto al buzón. Maggie volvió la cabeza para observarlas. Tenía una sensación de ansia, de rechazo, como si fueran personas que ella conociera.

—Pues, si quiere que yo sea uno de los que lleve el féretro, no voy vestido correctamente —dijo Ira.

—Claro que sí.

—No llevo traje negro.

—No tienes ningún traje negro.

—Voy de azul marino.

—El azul marino está bien.

—Además me ha vuelto a dar ese dolor de espalda.

Maggie le lanzó una mirada.

—Max y yo tampoco fuimos nunca amigos íntimos —dijo Ira.

Maggie se ladeó hacia el volante y colocó una mano sobre la de él.

—No importa —le dijo—. Apuesto lo que quieras a que a Serena le gustará vernos allí sentados.

Ira le dirigió una sonrisa pesarosa. En realidad, no fue más que una mueca en la mejilla.

¡Era tan peculiar su relación con la muerte! Ni tan siquiera podía soportar enfermedades de poca importancia y, cuando la operaron a ella de apendicitis, se había buscado toda clase de excusas para no acercarse al hospital. Afirmó que había cogido un resfriado y que podría contagiárselo. Cada vez que uno de los niños se ponía enfermo, hacía ver que no era verdad. Le decía a Maggie que todo eran imaginaciones suyas. Cualquier alusión a que no viviría eternamente —cuando, por ejemplo, tenía que formalizar un seguro de vida— le ponía malhumorado, testarudo y resentido. En cambio, a Maggie lo que le preocupaba es que ella pudiera vivir eternamente; tal vez debido a cuanto había visto en la residencia de ancianos.

Y, si ella fuera la primera en morirse, era muy probable que Ira obrase como si tampoco fuera verdad. Lo más seguro es que siguiese sin más su negocio y silbara una canción, como de costumbre.

¿Qué canción silbaría?

Ahora cruzaban el río Susquehanna y, a su derecha, se alzaba la gigantesca estructura de la central eléctrica de Conowingo. Maggie bajó el cristal de la ventanilla y se asomó. Podía oír el distante torrente de agua. Casi la respiraba, casi bebía el agua pulverizada que, como humo, se elevaba desde muy por debajo del puente.

—¿Sabes de lo que acabo de acordarme? —dijo Ira, levantando la voz—. De esa mujer artista, como se llame, que iba a llevar un puñado de cuadros a la tienda esta mañana.

Maggie cerró de nuevo la ventanilla.

—¿No has dejado puesto el contestador automático? —le preguntó ella.

—¿Para qué? Ya habíamos quedado en que vendría.

—Tal vez podríamos detenernos en algún sitio y llamarla por teléfono.

—No tengo el número aquí —dijo Ira, y, después, añadió—: Quizá podríamos llamar a Daisy y pedirle que lo hiciera ella.

—Daisy estará en el trabajo a estas horas —le contestó Maggie.

—¡Maldita sea!

Daisy flotó por la mente de Maggie, elegante y bonita, con la tez morena de Ira y los huesos pequeños de Maggie.

—¡Oh, cariño! —dijo Maggie—, ¡odio perderme su último día en casa!

—De todos modos, tampoco está en casa. Eso me has dicho.

—Pero estará más tarde.

—Ya la verás de sobras mañana —observó Ira—. Tendrás más que suficiente.

Al día siguiente llevarían a Daisy a la universidad: su primer curso, su primer año fuera de casa.

—Todo el día metidos en el coche, acabarás por hartarte de ella —dijo Ira.

—Eso no es verdad. Nunca podría hartarme de Daisy.

—Ya me lo contarás mañana.

—Se me ha ocurrido una idea —dijo Maggie—. Que nos saltemos la recepción.

—¿Qué recepción?

—O como quiera que se llame eso de ir a casa de alguien después de un funeral.

—Por mí, estupendo.

—De este modo, todavía podríamos llegar pronto a casa aunque nos detuviéramos un rato donde vive Fiona.

—¡Por Dios, Maggie! ¿Todavía sigues con el maldito tema de Fiona?

—Si, pongamos por caso, el funeral acabara al mediodía y desde allí nos fuéramos directamente a Cartwheel…

Ira viró con brusquedad hacia la derecha, ladeándose sobre el firme. Por un momento, Maggie pensó que se trataba de algún tipo de rabieta. (Con frecuencia solía tener la sensación de que su paciencia iba agotándose cada vez más.) Pero no. Ira se había detenido en una gasolinera, un lugar de aspecto anticuado, revestido de tablillas blancas. Había dos hombres vistiendo mono y sentados en un banco de la parte delantera.

—Mapa —dijo Ira abreviando, al salir del coche.

Maggie bajó la ventanilla y le llamó.

—Mira a ver si tienen alguna máquina de aperitivos, ¿quieres?

Ira le hizo señas con la mano y se encaminó hacia el banco.

Ahora que el coche estaba parado, el calor se difundía a través del techo como mantequilla derretida. Notó cómo iba calentándosele la parte superior de la cabeza; imaginó que su pelo dejaba de ser castaño y se volvía de algún color metálico, como latón o cobre. Dejó que sus dedos se balancearan perezosamente fuera de la ventanilla.

Sólo con que pudiera conseguir que Ira fuese a casa de Fiona, el resto sería fácil. Después de todo, no era invulnerable. Había sostenido a aquella niña sobre sus rodillas. Había contestado a los arrullos infantiles de Leroy en el mismo tono respetuoso que utilizara con sus propios hijos. «¿Es eso cierto? ¡No me digas! Bueno, ahora que lo dices, creo que he oído algo parecido.» Hasta que Maggie (siempre tan crédula) tenía que preguntar: «¿Qué? ¿Qué te ha dicho?» Entonces, él le echaba una de sus miradas astutas y burlonas, y lo mismo hacía la niña, había pensado Maggie en ocasiones.

No. Ira no era invulnerable, y vería a Leroy y recordaría al instante lo muy unidos que estaban. Las personas necesitaban que les recordasen las cosas, eso era todo. Tal y como avanzaba el mundo hoy en día, era muy fácil de olvidar. Seguro que Fiona había olvidado lo muy enamorada que estuvo al principio; cómo había seguido a su marido y a su grupo de rock. Seguro que lo había olvidado a propósito, puesto que no era menos vulnerable que Ira. Maggie había visto la cara larga que puso Fiona cuando llegaron ellos para el primer cumpleaños de Leroy y comprobaron que Jesse no estaba. Era el orgullo lo que ahora estaba en juego, el orgullo herido. «¿Pero recuerdas?», le preguntaría Maggie a Fiona. «¿Recuerdas los primeros tiempos, cuando lo único que os importaba era estar cerca el uno del otro? ¿Recuerdas cómo ibais juntos a todas partes, llevando cada uno de vosotros una mano en el bolsillo de atrás de los tejanos del otro?» En aquellos tiempos le había parecido algo así como ridículo, pero ahora el recuerdo hizo que los ojos se le llenaran de lágrimas.

¡Oh, todo aquel día era tan terriblemente triste! Era uno de esos días en que te das cuenta de que, con el tiempo, todo el mundo ha ido alejándose de los demás, y ella hacía un año que no le había escrito a Serena y ni tan siquiera había oído su voz hasta que llamó la noche anterior, llorando con tanta amargura que la mitad de sus palabras quedaron mutiladas. En ese momento (dejando que la brisa se arremolinara como agua caliente alrededor de sus dedos), Maggie sintió que la cuestión del paso del tiempo era más de lo que ella podía soportar. Serena —quería decirle Maggie—, piensa en todo aquello que solíamos prometernos que jamás haríamos cuando fuéramos mayores. Prometimos que, si íbamos descalzas, nunca andaríamos con pasitos menudos. Prometimos que nunca, en lugar de nadar, nos tumbaríamos en la playa para ponernos morenas, o que nunca nadaríamos con la barbilla fuera del agua para no mojarnos el peinado. Prometimos que no lavaríamos los platos así que concluyésemos de cenar, porque hacerlo nos alejaría de nuestros maridos, ¿recuerdas? ¿Cuándo fue la última vez que dejaste los platos para la mañana siguiente a fin de poder estar con Max? ¿Cuándo fue la última vez que de verdad se dio cuenta Max de que ya no lo hacías?

Ira se aproximaba a ella desplegando un mapa. Maggie se quitó las gafas de sol y se secó los ojos con las mangas. «¿Has encontrado lo que querías?», gritó Maggie, y él, sin dejar de caminar, respondió «Humm…», y desapareció detrás del mapa. El reverso del papel se veía cubierto de fotos de paisajes. Ira llegó al lado del coche, volvió a plegar el mapa y se metió dentro del vehículo.

—Ojalá hubiera hablado con los de la Triple A —le dijo a Maggie.

Puso el motor en marcha.

—Bueno, yo no me preocuparía demasiado —dijo Maggie—. Nos sobra mucho tiempo.

—No tanto, Maggie. Y mira cómo va aumentando el tráfico. Todas las viejecitas han salido en coche a dar su paseo de fin de semana.

Una observación ridícula: el tráfico era en su mayor parte de camiones. Se situaron delante de una furgoneta y detrás de un Buick y de otro camión cisterna de gasolina, o tal vez el mismo camión que habían adelantado un poco antes. Maggie volvió a ponerse las gafas de sol.

PRUEBE A JESÚS, NO SE ARREPENTIRÁ, rezaba un armazón para anuncios. Y también: ESCUELA DE COSMETOLOGÍA DE BUBBA MCDUFF. Entraron en Pennsylvania y la carretera, como si se tratara de una promesa de buenas intenciones, se mantuvo lisa durante varios cientos de yardas, para convertirse luego otra vez en la vieja superficie costrosa y picoteada de antes. Las vistas eran alargadas, curvas y verdes, como un paisaje campestre dibujado por un niño pequeño. Diversas vacas negras pacían en las laderas, EMPIECE LA PRUEBA DE SU TACÓMETRO, leyó Maggie. Se incorporó y se irguió en su asiento. Casi de inmediato, una minúscula señal pasó como un rayo: 0.1 Mi. Echó una mirada al tacómetro.

—Punto ocho exactamente —le dijo a Ira.

—¿Humm?

—Estoy comprobando nuestro tacómetro.

Ira se aflojó el nudo de la corbata.

Dos décimas partes de una milla. Tres décimas partes. A las cuatro décimas partes, Maggie tuvo la sensación de que se estaban rezagando. Tal vez eran imaginaciones suyas, pero le pareció que el número se retrasaba un poco al deslizarse hacia arriba. A las cinco décimas partes, casi estaba segura de ello.

—¿Cuándo lo revisaron por última vez? —le preguntó a Ira.

—¿Revisaron qué?

—El tacómetro.

—Pues… nunca.

—¡Nunca! ¿Ni una sola vez? ¿Y tú me acusas a de mal mantenimiento del coche?

—¡Mira eso! —dijo Ira—. Alguna viejecita de noventa años a la que han dejado suelta por la carretera. Ni tan siquiera puede ver por encima del volante.

Viró para adelantar al Buick, lo que significó pasarse por alto una de las señales indicadoras del recorrido.

—¡Maldición! —dijo Maggie—. Has hecho que me la saltara.

Ira no contestó. Ni tan siquiera pareció haberlo lamentado. Maggie fijó la mirada en la lejanía, preparándose para ver la señal de las siete décimas partes. Cuando ésta apareció, echó una mirada al tacómetro. En ese preciso momento el número se deslizaba hacia arriba. Ello hizo que se sintiera impaciente y nerviosa. Pero, curiosamente, el próximo número apareció con mayor rapidez. Puede que incluso lo hiciera demasiado deprisa.

—¡Oh, oh! —dijo Maggie.

—¿Qué pasa?

—Esto me está destrozando los nervios.

Estaba al acecho de la siguiente señal y, a la vez, controlando el indicador del tacómetro. El seis se deslizó en éste hacia arriba varios segundos antes de que, junto a la carretera, surgiera la señal. Podría jurarlo. Maggie chasqueó la lengua. Ira le lanzó una mirada.

—Ve más despacio —dijo Maggie.

—¿Eh?

—¡Ve más despacio! No estoy segura de que lo consigamos. Mira, aquí está el siete deslizándose hacia arriba, arriba… ¿Y dónde está el indicador? ¿Dónde está el indicador? ¡Venga, vamos, precioso! ¡Estamos perdiendo! ¡Vamos demasiado adelantados! ¡Estam…!

El indicador surgió de repente.

—¡Ah! —gritó Maggie.

El siete se colocó en posición justo al instante, con tanta precisión que casi pudo oír su clic.

—¡Vaya! —exclamó Maggie, y se arrellanó en su asiento—: ¡Por poco no lo conseguimos!

—Ajustan todos los aparatos de medición en la fábrica ¿sabes? —dijo Ira.

—Claro, hace no sé cuántos años. Estoy agotada.

—No sé cuánto tiempo deberíamos seguir por la carretera uno.

—Me siento como si me hubieran estrujado en una escurridora —dijo Maggie, y se dio unos tironcitos del vestido.

Ahora apareció una colección de camiones y de RVs aparcados a intervalos irregulares en diversos claros del bosque. Ningún ser humano por los alrededores, ninguna explicación visible que justificara el que la gente se detuviera allí. Maggie ya lo había observado en viajes anteriores y nunca había comprendido el motivo. ¿Se habían ido los conductores a pescar, a cazar, o qué? ¿Acaso la gente del campo oculta algún tipo de secreto?

—Y luego están los bancos —le dijo a Ira—. Todos estos pueblos tienen unos bancos que parecen casas de juguete hechas de ladrillo. ¿Te has fijado? Con patios a su alrededor y arriates. ¿Te fiarías tú de un banco así?

—¿Y por qué no?

—Bueno, me sentiría como si el dinero no estuviera en lugar seguro.

—Tu inmensa fortuna —le dijo Ira, bromeando.

—Bien, según el mapa, podríamos seguir por la carretera uno hasta llegar bastante más allá de Oxford. Serena dijo que nos desviáramos al llegar a Oxford, si no te oí mal, pero… Compruébalo, ¿quieres?

Maggie cogió el mapa del asiento que quedaba entre ambos, y lo abrió, cuadro a cuadro. Esperaba no tener que desplegarlo del todo. Ira le armaría una bronca si lo doblaba mal.

—Oxford —dijo Maggie—. ¿Eso está en Maryland o en Pennsylvania?

—Está en Pennsylvania, Maggie. Donde la autopista diez se desvía hacia el norte.

—¡Ah, entonces ya está! Recuerdo muy bien que nos dijo que tomásemos la autopista diez.

—Ya, pero si… ¿Has escuchado una sola palabra de lo que te he dicho? Si continuáramos por la carretera uno, ganaríamos tiempo, y creo que, un poco más arriba, hay un desvío que conduce directamente a Deer Lick.

—Pero Ira, seguro que Serena tendría alguna razón para aconsejarnos que cogiéramos la autopista diez.

¿Alguna razón? ¿Serena? ¿Serena Gill?

Maggie desplegó el mapa haciéndolo crujir. Ira siempre hablaba así de sus amigas. Se comportaba como si en realidad estuviera celoso de ellas. Sospechaba que Ira imaginaba que las mujeres se reunían a escondidas para cotillear sobre sus maridos. Típico: era tan egocéntrico. Aunque, claro, a veces era verdad.

—¿Había alguna máquina de aperitivos en aquella gasolinera? —preguntó Maggie.

—Sólo barras de caramelo. De las que no te gustan.

—Me estoy muriendo de hambre.

—Podía haberte comprado una, pero pensé que no te la comerías.

—¿No tenían patatas fritas o algo por el estilo? Estoy muerta de hambre.

—Baby Ruths, Fifth Avenues…

Maggie hizo una mueca y volvió al mapa.

—Yo diría que cogieras la autopista diez —le dijo.

—Juraría que había visto un atajo más adelante.

—No exactamente.

—¿Cómo que «no exactamente»? ¿Qué significa eso? O hay un atajo o no lo hay.

—Bueno —dijo Maggie—, a decir verdad es que todavía no he acabado de localizar Deer Lick.

Ira dio un golpecito al interruptor del intermitente.

—Buscaremos un sitio para que puedas comer algo y yo echaré otra mirada al mapa —dijo.

—¿Comer? Yo no quiero comer.

—Acabas de decir que estás muerta de hambre.

—¡Sí, pero estoy a dieta! ¡Sólo quiero algo ligero!

—Bueno, pues algo ligero entonces.

—Sinceramente, Ira, odio la forma en que siempre intentas desbaratar mis dietas.

—Pide un café o algo así. Tengo que consultar el mapa.

Ira iba bajando por una calle pavimentada y bordeada de casas de campo nuevas e idénticas entre sí, todas ellas con un cobertizo metálico para las herramientas, en la parte de atrás, que tenía la forma de un pequeño granero rojo con adornos blancos. Maggie nunca hubiera imaginado que en semejante vecindario pudiera haber un lugar para comer, pero, en efecto, al salir de la curva siguiente encontraron una casa de madera con unos cuantos coches aparcados delante. Un polvoriento rótulo de neón brillaba en la vidriera: COMESTIBLES & CAFÉ NELL. Ira aparcó junto a un Jeep con una pegatina de Judas Priest en el parachoques. Maggie abrió la portezuela y salió del coche subiéndose, con disimulo, la entrepierna de los pantys.

El local olía a pan de molde y a papel encerado. A Maggie le vino a la memoria el comedor de su escuela primaria. Aquí y allá, varias mujeres examinaban de pie productos enlatados. El café se encontraba en la parte posterior: una larga barra cuya pared de fondo se halla cubierta de descoloridas fotos de huevos revueltos de color naranja y salchichas de color beige. Maggie e Ira ocuparon sendos taburetes contiguos. Ira extendió el mapa sobre la barra. Maggie observó cómo la camarera limpiaba la plancha. La roció con un spray, eliminó con la espátula una densa capa de mugre, y la roció de nuevo. Vista de espaldas era un largo rectángulo blanco, con un moño gris cogido con pasadores negros.

—¿Qué van a tomar? —preguntó, finalmente, sin volverse.

—Yo sólo un café, por favor —dijo Ira sin levantar la cabeza del mapa.

Maggie tuvo más problemas antes de decidirse. Se quitó las gafas de sol y miró con atención las fotos de color.

—Bueno, yo supongo que también un café —dijo— y, además, déjeme pensar… Podría tomarme una ensalada o algo así pero…

—No servimos ensaladas —dijo la camarera.

Dejó a un lado el pulverizador y, secándose las manos en el delantal, se acercó hasta donde estaba Maggie. Sus ojos, rodeados de arrugas, eran de un extraño color verde, similar al de un viejo trozo de cristal hallado en la playa.

—Todo lo que puedo ofrecerle es la lechuga y el tomate de un sandwich.

—Bueno, en ese caso, sólo una bolsa de cortezas de maíz, de las de ese estante —dijo Maggie, alegremente—. Aunque sé que no debería.

Maggie observó cómo la camarera vertía el café en las tazas.

—Quiero ver si pierdo diez libras para el día de Acción de Gracias. Llevo una eternidad luchando contra esas diez libras. Pero esta vez estoy decidida.

—¡Mujer! A usted no le hace ninguna falta adelgazar —dijo la camarera, mientras colocaba las tazas delante de ellos.

El bordado rojo que llevaba en el bolsillo superior rezaba Mabel, nombre que Maggie no había oído desde su infancia. ¿Qué había sucedido con todas las Mabel? Imaginó que le ponía ese nombre a una niñita recién nacida. Mientras tanto, la camarera le iba diciendo:

—Detesto el afán que tiene hoy en día todo el mundo de parecerse a un mondadientes.

—Eso mismo dice Ira; le gusta tal cual estoy ahora —dijo Maggie.

Echó una mirada a Ira, pero él estaba absorto en el mapa o, al menos, fingía estarlo. Siempre se sentía incómodo cuando ella trababa amistad con extraños.

—Pero luego todos los vestidos que compro me caen fatal. Es como si se olvidaran de que tengo pecho. Me falta voluntad. Ése es el problema. Me encantan las cosas saladas, con vinagre y picantes.

Maggie tomó la bolsa de cortezas de maíz y la sostuvo en alto para demostrarlo.

—Pues fíjese en mí —le dijo Mabel—. El doctor dice que el exceso de peso me perjudica las piernas.

—¡Oh, vamos! ¡Déjeme ver dónde están esas libras de más!

—Dice que no sería tan grave si no trabajara de camarera. No es nada bueno para las venas.

—Nuestra hija trabaja de camarera —dijo Maggie.

Abrió bruscamente la bolsa de cortezas de maíz y se comió una.

—A veces está de pie ocho horas seguidas, sin descansar. Al principio llevaba sandalias, pero puede estar segura de que no tardó en pasarse a las suelas de crepé, a pesar de que juró que no lo haría.

—Parece usted muy joven para tener una hija tan mayor —dijo Mabel.

—Bueno, todavía es una chiquilla. Sólo se trataba de un trabajo de verano. Mañana se va a la universidad.

—¡La universidad! Es inteligente —dijo Mabel.

—Pues… no sé —contestó Maggie—, pero lo cierto es que ha conseguido una beca.

Le ofreció la bolsa de cortezas:

—¿Quiere unas cuantas? —le preguntó.

Mabel tomó un puñado.

—Yo sólo tengo dos chicos —dijo—. Para ellos el estudio era algo tan natural como volar.

—Sí, el nuestro era igual.

—«¿Por qué no estáis haciendo los deberes?», solía preguntarles yo. Tenían miles de excusas. La mayor parte de las veces afirmaban que el profesor no les había puesto deberes, lo que, por supuesto, era el mismo cuento de siempre.

—Eso mismo hacía Jesse —dijo Maggie.

—¡Y su padre! —dijo Mabel—. Siempre los defendía. Era como si todos ellos se hubieran confabulado contra mí y me hubiesen dejado al margen de todo. ¡Lo que daría yo por tener una hija! Se lo aseguro.

—Sí, pero las hijas también tienen sus inconvenientes —dijo Maggie.

Observó que Ira quería interrumpirlas para preguntarles algo (había colocado un dedo sobre el mapa y miraba a Mabel con impaciencia), pero, como una vez obtenida la respuesta querría marcharse, optó por hacerle esperar un poco.

—Las hijas, por ejemplo, tienen más secretos. Tú te crees que hablan contigo, pero no te cuentan más que nimiedades. Daisy, por ejemplo. Siempre había sido la mar de callada y obediente. Y, de pronto, nos sale con que quiere ir a la universidad. Yo no tenía ni idea de lo que estaba tramando. Le dije: «Daisy, ¿no estás a gusto aquí, en casa?» Quiero decir que sí sabía que tenía la intención de ir a la facultad, pero yo veía que a los hijos de los demás la universidad de Maryland les parecía suficiente. «¿Qué hay de malo en ir a una universidad que esté más cerca de Baltimore?», le pregunté. Y ella me contestó: «¡Vamos, mamá, siempre has sabido que tenía el propósito de ir a una universidad importante!» ¡Yo no sabía nada! ¡No tenía ni idea! Y, desde que consiguió la beca, ha cambiado tanto que nadie la reconocería. ¿No es cierto, Ira? Ira dice —continuó Maggie, precipitadamente (arrepentida de haberle dado la oportunidad de hablar)—, Ira dice que lo que le pasa es que está creciendo, que la culpa de que se haya vuelto tan quisquillosa y criticona la tienen los problemas del crecimiento y que sólo un tonto se lo tomaría a pecho. Pero resulta difícil. ¡Muy difícil! Parece que, de repente, todo lo que nosotros hacemos está mal. Es como si anduviera buscando buenas razones para no echarnos de menos cuando se vaya: mi pelo es demasiado rizado, hablo demasiado y como demasiados fritos; el traje de Ira no tiene buen corte y, además, su padre no sabe cómo llevar un negocio.

En señal de completa comprensión, Mabel asentía con la cabeza, pero Ira, por supuesto, pensaba que el comportamiento de Maggie era en exceso emotivo. En realidad, él no lo había dicho, mas ella lo sabía por el modo en que había cambiado su asiento de sitio. Le ignoró.

—¿Sabe lo que me dijo el otro día? —le preguntó a Mabel—. Había probado una nueva receta para hacer atún a la cazuela. Lo serví para cenar, y dije: «¿Verdad que está delicioso? Decidme sinceramente qué os parece.» Y Daisy dijo… —a Maggie se le saltaron las lágrimas y respiró hondo—. Daisy se quedó allí sentada, sin más, y estuvo observándome durante una eternidad, con una especie de… fascinación en su rostro y, luego, me dijo: «Mamá, ¿hubo algún momento en tu vida en el que, conscientemente, decidieras contentarte con ser mediocre?»

Quiso continuar, pero le temblaban los labios. Dejó a un lado las cortezas de maíz y buscó un kleenex en el bolso. Mabel emitió un chasquido.

—Por el amor de Dios, Maggie —dijo Ira.

—Lo siento —le dijo ésta a Mabel—, pero es que me dolió.

—Sí, claro que sí —dijo Mabel de un modo tranquilizador y empujó la taza de café de Maggie, aproximándosela un poco más—. Por supuesto que sí.

—La verdad, yo no me considero mediocre —dijo Maggie.

—Claro que no —dijo Mabel—. Dígaselo usted, querida. Dígaselo. Dígale que deje de pensar de ese modo. ¿Sabe lo que le dije el otro día a mi hijo Bobby, el mayor? También fue acerca de un plato de atún, ahora que caigo. Qué coincidencia, ¿verdad? Pues él va y me dice que está hasta las narices de aquellos potajes. Yo le digo: «Jovencito», le digo: «Ya puedes levantarte de la mesa. Coge la puerta y vete. Búscate un sitio para ti solo.» Le digo: «Hazte tú mismo la maldita comida. A ver cómo consigues costilla de ternera de primera calidad para cenar cada noche.» Y se lo dije en serio. Él creyó que sólo estaba bromeando, pero en seguida se dio cuenta de que hablaba en serio. Le puse toda su ropa en el capó del coche. Ahora vive en el otro extremo de la ciudad, con su novia. No creyó que de verdad le obligaría a marcharse.

—Pero de eso se trata precisamente: yo no quiero que ella se vaya —dijo Maggie—. Me gusta tenerla en casa. Mire el caso de Jesse, por ejemplo: se trajo a su mujer y su hija a vivir con nosotros, y a mí me encantó. Ira cree que Jesse es un fracaso. Dice que una simple amistad ha destrozado toda su vida, lo cual es absurdo. Todo lo que Don Burnham hizo fue decirle a Jesse que tenía talento para cantar. ¿Diría usted que eso es destrozar una vida? Si vas y le dices a un chico como Jesse, que no es precisamente muy brillante en la escuela y al que su padre siempre está echándole en cara sus defectos, que hay un área concreta en la que destaca, bien, ¿qué esperaría usted? ¿Que le volviera la espalda y lo olvidara?

—Pues claro que no —dijo Mabel con indignación.

—Claro que no. Empezó a cantar con un grupo de rock duro. Dejó el bachillerato y coleccionó toda una serie de admiradoras y, por último, a una chica en particular, con la que luego se casó. La trajo a vivir a nuestra casa, porque él no ganaba mucho dinero. Yo estaba encantada. Tuvieron un bebé adorable. Después, su mujer y la niña se marcharon por culpa de una escena terrible; se pusieron en pie y se fueron. En realidad, sólo fue una discusión, pero ya sabe usted las proporciones que pueden alcanzar esas cosas. Yo dije: «Ira, ve tras ella; se ha ido por tu culpa.» Ira participó en lo más reñido de la escena y todavía no he dejado de reprochárselo. Pero Ira contestó: «No, deja que haga lo que quiera.» Me dijo que dejara que se fueran, y nada más, pero yo me sentí como si ella me hubiera arrancado a esa niña de mi propia carne, dejándome marcada con una enorme herida.

—Nietos —dijo Mabel—. Si yo le contara…

—No quisiera cambiar de tema —dijo Ira—, pero…

—¡Oh, Ira! Coge la autopista diez y no me des más la lata.

Ira le lanzó una larga y fría mirada. Maggie escondió la nariz tras el pañuelo de papel, pero conocía aquella mirada.

—¿Ha estado alguna vez en Deer Lick? —le preguntó Ira a Mabel.

—Deer Lick —dijo Mabel—. Me suena de algo.

—Me estaba preguntando si, para llegar hasta allí, deberíamos desviarnos de la carretera uno.

—¡Ah! Eso no lo sé.

Después, Mabel le preguntó a Maggie:

—¿Quiere más café?

—¡Oh, no! Gracias —dijo Maggie.

En realidad, Maggie todavía no había siquiera tocado su taza. Bebió un pequeño sorbo en señal de agradecimiento. Mabel arrancó la cuenta de un bloc de notas y se la entregó a Ira. Éste pagó con calderilla, poniéndose en pie para hurgar en los bolsillos. Mientras tanto, Maggie metió el kleenex húmedo en la bolsa vacía de cortezas de maíz, haciendo con ésta un paquetito.

—Bueno, ha sido un placer hablar con usted —le dijo a Mabel.

—Cuídese —contestó ella.

Maggie tuvo la sensación de que deberían despedirse con un par de besos, como hacen las mujeres que han salido juntas a comer. Ya había dejado de llorar, pero podía notar la indignación de Ira mientras éste, delante de ella, se dirigía hacia el aparcamiento. Tenía la sensación de que una lámina de algo vítreo y liso la rechazaba. Ira tendría que haberse casado con Ann Landers, pensó. Se metió en el coche. El asiento estaba tan caliente que le quemaba la espalda, incluso a través del vestido. Ira también se metió en el coche y cerró la puerta de un golpe. Si se hubiera casado con Ann Landers, hubiera tenido la exacta clase de esposa práctica y sensata que él quería. A veces, cuando oía sus gruñidos de aprobación mientras leía una de las enérgicas réplicas de Ann, Maggie sentía verdadera angustia por culpa de los celos.

Pasaron de nuevo delante de las casas de campo, dando tumbos a lo largo de la pequeña carretera pavimentada. El mapa, situado entre ellos, estaba doblado de tal modo que crujía. Maggie no le preguntó a Ira qué había decidido acerca de las carreteras. Miró por la ventanilla, aspirando de vez en cuando lo más silenciosamente posible.

—Seis años y medio —dijo Ira—. No, siete ya, y tú todavía sacas a relucir, el tema de Fiona, contándoles a perfectos desconocidos que la culpa de que se fuera para siempre es mía. Tienes que echarle la culpa a alguien, ¿verdad, Maggie?

—Pues sí, si hay un culpable, sí —dijo Maggie al paisaje.

—Nunca se te ha ocurrido pensar que la culpable pudieras ser tú, ¿no?

—¿Vamos a discutir otra vez este estúpido asunto? —preguntó Maggie, mientras se volvía para hacerle frente.

—¿Quién empezó primero? Me gustaría saberlo.

—Sólo estaba exponiendo los hechos, Ira.

—¿Y quién quería conocer los hechos, Maggie? ¿Por qué sientes la necesidad de desnudar tu alma ante una camarera?

—No hay nada malo en ser camarera. Es un trabajo del todo respetable. He de recordarte que nuestra propia hija ha estado trabajando de camarera.

—¡Fantástico, Maggie! Otra de tus progresiones lógicas.

—Si hay algo en ti que de verdad no puedo soportar —dijo ella—, es tu forma de actuar, tan superior. No podemos tener una simple discusión con sus pros y sus contras. Ah, no. No. Tú has de hacer hincapié en lo ilógica que soy, en lo irracional que soy y en lo razonable y superior que eres tú.

—Bueno, por lo menos yo no voy por ahí contando en los restaurantes la historia de mi vida.

—¡Oh, déjame bajar! —dijo Maggie—. No puedo soportarte ni un segundo más.

—Con mucho gusto —contestó Ira, pero siguió conduciendo.

—¡Déjame bajar, te digo!

Ira le echó una mirada. Redujo la marcha. Maggie cogió el bolso y lo estrechó contra su pecho.

—¿Vas a parar —preguntó— o tendré que saltar del vehículo en marcha?

Ira paró el automóvil.

Maggie salió del coche y cerró la puerta de un portazo. Empezó a andar en dirección al café. Por un momento, pareció que Ira tuviera la intención de quedarse allí sentado, pero ella no tardó en oír que cambiaba de marcha y seguía su camino.

El sol despedía una gran masa de luz amarilla y sus zapatos hacían pequeños y confusos ruidos sobre la grava. El corazón le latía a toda velocidad. Se sentía contenta, aunque de un modo extraño. Se sentía casi ebria de furia y júbilo.

Pasó por delante de la primera casa de campo: flores desgarbadas ondeaban a lo largo del borde delantero del jardín y un triciclo descansaba en el camino de entrada. Sin duda, aquel era un lugar tranquilo. Sólo se oía el lejano gorjeo de los pájaros. Su ¡chink! ¡chink! ¡chink! y ¡vídeo! ¡vídeo! ¡vídeo!, que, desde los lejanos árboles, llegaba a través de los campos. Ella había vivido toda su vida inmersa en el zumbido de la ciudad, pensó. Podría creerse que Baltimore se mantenía en movimiento gracias a una maquinaria gigante, perpetua y subterránea. ¿Cómo había sido capaz de soportarlo? Y así, sin más, renunció a la idea de regresar. Se había encaminado hacia el café con la vaga intención de averiguar dónde se encontraba la parada más próxima de autobuses interurbanos Traylways, o tal vez con el propósito de conseguir que un camionero cuyo aspecto inspirara confianza la llevase hasta su casa. Pero ¿qué sentido tenía ya regresar?

Pasó por delante de la segunda casa de campo, con un buzón en forma de carromato en la parte delantera. Una cerca rodeaba la finca; no eran más que estacas pintadas de blanco, unidas entre sí mediante unos festones a modo de cadena, pintados también de blanco. Puramente decorativo. Se detuvo junto a una de las estacas y colocó el bolso de vestir encima para hacer inventario. El problema con los bolsos de vestir era lo reducido de su tamaño. Con su bolso de diario —una enorme bolsa de lona— hubiera podido ir tirando durante varias semanas. (La frase «el que me robe el bolso, robará basura», adquiere un sentido nuevo, había observado su madre en cierta ocasión.) No obstante, contaba con lo imprescindible: un peine, un paquete de kleenex y un lápiz de labios. Y, en el monedero, treinta y cuatro dólares, algo de calderilla y un cheque en blanco. Y también dos tarjetas de crédito, pero el cheque era lo que importaba. Iría al banco más próximo y abriría una cuenta con todo el dinero que el cheque le permitiera sacar de forma segura. Digamos que trescientos dólares. ¡Vaya! ¡Trescientos dólares podrían durarle mucho tiempo! Por lo menos lo suficiente como para encontrar trabajo. Maggie supuso que Ira no tardaría en cancelar las tarjetas de crédito. Pero tal vez podría intentar utilizarlas, aunque sólo fuera durante aquel fin de semana.

Echó un vistazo al resto de su billetero: el carnet de conducir, el carnet de la biblioteca, una foto escolar de Daisy, un cupón doblado de champú Affinity y una fotografía en color de Jesse, de pie, en los peldaños delanteros de la casa. La foto de Daisy era de doble exposición (estaban de moda aquel año), de modo que su perfil, precioso y cincelado, aparecía, semitransparente, por detrás de un primer plano de su rostro con la barbilla levantada de un modo arrogante. Jesse llevaba el descomunal abrigo negro de Value Village y una larga bufanda roja con flecos que le llegaba hasta más abajo de las rodillas. Su belleza la impresionó, casi la hirió. Había heredado la pizca de sangre india de Ira, transformándola de paso en algo espléndido y sorprendente: los pómulos en extremo delicados, el pelo negro y liso, los ojos oscuros, alargados y sin brillo. Pero la mirada que Jesse le dirigía era velada e impasible, tan arrogante como la de Daisy. Ninguno de los dos la necesitaban ya.

Volvió a meter todas las cosas en el bolso y lo cerró de golpe. Al comenzar de nuevo a andar, notó rígidos e incómodos los zapatos, como si, mientras había estado de pie, hubiese cambiado la forma de sus pies. Tal vez se le habían hinchado; era un día muy caluroso. Pero incluso el tiempo se ceñía a sus propósitos. Así podría pasar la noche al aire libre, caso de ser necesario. Podría dormir en un pajar, si los pajares existían todavía.

Por la noche llamaría a Serena y se disculparía por no haber asistido al funeral. Llamaría a cobro revertido, con Serena podía hacerlo. Cabía la posibilidad de que, al principio, Serena no quisiera aceptar la llamada, porque Maggie le había fallado —Serena se ofendía con facilidad—, pero finalmente accedería y Maggie se lo explicaría todo. «Escucha», le diría, «en este preciso instante no me importaría nada asistir al funeral de Ira.» O tal vez, dadas las circunstancias, eso sería una falta de tacto.

El café se encontraba allí enfrente mismo. Detrás de él había una especie de edificio hecho con bloques de arcilla y, detrás de éste, algo que, según supuso Maggie, aparentaba ser un pueblo. Debía de ser uno de esos pueblos pequeños y fragmentados, típicos de carretera, de los que dedican gran atención a las necesidades de quienes viajan en automóvil. Se registraría en un motel sencillo; la habitación apenas si sería más grande que la cama, que —con cierta euforia— se imaginó hundida en el centro y cubierta con una colcha de felpilla. En la tienda de comestibles Nell, compraría comida que no precisara cocinarse. Algo que la mayoría de la gente ignora es que muchas clases de sopas en conserva pueden comerse directamente de la lata, sin necesidad de calentarlas, y que, además, constituyen una dieta bastante equilibrada. (Un abrelatas: no debía olvidarse de comprar uno en la tienda de comestibles.)

Respecto al trabajo, no tenía muchas esperanzas de encontrar una residencia para ancianos en un pueblo como aquél. Tal vez algún trabajo de oficina, entonces. Sabía escribir a máquina y llevar la contabilidad, si bien no lo hacía de maravilla. Había adquirido alguna experiencia en la tienda de marcos. Quizá podrían emplearla en un almacén de piezas para automóvil, o podría convertirse en una de esas mujeres que, en la ventanilla de una gasolinera, sellan las facturas de las tarjetas de crédito y entregan sus llaves a la gente. En el peor de los casos, podría darle a una caja registradora. Podía ser camarera. Podía fregar suelos, ¡por el amor de Dios! Sólo tenía cuarenta y ocho años y su salud era perfecta y, a pesar de lo que algunas personas pudieran creer, era capaz de hacer cualquier cosa que se propusiera.

Se inclinó para coger una flor de achicoria. Se la colocó entre los rizos, sobre la oreja izquierda.

Ira opinaba que ella era una chapucera. Todo el mundo lo pensaba. Por alguna razón había adquirido una especie de reputación que la tachaba de torpe y desmañada. Una vez, en la residencia de ancianos hubo un estrépito y un tintineo de cristales, y la enfermera jefe dijo: «¿Maggie?» ¡Sin más! Sin comprobarlo antes para estar segura. Y Maggie ni tan siquiera estaba por allí cerca. Se trataba de otra persona. Pero aquello demostraba cómo la veía la gente.

Cuando se casó con Ira, supuso que él la miraría siempre tal y como la había mirado aquella primera noche, mientras estaba de pie ante él, con su negligé, y la única luz de la habitación procedía de la tenue pantalla de la luz que había junto a la cama. Ella se había desabrochado el botón de arriba y, después, el botón que seguía al de arriba, justo lo suficiente como para dejar que la negligé resbalara por sus hombros y vacilara y cayera hasta sus pies. Él la había mirado a los ojos, directamente, y parecía que ni siquiera respirara. Supuso que aquello duraría eternamente.

En el aparcamiento de delante de COMESTIBLES & CAFÉ NELL había dos hombres de pie junto a una camioneta de reparto. Uno era gordo y tenía cara de cerdo, y el otro era delgado y blanco y lánguido. Discutían acerca de alguien llamado Dough, a quien le había salido una rubefacción. Maggie se preguntó qué sería una rubefacción. Imaginó que debía ser una combinación de rubéola y acción. Sabía que, llegando a pie de ninguna parte, tan bien vestida y con sus aires de ciudad, debía de ofrecer un aspecto extraño. «Hola», gritó, como hubiera hecho su madre. Los hombres dejaron de hablar y la miraron fijamente. El delgado se quitó al fin la gorra y miró en su interior. Después volvió a ponérsela.

Podía entrar en el café y hablar con Mabel, preguntarle si sabía de algún trabajo y de un sitio para alojarse; o podía dirigirse directamente a la ciudad y encontrar algo por sí misma. En cierto modo, prefería arreglárselas sola. Resultaría algo así como embarazoso confesar que su marido la había abandonado. Por otro lado, tal vez Mabel supiera de algún trabajo maravilloso. Tal vez conocía la pensión perfecta, baratísima, con derecho a cocina, llena de gente encantadora. Maggie supuso que por lo menos debía preguntárselo.

Dejó que la puerta de tela metálica se cerrara de golpe tras ella. La tienda de comestibles le resultaba ahora familiar y se movía con comodidad por entre sus olores. En la barra restaurante encontró a Mabel apoyada sobre una bayeta acolchada y hablando con un hombre que vestía un guardapolvo. «Pues bien, no puedes hacer nada», decía Mabel. «¿Qué creen que puedes hacer tú?»

Maggie tuvo la sensación de que se entrometía. No había contado con tener que compartir a Mabel con alguien más. Retrocedió antes de que la vieran. Se escondió en el pasillo de crackers y galletas, a la espera de que su rival se marchara.

—Le he estado dando vueltas y más vueltas —dijo el hombre con un graznido—. Y sigo sin ver qué otra cosa podría hacer.

—¡Válgame Dios, no!

Maggie cogió una caja de crackers Ritz. Era frecuente que la gente hiciera determinado pastel de manzana sin ninguna manzana, sólo con crackers Ritz. Qué sabor tendría, se preguntó. Le pareció que no existía ni la más remota posibilidad de que pudiera saber a pastel de manzana. Tal vez primero remojaban las galletas en sidra o algo parecido. Miró a ver si en la caja venía la receta, pero no decía nada.

Ahora Ira empezaría a darse cuenta de que ella se había ido. Empezaría a notar la vacía ráfaga de aire que nos llega cuando una persona a la que uno está acostumbrado se ausenta de pronto.

¿Iría al funeral sin ella, pese a todo? No había pensado en ello. No, Serena, era más amiga de Maggie que de Ira. Y Max sólo había sido un conocido. A decir verdad, Ira no tenía amigos. Era una de las cosas que le preocupaban de él.

Estaría reduciendo la marcha. Estaría tratando de decidir. Tal vez ya habría dado media vuelta con el coche.

Estaría dándose cuenta de lo desolado y perplejo que se queda uno cuando de pronto lo dejan solo.

Maggie dejó la caja de Ritz y se encaminó hacia las galletas de higos.

Una vez, años atrás, Maggie se había enamorado en cierto modo de un paciente de la residencia de ancianos. La simple idea le resultaba divertida. ¡Enamorada! ¡De un hombre de sesenta años! ¡Un hombre que, para recorrer cualquier distancia, necesitaba una silla de ruedas! Pero era así. Le fascinaban su blanco y austero rostro y sus modales distinguidos. Le gustaban sus tajantes cambios de conversación, que le daban a Maggie la sensación de que mantenía sus propias palabras a determinada distancia. Y ella sabía cuán doloroso le resultaba vestirse cada mañana de modo tan correcto, con expresión magníficamente desembarazada, mientras introducía sus manos artríticas y agarrotadas en las mangas de su americana. Señor Gabriel, se llamaba. «Ben» para los demás, pero señor Gabriel para Maggie, porque ella intuía lo mucho que le alarmaba la familiaridad. Y, cuando le ayudaba, pidiéndole siempre permiso primero se mostraba tímida. Procuraba no tocarlo. Era una especie de noviazgo a la inversa, podría decirse. Mientras los demás le trataban con cariño y de forma un tanto condescendiente, Maggie se mantenía a distancia y aceptaba su reserva.

En los archivos de la oficina, Maggie había leído que era propietario de una compañía de herramientas eléctricas de gran importancia a nivel nacional. Sí, podía verle en aquella posición. Tenía la resuelta autoridad de un hombre de negocios, el aire de un hombre de negocios que sabía de qué iba el asunto. Había leído que era viudo y que no tenía hijos, ni ningún familiar cercano, a excepción de una hermana soltera que vivía en New Hampshire. Había vivido solo hasta hacía poco, pero, después de que a su cocinero, por culpa del aceite, se le hubiera declarado un pequeño incendio en la cocina, solicitó que le admitieran en la residencia. Su preocupación —había escrito— era que cada vez se hallaba más imposibilitado para huir si su casa se quemaba. ¡Preocupación! Había que conocer al hombre para saber lo que se ocultaba tras esta palabra: un morboso y obsesivo pánico al fuego, miedo que había brotado a raíz de aquel pequeño incendio en la cocina y que había crecido de tal modo que ni la asistencia de interinas ni, finalmente, el cuidado de enfermeras durante las veinticuatro horas del día, le tranquilizaba. (Maggie había observado sus frías y fijas miradas durante los simulacros de incendio, únicas ocasiones en las que de verdad parecía un paciente.)

¡Oh! ¿Por qué estaba leyendo su expediente? No debía hacerlo. En realidad, no debería leer ni su historial médico. Ella no era más que una enfermera auxiliar de geriatría, cualificada para bañar a los pacientes a su cargo y darles de comer y acompañarlos hasta el lavabo.

Incluso en su imaginación había sido la más fiel de las esposas. Ni siquiera había llegado a sentir la más mínima tentación. Pero ahora se consumía pensando en el señor Gabriel y se pasaba horas inventando nuevas formas de serle indispensable. Él siempre se daba cuenta y siempre le daba las gracias. «Imagínese», le dijo a una enfermera, «Maggie me ha traído tomates de su propio huerto.» Los tomates de Maggie eran propensos a una rara deformación: eran bulbosos, como si una serie de pelotitas de goma rojas hubieran chocado entre sí y hubiesen formado un amasijo. Este problema duraba hacía años, con diferentes resultados de híbridos. Maggie le echaba la culpa a la diminuta parcela de tierra a la que se veía obligada a confinarlos (¿sería la falta de sol?), pero, por las divertidas y tolerantes miradas que provocaban, advertía con frecuencia que los demás daban por sentado que todo tenía algo que ver con Maggie, con su forma en apariencia tortuosa y torpe de avanzar por la vida. No obstante, el señor Gabriel no notaba nada. Declaró que sus tomates olían como un día de verano de 1944. Cuando Maggie los partía a rodajas parecían tapetes —con festones en el borde y llenos de calados en las intersecciones—, pero todo lo que el señor Gabriel decía era: «No encuentro palabras para expresarle lo que esto significa para mí.» Ni siquiera dejaba que les echara sal. Decía que, así tal cual, estaban riquísimos.

Pero, claro, ella no era estúpida. Se dio cuenta de que lo que la atraía era la imagen que él tenía de ella, una imagen que había asombrado a Ira. Habría asombrado a cualquiera que la conociese. El señor Gabriel creía que ella era capaz, habilidosa y eficiente. Creía que todo lo que ella hacía era perfecto. Lo había dicho así, textualmente. Y todo ello sucedía durante un período nada satisfactorio de su vida, cuando Jesse empezaba a ser un adolescente y se estaba volviendo negativo y cuando Maggie parecía atravesar una racha de peleas con Ira. Pero el señor Gabriel nunca advirtió nada. El señor Gabriel veía a una persona sosegada, que se movía con serenidad por su habitación, mientras le ordenaba sus pertenencias.

Por la noche permanecía despierta e inventaba diálogos en los que el señor Gabriel le confesaba que estaba colado por ella. Él decía que era demasiado viejo para atraerla físicamente, pero ella le interrumpía para decirle que estaba equivocado. Y era verdad. El mero hecho de pensar que ella recostaba su cabeza en su blanco y almidonado hombro bastaba para que se pusiera cariñosa y tierna. Le prometía que iría con él a cualquier parte, cualquier parte de la tierra. ¿Deberían llevarse también a Daisy? (Daisy tenía entonces cinco o seis años.) Era evidente que no podían llevarse a Jesse, Jesse ya no era un niño. Pero, en tal caso, Jesse pensaría que ella quería más a Daisy, y eso no podía permitirlo de ningún modo. Dejó volar la imaginación hacia un terreno secundario. Se imaginó qué pasaría si se llevaba a Jesse. Se quedaría rezagado unos cuantos pasos, vestido con alguno de sus trajes por completo negros, avanzando con esfuerzo con todo su equipo estéreo y un montón de discos. Dejó escapar una risita entrecortada y tonta. Ira se movió en sueños, y dijo: «¿Humm?» Maggie se calmó y se abrazó a sí misma: una mujer competente y aventurera, con infinitas posibilidades.

Desafortunados, eso eran todos, pero parecía que ella hubiese encontrado un modo de ser desdichada distinto al de los demás. ¿Cómo podría ocuparse del señor Gabriel y seguir trabajando al mismo tiempo? Él se negaba a quedarse solo. ¿Y dónde trabajaría? El único empleo que había tenido en toda su vida había sido el de la Residencia de Ancianos Rayos de Plata. No había ninguna posibilidad de que, después de haberse fugado con uno de los pacientes, le dieran buenas referencias.

Otro terreno secundario: ¿Qué pasaría si en lugar de fugarse le daba la noticia a Ira de forma civilizada y hacían nuevos planes tranquilamente? Podría mudarse a la habitación del señor Gabriel. Podría levantarse de la cama, que compartiría con él, y ponerse al instante a trabajar. Nada de desplazamientos. Por la noche, cuando la enfermera viniera con las pastillas, encontraría a Maggie y al señor Gabriel acostados el uno al lado del otro, mirando fijamente el techo, y a su compañero de habitación, Abner Scopes, en la cama de enfrente.

Maggie dejó escapar otra risita.

Por alguna razón todo estaba saliendo al revés.

Como toda persona enamorada, Maggie encontraba a cada momento razones para mencionar su nombre. Le explicó a Ira todo lo que sabía del señor Gabriel, sus trajes y corbatas, su cortesía y su estoicismo. «No veo por qué no puedes demostrar el mismo entusiasmo por mi padre, él es de la familia», le dijo Ira, sin haber comprendido nada. El padre de Ira era un quejica, un aprovechado. El señor Gabriel era por completo distinto.

Después, una mañana, hubo otro simulacro de incendio en la residencia. Sonaba el timbre de alarma y por el altavoz sólo se oía el estruendo de las normas: «Doctor Red, a la habitación veintidós.» Sucedió durante la hora de actividades, momento muy inoportuno, porque los pacientes estaban desperdigados. Los que tenían alguna habilidad manual estaban abajo, en la Sala de Manualidades, haciendo ramilletes con flores de seda de colores. Aquellos demasiado tullidos —el señor Gabriel, por ejemplo— se hallaban en una sesión extra de gimnasia. Y, por supuesto, los postrados en cama todavía estaban en las habitaciones. Éstos eran los más fáciles.

Las normas decían que se quitaran de los pasillos todos los obstáculos, que se cerrara en cualquier habitación disponible a los pacientes extraviados y que se ataran trapos rojos en los pomos de las puertas para indicar qué habitaciones estaban ocupadas. Maggie cerró las habitaciones 201 y 203, donde, postrados en cama, reposaban sus únicos pacientes. Ató a los pomos trapos rojos que cogió del cuarto de las escobas. Después logró engatusar a una de las viejecitas de Joelle Barrett para que entrara en la habitación 202. Junto a esta habitación había un carrito de bandejas vacío, y también lo metió dentro, tras lo cual se fue corriendo en busca de Lottie Stein, que avanzaba despacio con sus andaderas y canturreando desafinadamente. Maggie la colocó en la 202 con Hepzibah Murray. Entonces llegó Joelle llevando a Lawrence Dunn en una silla de ruedas y gritando: «¡Eh! ¡Trillie está fuera!» Trillie era la mujer a quien Maggie acababa de meter en la 202. Ahí estaba el problema de estos simulacros. Le recordaban esos juegos de bolsillo en los que hay que meter a la vez todas las bolitas niqueladas en los agujeritos correspondientes. Capturó a Trillie, la metió de nuevo en la 202 y cerró la puerta de un golpe. De la 201 procedían ruidos alarmantes. Una disputa entre Lottie y Hepzibah, seguro; Hepzibah detestaba que hubiera extraños en su habitación. Maggie tendría que haberse ocupado de ello, y también de acudir en ayuda de Joelle, que se las tenía con Lawrence, pero algo más importante ocupaba su mente. Pensaba, por supuesto, en el señor Gabriel.

A estas alturas ya estaría catatónico de miedo.

Abandonó su pasillo. (Cosa que nunca debía hacerse.) Pasó como una bala por delante del puesto de enfermeras, bajó las escaleras y giró en ángulo recto. La sala de gimnasia quedaba al final del pasillo. La doble puerta batiente se hallaba cerrada. Corrió hacia ella, sorteando primero una silla plegable y después un carrito de lona para la ropa sucia. Ninguna de las dos cosas tenía por qué estar allí. Pero de repente oyó pasos: el gruñido de unas suelas de goma. Se detuvo y miró a su alrededor. ¡La señora Willis! Casi seguro que era la señora Willis, su supervisora. Y allí estaba Maggie, lejos del puesto que le correspondía.

Hizo lo primero que se le ocurrió. Saltó dentro del carrito de la ropa sucia.

Fue absurdo; lo supo al instante. En cuando se hundió entre las ropas arrugadas, se maldijo a sí misma. A pesar de todo, hubiera podido salirse con la suya de no haber sido porque el carrito comenzó a rodar. Alguien lo agarró y lo paró. Una voz gruñona dijo: «¿Qué diablos pasa?»

Maggie que, al igual que los niños, había cerrado los ojos en un desesperado intento de volverse invisible, volvió a abrirlos. Bertha Washington, de las cocinas, estaba allí, mirándola boquiabierta.

—Buenas —dijo Maggie.

—Mira por dónde —dijo Bertha—. Sateen, ven a ver quién está esperando al de la lavandería.

El rostro de Sateen Bishop apareció, sonriente, junto al de Bertha.

—¡Eres una loca, Maggie! ¿Qué será lo próximo que hagas? La mayoría de la gente se contenta con darse un baño —dijo Sateen.

—Ha sido un error de cálculo —les dijo Maggie.

Se levantó y, de un manotazo, se quitó una toalla que le cubría un hombro.

—Bueno, creo que será mejor que…

Pero Sateen dijo:

—¡Allá vamos, chica!

—¡Sateen! ¡No! —gritó Maggie.

Sateen y Bertha asieron el carrito, riéndose como locas y corriendo por el pasillo. Maggie tuvo que cogerse fuerte para no caer hacia atrás. Iba dando bandazos y, al aproximarse a la curva, se echó a un lado, pero las mujeres iban más aprisa de lo que parecía. Dieron media vuelta con toda facilidad y volvieron de nuevo por donde habían venido. Con la brisa, a Maggie se le levantaba el flequillo. Se sentía como el mascarón de proa de un barco. Se agarró a los lados del carrito y gritó, medio riéndose: «¡Basta! ¡Por favor, basta!»

Bertha, que pesaba demasiado, resoplaba y emitía un ruido sordo junto a ella. Sateen producía con los dientes un sonido siseante. Traquetearon en dirección a la sala de gimnasia justo en el momento en que sonaba el final de la alarma: un ronco zumbido por el altavoz. Al punto las puertas se abrieron de par en par, y el señor Gabriel apareció en su silla de ruedas, empujado por la señora Inman. No era la fisioterapeuta, ni una auxiliar o una voluntaria, sino la misma señora Inman, la jefa de enfermeras de toda la residencia. Sateen y Bertha se pararon en seco. El señor Gabriel se quedó con la boca abierta.

La señora Inman dijo:

—¿Señoritas?

Maggie colocó una mano en el hombro de Bertha y salió del carrito. «¡Hay qué ver!», les dijo a las dos mujeres. Se sacudió el bajo de la falda.

—Señoritas, ¿se dan ustedes cuenta de que ha habido un simulacro de incendio?

—Sí, señora —dijo Maggie.

Las mujeres severas siempre le habían dado un miedo espantoso.

—¿Se dan ustedes cuenta de la gravedad que supone un simulacro de incendio en una residencia de ancianos?

—Yo sólo… —dijo Maggie.

—Lleve a Ben a su habitación, Maggie, por favor. Después hablaré con usted en mi despacho.

—Sí, señora —dijo Maggie.

Llevó al señor Gabriel en su silla de ruedas hasta el ascensor. Al inclinarse para pulsar el botón, su brazo le rozó el hombro y él se apartó con brusquedad. Maggie dijo «Perdón», y él no contestó.

En el ascensor, el señor Gabriel guardó silencio, aunque tal vez se debiera a que daba la casualidad de que con ellos subía un médico. Pero incluso después de que, llegados al segundo piso, el tal médico se apartara de ellos, no dijo nada.

El pasillo, como sucedía siempre después de un simulacro de incendio, tenía el aspecto de haber sido arrasado por un huracán. Todas las puertas estaban abiertas de par en par, los pacientes vagabundeaban aturdidos y el personal retiraba los objetos que no pertenecían a las habitaciones. Maggie condujo al señor Gabriel en su silla de ruedas hasta la 206. Su compañero de habitación no había regresado todavía. Estacionó la silla de ruedas. Él seguía sentado sin decir nada.

—¡Bueno! ¡Ya hemos llegado! —le dijo Maggie, soltando una risita.

La mirada del viejo se posó lentamente en el rostro de Maggie.

Quizá la viera como algo parecido a la protagonista de Quiero a Lucy: atolondrada, amante de las bromas y llena de un incontrolable buen humor. En realidad, a Maggie nunca le había gustado Quiero a Lucy. Pensaba que los argumentos de esa serie televisiva eran demasiado artificiales. Los fracasos de aquella mujer atolondrada siempre eran previsibles; en una palabra: estaban garantizados. Pero tal vez él pensara de otro modo.

—Bajé las escaleras para ir a buscarle —dijo Maggie.

Él la miró.

—Estaba preocupada —siguió Maggie.

Tan preocupada que te diste un paseo en el carro de la ropa sucia, dijo con toda claridad su feroz mirada.

Después, al agacharse para echar el freno de la silla de ruedas, Maggie se vio asaltada por el más extraño de los pensamientos. Fueron las arrugas de junto a la boca del señor Gabriel las que lo provocaron: unos profundos surcos que tiraban de las comisuras hacia abajo. Ira tenía esas arrugas. Las de Ira eran más suaves, claro. Sólo se acusaban cuando algo no le gustaba. (Por lo general, Maggie.) E Ira le echaría esa misma mirada amenazadora, severa y enjuiciadora.

Claro, el señor Gabriel era, sencillamente, otro Ira, eso era todo. Tenía el rostro abrupto de Ira y la dignidad de Ira; su reserva, lo que hasta la fecha todavía podía ejercer sobre ella una atracción física. Incluso —Maggie podría apostarlo— mantenía a aquella hermana soltera, al igual que Ira mantenía a sus hermanas y a su aprovechado padre: índice de una naturaleza magnánima, diría alguno. El señor Gabriel no era en realidad sino el afán de Maggie por encontrar una versión anterior de Ira. Quería la versión que conoció al principio de su matrimonio, antes de que ella hubiese comenzado a decepcionarlo.

Había estado cortejando al señor Gabriel; había estado cortejando a Ira.

Bien, ayudó al señor Gabriel a levantarse de la silla de ruedas y a sentarse en la butaca junto a su cama, y después fue a comprobar cómo se encontraban los demás pacientes. Y la vida siguió como de costumbre. En realidad, el señor Gabriel todavía vivía en la residencia, si bien no hablaban tanto como solían hacerlo antes. Al parecer ahora prefería a Joelle. Sin embargo, su comportamiento era enteramente amistoso. Lo más probable era que se hubiese olvidado por completo el paseo de Maggie en el carro de la ropa sucia.

Pero Maggie sí se acordaba y, a veces, cuando notaba en él, como una lámina fría, la desaprobación de Ira, le entraba una especie de entumecimiento y de indiferencia, convencida de que en la tierra no había nada que representase un cambio auténtico. Podías cambiar de maridos, pero no podías cambiar la situación. Podías cambiar el quién, pero no el qué. Todos estamos dando vueltas, pensó Maggie, y se imaginó el mundo como una pequeña taza de té azul, girando como esas atracciones de Kiddie Land en las que todo el mundo se mantiene en su sitio por la fuerza centrífuga.

Cogió una caja de galletas de higos y, en el dorso, leyó la tabla de su valor nutritivo.

—Sesenta calorías cada una —dijo en voz alta.

E Ira dijo:

—Venga, concédete ese capricho.

—Deja de estropear mis dietas —le dijo Maggie.

Sin volverse, volvió a dejar la caja en el estante.

¡Eh, preciosidad! —dijo él—, ¿quieres acompañarme a un funeral?

Maggie se encogió de hombros y no contestó, pero, cuando él le rodeó los hombros con su brazo, dejó que la condujera hasta el coche.