17

ERAN LAS TRES de la mañana cuando salió del autobús. Metió su maleta en una taquilla de la consigna y se fue andando por las calles vacías hacia State & Broad. Se detuvo en la esquina, mirando a uno y otro lado.

El Ojo se metió en un portal, a media manzana de ella.

¿Y ahora qué vas a hacer, Joanna?

Subió andando por East State, pasó delante del edificio de Bell Telephone y de la oficina de correos, giró y bajó por Clinton hacia la estación de ferrocarril. Allí había un restaurante abierto toda la noche; se comió un sándwich y se bebió una taza de café.

Me voy a casa.

Se dirigió andando a la calle Tyler.

Todas las casas habían desaparecido. El bloque entero era un vasto cráter lleno de altas grúas que sobresalían en la oscuridad como cuellos de dinosaurios. Un foco iluminaba un cartel en el que se leía BATTLE MONUMENT PARK, 4000 APARTAMENTOS, 20 000 ÁRBOLES.

¡Mierda! Entonces se echó a reír. ¡En la casa de mi padre hay muchos hogares!

Regresó a la terminal a por su maleta. Por la mañana se alojó en una pensión en Yard Avenue. Por la tarde buscó trabajo, y se colocó de camarera en The Hessian Barracks.

El Ojo se sentó en su sitio habitual cerca de las ventanas que daban a la calle. Abrió el menú.

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Ya las había probado ambas. Eran vomitivas.

Había ocho camareras, dos a cada lado del restaurante; vestían uniforme de granaderos Hessian, pequeños tricornios sujetos a unas pelucas con un alfiler, botas altas hasta la cadera y minifalda. La media docena o más de mesas que había en la esquina de la sala pertenecían al sector de Joanna.

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Ella salió de la cocina y atendió a una pareja que estaba sentada frente a él.

—¡Eh, chata! —la llamó alguien—. ¿Qué pasa con nuestros cafés?

—Sí, señor. —Tiró la cuchara. Llevaba puestas las gafas. Tenía la peluca ladeada y el tricornio desprendido. Parecía una caricatura de Betsy Ross.

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—Señorita, señorita —pidió una mujer—. ¿Me puede dar otra servilleta, por favor?

—Sí, señora.

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Tiró un cuchillo.

—¡Guapa! —bramó un hombre—. No quiero meterte prisa ni nada por el estilo, pero llevamos aquí sentados casi un cuarto de hora.

—Sí, señor.

Finalmente se acercó a la mesa del Ojo.

—Buenos días.

—Buenas. —Manoseó torpemente el menú—. Tomaré el… el… uhh… los huevos con salchicha y hierbas.

Empezó a temblar como un ahogado otra vez. Era su enésima comida en aquel lugar, pero siempre que ella se ponía a su lado, le entraba el tembleque. Con el tiempo, como le ocurría siempre, los temblores se calmaban, gracias a Dios.

Era junio. Las ventanas estaban abiertas. El sol le calentaba la palma de las manos. ¡Dios! ¡Ella llevaba trabajando en el jodido comedor dos semanas, no, más tiempo, dieciocho días!

¿Qué es lo que estás haciendo, Joanna?

Esperando.

Tiró una pila de menús al suelo.

¿Esperando qué?

Esperando. Esperando.

Recogió los menús.

Esperando

La encargada llegó aprisa y corriendo a la mesa del Ojo. Era regordeta, melindrosa y maternal, y parecía estar siempre al borde de una crisis.

—Estamos hasta los topes —se quejó—. ¿Le importaría mucho compartir la mesa?

—En absoluto —respondió el Ojo.

—Muchísimas gracias. —Se volvió y llamó—. ¡Aquí, tenientes!

Dos hombres atravesaron la habitación y tomaron asiento junto a él. Eran delgados, fríos, con el cabello corto. Vestían trajes andrajosos. Uno de ellos necesitaba un afeitado.

—Gracias. —El teniente esbozó una sonrisa. El Ojo saludó cortésmente con una inclinación de cabeza. Cogieron los menús y lo ignoraron.

¡Policías!

Cerró la emisión de su radar y le echó la llave. Si comenzaba a retransmitir señales, él sabía que ellos captarían las vibraciones. Eran unos profesionales, veteranos tan afinados ante las ondas como lo era él. Apagó todos los interruptores, diales y botones.

—¿Por qué estaba el sargento tan excitado? —preguntó Mejillas Peludas.

—Por esos yonquis que ha agarrado en la calle State —murmuró el teniente—. Uno de ellos sólo tenía once años.

—Dios mío.

—Su padre es profesor del Júnior Three.

—¿Comes aquí a menudo?

—De vez en cuando. Desde que cerraron lo de Louis no hay mucho donde escoger.

El Ojo miró por la ventana. Tenía que decir algo. Si no lo hacía lo notarían. Un espectador inocente simplemente no se quedaba ahí sentado, más callado que un muerto. Tendría que intentar entablar una conversación y dejarles que se lo quitasen de encima.

—Un día muy bonito —señaló. Le sonrieron cansadamente—. Trenton es una ciudad adorable. ¿Ustedes viven aquí?

—Sí.

—Yo estoy sólo de paso. Mi hijo está en Princeton. Subo a verle y…

Joanna se acercó a la mesa y ellos pidieron. El Ojo le pidió una pera. Se alejó, chocándose con otra camarera.

—¡Cuidado! —gritó la chica.

—Perdón —jadeó Joanna.

Entró volando en la cocina. El teniente la observó, soltando una risita sarcástica.

—Una chavala muy atractiva —comentó arrastrando las palabras.

—Espléndida —se mofó el otro—. ¡Ese uniforme! ¡Es que es demasiado!

Engulleron su comida y se marcharon. El Ojo se comió la pera y se bebió dos tazas de café. Cuando ella vino a recoger los platos le susurró.

—Los policías siempre me ponen nervioso.

Ella le miró.

—¿Qué?

—Esos dos; eran policías.

Ella se encogió de hombros, indiferente.

—¡Cojones! —No reaccionaba. Se reclinó en la silla y miró con fijeza el menú.

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Tenía que sacarla de allí. ¿Cómo?

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Sólo había una manera de hacerlo.

Cogió un tren a Camden y compró un coche: un Porsche de la Edad de Piedra con una lavadora por motor que sonaba como una carraca. Lo pagó con dinero, sin molestarse en usar una de sus falsas tarjetas de crédito del Bank American. Eso resultó ser una afortunada inspiración, que más tarde lo libraría de una detención, cuando la policía investigó la identidad del propietario del coche.

Lo condujo de vuelta a Trenton, y se mudó a un motel en la autopista de peaje de Washington Crossing.

Luego alquiló otro coche, un Chevette, que también llevó al motel.

Compró seis balas de fogueo en una tienda de artículos deportivos en Greenwood Avenue, y las metió en el cargador de su 45.

Fue al National Bank en la calle Broad, y sacó mil dólares en cheques de viaje. Lió el dinero en un fajo de veinte billetes de cincuenta y lo metió en un maletín.

Luego regresó al The Hessian Barracks para cenar.

Joanna pasaba y volvía a pasar transportando bandejas y menús. La saludó con la mano pero ella no lo vio.

Abrió la maleta, sacó el fajo de billetes, aparentó esconderlos mientras contaba. Los volvió a contar. Luego, otra vez. Y otra.

Finalmente ella se acercó a él, quitándose las gafas y pellizcándose la nariz.

—¿Qué tomará esta noche? —preguntó indiferente.

—No me importa. —Sostuvo el fajo en ambas manos, como una ofrenda—. Nada de nada. Yo… —Estaba temblando. Levantó la vista. Ella miraba por la ventana. Vio cómo su garganta salía del cuello abierto del uniforme. Vio la curva que describía el colorete en sus mejillas. Vio sus ojos verdes que resplandecían sobre él, más allá de él, fuera de él. Bajó la vista y vio su mano en la mesa, el dedo torcido justo a su lado.

Ella se puso las gafas y pestañeó.

—Discúlpeme…

—¿Y qué tal una tortilla? —Dejó caer los billetes de nuevo en el maletín—. Una ensalada o algo así.

—Claro. —Él colocó el maletín en una silla vacía—. Muy bien.

Se alejó andando. Se detuvo, miró la silla por encima del hombro.

¡Vaya!

Hacia las ocho todas las mesas estaban llenas. Entró el agente solo. Se sentó en el extremo opuesto del salón.

—Ha vuelto —dijo.

—¿Quién?

—El policía.

—¿Quiere pedir ahora su postre?

Esperando, susurró. Esperando

La puerta de la cocina se abrió de par en par, tirando al suelo una garrafa que llevaba en la mano, que se rompió en pedazos.

Un fanfarrón gritó:

—¡Déle otra vez!

Ella le trajo su ensalada. Intentó hablar con ella. Pero no pudo.

Todas las mesas estaban llenas. Se estaba formando una línea tras el cordón de entrada.

Ella le sirvió otra ensalada, recubriendo la mesa con una jungla de lechuga.

—¿Dos por el precio de una? —comentó irónico.

—¿El qué? —Miró con una expresión vacía las dos fuentes enormes—. Oh, disculpe…

—No pasa nada. Me las comeré las dos. Me muero de hambre. —Se tragó la verdura con la boca llena—. Estoy famélico.

Trepó a la punta del rascacielos y miró hacia abajo cómo se movían los microbios a miles de kilómetros de distancia. Casi vomitó del vértigo. Luego saltó al vacío.

—¿A qué hora termina de trabajar? —le preguntó.

Ella simplemente se quedó ahí parada.

—¡Camarera! —chilló alguien—. ¡No tengo nada de mostaza! —Sí, señor.

Y se alejó.

El teniente saltó de su silla de un brinco y alzó la mano como un árbitro. El Ojo se volvió. Dos hombres y una mujer estaban de pie en la entrada.

Se volvió y miró por la ventana; se le encogieron los cojones como si se los hubieran puesto en remojo en agua helada.

Uno de los hombres era Abdel Idfa. El otro era…

—¡Eh! —rebuznó alguien en la mesa de al lado—. ¿Ése no es Duke Foote?

Claro que era Duke Foote. ¿Quién sino podía ser? Vestía pantalones de gacela, una chaqueta Buffalo Bill, botas de serpiente y un sombrero John Wayne.

—¿Qué hay? —cantó a la tirolesa. Y él y Abdel escoltaron a la mujer a la mesa del teniente.

Ella iba vestida con un traje RAF azul de lana muy simple y una cinta en el cabello haciendo juego; llevaba un bolso de cáñamo de rayas. Un medallón de plata con su signo del zodíaco colgaba de su cuello.

Era la doctora Martine Darras, de Boston.

El Ojo los observó helado de espanto. Se negó a aceptar que eso estuviera sucediendo. Era demasiado desolador. Ningún otro desastre podía ser tan colosal.

Se estaban dando la mano con el teniente y se sentaron a la mesa como viejos amigos. A sus espaldas, cubriendo la pared entera desde el suelo hasta el techo, había un brillante mural en el que estaba pintado George Washington cruzando el Delaware con una flota de chalupas llenas de fusileros continentales con el uniforme hecho jirones.

Los soldados encerraban la visión de la mesa, alzándose sobre ellos como un ballet de locos inválidos.

—¿Duke Foote? —estaba preguntando alguien—. ¿Ése no se casó con Michelle Phillips?

—No —intervino alguien más—. Usted está pensando en Denis Hooper.

—Bueno, ¿no estaba en los Mamas & The Papas?

—¿Denis Hooper?

—¡No, Duke Foote!

—No, Duke es un cantautor.

Joanna salió de la cocina transportando una bandeja con platos de helado. El Ojo se acobardó. ¡No tires nada, Joanna…! ¡Por favor, no se te ocurra hacer ningún ruido… por favor!

No lo hizo, pero otra camarera que pasaba tiró una sopera metálica, y ésta rebotó en el suelo produciendo un gong del demonio. Todas las cabezas se volvieron.

¿Viejos amigos? Bueno, ¡mierda! ¡A lo mejor lo eran! Qué coño, quizá la situación no era más que una coincidencia grotesca, una loca colcha de azares que hubiera sido cosida por una costurera de destinos colocada. Sí, ¿por qué no? Iban todos juntos a Princeton, se reunían una vez al año en Trenton para cenar con antiguos alumnos… o quizá la doctora Darras fuera la psicóloga de Duke, y Abdel Idfa, el árabe mamón, era su novio y esa noche estaba en la ciudad para oír un concierto country western de Duke… y Duke era el sobrino del teniente o el teniente era el tío de Martine o algo así… y Abdel se había metido en el negocio discográfico y había contratado a Duke para que le grabara unos álbumes, y simplemente estaban todos picando algo juntos antes de ir al concierto…

¡Oh, Dios! Casi se relajó, todo el horror del desastre lo anestesiaba. ¡No, Jesús! Eso era a todas luces un montaje del FBI. Ahora saldría un federal del escondrijo y los cinco irían a… ¡Sí! Ahí estaba, empujando entre la gente: el mismo andrajoso follamadres con el que él había comido. ¡Ahí estaba! Ahora iba bien afeitado y llevaba una camisa bien limpia, aunque seguía teniendo un aspecto sucio de no lavarse.

De acuerdo. Aquí se acabó. ¡Formidable!

¡Washington estaba al otro lado del jodido Delaware! ¡Los Hessian estaban rodeados!

Duke estaba aquí para identificar a Nita Iqutos de Nashville. Y Abdel Idfa, el condenado sapo, podía identificar a Dorotea Bishop de Chicago. Y Martine a Joanna Eris, del campo de concentración de White Plains. ¡De hecho, por Dios, ella también podía identificarlo a él! Todo lo que tenía que hacer era girar la cabeza y mirar en su dirección y…

Joanna estaba de pie junto a él.

—Salgo a las nueve y media. —Depositó su postre en medio de las hojas de la ensalada.

Él miró su reloj. ¡Sólo eran las 8:30!

—¿No puede salir antes? —le preguntó.

—¡Querida! —se quejó una mujer en la mesa de al lado—. ¡Muñeca, tú me debes de estar tomando el pelo! ¿Dónde están mis almejas?

—Señorita, ¿no tiene usted ninguna influencia en la cocina? —bromeó alguien más.

—Espéreme fuera —murmuró Joanna. Y se alejó a todo correr.

¡Tenía que pasar una jodida hora!

El Ojo observaba el quinteto en la esquina del fondo de la habitación. No la habían visto. Ni a él tampoco. El lugar estaba demasiado lleno y estaban sentados en la esquina inadecuada. Martine encendió un cigarrillo. Duke firmaba autógrafos en los menús. El teniente mascaba su filete, Abdel y J. Edgar Hoover bebían vodka con naranja.

Se había retrasado sólo por una noche. ¡Era exasperante! ¡Ayer hubiera sido perfecto! ¡Perfecto! Estaba violentándose por el capricho y la demoledora inconsistencia de la rueda de la fortuna. ¡Qué se jodan!

8:40.

Era cierto, había rachas de suerte ganadoras y había rachas perdedoras, y cuando te caía encima un maleficio no había nada que hacer. ¿O sí?

Consideró una serie de formas desesperadas de resolver el mierdoso punto muerto al que habían llegado. Vio una caja de fusibles junto a la esquina del váter. A lo mejor podía fundir todas las luces, ir a la cocina y sacarla clandestinamente por la puerta trasera… Sí, ¿y luego qué? También podía caer como una fiera encima de la multitud disparando con el 45 balas de fogueo. Eso haría que aquellos gilipollas salieran en desbandada como si fueran novillos, en todas direcciones, y él podría cogerla y correr como un loco… Pero ¿correr adónde?

El teniente y esa pequeña rata de federal tendrían todas las salidas de Trenton cerradas en menos de diez minutos.

Necesitaba al menos tres horas… dos horas… de acuerdo, una hora, una hora para sacarla de aquí y de la ciudad. ¡Además, primero tenía que echar una meada!

—Es ésa —susurró el federal.

Martine atravesó con la vista la habitación.

—¿Dónde?

—Allá, junto a la cocina.

—¿Pero qué demonios es un plato francés de pescado Yankee Doodle? —preguntó Abdel Idfa.

El Ojo se levantó y comenzó a andar hacia el servicio de hombres. La encargada lo detuvo.

—¿Se marcha usted, señor?

—No, simplemente voy al…

—¡Es que estamos completamente abarrotados esta noche! ¡Es espantoso! ¡Ya no hay más mesas disponibles! ¡Nunca he visto nada igual!

—Yo tampoco.

Llegó hasta la caja de fusibles, luego cambió de opinión. ¡Joder! Volvió a su mesa y se sentó; cada nervio del cuerpo le chirriaba. Eran las 8:50.

—¡Ésa no es Joanna Eris!

—¡Por favor, baje la voz, doctora! —El federal se volvió al teniente—. ¿Tenéis a alguien vigilando su casa?

El teniente asintió con la cabeza, masticando un trozo de empanada.

—Le digo que no es ella —insistió Martine.

—Tenemos razones para creer que lo es, doctora Darras.

—¿Cuál de ellas se supone que es? —Duke emergió de su silla y miró alrededor.

—¡Siéntese, señor Foote! Ya se la indicaré luego.

—Como iba diciendo —parloteó Abdel mientras mordisqueaba su solé aux raisins a la Thomas Jefferson—, simplemente no les puedo asegurar categóricamente que sea capaz de reconocer a esa mujer después de todo este tiempo.

—Nos damos cuenta, señor. Sólo queremos que le eche un vistazo.

—Bueno, yo estoy más seguro que el demonio de reconocer a la vieja Nita. —Duke cortó una tajada de su asado—. Usted limítese a traérmela aquí.

—¿Está usted seguro de que estoy mirando a la chica correcta? —preguntó Martine—. ¿Ésa de ahí, con gafas?

—Sí.

—Ésa no es Joanna. —Negó con la cabeza—. No.

—¿Cuál? —se volvió Duke—. ¿Dónde? ¿Quién?

—Ahí, junto a la puerta.

¿Ésa? —abucheó Duke—. ¿Ustedes están delirando o qué? ¡Eso de ahí no es Nita!

—¡Basta ya, Duke! —gruñó el teniente—. Deje de gritar.

—Dese la vuelta, señor Foote —murmuró el federal—. No se la quede mirando.

—Yo no la veo desde aquí. —Abdel se dio unos golpecitos con la servilleta en los labios—. ¿Pedimos más vino?

Entonces Martine miró entre la gente y vio al Ojo.

9:05.

Toqueteó el Trenton Times, abriéndolo torpemente de un tirón, desgarrándolo casi en pedazos. Leyó el horóscopo de Joanna.

Saque ventaja de este período de plenitud y dicha. Usted es una de las personas afortunadas que no pueden hacer el mal. Todo lo que hoy toque se convertirá en oro.

¡Oro! Empezó a soltar una risita tonta. ¡Oro! ¡Se estaba riendo como un idiota! Los comensales de la mesa de al lado le sonrieron. Tragó, casi se ahogó con la bilis pastosa que le llenó la boca.

¡Dios, iba a vomitar! No, no iba a hacerlo… no, no… ¡Agárrate bien! ¡No! ¡Tranquilo! ¿Por qué estropearles a todos la comida? ¡Relaja el abdomen! Mantente insensible, comatoso… aturdido.

Bajó el periódico, recorrió con la vista la sala hasta encontrar la mirada de Martine. Se miraron furiosamente. ¡Estupendo! Ella lo había descubierto. ¡Plenitud y dicha! Joanna pasó por delante y sirvió a la mesa de al lado. Un hombre le alargó el menú.

—¿Le puede pedir al señor Foote que me firme esto? —Deslizó en su mano una moneda de veinticinco centavos.

—¿Qué? —Se lo quedó mirando con expresión ida.

—Duke Foote, allí. —Lo señaló—. Consígame su autógrafo.

—¿Duke Foote? —Parecía atontada.

El Ojo sacó un pañuelo y se enjugó la cara bañada en sudor.

¡Un autógrafo! ¡Eso lo conseguiría! ¡Es el Apocalipsis! ¡La cámara de gas, el pelotón de ejecución, la silla eléctrica, la ruina, un estrago total!… Levantó la vista.

La encargada se abalanzó sobre él.

—¡Usted está completamente solo! —le espetó acusadoramente—. ¿Le importaría…?

—¿Cómo dice…?

—Su mesa…

—¿Mi mesa…?

—¿Le importaría compartirla, por favor? —Hizo señas gritando—. ¡Por aquí, recién casados!

Un chico y una chica, colorados de la vergüenza, se sentaron frente a él.

—Gracias. —El chico le sonrió tímidamente.

—Yo me… me… —El Ojo trató de recobrar lo poco que le quedaba de cordura—. Me iré en un minuto…

—No tenga prisa —le contestó el chico. Sostuvo la mano de la chica. Ella le tocó el rostro, sonriendo abiertamente, resplandeciente, en coma de felicidad.

—¡Cielos! —exclamó ella en un susurro—. ¡Es que me comería un caballo!

Al menos un centenar de personas esperaban ahora tras el cordón de la entrada, y la encargada volaba alrededor de las mesas, anonadada. Se abalanzó como una fiera sobre Joanna, que, de pie, aún sostenía el menú entre las manos y miraba atentamente a su alrededor con ojos de miope.

—¿Se puede saber qué estás haciendo, chica? —le espetó.

—Este caballero quiere un autógrafo…

—Yo se lo conseguiré. —Y le arrebató el menú.

—¿A qué hora sale del trabajo, teniente? —preguntó el federal.

—A las 9:30. Está mirando hacia aquí. Creo que se ha dado cuenta de nuestra presencia.

—No importa.

Martine se volvió hacia él.

—Me pidieron que cooperase con ustedes. De acuerdo. Eso he hecho. Ésta no es Joanna Eris. Puede tomarlo como una declaración formal. Ahora, quisiera regresar a Boston.

—A su debido tiempo, doctora Darras.

—Quiero que sepan que encuentro todo este asunto deprimente. Completamente deprimente.

—¿Le apetece algún postre?

—Yo sí tomaré —dijo Abdel Idfa terminando su lenguado—. Creo que probaré ese fudge helado Declaración de Derechos con frutas y nueces.

—Ya saben… —comenzó a decir Duke. La encargada le pasó el menú. Garabateó su nombre en él.

—¡Gracias, señor Foote!

—De nada, señora, de nada. El placer ha sido mío. —Le agarró la mano y se la besó. Ella cacareó encantada y atravesó la sala como una flecha—. Saben… —continuó diciendo pensativamente—, si es la vieja Nita… No digo que lo sea o que no, no como aquí la doctora… pero si es ella, la verdad es que tengo muchas ganas de verla. Era una monada de chiquilla.

—Estoy seguro de que la volverá a ver —soltó el federal.

Martine se reclinó en su silla, sujetando el medallón de Virgo, apretándolo fuertemente entre los dedos.

El Ojo estudió a los recién casados. Tendrían unos veinte años, eran frescos y limpios, sin cicatrices, sin deslustrar, aún sin contaminar. ¡Dios Todopoderoso! ¿Quién traicionaría al otro primero? ¿Tendrían una hija? ¿Qué cornucopia de angustia, penas, soledad y repulsión les habían ofrecido como regalo de bodas los duendecillos del himeneo?

Eran las 9:20.

—No la detendremos aquí —le susurró el federal al teniente—. Sólo causaría un alboroto. Esperaremos a que salga. O mejor aún, en su casa.

—De acuerdo.

—Recuerdo una sola cosa de Dorotea Bishop —les comentó Abdel Idfa—. Cuando el señor Argyle nos presentó en Chicago, le pregunté si era virgen. Y me contestó… —Se volvió hacia Martine—. Discúlpeme, doctora; me contestó: «No meta sus jodidas narices en lo que no es asunto suyo».

El chico dijo algo. El Ojo se volvió hacia él.

—Perdone…

—Se está comiendo mis rábanos.

—¿Sus qué? ¿No me diga? Perdone. Yo… tengo los nervios destrozados…

—Yo invito.

—Mi hija… mi hija se escapó de casa y no la puedo encontrar. —Se los quedó mirando boquiabierto. ¿Por qué había dicho eso? ¡Mierda y corrupción!

—¡Caray! —exclamó el chico.

—¿Está ella en Trenton? —preguntó la chica.

—No lo sé. —Sonrió estúpidamente, arañando con los dedos el mantel—. Podría ser. Podría estar en cualquier parte, realmente en cualquier lugar. Hay tantos sitios donde esconderse. Tantos callejones, callejuelas, suburbios y pueblos pequeños y cruces… y puertas cerradas… y… y autopistas que se dirigen a todas partes… —Se le quebró la voz—. Lo último que supe de ella es que estaba… que estaba en el colegio y ella simplemente… —¡Dios mío! ¡Estaba llorando! ¡Bendito Moisés! ¡Se estaba desmoronando! ¡Mierda de mono! ¡Éste era el jodido final!—. ¿Qué hora es? —preguntó lloriqueando.

—Las nueve y media —El chico parecía desolado—. Pero creo que mi reloj va retrasado.

—Bien… sí… de acuerdo… —farfulló el Ojo—. Con un poco de suerte creo que lo conseguiremos. Escuche… —Ellos lo miraron fijamente—. Les deseo toda la felicidad del mundo. Se lo digo desde lo más profundo de mi corazón. Déjenme soportar todas sus penas; denme su pesar y sus pérdidas. Me los llevaré ahora conmigo y ustedes dos simplemente quédense con las alegrías y las dichas que les depare la vida. Hasta pronto.

Se levantó y voló.